Capítulo 6
23 de Nightal, Año del Arpa sin Cuerdas
Una vez hubieron bajado de la Torre del Prado Lunar, los humanos se movieron con un sigilo sorprendente teniendo en cuenta sus armaduras y la dificultad de viajar como parte de un grupo invisible. Por momentos, Galaeron y Keya ni siquiera podían distinguir a los guerreros que iban detrás de ellos. Bajaron el collado de Goldmorn y pasaron como una exhalación delante del estanque Gloria del Amanecer sin atraer una sola mirada, y Galaeron empezó a confiar en que su plan funcionaría. Tuvieron que detenerse una vez y escuchar a una matrona de plateado cabello quien tranquilizó a Galaeron diciendo que nadie lo culpaba por haber liberado a los phaerimm, y que sólo los Oros escuchaban a Imesfor, pero ni siquiera ella pareció reparar en los humanos invisibles.
El bosque acababa abruptamente en el borde de la colina de la Oscuridad Lunar, donde sólo una baja pared de piedra los separaba del vacío. Una media luna de verdes prados se extendía allá abajo, salpicada de grises peñascos, ponis marrones y bosquecillos de abetos color esmeralda. Más allá de los prados, el tapiz de campos invernales negros y dorados subía hacia los viñedos envueltos en la niebla. Se podía ver a los Espadas de Evereska en las terrazas más elevadas, con su larga columna de ponis moviéndose como una larga cola al superar las últimas revueltas antes de internarse en los bosques del Valle Alto. No había a la vista otras compañías, aunque Galaeron sabía que sin duda habría algunos guardianes del conjuro apostados en las cuadras y en las demás entradas de la ciudad.
—Éste es tan buen momento como cualquier otro, a menos que prefiramos esperar hasta que anochezca —dijo.
—No nos arriesgaremos a esperar. —La voz de Melegaunt llegó del aire detrás de Keya—. Con los phaerimm, una hora es una eternidad.
—Necesitaré la cuerda —dijo Galaeron tendiendo la mano.
Una mano invisible depositó un delgado rollo de cuerda elfa en su mano. Galaeron se la colgó del hombro y trepó a un alto árbol de la noche, deslizándose a continuación por una robusta rama que sobresalía más allá del muro. Sujetó la cuerda y la fue soltando hasta que tocó el prado. Ninguna cuerda humana —al menos ninguna que pudiera transportar una persona— podría haberse estirado tantos cientos de metros, sin embargo, quedaba suficiente cuerda elfa para formar un abundante rollo en el suelo.
Galaeron volvió a donde estaban sus compañeros y se dejó caer junto a Keya.
—Todo está preparado. Manteneos apartados de la pared rocosa; si la tocáis, la magia defensiva de Evereska anulará mi conjuro.
—¿Vamos a ir todos a la vez? —preguntó Vala.
—Debemos permanecer a tres metros de ti o nos volveremos visibles —explicó Melegaunt.
—Esa cuerda no soportará a cinco de nosotros —objetó Kuhl.
—Podría soportar a cinco gigantes de piedra. —El tono de Keya no tenía nada de paciente—. Es nada menos que una cuerda elfa.
La explicación fue recibida con un cauteloso silencio.
—Adelante —dijo Vala.
Hubo algunas reticencias y quejas, y la robusta rama se inclinó peligrosamente.
—Te estaremos esperando abajo, Galaeron —dijo la mujer.
—Iré hacia allí directamente.
Galaeron concedió a los humanos un momento para empezar su descenso y después abrazó a su hermana.
—Cuanto más lejos vas —dijo—, antes hay que partir.
—La próxima vez —respondió Keya valientemente llevándose la mano del elfo a la mejilla—, no me traigas huevos de phaerimm.
—De eso puedes estar segura, hermanita. —Subió a la pared baja y echó una mirada a la rama del árbol de la noche—. ¿Recogerás la cuerda?
—Jamás sabrán de tu marcha —aseguró—. Agua dulce y risas ligeras.
—Espérame pronto con suaves canciones y rojo vino.
Galaeron pronunció un conjuro para hacerse invisible, a continuación fijó la mirada en el rollo de cuerda de abajo y saltó de la pared. Su salto fue al comienzo un vertiginoso remolino de aire y color, pero la magia del mythal impedía que cualquier nativo de Evereska sufriera el menor daño al lanzarse desde los acantilados. Al llegar al fondo, la caída se transformó en suave descenso. Se posó delicadamente sobre sus pies y ya estaba allí esperando cuando los humanos invisibles tocaron el suelo.
