Capítulo 17
30 de Nightal, Año del Arpa sin Cuerdas
Una bandada de codornices de las praderas se levantó de los pastizales a algunos kilómetros de distancia, y dos docenas de orondos ejemplares se dispersaron en el aire. La visión de todas esas aves suculentas hizo que la boca se le hiciera agua a Aubric Nihmedu, igual que a todos los Espadas de noble origen y arrogantes magos escondidos en los nidos de araña de la ladera abrasada por el sol. Desde hacía casi diez días, los Espadas de Evereska subsistían a base de lagartijas secas y de ratones asados por medios mágicos, renunciando incluso a consumir cactus y raíces por miedo a que los phaerimm notaran que se habían arrancado plantas. Estos elfos no tenían mucho que ver con los orgullosos y esforzados aristócratas que habían ingresado en el cuerpo de los Espadas de Evereska, pero nadie se quejaba. Cambiando el combate abierto por las emboscadas y los ataques por sorpresa habían conseguido que el número de bajas pasara de ser escalofriante a simplemente importante, y habían matado a más de veinte phaerimm. Según los cálculos de Aubric, los Espadas tendrían que matar sólo a diez por cabeza para erradicar del Shaeradim a los phaerimm que quedaban.
Doscientos pasos más allá de la bandada, un par de zorros de la luna cruzaban a la carrera un arroyo flanqueando a cuatro crías jóvenes. Había algo por allí, merodeando por el extremo oriental del Blazevale, el extenso valle libre de arena que separaba el Sharaedim de las Colinas del Manto Gris al norte. Aunque sentía una gran curiosidad, Aubric se resistió a la tentación de aumentar su aguda vista elfa por medios mágicos. No hacía todavía dos horas que los centinelas habían hecho que los Espadas se ocultaran ante la inminente llegada de una compañía. Aubric tuvo que conformarse con tender la vista sobre el valle sin ayuda sobrenatural, esperando pacientemente a poder atisbar alguna presencia.
No pasó mucho tiempo antes de que observara un sutil movimiento de los pastos. La perturbación avanzaba a paso constante hacia un alto afloramiento rocoso en forma de olla conocido como Nido Roquero, una ciudadela natural que había albergado a guarniciones elfas durante casi mil años durante las Guerras de la Corona. Aunque la fortaleza había sido abandonada después de la caída de Aryvandaar, su ubicación entre Evereska y las Colinas del Manto Gris había llevado a plantear últimamente la posibilidad de volver a restablecer en ella un puesto de vigilancia.
A Aubric empezó a latirle el corazón con fuerza. La ondulación de los pastos tenía casi un kilómetro de largo, demasiado como para que la causa fuera un animal, y también demasiado rectilínea. Avanzaba sin descanso hacia la fortaleza natural, sin pararse ni para buscar una presa ni para comprobar que no había depredadores. Sólo había una criatura capaz de trasladarse de forma tan eficiente, con tanta confianza, por la llanura abierta. Aubric quitó la cubierta de su nido de araña y lanzó ladera arriba la señal de prepararse para entrar en combate.
Rhydwych Bourmays, Maestro de Armas de la compañía, sacó la cabeza de cabellos elaboradamente trenzados del siguiente nido.
—¡Supongo que no estarás pensando en atacar! —exclamó la elfa—. Diez espinardos son demasiados, especialmente si cuentan con la ayuda de illitas y acechadores.
—Di a tus magos que se preparen —dijo Aubric, pasando por alto su comentario—. Por allí llegan refuerzos de Evereska y no estoy dispuesto a quedarme mirando mientras los phaerimm les tienden una emboscada.
Rhydwych arqueó sus finas cejas y miró hacia la planicie.
—Se camuflan bien. —Se quedó estudiando la línea unos segundos más y luego dijo—: Y son rápidos, hay que reconocerlo, pero lo de refuerzos es una exageración. No puede haber ni doscientos jinetes en la columna.
—Maestro de Armas, no sabemos quiénes son esos doscientos, ni lo que se proponen. —Su tono era más áspero de lo que pretendía, quizá por la duda que la pregunta de Rhydwych había sembrado en su propio corazón. Según las estimaciones más fiables de los Espadas, unas estimaciones que no habían podido comunicar ni a Evereska ni a nadie más, había doscientos phaerimm en el Sharaedim—. ¿Quieres dar la orden a tus magos? ¿O tendré que hacerlo yo?
—No necesitas ponerte desagradable, lord Nihmedu —le soltó Rhydwych—. Conozco muy bien la cadena de mando, pero puedes estar seguro de que la Casa de los Espadas hará una investigación si la cosa va mal.
—Si la cosa va mal, no tendrán necesidad.
Despidió a Rhydwych con un movimiento de la mano y al volverse se encontró a un vigía que bajaba de la cima de la colina. Aubric hizo señas a sus Espadas de que no se movieran y empezó a ajustarse la armadura. Cuando acabó, el centinela estaba a su lado y había cien Espadas dispersos por la colina.
—Los phaerimm no nos perseguían a nosotros, Aubric. —Como superior en nobleza, el elfo dorado no podía dirigirse a Aubric por su título—. Están avanzando.
—¿Por el Blazevale, lord Dureth?
—¿Cómo…? —Dureth asintió con la cabeza.
—Alguien está tratando de llegar a Nido Roquero. —Aubric señaló a la ondulación de los pastos—. Podrían ser refuerzos.
El elfo miró en la dirección que le señalaba.
—Si es así, no son muy numerosos. —Dureth entrecerró los ojos y añadió—: A menos que…
—Tus pensamientos no me ayudan a menos que los expreses.
—Estoy pensando en Nido Roquero —explicó Dureth—. ¿Por qué dejarse atrapar allí?
—Si no eres capaz de salir combatiendo…
—Pero es preciso defenderse hasta poder hacerlo —terminó Dureth—. ¿Será posible que estén abriendo una puerta?
Aubric asintió.
—Es lo único que tiene sentido.
