Capítulo 14

28 de Nightal, Año del Arpa sin Cuerdas

Khelben no había hecho más que culminar la pendiente cuando el primer bramido de la guerra retumbó en los helados pastizales. A un kilómetro escaso aparecieron en la linde del páramo una serie de figuras que, a pesar de un conjuro de invisibilidad, se delataban al arrojar piedras y rayos sobre los elfos de lord Ryence. Khelben trazó un círculo por encima de su ojo con el pulgar y el índice y pronunció un conjuro. Las figuras se resolvieron en un par de cientos de osgos, unos veinte acechadores y una docena de desholladores de mentes. Un par de phaerimm levitaban juntos cerca del centro.

—Tal como lo predijiste, señor —dijo el explorador Shantar, aterrizando con su hipogrifo invisible junto a Khelben—. Tendamos una emboscada a los emboscadores y acabemos con esto.

—Nuestros enemigos no nos lo van a poner tan fácil —observó Naneatha Suaril, situándose al lado de Khelben. Naneatha, una belleza rubia cuyos dientes de perla y brillantes ojos no parecían propios de sus cincuenta inviernos, era sacerdotisa de la Luna Alta, de la Casa de la Luna en Aguas Profundas, y comandante no oficial del pequeño grupo de sacerdotes que acompañaban a Khelben—. Son criaturas de la oscuridad, llenas de engaño e impostura.

Khelben asintió y miró por encima del hombro. El resto de la compañía estaba subiendo la pendiente, armada con arcos y varitas mágicas. Dio instrucciones al capitán de los Espadas de que ordenara formación de combate y al maestro de los magos guerreros de que distribuyese a los hombres por el campo de batalla detrás de ellos. Después de volvió hacia Naneatha y Shantar.

—¿Volverán los demás exploradores al oír el ruido de la batalla?

—Vendrán de un momento a otro —confirmó Shantar.

—¿Y pueden vuestras monturas admitir más de un jinete? —preguntó Khelben.

—Sólo durante poco tiempo —a los ojos de Shantar asomaba la curiosidad—, y descartando el uso de la lanza.

—Los conjuros os serán de más utilidad —dijo Khelben—. Haz que los exploradores se reúnan tras la línea de batalla y recojan a los sacerdotes de Naneatha. Deben volar alto y en círculos, a algo más de medio kilómetro por detrás de nosotros. Eso impedirá que ni siquiera los phaerimm puedan penetrar vuestra invisibilidad.

—El lugar de un sacerdote está en el campo de batalla —dijo Naneatha frunciendo el entrecejo.

—Y allí estarán. —Khelben apuntó con su bastón hacia un montecillo de pinos enclenques y después hacia un montón de piedras cubiertas de musgo—. Desde allí, buscad su retaguardia. Tú y los exploradores debéis atacarlos por detrás, y con dureza.

Naneatha mantuvo el gesto de contrariedad.

—¿Y si no hay retaguardia?

—La habrá. —Khelben se volvió hacia Shantar—. Haz tu envío, después espera a que lady Suaril esté libre para acompañarte.

—Como órdenes.

Shantar pasó el dedo pulgar por su anillo de explorador para activar su envío de magia, y cuando Khelben se volvió encontró que su pequeña fuerza de ataque estaba lista. El archimago dejó a un lado su bastón y él y Naneatha empezaron a lanzar conjuros de protección sobre la compañía. Fueron necesarios algunos minutos para completar los conjuros, pero Khelben ni siquiera se planteó la posibilidad de avanzar antes de que estuvieran listos. Enviar a sus hombres contra los phaerimm sin esa precaución habría sido un crimen.

Una vez terminado el último conjuro, Khelben envió a Naneatha con Shantar, después recogió su bastón y se puso al frente de sus hombres, partiendo a galope tendido. La compañía lo siguió en silencio, enmudecido por la magia de guerra su clamor habitual. A pesar de que la hierba estaba helada y de que el viento les soplaba en la cara, cubrieron el terreno velozmente, enardecidos por la proximidad de la batalla y por las plegarias con que Naneatha los había bendecido.