Keya recogió la cuerda y Galaeron, tras hacer que los humanos se dieran las manos, los condujo a través del prado hacia el perímetro del mythal. Trepó por una pared y saltó a un campo de trigo de invierno, deteniéndose bajo una enramada.
—¿Melegaunt? —llamó.
—Aquí estoy.
—Los guardianes del conjuro estarán vigilando la Puerta Secreta y no podremos pasar inadvertidos. Ésta sería la oportunidad de que tu andar de sombra nos llevara al otro lado del Pico Oriental.
—Me encantaría, pero creo que habrás observado que mi magia no funciona en Evereska.
—Ahora funcionará —dijo Galaeron.
—¿En serio? —Hubo una pausa tras la cual Melegaunt preguntó—. ¿Y cómo es eso?
Aunque sabía que el mago no podía verlo, Galaeron se encogió de hombros.
—Tú tienes tus secretos y yo tengo los míos —respondió.
—Eso parece —dijo el mago riendo por lo bajo. Luego añadió—: Muy bien, lo que hace el maestro no se le puede negar al novicio. Que todos me sigan y se cojan de las manos.
Aunque hacía más de cuarenta años que Galaeron había considerado por última vez a un mago su maestro, obedeció las instrucciones y cogió una mano. La voz grave de Melegaunt pronunció el encantamiento y el mundo se volvió oscuro y desdibujado. Cinco siluetas borrosas aparecieron a su alrededor, luego, una de las formas más pequeñas se separó del resto y empezó a avanzar.
—Caminamos en la frontera entre el mundo de la luz y el de la oscuridad —dijo Melegaunt—. Es fácil despistarse, de modo que no me soltéis. El tiempo y la distancia no tienen significado aquí. Si me perdéis de vista aunque sólo sea el tiempo que lleva pestañear, es posible que nunca os encuentre.
Galaeron se encontró sujetándose a un brazo pequeño que sólo podía pertenecer a Vala, y ella a su vez iba cogida de la mano de uno de sus guerreros que, con la otra mano, se sujetaba al cuello de Melegaunt como un tornillo. Aunque todas las manos entre Galaeron y el mago eran el doble de fuertes que la suya, pronto empezaron a arderle los ojos por miedo a pestañear. A un lado había sombras planas de color púrpura. A veces eran tan altas como montañas de perfil serrado que hacían pensar en picos y riscos. Otras veces eran troncos esbeltos con ramas de espantapájaros que se mecían a impulsos de un viento imperceptible y que amenazaban con asir a Galaeron con unos dedos de sombra que no podían tocar.
Al otro lado de las sombras refulgía un vasto horizonte de luz amarilla, cegadora y brillante, y tan ardiente como el sol del Anauroch. A pesar de la advertencia de Melegaunt, Galaeron sintió deseos de caminar hacia la luz. Su calor familiar ofrecía un tentador contraste frente a la fría fantasmagoría de las sombras, y había algo joven y asustado dentro de él que ansiaba apartarse de la oscuridad. Fijó la vista al frente, obligándose a concentrarse en la espalda de Vala.
Por fin, unas astillas de luz empezaron a desprenderse del horizonte y a caer a ambos lados de sus compañeros. Algunas pasaban junto a ellos y se perdían de vista. Otras caían de plano en el suelo o se colocaban entre montículos de oscuridad purpúrea creando un paisaje espectral de colinas y barrancos. A pesar de la cascada de haces, la luz nunca menguaba. El horizonte amarillo simplemente se extendió y se convirtió en una planicie que Galaeron no tardó en reconocer como las arenas del Anauroch.
En lugar de seguir hacia el desierto, Melegaunt cayó de rodillas y se inclinó hacia adelante. Galaeron pensó que iba a caerse, pero su cuerpo simplemente se extendió oblicuamente y quedó suspendido sobre el suelo hasta que el resto de la partida siguió su ejemplo. Cuando todos estuvieron inclinados hacia adelante en el mismo ángulo, Melegaunt hizo que Galaeron desactivara sus conjuros de invisibilidad y a continuación los hizo descender a una oscuridad tan negra como el carbón. La sensación de descenso desapareció al cabo de doce pasos. Unos minutos después se detuvieron y la visión oscura de Galaeron empezó a funcionar.