Dureth señaló al oeste, hacia la cresta de la colina que bajaba suavemente hasta la planicie cercana a la embocadura del Blazevale.
—Será mejor que nos demos prisa. Están cerca del Muro Infranqueable.
Aubric hizo señas a los Espadas de que siguieran a Dureth.
—Abre la marcha, rápido.
El noble Espada abrió la marcha a buen paso y Aubric se apresuró a seguirlo. El Muro Infranqueable era la barrera intangible que los phaerimm habían levantado en torno al Sharaedim y a las Colinas del Manto Gris. Debía su nombre a que bloqueaba toda comunicación mágica e impedía el paso al otro lado. Rhydwych y sus magos dedicaban todas sus horas libres a intentar derribar la barrera, pero hasta ahora no lo habían conseguido.
Los Espadas ascendieron la ladera en absoluto silencio. Al llegar cerca de la cumbre, Dureth, Aubric y Rhydwych subieron arrastrándose para mirar desde arriba al Blazevale.
Se encontraron a unos cientos de pasos por encima de los phaerimm que avanzaban hacia Nido Roquero. Además de los diez espinardos había una docena de illitas, igual número de acechadores y doscientos esclavos mentales. Los esclavos eran una mezcla de humanos y osgos, pero entre ellos había también un número alarmante de elfos. Buen número de ellos llevaban los elaborados yelmos con cabeza de animal que preferían los nobles de Evereska. A Aubric le llenó de desazón la vista de un halcón dorado y de dos estilizados leones que eran yelmos de los nobles Espadas.
Dejando a Dureth apostado tras la cresta de la colina para vigilar los movimientos del enemigo, Aubric y Rhydwych se deslizaron ladera abajo llevando a los Espadas por una trayectoria paralela. Al poco rato, la cresta pasó a tener apenas algo más de dos metros, y la compañía enemiga avanzó en tropel al otro lado hasta la línea de pájaros y conejos en descomposición que marcaba el Muro Infranqueable. Aubric indicó a su compañía que hiciera un alto.
En la llanura, la ondulación había cesado a unos cuatrocientos pasos de Nido Roquero. Aunque era imposible saber si los recién llegados invisibles habían visto al enemigo, los phaerimm no disimulaban en absoluto su presencia. Se detuvieron ante el Muro Infranqueable sólo el tiempo necesario para que uno de los suyos hiciera un conjuro de cuatro manos, creando un semidisco relumbrante de luz verdosa.
—¡Cuatro manos! ¡No me extraña que no pudiéramos dar con el conjuro! —susurró Rhydwych.
Los dos primeros phaerimm hicieron presión contra la puerta relumbrante y la atravesaron, desapareciendo primero por un lado y surgiendo después por el otro. Aubric hizo una mueca. El lento proceso hacía impensable una irrupción repentina para sorprender al enemigo por la espalda. Tendrían que luchar por la puerta y mantenerla, como un ejército que defiende un puente crucial.
Los demás phaerimm atravesaron el portal flotando uno tras otro, dejando que los illitas y los acechadores condujesen a los esclavos mentales. Tan arrogantes como siempre en el ejercicio de su poder en el Sharaedim, ni siquiera les preocupaba la posibilidad de ser atacados por detrás. Aubric pensó que eso era una desdichada consecuencia del escaso daño que los Espadas habían infligido realmente a sus enemigos.
Para cuando el último phaerimm hubo atravesado la barrera, los recién llegados de rápidos movimientos habían llegado a la base de Nido Roquero, o al menos lo había hecho la ondulación que producían. Frente a la pequeña colina, un número cada vez mayor de aves levantaba el vuelo a medida que los guerreros invisibles se distribuían en abanico para formar una línea defensiva avanzada.
Los phaerimm se agolparon y empezaron a discutir, llenando el aire de extraños silbidos y gestos airados. Después de perder algunos minutos, volvieron al Muro Infranqueable y abrieron otros nueve portales reverberantes. Los acechadores y los illitas empezaron a hacer pasar por ellos en masa a los esclavos mentales mientras los espinardos trabajaban frenéticamente para distribuirlos en una formación de combate. Aubric no pudo por menos que sonreír. Era la primera vez que había visto a alguien desbaratar un plan de los phaerimm.
Los recién llegados parecían ansiosos de avanzar. Una docena de dorados meteoros salieron de Nido Roquero describiendo una trayectoria curva y aterrizaron cerca de donde estaban los phaerimm, pero explotaron formando una enorme cortina de fuego color ámbar.
—¡Eso es Fuego de Vhoor! —exclamó Rhydwych en un susurro.
Aubric se llevó un dedo a los labios y esbozó un gesto de irritación. No lo tomó a mal pues sabía que había sido el nerviosismo lo que había provocado la exclamación. El Fuego de Vhoor era una especialidad que los magos de la flota de Siempre Unidos habían inventado para las raras ocasiones en que la nación isleña tenía necesidad de defenderse en el mar.
Un viento frío, sin duda mágico, se levantó detrás de las llamas empujándolas hacia el Blazevale. Los esclavos mentales se inquietaron y se hizo más difícil organizados, lo que enfadó tanto a los phaerimm que mataron a unos cuantos como acción ejemplarizante. Con eso sólo consiguieron sembrar el pánico entre los demás, y varias docenas optaron por volver corriendo al Sharaedim atravesando los portales.
Un par de phaerimm de menor tamaño abandonaron el grupo e invocaron un viento contrario que frenó el Fuego de Vhoor a trescientos pasos del Muro Infranqueable. Al ver que el fuego seguía ardiendo, hicieron caer la lluvia de un cielo despejado. El agua simplemente se transformó en vapor. Recurrieron a un conjuro de movimientos telúricos para levantar una enorme nube de tierra con la que sofocar las llamas. El Fuego de Vhoor siguió ardiendo y consumiendo la tierra como si fuera carbón y continuó avanzando.