Hasta el propio Khelben, que había librado demasiadas batallas como para disfrutar de la perspectiva de una más, sentía la sangre palpitando en sus muñecas. Era la parte apasionante de la batalla, cuando se saboreaba por anticipado la victoria, el miedo a un final violento, el goce temerario de un juego mortal. Después llegaban los cien hedores de la muerte, el dolor, los cuerpos mutilados. La compañía superó el bosquecillo de pinos que Khelben había señalado a Naneatha y llegó a apenas trescientos pasos del enemigo. El archimago puso su caballo al paso y levantó el bastón, indicando a sus arqueros que lanzaran las flechas.

Un par de truenos sonaron en el bosquecillo, y dos rayos chocaron contra el escudo mágico de la compañía llenando el cielo de luz plateada. Llegó a continuación un coro de gruñidos de los osgos seguido de una lluvia de piedra. Los proyectiles de las hondas chocaron contra la protección mágica y rebotaron, pero una docena de arqueros de Khelben dispararon sus flechas al suelo.

Sin molestarse en mirar hacia atrás, Khelben hizo que su compañía se detuviera y bajó su bastón. Los arqueros dispararon una lluvia de flechas negras. La mitad de ellas se quedó corta y las otras fueron paradas en seco quedando suspendidas en el aire a unos seis metros por encima de sus objetivos. Los phaerimm mostraron a Khelben sus mandíbulas llenas de dientes, pero al parecer fueron los únicos que repararon en el ataque. Los osgos y los acechadores que los acompañaban seguían sembrando la muerte ladera abajo, sin prestar atención a los intentos de los elfos de responder con una cortina de fuego de magia elfa que se estrellaba sin el menor efecto sobre los conjuros que los protegían.

Otra andanada de piedras y de rayos alcanzaron a la propia protección contra proyectiles de Khelben desde atrás. Entonces, Naneatha y sus sacerdotes desataron un estruendo de relámpagos y explosiones que recorrió el páramo helado acompañando a su furia desatada. El coro de gemidos angustiados que le respondió no dejó lugar a dudas sobre la suerte que había corrido la retaguardia. Khelben apuntó con su bastón a los phaerimm y avanzó decididamente al paso, atacándolos con una lluvia de feroces misiles y descargas de magia. Los ataques estallaron en ígneas tormentas y explosiones de estrellas contra los escudos protectores del enemigo sin producir daño alguno, pero dejando a los phaerimm imposibilitados de ver a Naneatha y a los demás jinetes en sus hipogrifos.

Los phaerimm recurrieron a sus bolas de fuego y a sus relámpagos para desorientar a los humanos, y un pequeño grupo de acechadores y osgos se volvió para hacer frente al avance de Khelben. Se sintió casi insultado. Había destruido la retaguardia de los phaerimm y había llegado a sus líneas con facilidad, y a pesar de todo, las criaturas creían que podían destruir su compañía con un puñado de conjuros.

Los acechadores avanzaban flotando tras una pantalla de osgos, usando a los peludos gigantes como escudos hasta cerrar filas a doscientos cuarenta pasos, lo bastante cerca para usar sus rayos de alteración de la magia sobre los conjuros de protección de Khelben. Este dio orden a la compañía de hacer un alto, plantó su bastón a un lado y extrajo del bolsillo un trozo de ámbar. Tras pasarlo por la barba, empezó a frotar un puñado de alfileres de plata en el ámbar, uno por uno.

Para cuando terminó, los osgos que iban delante habían avanzado hasta ciento setenta pasos, fuera ya de las protecciones mágicas de los phaerimm. Khelben arrojó los alfileres al aire y pronunció una sílaba mística, después emitió un gruñido mientras un rayo salía de su pecho y alcanzaba al osgo más cercano. La enorme criatura explotó transformándose en roja bruma y piel chamuscada, lo mismo que el acechador que tenía detrás y los dos osgos siguientes, después el rayo continuó recorriendo la fila en un destello cegador que daba la impresión de que no iba a terminar nunca. Un segundo acechador y otros dos osgos estallaron en llamas y otra media docena de criaturas presentaban agujeros humeantes en la parte central del cuerpo.