—Ahora funcionará vuestra visión de sombra —susurró Melegaunt a los humanos.
Vala y sus hombres tocaron brevemente las empuñaduras de sus espadas y con un parpadeo recuperaron la visión. El grupo se encontró de pie en una pequeña cámara excavada en la dura roca. Las paredes habían sido cortadas con tal perfección que parecían pulidas. Junto a una de las paredes había una litera cubierta por un ondulante colchón de sombra solidificada. Al otro lado había un pequeño escritorio de piedra.
De la parte frontal de la cámara llegaba un sonido de gruñidos y de lucha. Galaeron se volvió y se encontró mirando a través de una grieta de treinta centímetros por la que vio a un humano ojeroso que corría medio agachado. El pelo y la barba del hombre estaban largos y descuidados, y su cuerpo escuálido estaba cubierto de mugre en la que el sudor había marcado surcos. Arrastraba un cajón de madera tan repleto de pergaminos, libros y manuscritos que la tapa no se cerraba del todo.
Melegaunt impuso silencio y se acercó a la grieta. Ejecutó una serie de gestos místicos manteniendo una mano abocinada junto a su oído y pasando las puntas de los dedos por la frente. Galaeron y los demás se miraban intrigados preguntándose dónde se encontraban. La respuesta llegó al cabo de un momento, cuando aparecieron unas fauces de enormes dientes rodeadas de brazos. Galaeron alzó las manos para lanzar un relámpago mágico y los humanos echaron mano de sus espadas negras.
Melegaunt se apartó de la grieta.
—¡No! —gritó, empujando hacia abajo las manos de Galaeron—. Tu magia haría que cayeran sobre nosotros como cuervos sobre el campo de batalla.
Galaeron miró hacia la grieta y vio que la criatura había pasado flotando sin dar muestras de haberlos visto, ondeando su cuerpo espinoso en el aire en un movimiento que imitaba en parte al de los peces y en parte al de una serpiente.
—Está furiosa por la lentitud de sus esclavos —susurró Melegaunt—. Se queja de que los mejores agujeros ya estarán tomados y les advierte que o se dan más prisa o se convertirán en bolsas de huevos.
—¿Adónde va? —preguntó Galaeron cuando la espinosa cola se hubo perdido de vista.
—¿Y dónde estamos? —añadió Vala.
—Creo que ya sabes adonde va —dijo Melegaunt, respondiendo primero a la pregunta de Galaeron.
—¿A los pasadizos de los enanos?
—A algún lugar en los montes Sharaedim —corrigió Melegaunt—. Deben de considerar que aquello es ahora un lugar seguro.
—¡Un lugar seguro! —Galaeron no pudo reprimir un grito ante aquella atrocidad—. ¡Jamás!
Melegaunt se llevó un dedo a los labios.
—En voz baja —dijo—. Esta magia de encubrimiento fue pensada para amortiguar los ronquidos, no los gritos. —A continuación pasó a responder a la pregunta de Vala—. Estamos en mi último refugio, no lejos del punto en que nos encontramos en los pasadizos de los enanos. Los phaerimm situarán sus Fuerzas Unidas en la abertura de la Muralla de los Sharn para asegurarse de que quede bien guardada.
—¿De modo que nos encontramos a «su» lado de la muralla? —preguntó la mujer.
Melegaunt asintió con la cabeza.
—Los phaerimm son tan inteligentes como malvados. Estarán alertas a la llegada de exploradores. Con un poco de suerte, no los esperarán por este lado.
Galaeron pensó en su padre, que cabalgaba desde Evereska con la misión descrita por Melegaunt.
—Pero los Espadas…
—Todavía están en la Puerta Secreta —dijo Melegaunt—. El tiempo es diferente en la Sombra. Si tenemos suerte, habremos descubierto todo lo que Evereska necesita saber antes de que los Espadas dejen los Altos Picos. Si no la tenemos… En ese caso me temo que tu padre tendrá que correr el riesgo.