Por último, uno de los phaerimm trató de contrarrestar la magia que había creado la cortina de fuego. Normalmente, desbaratar el hechizo de un mago de flota no era tarea fácil, pero los phaerimm eran mucho más que usuarios normales de magia. La criatura había terminado apenas de agitar los brazos cuando un sector de las llamas se desvaneció, dejando una brecha de unos diez metros en la ardiente cortina.
Un relámpago cegador de fuego plateado atravesó la brecha abierta alcanzando al phaerimm en el torso. La criatura empezó a arder, agitando sus espinosos y largos brazos en el aire.
—¡En nombre de Angharradh! —susurró Aubric, volviéndose hacia Rhydwych—. ¿Qué clase de conjuro es ése?
Rhydwych se limitó a señalar hacia el valle con un gesto. Allí se veía a un hombre de pie vestido con una larga túnica y llevando un bastón negro en una mano. Aubric empezaba apenas a distinguir la sombra de una espesa barba cuando otra bola de Fuego de Vhoor vino a cerrar la brecha abierta en la cortina llameante.
—Da la impresión de que no necesitan nuestra ayuda —dijo en un susurro Rhydwych.
—Ojalá tengamos esa suerte —dijo Aubric—, pero debemos estar preparados. Dispon el escudo visual.
—No se pierde nada con estar preparado. —Rhydwych se apartó para reunirse con su pequeño grupo de magos guerreros.
Si los recién llegados pensaron que la destrucción de un phaerimm sería disuasoria para los demás, se equivocaron de medio a medio. Lo único que hicieron las criaturas fue desplegarse y flotar hacia adelante formando una línea para, a continuación, hacer desaparecer de golpe la totalidad del Fuego de Vhoor.
Esta vez no hubo corrientes de fuego plateado, sólo una erupción de relámpagos y rayos dorados. Los phaerimm desaparecieron envueltos en nueve columnas de rugiente magia, acribillados por tal tempestad de conjuros que el suelo se abrió y el cielo se estremeció. Una de las criaturas empezó a girar frenéticamente y cayó formando un montón de carne consumida, pero las demás se mantuvieron impasibles flotando en el lugar donde estaban y devolviendo el ataque con la misma moneda.
Una larga fila de magos, humanos unos, elfos otros, avanzaba a través del humo que se iba disipando, todos visibles ahora que habían atacado. Iban cayendo de a dos o de a tres, o a veces se desvanecían transformándose en sangre y humo. Temiendo que sus aliados no estuviesen tan bien preparados como pensaba, Aubric sintió ganas de gritarles que cambiaran de táctica porque él y sus Espadas habían descubierto con dolorosa experiencia que los conjuros lanzados a los phaerimm tenían la mala costumbre de rebotar contra quien los lanzaba. Por otra parte, estaba la ventaja de mantener ocupados a los espinardos, y tal vez eso era todo lo que necesitaban los recién llegados. Era evidente que habían llegado con un plan, y al menos con unas cuantas sorpresas.
Aubric buscó otra vez con la vista a la figura de la barba, pero pronto se dio cuenta de lo difícil que era. Decidió que había llegado el momento de que Evereska también diera alguna sorpresa, de modo que se puso de pie y sacó la espada.
—¡Flechas y conjuros! —gritó—. ¡Disparad a discreción! ¡Avance lento!
Las cuerdas de los arcos llenaron el aire con su sonido vibrante, sembrando su muerte sibilante sobre los esclavos mentales atrapados contra el Muro Infranqueable. La primera andanada y la mayor parte de la segunda cayeron sobre los illitas antes de que éstos tuvieran siquiera la oportunidad de volverse y usar sus descargas mentales contra los lanzadores de conjuros de la compañía. Los magos guerreros lanzaron unas cuantas bolas de fuego y tormentas de hielo para desestabilizar al enemigo, pero ocho de los doce permanecieron callados y ocuparon posiciones en la primera línea de avance.
—¡Escudo visual! —gritó Rhydwych cuando los acechadores finalmente se recuperaron de la sorpresa y volvieron sus ojos letales hacia los invasores.
Todos a una, los magos entonaron un encantamiento y arrojaron al suelo un puñado de polvo de plata. Frente a ellos, el aire reverberó como si fuera un espejo, y los rayos de los acechadores rebotaron en todas direcciones. Los arqueros de Aubric apuntaron a los contempladores y esperaron. Cuando las criaturas volvieron sus ojos disipadores de magia para anular el escudo visual, soltaron sus flechas. La mayor parte de los acechadores sucumbieron a la primera andanada. Los pocos que quedaban cayeron víctimas de la segunda.
Los esclavos mentales, confundidos y librados ahora a su suerte, se volvieron desordenadamente para responder al ataque.
—¡No los matéis, si podéis evitarlo, pero actuad con rapidez! —ordenó Aubric—. ¡Debemos mostrarles a nuestros amigos de Nido Roquero cómo se mata a los phaerimm!
Rhydwych y sus magos guerreros soltaron una andanada de conjuros que sumieron a un tercio de los esclavos mentales en un profundo sueño. Otros veinte fueron presa de incontrolables ataques de risa, y muchos más tiraron las armas y quedaron deambulando desorientados. Unos cuantos perdieron la vista y cayeron de rodillas gritando. Desgraciadamente, quedaban todavía dos docenas de guerreros para bloquear el avance de los Espadas.
Aubric lideró el ataque contra ellos, usando su espada elfa para parar el golpe del hacha de un humano de ojos vacíos e introduciéndose en el hueco de su brazo para dejar inconsciente al hombre de un golpe en el mentón con su puño revestido de malla. Al girar se apoderó del hacha del caído y la descargó sobre un osgo que venía contra él, se escabulló por debajo de las piernas del monstruo para coger arena que, al levantarse, echó a los ojos de tres elfos que custodiaban el portal.
—¡Que descanséis! —dijo, añadiendo la sílaba arcana que daba fuerza mágica a su orden.