De haber sido cualquier otro mago el que hubiera realizado el conjuro, el rayo lo habría dejado muerto allí mismo, pero Khelben no era un mago corriente. Era un Elegido de la propia diosa de la magia, imbuido del poder del Tejido y, con sus más de novecientos años de edad, casi inmortal, capaz de soportar energías que hubieran incinerado a cualquier hombre. El rayo continuó su marcha, dejando secas a otras doce víctimas antes de que las primeras doce hubieran tocado el suelo. Con cada golpe, los agujeros humeantes se fueron reduciendo, empezando por el tamaño de un melón y llegando al de una bellota. Por fin ya no hubo más agujeros. Un osgo y dos acechadores murieron por la sola conmoción. El último osgo trató de escapar, dio tres pasos vacilantes y cayó sujetándose el pecho.

Cuando el hechizo se agotó, todo lo que quedaba para mantener la ofensiva eran media docena de osgos y dos acechadores de ojos desorbitados. Los osgos se dieron la vuelta para salir corriendo y murieron al instante bajo una cortina de fuego, ya que los phaerimm no toleraban la cobardía en sus filas. Los dos acechadores se miraron con sus grandes ojos centrales, rodeándose mutuamente de un cono púrpura de irradiación supresora de la magia.

—¡Flechas contra los acechadores! —ordenó Khelben.

Una andanada de flechas voló hacia las criaturas, que no tuvieron más remedio que desactivar los rayos supresores y recurrir al resto de tentáculos para defenderse. Los magos guerreros de Khelben desataron una auténtica lluvia de magia, y los contempladores se desvanecieron en una rugiente tormenta de fuego.

—¡Adelante! —ordenó Khelben.

Cuando la compañía inició su avance, los phaerimm azotaron el escudo mágico de Khelben con una tempestad de fuego y magia. Aunque la bruma que la acompañaba impedía ver lo que estaba sucediendo delante, Khelben se alegró de que sus enemigos por fin le mostraran algo de respeto. Un poco de precaución contribuiría mucho a aligerar el ataque contra los elfos.

Es posible que, de haberlo querido, Khelben hubiera hecho que los dos emprendieran una retirada. Como uno de los Elegidos de Mystra, era portador de una pequeña parte del poder de la diosa, un poder que se manifestaba como «fuego de plata».

Podía invocar el fuego de plata para protegerse de casi todos los peligros, de ahí sus novecientos años, y para descargar sobre sus enemigos una ráfaga de blanca y pura magia del Tejido. Hasta los más poderosos usuarios de la magia temblaban ante su visión, porque por lo general reconocían su auténtica naturaleza y sabían lo que significaba para su supervivencia, pero Khelben no estaba dispuesto a revelar todos sus secretos. Los dos phaerimm se teleportarían en cuanto la suerte les fuera adversa, y no quería que al volver a Evereska fueran por ahí diciéndoles a sus amigos a qué se enfrentaban.

Khelben y sus magos guerreros devolvieron el ataque a los phaerimm con la misma moneda, llenando la zona intermedia de una pared cegadora de destellos. En un momento dado se acercarían lo suficiente para atacar las protecciones mágicas respectivas con magia de supresión, y entonces empezaría la matanza.

Khelben pasó el pulgar por encima de su anillo de sello, activando su magia de envío. Se representó mentalmente el rostro de Shantar y habló con él telepáticamente.

No puedo ver. ¿Qué está pasando? —preguntó.

Los elfos se están reagrupando lentamente —la respuesta de Shantar llegó a la mente de Khelben—. Ciento cincuenta pasos y entrarán en el cuerpo a cuerpo. La mitad de su compañía está girando para enfrentarse a ti.