Galaeron asintió. Evereska tenía que averiguar la magnitud de la victoria enemiga. Si él y sus compañeros humanos fracasaban, a los Espadas de Evereska les correspondía reunir por sí mismos la información, por pocas que fueran sus posibilidades de éxito. Al ver que el phaerimm había desaparecido, Galaeron señaló la grieta con un gesto.
—¿Vamos?
—Esperaremos un minuto —dijo Melegaunt—. Los phaerimm tienen conjuros para la detección de intrusos…, y estaría bien que pudieras entender tú mismo a los phaerimm. ¿Puedes copiar el conjuro que acabo de hacer?
—Tal vez… ¿una sencilla combinación de dos técnicas: escucha y discurso mental?
—Eres realmente un innatoth de indudable talento —dijo Melegaunt alzando una ceja.
—¿Innatoth?
—Innato —aclaró Melegaunt—. Lo que mi pueblo denominaría un Are-Natural, pero que en la mayor parte de Faerun se conoce con el nombre de «hechicero».
—¿Cuál es la diferencia? —preguntó Vala.
—No es grande para vosotros, pero mucha para mí —dijo Melegaunt—. Incluso para los mejores magos, la magia es algo que se aprende lentamente, con dificultad, pero en el caso de los hechiceros es diferente. Para ellos es un don, un talento natural que puede mejorarse con el tiempo y la práctica, pero sigue siendo un don. De más está decir que todos los magos que deben trabajar su arte tienden a mirar con desconfianza a quienes no tienen necesidad de ello.
—Es la descripción más acertada que he oído jamás —dijo Galaeron—. ¿Eres tú un innatoth?
—¡Qué más quisiera! —respondió Melegaunt riendo—. Sospecho que para ti la Academia de la Magia resultaba poco menos que insoportable.
—Mucho más que eso. —Galaeron trató de despojar sus palabras de amargura—. Mi padre puso en juego toda su influencia política para conseguirme un puesto en la regiforma. Jamás he visto nada más inútil. Nunca encajé en ella. En un momento dado me acusaron de magia oscura y exigieron ver mi libro de conjuros. Por desgracia, nunca había tenido uno.
—Ahora haces que sienta envidia —dijo Melegaunt.
—No tienes de qué —replicó Galaeron con una triste sonrisa—. Fue necesaria la intervención de lord Imesfor para conseguirme un puesto en los Guardianes de Tumbas. —Guardó silencio, recordando el triste final que el patronazgo del alto noble había representado para su hijo. A decir verdad, no se podía culpar al alto señor por ir diciendo por ahí que incluso ese favor le había costado caro.
—La autoconmiseración es innecesaria. —En las palabras de Melegaunt había tanto de reproche como de consuelo—. Tu magia será la que salve a Evereska o yo jamás he hecho un conjuro.
—¿No dijiste antes que su magia llamaría la atención de los phaerimm? —En el tono de Vala había respeto pero también preocupación—. Éste es el último lugar en el que quisiera ser atrapada por una de esas cosas.
—Sería un lugar mejor de lo que te imaginas —dijo Melegaunt sonriendo—, pero tienes razón sobre lo que dije. —Mirando a Galaeron añadió—: Tenemos que enseñar a nuestro amigo a usar la magia de otra manera.
—¿De otra manera? —preguntó Galaeron—. Eso llevará tiempo.
—Para ti no, supongo —replicó Melegaunt—. No, si tienes tanto valor como talento.
—¿Acaso no estoy aquí?
—Sí. —Los ojos de Melegaunt se tornaron tan negros como la obsidiana, tan oscuros que incluso Vala tragó saliva—. Tienes la valentía necesaria para enfrentarte a los monstruos afuera. Ahora veremos si la tienes para hacerles frente dentro.
La cara de Melegaunt se volvió extrañamente élfica al arquearse sus pobladas cejas y ensancharse y alisarse la frente. Sus orejas crecieron, apuntando sus aguzadas puntas hacia afuera a través del oscuro cabello, y los ojos adquirieron el brillo malévolo de los de un demonio drow.
—¡Por el laúd de Corellon! —Galaeron se sintió presa de la confusión. Éste no podía ser el humano que le acababa de asegurar que él sería el salvador de Evereska, pero ¿acaso los demonios no se caracterizaban por engañar a los mortales?—. ¿Qué eres?
—Más de lo que tú piensas, con toda seguridad —fue la respuesta.