A dos de los elfos se les aflojaron las rodillas, pero el tercero avanzó describiendo los consumados pasos de un cantor de la espada que el propio Aubric Nihmedu había enseñado a sus estudiantes más prometedores en el Colegio de Armas. Debería haber retrocedido y llamado a uno de los magos guerreros de Rhydwych para que hiciera un conjuro de muerte, pero no podía hacerle eso a uno de sus propios alumnos. Como sabía lo que vendría a continuación, y confiando en su propia pericia para salir airoso, bloqueó un ataque bajo, esquivó la estocada, paró el revés y dejó inconsciente al elfo de un codazo en la mandíbula… y entonces sintió algo ardiente y afilado que atravesaba su cota de malla.
Al bajar la vista, Aubric se encontró con una daga de plata clavada en su costado.
—¡Vaya qué bien! —apoyó el cuerpo contra el portal reverberante del Muro Infranqueable—. Muy insidioso.
El mundo se tornó caliente y plano. Experimentó un extraño instante de expansión infinita y energía embriagadora, entonces sintió un dolor lacerante en el costado y cayó.
Aubric relegó rápidamente el dolor a un lugar recóndito de su conciencia, a un lugar donde pudiera en todo momento ser consciente de lo que le comunicaba sin dejarse dominar por él. La caída la provocó él mismo; dio una voltereta y cayó de pie mientras su espada y la daga arrancada establecían un espacio defensivo a su alrededor. Sintió que su espada penetraba en un cuerpo a sus espaldas y supo que un humano trataba de adelantarlo por la izquierda, lo que significaba que alguien más lo intentaba por la derecha. Rápidamente pasó la daga por debajo de su brazo izquierdo apuntando alto, a la altura de la garganta, para provocar una muerte rápida. Un gorgoteo ahogado confirmó una intuición que seguía tan aguzada como dos siglos antes, pero Aubric apenas se dio cuenta. Estaba poseído por la danza de la sangre y su cuerpo y su mente eran una sola cosa, un instrumento tañido por una voluntad inseparable del enloquecido torbellino de combate que lo rodeaba. Su pie se disparó en una ciega patada hacia atrás, arrancando un aullido de dolor al hombre al que había herido hacía apenas un instante.
Aubric giró en redondo, haciendo destellar la espada y sintiendo correr la sangre por sus venas. No puede decirse que hubiera vuelto a ser un cantor de la espada, eso era imposible para un elfo abrumado por tantas responsabilidades, pero había recuperado el don que tanto le había costado adquirir y que había cultivado durante tanto tiempo. Se encontró más fuerte, más rápido, más ágil. No era exactamente el Espada danzante del que se había enamorado Morgwais siglos atrás, pero al menos volvía a ser un Espada girante. La antigua canción de combate resonaba en sus oídos y empezó a sentir en el Tejido todo lo que sucedía en el campo de batalla. Vio a la multitud de esclavos mentales de ojos vidriosos lanzándose al ataque, sintió cómo lady Bourmays y lord Dureth atravesaban el muro detrás de él, oyó las voces de los magos guerreros lanzando conjuros a diestro y siniestro. Al frente, en el valle, vio a los phaerimm abriéndose camino en medio de una tempestad de espadas y rayos, oyó a una de las criaturas piafando de dolor al ser atravesada por una lanza de hierro, percibió la crepitante energía cuando una cúpula de fuerza azulada se alzó para cubrir el Nido Roquero en su totalidad.
Una hebra de seda apareció en la mano de Aubric por iniciativa propia. La hizo flamear contra una docena de esclavos mentales que venían a la carga y pronunció tres sílabas arcanas. Una red dorada se enredó en las piernas de los atacantes haciendo que se detuvieran. A su izquierda oyó que alguien se acercaba corriendo. Agachado, giró como un remolino y golpeó con un pie extendido las piernas de su atacante, derribándolo, para dejarlo a continuación sin sentido de una patada en la cabeza. Un olor a almizcle se difundió por el aire. Aubric se echó hacia atrás y, con un salto mortal, fue a golpear en las piernas de un atónito osgo al que le abrió el vientre con su espada. Con una ágil pirueta se apartó antes de que las vísceras se derramaran. De un salto se puso en pie y oyó unos pasos ligeros que se acercaban por el lado de su herida.
Aubric bajó la espada y, al ver que ya no atacaban los esclavos mentales, se detuvo para limpiar la espada en la túnica de un humano.
—Impresionante —dijo Rhydwych, poniéndole en las manos una poción curativa—, pero tal vez deberías dejar el canto de la espada para los nobles más jóvenes.
—Es difícil abandonar antiguos hábitos. —Aubric se permitió una mueca de dolor antes de tomarse la poción. Su calor curativo corrió por el cuerpo cansado del elfo, pero un frío profundo permaneció en el costado herido—. Demonios con ese joven Espada. ¡Ojalá no le hubiera enseñado tan bien!
Rhydwych enarcó las cejas.
—Si estás muy malherido…
—Cuando el dolor no me permita defender Evereska lo sabrás al recoger mis restos del suelo.
Aubric miró por encima del hombro y vio que el resto de la compañía se estaba recomponiendo. Habían perdido a unos veinte Espadas nobles, pero todavía conservaban a sus doce magos guerreros. Señaló con su espada hacia Nido Roquero y se lanzó en persecución de los phaerimm.
—¡Por Evereska!
—¡Por Evereska!
Si la respuesta fue más débil y menos sonora de lo que Aubric hubiera querido, también lo fue su propia voz. El dolor se extendía, invadiendo la totalidad de su abdomen con un fuego ardiente. La hoja había atravesado algún órgano vital, pero no se podía hacer nada. A los dos sanadores de la compañía los habían matado hacía tiempo, de modo que sólo cabía seguir luchando y abrirse camino hasta los aliados de Evereska en la esperanza de que ellos tuvieran un buen sanador, o sentarse y esperar la muerte.