Khelben dio un suspiro de alivio.

—Dispuestas las flechas —ordenó—, después vendrán las espadas.

Cien guerreros respondieron al unísono colocando las flechas en los arcos y siguieron avanzando. Una niebla negra apareció sobre su escudo de conjuros. Khelben la despejó con un viento mágico.

—¡Alto, magos! ¡Dejad que los guerreros os sirvan de pantalla!

Los magos se pararon en seco, ajustando sus varitas mágicas para lanzar bolas de fuego y tormentas de hielo por encima de las cabezas de los camaradas que avanzaban. El propio Khelben se retiró, colocándose detrás de un par de arqueros, y siguió la marcha. Calculó que treinta pasos más adelante estaría lo bastante cerca como para desactivar los escudos de conjuros del enemigo.

—Quietos ahora —ordenó.

Media docena de acechadores se separaron de las filas enemigas, abandonando la seguridad del escudo de conjuros por un campo de relámpagos y fuego. En medio de tantos fogonazos y rayos parecían simples sombras nebulosas, pero eso no impidió que los seguidores de Khelben los asaltaran con poderosos proyectiles y sibilantes flechas. Tres de las criaturas ardieron en cuanto abandonaron la protección mágica, y otras dos cayeron víctimas de las flechas.

El sexto contemplador siguió deslizándose y abriéndose camino hacia adelante mediante el haz de su mirada desactivadora de la magia, que usaba intermitentemente a fin de que sus otros tentáculos con ojos pudieran difundir hacia adelante su magia de variada forma. Destruyó varias flechas con su haz desintegrador y desvió una nube entera con sus rayos telequinésicos, pero todo eso no fue suficiente. Arrojó varias lanzas y se lanzó al suelo, después se arrastró hacia adelante tres pasos y entonces apareció delante de Khelben.

Un cono de luz azul se proyectó desde el enorme ojo central de la criatura y tocó la pared frontal de las protecciones mágicas de Khelben, creando un óvalo de radiación reverberante. El círculo vibró y se expandió al resto del escudo en un destello desactivador de la magia. Los conjuros del enemigo pasaron de destellos disipadores a rayos restallantes de marcado olor sulfuroso. Los hombres empezaron a gritar, la carne a crepitar y el cielo helado a retumbar. De repente, el páramo se impregnó de olor a carne chamuscada y entrañas abiertas, del cielo llovieron piedras y los guerreros empezaron a caer por docenas.

¡A la carga! —ordenó mentalmente Khelben, valiéndose de un encantamiento para hacerse oír—. ¡Cargar o morir!

Khelben apenas tuvo tiempo de dar la orden cuando el aire se volvió argentado y todo a su alrededor se llenó de un nuevo olor. El hombre que estaba a su lado estalló en una erupción de sangre hirviente, a continuación un relámpago atravesó al archimago y descargó contra el siguiente hombre de la línea. Khelben recibió en la cabeza el golpe de un miembro cercenado y cayó al suelo. Para cuando pudo levantar la cabeza, el rayo, chisporroteando, fue a detenerse a diez hombres de donde él estaba.

Antes de ponerse de pie, Khelben se refugió detrás de los guerreros que iban a la carga. Iba protegido de los relámpagos y rayos mágicos por el fuego de plata de Mystra, pero cada segundo que los phaerimm lo retrasaban tenía como coste docenas de vidas humanas. A gatas, avanzó hacia el frente, después dejó el bastón a un lado y se puso de pie. Aunque las protecciones mágicas de los phaerimm todavía relumbraban con los estallidos de la magia al disiparse, se veía una fila de osgos justo al otro lado de la barrera, enarbolando sus hachas y listas para responder a la carga. Los últimos acechadores, de los que Khelben contó cuatro, levitaban a lo largo de la línea a intervalos regulares, barriendo con sus tentáculos oculares en todas direcciones para sembrar sus mortíferos rayos de diez variedades distintas. A los únicos que no se veía era a los aniquiladores de mentes. Khelben alzó sus manos hacia la protección mágica del enemigo y pronunció tres sílabas místicas.