Sabedor de que no le daría tiempo a hacer un conjuro y de que, aunque lo consiguiera, no tenía la menor esperanza de vencer a Melegaunt en un duelo de magia, posó la mano en la empuñadura de la espada. La mano del demonio se disparó tan rápida como un latigazo y cogió a Galaeron por el cuello, lanzándolo contra la pared de piedra. Un par de marfileños colmillos asomaron entre las fauces de Melegaunt y su oscura barba se transformó en un grotesco mentón. Los humanos respiraban con dificultad y farfullaban, pero parecían demasiado aturdidos para actuar. Galaeron trató de sacar la espada, pero el demonio le sujetó la muñeca contra la pared.
Vala fue la primera en recuperarse, aunque sólo parcialmente.
—¡Poderoso señor! —dijo, liberando su espada y dando un paso adelante—. ¿Qué eres?
—¡No te acerques! —ordenó Melegaunt mirándola por encima del hombro—. ¡Por el Juramento de Bodvar te ordeno que obedezcas!
Vala hizo rechinar los dientes, pero se detuvo y bajó la espada, ordenando a sus hombres que permanecieran quietos. Cuando Melegaunt volvió a mirar a Galaeron, sus ojos se habían vuelto de color púrpura y sus colmillos eran tan largos como los de una víbora.
—¿Tú sabes lo que soy, elfo? ¿Tienes valentía suficiente ahora?
—S-s-s-í. —Galaeron casi no podía hablar. Como la mayoría de los elfos de la superficie temía a los drows tanto como los odiaba, y no podía imaginar peor castigo que convertirse en un muerto viviente al servicio de un vampiro-demonio drow—. Déjame coger mi espada…
Melegaunt golpeó a Galaeron contra la pared.
—No pienso hacerlo —sonrió—, pero te permitiré elegir.
Melegaunt extendió la mano a su espalda.
—¡Espadaoscura! —exigió.
Vala le ofreció la empuñadura, pero dudó antes de entregársela.
—¿Qué vas a hacer?
Melegaunt la miró con furia y su cuello llenó el recinto de crujidos sobrenaturales al girarse más de la cuenta.
—Nada que la Torre de Granito no me permita hacer.
Vala bajó la mirada y le puso en la mano el puño de la espada. Melegaunt siguió mirándola fieramente un momento y después apoyó la helada empuñadura en la mano izquierda de Galaeron.
—Te he dado a elegir, elfo. —Cogió la espada por la hoja y colocó la punta debajo de la mandíbula de Galaeron—. Puedes elegir entre servirme o no.
Galaeron sabía que ningún vampiro le daría ocasión de herirlo, pero también sabía que era muy propio de un drow darle la oportunidad para echarle en cara su cobardía hasta el fin de los tiempos. Alzó el mentón e, imprimiendo un giro a la espada, atravesó con ella la garganta y el pecho de Melegaunt.
El cristal pasó a través del mago como si su cuerpo fuera de humo. Melegaunt sonrió e hizo caer la espada de la mano de Galaeron.
—¡Cobarde! —dijo, devolviendo el arma a Vala y empujando la cabeza de Galaeron contra la pared.
Galaeron se debatió, pero el demonio drow era demasiado fuerte. Melegaunt bajó la cabeza y Galaeron sintió el contacto de sus colmillos en la garganta.
—¡No!
Dobló la rodilla clavándola en la ingle de Melegaunt, pero ni siquiera eso consiguió apartar al demonio. Un entumecimiento helado se propagó por el cuello de Galaeron, entonces Melegaunt levantó la cabeza. Por su mentón corrían dos hilos de sangre que empezaban a coagular. Sus ojos rojos relumbraban con una avidez malsana.
—¿Sientes el miedo? ¡Ábrete a él Galaeron! ¡Hazlo tuyo!
Galaeron no tenía la menor necesidad de abrirse a nada. El miedo circulaba por su interior. Lo podía sentir en el estómago vacío, en el dolor del pecho que le ardía por dentro, lo oía en el latir de su corazón y en el gemido que le subía por la garganta.
El grito no consiguió llegar a sus labios antes de que Melegaunt le tapara la boca.
—No puedes gritar, Galaeron. —La cara del mago empezaba a recuperar su aspecto normal, sus puntiagudas orejas se iban desvaneciendo entre el pelo oscuro, las arqueadas cejas se enderezaban y poblaban—. No debes hacerlo o los phaerimm nos darán algo que temer.