Aubric anuló toda sensación de dolor recurriendo a su antiguo talento de cantor de la espada para atraer hacia sí la fuerza del tejido y liderar la carga a través de la planicie carbonizada. Al acercarse a Nido Roquero, el mayor de los Nihmedu quedó atónito ante la cantidad de bajas de los recién llegados. Por todas partes había docenas de elfos y humanos caídos, la mayoría muertos, otros retorciéndose entre quejidos. Vio con sus propios ojos entre setenta y ochenta cadáveres, y calculó que el total podía duplicar tranquilamente ese número. Asignó media docena de sus propios heridos leves a hacer lo que pudieran por los heridos, aunque todos sabían que sería muy poco.
A setenta pasos del enemigo, un estallido tremendo atravesó la planicie. La cúpula azul de los recién llegados osciló y se atenuó para desaparecer a continuación.
Los phaerimm volvieron a avanzar y fueron saludados con una andanada de flechas y lanzas desde Nido Roquero. Los oscuros proyectiles golpearon como una lluvia de granizo, muchos de ellos rebotando sin producir daño en las escamas de los espinardos, pero algunos encontraron resquicios donde clavarse. Un monstruo cayó al suelo con el astil de una lanza elfa saliéndole por la boca, y otros dos quedaron gimiendo de dolor, pero la mayor parte parecía no notar siquiera los proyectiles que tenían clavados en el cuerpo.
En lo alto de Nido Roquero aparecieron un centenar de guerreros, visibles ahora, después del ataque, que empezaron a bajar con dificultad hasta detrás del irregular borde. Lo consiguieron apenas un segundo antes de que éste se transformara en una erupción de fuego dorado y lluvia negra y humeante. Surgió una cacofonía de llamas crepitantes y de gritos de angustia y después otro sonido: cuatro voces tonantes que pronunciaban un conjuro intrincado al unísono, complementándose, trabajando conjuntamente para entrelazar las hebras separadas del Tejido en una creación única.
—¡Es un círculo! —dijo Rhydwych acudiendo al lado de Aubric—. ¡Los altos magos están tratando de abrir la puerta!
—¿Cuánto tiempo? —preguntó éste.
—Demasiado. —Rhydwych señaló a los phaerimm que habían sobrevivido y que se arrancaban las últimas flechas de la piel al tiempo que marchaban contra Nido Roquero—. Diez minutos por lo menos.
A Aubric se le cayó el alma a los pies. Hasta ese momento la batalla había durado apenas quince minutos, y los recién llegados habían hecho bien en retrasar a los phaerimm todo ese tiempo. Alzó un brazo, haciendo con el pulgar y el meñique el signo que significaba «arco».
—¡Flechas! —Se volvió hacia Rhydwych—. ¿A cuántos de nosotros puedes trasladar allí por medios mágicos?
—A ninguno, si te propones presentarles combate —dijo—. Hay un momento de confusión después de cualquier conjuro translocacional…, y un momento es todo lo que necesitan los phaerimm.
Aubric asintió, después cerró el puño y bajó el brazo, indicando a los Espadas que hicieran un alto.
—Morir así no arreglaría las cosas, pero necesitamos darles tiempo. Llévate a tus magos guerreros y haced lo que podáis. Los Espadas os seguiremos como podamos.
Rhydwych palideció, pero hizo un gesto de asentimiento.
—¡Por Evereska! —dijo.
—Por Evereska, y por todos los elfos que le quedan a Faerun. —A Aubric se le hizo un nudo en el estómago. Una cosa era encabezar una carga metiéndose en la boca del lobo y otra muy distinta dar a una docena de valientes elfos la orden de marchar hacia una muerte segura—. ¡Que el Arquero del Arpa os proteja!
—Y a ti, lord Nihmedu. —Rhydwych le dedicó una débil sonrisa y lo besó en la mejilla—. No permitas que me conviertan en esclava mental.
—Ni tú que lo hagan conmigo —respondió Aubric.
Rhydwych sacó un par de varitas mágicas de guerra, cerró los ojos y se comunicó mentalmente por medios mágicos con los demás magos.
Aubric volvió a mirar hacia Nido Roquero, donde se veía a cinco phaerimm indemnes a medio camino del borde. Los otros dos estaban cerca del suelo, yendo de un lado para otro sobre sus colas mientras trataban de recobrar el juicio.
—¡Disparad y avanzad! —ordenó Aubric.
Una andanada de flechas oscureció el cielo, una docena de ellas contra cada phaerimm. Posiblemente la cuarta parte fue a clavarse en las heridas criaturas, alojándose profundamente entre las escamas o en el carnoso borde de la boca. Un espinardo cayó inerte y se desinfló como una trucha sacada del agua. El segundo se desvaneció en un fogonazo de magia de teleportación. Los demás proyectiles se clavaron a pocos centímetros de sus blancos y, chocando contra algún escudo invisible, rebotaron sin producir el menor daño.
En el momento en que las flechas pegaban contra el suelo, Rhydwych y sus magos guerreros ya estaban en el aire, persiguiendo a los phaerimm como los gavilanes a los halcones. Aubric había alzado la mano para ordenar una carga por tierra cuando vio a un humano de barba oscura acercarse a un saliente de bordes irregulares que había en la cima de Nido Roquero. Sostenía en la mano un negro bastón de mago y vestía pesados ropajes invernales. Aubric estaba seguro de que era el mismo hombre cuyas llamas de plata habían destruido al primer phaerimm.
Atácalos otra vez, amigo mío, y esta vez tus flechas darán en el blanco. Cuando yo dé la señal.
Aubric no se preguntó cómo había llegado la voz a su cabeza, ni vaciló en ejecutar la orden. Hizo la señal del arco con el pulgar y el meñique y ordenó un alto.
—¡Preparad y apuntad! —gritó—. ¡Elegid bien los blancos!
Mientras decía esto, los phaerimm lanzaron una tempestad de magia contra la figura subida a la roca. Hubo bolas de fuego y tormentas de hielo, nubes de vapor arremolinadas y negros rayos de la muerte, relámpagos e incluso una gran mano incorpórea. El humano lo superó todo, de pie con los brazos abiertos, con el negro bastón levantado por encima de su cabeza y rodeado por un aura púrpura mientras absorbía un ataque tras otro.