Tras una reverberación, la barrera se desvaneció. Los magos guerreros de Khelben avanzaron corriendo, usando sus varitas mágicas de guerra para lanzar sobre los osgos y los acechadores una lluvia de rayos y bolas de fuego. Los dos phaerimm respondieron con una horrenda andanada de llamaradas y agujas, nieblas negras y nubes ácidas, pozos humeantes y tentáculos estranguladores. Media docena de magos cayeron a los pocos pasos.

Khelben envolvió una pizca de carbón en un trozo de tela de algodón y lo arrojó en dirección a los phaerimm. Cuando el envoltorio cayó al suelo, levantó una mano en aquella dirección y empezó su encantamiento. Mientras pronunciaba las vibrantes sílabas místicas, puso mucho cuidado en mantener el dedo apuntando hacia la tierra y no hacia las criaturas. Hacía siglos que Khelben había aprendido que los phaerimm eran seres de naturaleza mágica y naturalmente resistentes a su poder. Cualquier conjuro dirigido directamente contra sus cuerpos tenía muchas posibilidades de rebotar hacia quien lo hacía o de ser usado para curar sus heridas, de modo que tuvo mucho cuidado de usar una magia que afectara al área que los rodeaba y no a los propios phaerimm. Acabó su encantamiento y una esfera de gasa negra ascendió como un torbellino rodeándolos y envolviéndolos en un capullo de fibras tenebrosas. Aunque la influencia de su magia no quedó anulada, sí perdió buena parte de su efecto.

Los espadachines más rápidos de Khelben estaban a cincuenta pasos de las filas enemigas, donde los osgos parecían contentarse con esperar. Fue un error que lamentarían. Khelben recuperó su bastón.

—¡Magos! —gritó—. ¡Nube roja!

Los magos guerreros cambiaron sus varitas mágicas de guerra por mechas de algodón y empezaron su encantamiento. Mientras pronunciaban las palabras, usaban conjuros sencillos para encender las mechas y a continuación sostenían los pábilos llameantes con el brazo extendido.

Decidido a impedir que los phaerimm interfirieran la nube roja, Khelben hizo con un pergamino un rollo mágico y lo transformó en un cono que se llevó a la boca. Cuando empezó a emitir a través de él las sílabas de otro conjuro, su voz sonó mucho más próxima al gran capullo negro, como si estuviera al otro lado del mismo.

Los phaerimm no respondieron, ni siquiera cuando el conjuro que había pronunciado transformó el capullo en un bloque de piedra maciza. O bien no se habían dejado engañar o decidieron que había llegado el momento de huir. Khelben confiaba en que hubiera sido lo segundo.

Las primeras mechas de los magos se consumieron. Por encima de las cabezas de los osgos apareció un jirón de niebla roja, crepitando tan levemente que sólo un puñado de ellas miró hacia arriba. A medida que se iban consumiendo más pábilos, el jirón rojo se fue convirtiendo en un fibroso banco de niebla color carmesí, y el crepitar fue subiendo de tono. Grupos enteros de osgos miraron hacia arriba, y los tentáculos oculares de los pocos acechadores que quedaban se orientaron en el mismo sentido. Para entonces, los últimos pábilos se consumían ya y la niebla se había convertido en una rugiente nube de fuego.

—¡Ahora! —ordenó Khelben con voz tonante.

Los magos guerreros estrujaron los restos renegridos de las mechas, y una cortina de fuego descendió arrolladora de la nube roja.

Un solo acechador consiguió retraerse y poner en funcionamiento su ojo anulador de la magia, abriendo una pequeña brecha en la extensa pared de fuego.

Khelben apuntó con su bastón al lado inferior de la criatura y lanzó contra él una bola de fuego, que no sólo se llevó al contemplador, sino también al puñado de osgos que habían sobrevivido hasta ese momento.