Galaeron apartó a Melegaunt de sí. El mago salió volando por la habitación y fue a chocar contra la pared fronteriza tras haber recuperado plenamente su aspecto humano.
Cuando Galaeron consiguió reprimir el grito, Melegaunt le hizo un gesto invitador.
—Bien. Úsalo ahora, Galaeron. Usa el poder que tienes dentro de ti para lanzar tu conjuro.
—¡Estás loco! Para lo único que lo usaría es para matarte.
Galaeron sacó su espada e inmediatamente quedó separado de Melegaunt por Vala y por sus hombres.
—Así no, elfo. —La voz de Melegaunt sonó imperativa—. ¿Dominarás tu miedo o te convertirás en su esclavo?
Algo en el tono del mago hizo reaccionar a Galaeron. Se llevó la mano a la garganta, donde el demonio lo había mordido, y sintió la piel tersa.
—¡Ahora, Galaeron! —lo urgió Melegaunt—. ¡Lanza el conjuro!
Galaeron empezaba a entender por fin. Dejó caer la espada y realizó con sus dedos una serie de gestos místicos y acabó llevando la mano a su oído para hacer pantalla. Su miedo no se desvaneció tal como esperaba, sino que se abrió camino por su interior como un fuego, recorriéndolo como lanzas de dolor que fueron bajando hasta sus pies y se desvanecieron en la sombra debajo de ellos.
Galaeron creó con los dedos la otra mitad del conjuro. Cuando empezó a frotarse la frente, los rastros ardientes del dolor se volvieron fríos, llenándolo de un entumecimiento mordiente que empezó por los pies y se disparó a través de él como un relámpago helado.
Entonces la mente del elfo se llenó de voces susurrantes que hablaban todas a la vez pronunciando frases a medio formar. Exhaló un gruñido y se llevó las manos a los oídos. Melegaunt se adelantó a Vala y a los demás, cogió a Galaeron por los hombros y lo miró a los ojos.
Es un poco confuso. —Las palabras sonaron dentro de la cabeza del elfo, reverberando por encima de una docena de voces diferentes—. Estás oyendo los pensamientos de todas nuestras mentes. Piensa que son como el viento y presta atención únicamente a lo que quieres oír. Resulta útil hablar mientras te acostumbras a ello.
Galaeron retiró las manos de sus oídos.
—¿Qué me has hecho?
—Te he mostrado tu yo de sombra. —Tal como Melegaunt había prometido, las otras voces pasaron a un segundo plano—. Piensa en ello como el manantial del que brota otro tipo de magia.
—¿Qué clase de magia? ¿Vampírica? ¿Magia drow?
—Ni una cosa ni la otra, y no me culpes por eso. —Melegaunt rió entre dientes—. Lo que viste fue obra tuya.
Galaeron lo miró con furia.
—Yo no hice eso.
—Conscientemente, no —dijo Melegaunt—, pero cualquier cosa que haga un hombre, o un elfo, también la hace su sombra. Si se es valiente y honesto, hace una sombra de sí mismo que no lo es.
—¿De modo que un hombre hace una sombra de sí mismo que es una mujer? —preguntó Vala.
—No, eso sería lo contrario —explicó Melegaunt—. Una sombra no es lo contrario, no es más que ausencia. En el día, es la ausencia de la luz que bloquea tu cuerpo. En un hombre es la ausencia del macho, no la presencia de la hembra. En el caso de la sombra de Galaeron, es la ausencia de bondad y de lealtad.
—Eso no era parte de mí —insistió Galaeron.
—No, no lo era —concedió Melegaunt—, pero tú lo creaste y a través de ello te pusiste en contacto con una magia nueva.
—Entonces debe de ser una magia maligna. —Galaeron recuperó su espada. Todavía podía sentir el extraño y frío vínculo que lo conectaba al suelo—. Desearía que nunca me la hubieras enseñado.
—No te dejes asustar por el guardián. —Melegaunt apoyó una mano humana y peluda en el hombro de Galaeron—. Los tesoros más preciados siempre están protegidos, y éste es la clave para derrotar a los phaerimm. Es la única magia que no entienden. Si queremos salvar Evereska, necesitaremos hacer buen uso de ella, y repetidas veces.