Aquel hombre no podía ser otro que Khelben Arunsun. Aubric recuperó inmediatamente el ánimo, porque con uno de los Elegidos luchando a favor de Evereska, la expulsión de los phaerimm del Sharaedim era sólo cuestión de tiempo. Esperó pacientemente a la señal prometida sin perder de vista a sus magos guerreros, que se acercaban a los phaerimm, y éstos a Nido Roquero, hasta que empezó a preocuparse por la distancia y la precisión y a temer que los dardos de sus arqueros hirieran a sus propios magos.
Por fin, el hombre de la negra barba bajó su bastón. Aunque era imposible oír la voz del archimago por encima del atronador canto de los altos magos y del bramido general de la batalla, Aubric vio los dedos del humano relumbrando mientras hacía los gestos familiares de un conjuro disipador de la magia. Aubric bajó el brazo.
—¡Disparad!
La vibración de las cuerdas de los ochenta arcos sonó como una sola, y una nube de flechas cruzó silbando el aire. Al acercarse a los phaerimm, las flechas formaron enjambres, como si fueran avispas preparándose para picar a los tontos que se atrevían a perturbar sus colmenas.
Los proyectiles acabaron el vuelo con un golpe sordo, casi audible, empujando a los phaerimm un poco más hacia los farallones basálticos de Nido Roquero y un poco más abajo. La mitad de las flechas golpearon en la coraza de escamas de las criaturas, pero las demás se clavaron profundamente, sumándose sus extremos emplumados al bosque de espinas de los lomos de los phaerimm.
Los magos guerreros ajustaron su trayectoria y se aprestaban a colaborar, pero pararon en seco cuando un puñado de maltrechos magos humanos aparecieron junto a Khelben para lanzar una andanada de rayos y centellas contra los phaerimm. Varias descargas rebotaron en aquellos contra los que iban dirigidas y volvieron a su origen. Media docena de magos se desvanecieron sin ocasionar daño visible. Los demás conjuros dieron en el blanco, sembrando escamas y espinas destrozadas en todas direcciones.
Uno de los phaerimm perdió un brazo y después cayó dando tumbos hacia el suelo para desvanecerse por fin en un destello plateado. Los otros cuatro atacaron de la misma forma, descargando sobre el borde chamuscado de Nido Roquero rayos de todos los colores. Hubo relámpagos y torrentes de fuego y tormentas de granizo explosivo, pero el ataque más destructivo fue una oleada de fuerza invisible que descargó sobre el propio acantilado, creando un estampido tan fuerte que Aubric lo sintió como un golpe. Una red de fisuras apareció en la superficie rocosa y el borde se precipitó en un montón de piedras y polvo negro.
Rhydwych y sus magos guerreros fueron lanzados por la onda expansiva hacia algún lugar por detrás de los phaerimm. Aubric alzó el brazo para dar la señal de atacar con las espadas y se sorprendió al encontrarse media docena de pasos por detrás de todos los demás. Decidido a no aceptar tan deshonroso lugar, recurrió al Tejido y sintió que su fuerza lo embargaba, pero también sintió que sus piernas se negaban a ir más rápido, sus pulmones a aspirar más hondo y su corazón a bombear más fuerte. No podía entender qué era lo que no funcionaba hasta que se dio cuenta del sordo ardor que sentía en el abdomen y de que un calor húmedo se derramaba por su pierna. Había conseguido mantener el dolor a raya, pero no se podía pedir tanto a un cuerpo, y hacía ya mucho que había traspasado ese umbral.
Cuando el desmoronamiento del terreno cesó, fogonazos brillantes y ruidos atronadores llenaron la nube de polvo. Un mago guerrero salió de entre las piedras amontonadas y se desplomó en el suelo entre los nobles Espadas. No le prestaron atención y se desvaneció, gritando, absorbido por el remolino de tinieblas.
Aubric corrió tras sus hombres. Los pulmones le ardían y le dolían los músculos. El llano se transformó en un terreno neblinoso de piedras diseminadas y siluetas fantasmales, y el aire se tornó denso con el polvo en suspensión que le impedía respirar, metiéndosele en los pulmones y haciéndolo toser. Llegó a pensar que no sobreviviría para dar las gracias a los nuevos aliados de Evereska, y sus pensamientos volaron brevemente hacia Morgwais, la Dama Roja, de piel tan broncínea que parecía escarlata, y lamentó no haberse ido con ella al Bosque Alto, no porque temiera lo que estaba a punto de sucederle, ni tampoco porque supiera que no volvería a verla, sino porque le había hecho pensar que su deber era más importante que ella para él.
Aubric llegó a la base del desmoronamiento y vio a sus fantasmagóricos Espadas trepando con dificultad entre las piedras, a la caza de las largas cuerdas grises que se arrastraban entre ellas. Un elfo saltó desde una piedra soltando la espada y se cogió de la cuerda. Empezó a trepar y la cuerda se arrastró por el suelo con mayor lentitud. Otro guerrero se asió a otra y se dejó caer sentado, afirmándose entre dos piedras para mantener la cuerda en su sitio.
Tosiendo y jadeando de tal modo que casi no podía tenerse en pie, Aubric alzó la vista cinco metros siguiendo la línea hacia la amorfa mancha de ahí arriba. En medio del polvo arremolinado, parecía una especie de gelatina con un cuerpo informe que llevara unas cuerdas como largos tentáculos colgando. El Espada Mayor tardó un momento en darse cuenta de lo que estaba viendo, en identificar la sucesión de miembros como los brazos y piernas grotescamente rotos de tres magos guerreros, atados fuertemente a su enemigo por las hebras blancas y pegajosas de una red mágica.
Una bola arrolladora de fuego engulló al phaerimm, arrancando un grito de angustia a una solitaria voz elfa. Aubric pensó por un momento que Khelben o un mago humano habían hecho el conjuro desde arriba. Al ver que la criatura no se precipitaba al suelo, se dio cuenta de que la bola de fuego no había sido sino un intento desesperado de liberarse, pero las cuerdas elfas no ardieron. Media docena de nobles Espadas asieron la cuerda y tiraron de ella hacia abajo arrastrando a su enemigo hacia la muerte. El espinardo tenía otras ideas y se desvaneció en un chisporroteo de argentada luz mágica.