Al no tener ante sí más que una cortina de rugientes llamas, sus Espadas se pararon en seco. Había demasiadas brechas en sus líneas como para que Khelben se sintiera satisfecho, ya que los phaerimm se habían cobrado un terrible tributo. Un tercio de sus guerreros había caído, y tal vez una cuarta parte de sus magos guerreros. Otra «victoria» como ésa y no le quedarían hombres suficientes para defender la puerta, eso suponiendo que Ryence hubiera conseguido mantener vivos a sus magos para levantarla.

Khelben ya alzaba los brazos para anular la ígnea cortina y así poder acudir con los supervivientes de su compañía a salvar a los elfos de Ryence, cuando vio a un guerrero de poblada barba arrodillado junto a una mata congelada. El hombre dio un grito y levantó el cadáver de un camarada muerto apretándolo contra su pecho. Cuando el archimago vio que no quedaba nada del cuerpo por debajo de los hombros, bajó los brazos y buscó entre sus ropajes una pluma. Sus hombres ya habían hecho bastante por los elfos ese día.

¡Khelben! ¡Ven rápido! —Esta vez, el mensaje de Shantar le llegó en un tenue suspiro. El explorador sólo podía usar la magia de emisión de su anillo una vez por día, pero, como Elegido de Mystra, Khelben podía oír algo más cuando alguien pronunciaba su nombre en algún lugar de Toril—. ¡Persiguen a los altos magos!

Khelben no preguntó quiénes los perseguían. A diferencia de un conjuro de envío, su don de escucha no permitía una réplica. Por otra parte, tenía la sensación demoledora de saber a quiénes se refería el explorador. Pasó la pluma por sus brazos y sus piernas, pronunció un encantamiento y se levantó el vuelo.

Después de atravesar el muro de fuego, se encontró suspendido sobre una ladera de turba que caía en picado hacia el punto donde confluían el Cola de Serpiente y el Aguas Serpenteantes. A juzgar por el número de cadáveres de orejas puntiagudas esparcidos por la parte inferior del barranco, Ryence había tratado de proteger su cruce enviando a una parte de sus fuerzas en un ataque cuesta arriba. El hecho de que la última fila de cadáveres estuviese cerca de la cima de la pendiente era prueba elocuente del coraje de los elfos, aunque no de la prudencia de quien los comandaba.

Una carga enemiga había sorprendido al grueso de la compañía cuando se disponía a atravesar el río. Los elfos habían acabado con la mayor parte de los aniquiladores de mentes y prácticamente con la mitad de los osgos en su descenso, dejando la mitad inferior de la pendiente sembrada con casi tantos enemigos como elfos. Los supervivientes se habían dado de bruces con el resto de la compañía en la culminación de la pedregosa ribera del Cola de Serpiente, donde siguió un feroz combate cuerpo a cuerpo en el que los osgos trataban de proteger a los dos últimos aniquiladores de mentes de los asaltos del reluciente acero elfo. Casi dos docenas de magos de la espada se retorcían en el suelo, tapándose los oídos con las manos en un inútil intento de bloquear las descargas mentales de los illitas, pero Khelben no se paró a lanzar ningún conjuro en ese momento del combate. Mientras se deslizaba hacia el campo de batalla, un par de osgos cayeron con el corazón atravesado por el acero de los elfos, y tres descargas doradas penetraron por la brecha resultante alcanzando al aniquilador de mentes más próximo.

En medio del Cola de Serpiente, la escena resultaba mucho menos alentadora. Ryence se desplomaba lentamente desde su caballo al agua. Por delante de él, Bladuid y otros dos elfos dorados, presumiblemente el resto de los altos magos que formaban parte de su ejército, también se deslizaban de sus sillas, uno de ellos casi doblado en dos debido a la columna de agua levantada a causa de una ráfaga mágica. A éstos les seguían varias docenas de guardaespaldas, sorprendidos mientras giraban en sus monturas para arrojar rayos y ráfagas contra dos phaerimm que levitaban tras ellos.