Un segundo phaerimm, vacilante todavía por la furia de anteriores ataques, no tuvo tanta suerte. Un trío de elfos se aferró a sus cuerdas y empezó a tirar hacia abajo mientras sus compañeros le disparaban flechas. Para cuando la aturdida criatura pensó en levantar un escudo, ya la tenían en el suelo y la arrastraban hasta detrás de un enorme peñasco. Cuando consiguieron echarle la piedra encima, la efusión de sangre verdosa no dejó duda sobre el destino que había corrido.
Aubric avanzó tambaleándose por las rocas hacia Nido Roquero, buscando en el cielo a las dos criaturas que quedaban. Se seguían oyendo las voces tonantes de los altos magos, lo mismo que los gritos de los heridos y el retumbar de las piedras que rodaban, pero se había hecho una pausa inquietante en la batalla. Cuando Aubric llegó a la base del acantilado, la nube de polvo se había transformado en una simple neblina.
Dureth apareció a su lado.
—Aubric, tienes muy mal aspecto.
Aubric asintió y miró hacia arriba, recorriendo la extensión de tierra removida.
—¿Tienes idea de qué fue de los últimos phaerimm?
—No —respondió Dureth con aire preocupado.
—Diles a los que puedan que se den prisa. —Aubric se volvió hacia el acantilado. Había más de quince metros de pared vertical y después otros treinta de profunda depresión excavada por la avalancha. Envainó la espada y se colgó al hombro un rollo de cuerda—. Nos veremos arriba.
—No puedes hacer esto —le dijo Dureth cogiéndolo del brazo—. Al menos, no solo.
—¿Cómo que no puedo? —Trepando con tanta facilidad como una araña a pesar de su herida, Aubric partió acantilado arriba—. Dudo de que haya otro que pueda darme alcance.
—Aubric, nadie espera que el Espada Mayor…
Pero Aubric ya estaba casi a mitad de camino, pasando rápidamente sus dedos y sus pies de un apoyo a otro. Dureth empezó a gritar a los demás que se reagruparan, preguntando si alguien tenía un conjuro de vuelo. Para cuando el alto señor consiguió reunirlos a todos, Aubric estaba abandonando la pared vertical para afrontar la traicionera pendiente dejada por el desmoronamiento. Les gritó a los demás que se apartaran, y empezó a trepar por la piedra suelta, cayendo dos veces y resbalando con gran peligro de su vida.
Los altos magos seguían haciendo sus conjuros y sus voces alcanzaban un tono enfervorecido al acercarse al final. Cuando por fin llegó a ver la cima de la oquedad producida por el deslizamiento de tierra, Aubric empezó a pensar que Rhydwych había matado personalmente a los otros dos phaerimm, y que eso había sucedido cuando el estallido de un conjuro de guerra retumbó sobre la cresta de la pendiente. El Espada Mayor ató un extremo de la cuerda a un saliente de la roca y lanzó el extremo libre a los demás. Entonces desenvainó la espada y se encaminó hacia la depresión.
Una vez en lo alto, se echó cuerpo a tierra y miró hacia Nido Roquero. Todo lo que quedaba de la antigua fortaleza eran unos cuantos lienzos de la muralla levantada por los elfos a lo largo del borde dentado, pero en el fondo había un rectángulo de lustrosa piedra negra que todavía brillaba por la magia que la había extraído del suelo. Frente a ella se veía de pie a una elfa dorada, con vestiduras de gasa, que elevaba su voz sonora hacia el cielo mientras arrancaba del aire hebras del Tejido y las trenzaba incorporándolas al oscuro monolito. Estaba formando un elegante arco en forma de quilla cuyas profundidades purpúreas se volvían cada vez más intensas y más ricas. Con cada fibra que añadía, la propia maga parecía volverse tenue, translúcida, como si ella misma se incorporara a la trenza que tejía. Eso le pareció a Aubric, porque si bien los altos magos guardaban celosamente todo lo relativo a su arte, había oído que su magia a menudo implicaba la aportación de su propio espíritu.
En torno a la mujer elfa había tres magos varones de cuerpos tan negros y macizos como translúcido era el de ella. Tenían los brazos alzados hacia el cielo y proyectaban arcos reverberantes de magia sobre el círculo. Sus voces resonantes iban in crescendo, pronunciando cada una un conjuro diferente de apoyo en lugar de entrelazar sus encantamientos en una única armonía musical.
La pendiente que bajaba directamente desde el puente donde permanecía Aubric estaba formada más por tierra que por rocas y sembrada de cuerpos de humanos y de elfos, muchos de ellos retorciéndose de dolor, y todos imposibilitados de mantenerse en pie. A mitad de la pendiente levitaban los dos phaerimm, sostenidos todavía por las redes mágicas de Rhydwych y lanzando conjuros contra una cúpula reverberante de colores. Aunque Aubric reconoció la cúpula como una de las defensas más potentes que se enseñaban en la Academia de Magia de Evereska, no conseguía entender por qué los phaerimm perdían el tiempo destruyéndola cuando los altos magos estaban tan próximos a completar la puerta.
Khelben Arunsun salió un momento de la cúpula, lanzó un conjuro contra una de las criaturas y volvió a meterse bajo la esfera. El phaerimm al que alcanzó empezó a quedarse petrificado y a descender hacia el suelo, entonces hizo sonar una alarma y el otro, flotando en torno a la esfera, disipó la magia atrayendo a su compañero hasta que se posó sobre la piedra.
Desde abajo llegaron las voces de los altos magos con fuerza atronadora. El arco brillaba con una potente luz purpúrea, y la elfa se había convertido en una mera reverberación.
Khelben volvió a asomarse y lanzó un rayo de muerte negra contra el segundo phaerimm, pero sólo consiguió que la magia se volviera contra él. Trató de interceptar el conjuro con su bastón, pero ni siquiera los Elegidos de Mystra podían parar sus propios conjuros. Aterrizó en un promontorio, con una gran brecha en el pecho de la que salía un vapor pardusco.
Aubric ya bajaba por la pedregosa pendiente. Las rodillas le temblaban y su respiración se había hecho entrecortada y ardiente. Al pasar junto a Khelben vio con alivio que los bordes de la herida ya se estaban cerrando, aunque daba la impresión de que el archimago no iba a servir de mucho más en esta batalla. El phaerimm más próximo se revolvió para hacer frente a la carga de Aubric, enredando su puntiaguda cola en el rollo de cuerda elfa que llevaba al hombro. La segunda criatura se levantó del suelo y empezó a bajar la pendiente hacia donde estaban los altos magos.
Aubric dio un salto de dos metros hacia la derecha, y otra vez en la misma dirección, tratando de rodear a la primera criatura. Cuando se disponía a saltar por tercera vez, su enemigo tragó el anzuelo y sembró su camino de un sofocante ácido oscuro. Aubric saltó entonces hacia la izquierda, recurriendo a la magia del Tejido para realizar una magnífica voltereta, acompañada del vertiginoso movimiento de la espada en torno a su cuerpo mientras su aterrorizado enemigo llenaba el aire de relumbrante magia.
Abajo, en la hondonada, los altos magos hicieron silencio mientras la elfa se desvanecía en un estallido brillante de color púrpura y la puerta resplandecía con una magia de un color violeta tan intenso que casi parecía negro.
Una descarga mágica golpeó a Aubric en el hombro, pero con un giro saltó desde el labio carnoso del phaerimm, una de las pocas áreas que no cubría la red mágica, y se zambulló por encima de la cúpula reverberante. La sorprendida criatura dio la voz de alarma y su compañero giró como un trompo sobre su cola partiendo el aire con una hoja de cortante magia.
Aubric se encontraba ya en el suelo, poniéndose de pie con gran agilidad y danzando hacia el phaerimm envuelto en un tornado de acero relumbrante. La criatura llamó a su compañera y se situó para bloquear la trayectoria del elfo a través de la colina. Aubric hizo como si fuera a describir un círculo por encima y entonces vio que los agotados magos bajaban los brazos, señal de que la puerta estaba completa. Cambió de dirección, escapando a duras penas de los tentáculos que desde el suelo trataban de aferrar sus piernas. El segundo phaerimm pasó a su lado como un rayo, lanzándose pendiente abajo presa de un arranque de furia.
—¡Cuidado! —Débil y ronco como estaba, el grito provocó a Aubric un ataque de tos. Con la tos escupió sangre, que se llevó consigo la poca energía que le quedaba. Cayó de rodillas y volvió a tratar de prevenir a los altos magos.
—¡Por detrás!
Si lo oyeron o no, era imposible de saber, porque los elfos se volvieron con una calma absoluta para mirar pendiente arriba. Sus caras doradas se veían amarillentas y demacradas por el agotamiento, y cuando levantaron los brazos dio más bien la impresión de que querían parar un golpe en vez de hacer un conjuro.
El phaerimm fue más rápido. Envuelto todavía en su informe capullo de red mágica, se detuvo al final de la cuesta y golpeó el suelo con la cola. Una explosión ensordecedora sacudió Nido Roquero, y una red de fisuras de las que brotaba magma se abrió por el fondo de la depresión en dirección a la puerta negra.
Los altos magos cruzaron los brazos sobre el pecho y esperaron con calma la arremetida. Las fisuras se detuvieron a unos doce palmos de ellos, que a continuación se pusieron de lado y trazaron un círculo alrededor del suelo de la depresión. El phaerimm sofocó su frustración volviendo a golpear el suelo haciendo que un anillo de magma saltara varios metros hacia lo alto.
La negra silueta del arco permaneció visible en todo momento, pero cuando la feroz cortina volvió a caer hacia las simas de donde había salido, de los tres magos sólo quedaban las túnicas negras y humeantes, que yacían desmadejadas y vacías junto al borde del círculo.
Aunque parecía que hubieran pasado varios minutos, Aubric supo por su dificultosa respiración y por el temblor de sus músculos que sólo habían sido segundos. Apartó la vista de los fuegos en extinción más desalentado que admirado. La puerta estaba erigida, pero ¿de qué servía? Aunque otros quisieran ayudar, Evereska estaba tan sola como antes. Si acudían fuerzas desde Siempre Unidos o Aguas Profundas serían destruidas en cuanto salieran por la puerta o, peor aún, se sumarían a las filas de esclavos mentales de los phaerimm.
Una sombra se proyectó en el suelo delante de Aubric y entonces oyó algo sibilante e insidioso en su mente.
Ven tranquilo, y vivirás.
Aubric sólo tuvo fuerzas para mirar a la masa polvorienta, envuelta en la red, que tenía ante sí.
—Lo dudo —dijo.
No lo dudes. Tengo predilección por los valientes. Criáis muy buenas larvas.
Aubric oyó un leve susurro y levantó la espada alcanzando la cola del phaerimm, que ya apuntaba a su costado, justo por encima del aguijón. Oyó el ruido del arma penetrando en la carne y sintió el contacto de la sangre caliente de la criatura en la cara.
Dejando que el dolor lo invadiera, Aubric recurrió a sus últimas energías para lanzarse en un último ataque arrollador.
No lo consiguió, claro. El phaerimm se dejó flotar hacia un lado y él siguió tambaleándose ladera abajo perseguido por un aguijoneante vapor verde.
Aubric casi no tenía conciencia de nada porque las fuerzas lo habían abandonado. Sintió que la espada se le escapaba de la mano. Lo último que vio fue el rostro luminoso de la maga que lo observaba desde el umbral de la puerta negra y lo sorprendió lo mucho que se parecía su sonrisa a la de su amada Morgwais.