Uno de los phaerimm se movía con igual lentitud, víctima también, como Ryence y los altos magos, de la potente magia alteradora de la realidad de su compañero. El autor del conjuro flotaba hacia adelante a través del contingente de guardaespaldas, lanzando trallazos con sus cuatro brazos a diestro y siniestro para abrir las gargantas de quienes interferían en su camino hacia Ryence. Si Khelben hubiera creído que su objetivo era únicamente Ryence, habría puesto en juego todo su poder para salvar al elfo, lanzando sobre el phaerimm un conjuro de muerte o arrastrándolo hacia las profundidades del noveno infierno.

Pero Ryence no estaba solo. Se encontraba acompañado de sus altos magos, y Khelben no podía correr el riesgo de que su conjuro fuera reflejado o absorbido por el phaerimm. Necesitaba algo poderoso y directo, algo que aniquilase incluso la resistencia natural a la magia de un phaerimm.

Necesitaba su fuego de plata.

Una vez más, Khelben maldijo el nombre de Laerm Ryence. El phaerimm se desembarazó del último de los guardaespaldas y apuntó con un brazo a la garganta de Ryence y con los otros tres a la de Bladuid. Khelben se dejó caer de cabeza desde las alturas detrás de la criatura. Con una mano apuntó a la boca abierta del phaerimm e invocó el fuego de plata. Un dolor enajenador se abrió camino en su interior, se acumuló un momento en la boca del estómago y por fin brotó de su mano en una larga llamarada de rugiente fuego. El phaerimm se precipitó de cola al suelo, y la llamarada de plata penetró por su garganta abriéndolo en canal en medio de un halo de fuego blanco.

El conjuro alterador de la realidad culminó con la muerte de la criatura. Ryence y sus altos magos acabaron de caer levantando gran cantidad de agua. Khelben se enfrentó al phaerimm que quedaba, buscando frenéticamente en su mente la manera más segura de destruirlo con rapidez. Tendría que pasar una hora antes de que su cuerpo pudiera reabsorber suficiente magia de Mystra en estado puro para usar otra vez el fuego de plata y tener ocasión de hacer un conjuro.

Un traqueteo atronador llenó el aire, y los elfos empezaron a gemir. Un tornado restallante de luz reluciente y multicolor apareció debajo de él y empezó a cruzar el río, atenazando a los guardaespaldas de los altos magos con sus tentáculos de luz letal. Cada color provocaba una muerte más terrible que el anterior. Los que fueron alcanzados por el rojo estallaron en llamas. La carne de aquéllos a quienes tocó el verde se deshizo en el aire en una nube de gas color esmeralda. El azul provocaba ahogamiento; el amarillo, las enfermedades más hediondas; el naranja, hemorragias espontáneas por todos los poros. Los que recibían el contacto de un tentáculo negro rezumaban podredumbre por todos lados, y el contacto del blanco provocaba la congelación de los cuerpos, que eran arrastrados por una corriente gélida.

Khelben jamás había visto semejante conjuro de guerra. Casi la mitad de los guardaespaldas yacían muertos o moribundos, y la otra mitad huía en todas direcciones. El phaerimm no daba señales de haber percibido la presencia del mago que flotaba por encima de él. Dejando que el tornado siguiera su propio curso, la criatura se deslizó hacia las formas chapoteantes de los altos magos.

Era demasiado tarde como para sentirse a salvo. Khelben se dejó levitar e invocó su conjuro más mortífero. El phaerimm permaneció en suspenso sobre un montón de cadáveres elfos y estiró la mano para recuperar, junto a un peñasco cubierto de hielo, la cola de su maltrecho compañero. Khelben enfocó la palma de la mano hacia la criatura y pronunció una sílaba con voz ronca.

El phaerimm no agitó los brazos ni trató de enderezarse, ni siquiera intentó un último y desesperado contraataque. Al sonido de la voz de Khelben, simplemente salió teleportado hacia la distancia, dejando que su conjuro cayera inerte en las aguas heladas.

Pero ¡qué rápidos eran!