Capítulo 11
26 de Nightal, Año del Arpa sin Cuerdas
Incluso con el velo de nubes de tormenta que coronaba los acantilados y la ventisca que barría el barranco, Mil Caras tenía más de museo que de paso. A la entrada había dos gigantescas estatuas de piedra de guerreros, tan reales que daba la impresión de que sus pechos se agitaban con la respiración. Más allá de estos guardianes estaba esculpida en altorrelieve la reproducción de toda una galería de personajes. Había un herrero martillando el filo de un hacha, un cazador que llevaba un par de elcos de montaña colgando de las patas, una madre que miraba cómo luchaban sus dos hijos y un centenar de otras figuras oscurecidas por la ventisca cada vez más fuerte. Por encima de los gigantes volaban unos pinzones de la nieve y halcones de las alturas, los primeros lanzándose en picado a través de un vertiginoso laberinto de árboles cortados, y los segundos sobrevolando unas montañas sublimes. No había acechadores a la vista, pero tampoco había gigantes, al menos no de carne y hueso.
—¿Dónde has visto a esos acechadores? —preguntó Melegaunt en un susurro.
El mago estaba tendido en el suelo entre Galaeron y Malik, observando el cañón, escondido entre las ramas de un pino. Vala estaba al otro lado de Galaeron, tocando su cuerpo a la altura del hombro y la cadera.
—Encuentra al guardián de la ley —dijo Malik—. Mira en la puerta de la derecha.
Galaeron buscó en el cañón hasta dar con un anciano gigante de piedra que sostenía una tablilla en una mano y una daga en la otra. A su lado había una puerta flanqueada por dos columnas. No era muy ancha y terminaba en una pared a la altura del fondo de la escultura, disimulando hábilmente el portal como si fuese parte del relieve. El efecto era tan convincente que de no haber observado Galaeron una multitud de diminutos reflejos en forma de ojo que brillaban en un rincón oscuro, jamás habría adivinado que la entrada era real.
Una vez descubierta esta característica del arte de los gigantes, volvió a examinar las paredes del cañón y detectó varias aberturas más. Había otras dos entradas, una disimulada como puerta y la otra como un hueco entre dos árboles, y media docena de ventanas. Desde casi todas vigilaban una multitud de acechadores.
—Malik, nos has salvado la vida —dijo Galaeron—. Gracias.
—No estoy seguro de que nos haya salvado la vida —farfulló Melegaunt—, lo que sí sé es que nos ha ahorrado algunos problemas. Hay más acechadores de los que pensaba.
—¿Cómo puede haber tantos? —preguntó Vala—. Todos los que yo me he encontrado luchaban solos.
—Tú vives lejos de la civilización de los acechadores —dijo Melegaunt—. Los phaerimm han esclavizado a toda una ciudad.
—¿Los phaerimm? —inquirió Malik. El hombrecillo se metió aún más debajo del árbol—. Tal vez no lleve tanto tiempo rodear las montañas después de todo.
Melegaunt lo cogió por el capote.
—Aquí no hay phaerimm, y puedo burlar a los acechadores.
Empezó a abandonar el escondite del árbol.
—¿Vas a abandonar a los gigantes de piedra? —preguntó Vala.
—Están muertos o desaparecidos —dijo Melegaunt sin detenerse.
—No todos.
Vala señaló hacia la cima del acantilado, donde se veía a lo lejos un par de piernas de color gris que salían de las nubes y se balanceaban sobre el ala pétrea de un águila esculpida. Ante los ojos de los compañeros, un pie se movió acantilado arriba en busca de un punto de apoyo, pero al no encontrarlo volvió de mala gana al lugar que antes ocupaba.
—Eso complica las cosas. —Melegaunt salió de debajo del árbol—. Tendremos que darnos prisa si queremos salvarlo.
—Te ruego que me perdones, pero creo que has perdido la cabeza —dijo Malik saliendo detrás de él—. ¡Los muertos no salvan vidas!
—De más está decir que eres libre de tomar otro rumbo. —Melegaunt se puso de pie y se dispuso a rodear una pequeña colina—. Pero no hay nada de que preocuparse. Tú y los demás atravesaréis el paso como había planeado. Solamente yo daré un pequeño rodeo y ayudaré al gigante a abandonar la montaña.
Galaeron entró rápidamente, siguiendo a Malik y a Vala, en una especie de chimenea recogida donde habían dejado sus enseres y el caballo de Malik.
—No puedes hacer eso —dijo.
Melegaunt lo miró con expresión contrariada.
—No estoy dispuesto a abandonar a alguien para que se convierta en juguete de un acechador, no si está en mis manos evitarlo.
—De acuerdo, pero eres el único que sabe adonde vamos y a quién estamos buscando —dijo Vala, sacándole a Galaeron las palabras de la boca—. Si algo fuera mal…
—Pero si se trata apenas de unos cuantos acechadores —replicó Melegaunt, indignado.
—No puedo permitir que corras ese riesgo, no cuando lo que está en juego es el destino de Evereska —dijo Galaeron. La firme determinación de Melegaunt de rescatar al gigante acalló muchas de las dudas que el elfo había tenido sobre el mago—. Seré yo quien rescate al gigante, a menos que antes me digas cómo encontrar a quienquiera que sea que andamos buscando.
La expresión del mago se volvió más tenebrosa que de costumbre.
—Ten cuidado con lo que deseas, joven elfo. —Miró primero a Galaeron, después a Vala y nuevamente a Galaeron—. Muy bien, lo haremos a tu modo, siempre y cuando todavía puedas usar la otra magia que te mostré.
Malik aguzó el oído al oír esto.
—¿Qué significa eso de «otra magia»?
—No es de tu incumbencia. —Melegaunt le dio la espalda al hombrecillo—. Y aunque así fuera, no hay tiempo para explicaciones —recalcó.
—Lo entiendo perfectamente. —Malik maniobró hasta colocarse directamente entre Galaeron y Melegaunt—. Pero siempre he creído que el Tejido es la única fuente de magia.
Melegaunt lo miró con aire de suficiencia.
—¿Por qué habría de interesarte? ¿Acaso eres mago?
—Soy un hombre con intereses muy amplios —dijo Malik—, y la magia es uno de ellos, porque mi señor…
—Ya hablaremos más tarde —lo interrumpió Melegaunt.
Una mirada a Vala bastó para que ésta cogiera a Malik por el cuello de su capote y, mientras éste trataba de explicar cuál era su interés, lo sacara de en medio. Sus rudos modales hicieron brillar una débil luz de advertencia en la mirada triste del caballo.
Melegaunt volvió a centrar su atención en Galaeron.
—Por lo que respecta a la otra magia…
—Sigue estando a mi alcance —dijo Galaeron, decidido a no revelar por el momento hasta qué punto lo estaba—. He aquí lo que estuve pensando.
Galaeron describió su plan a grandes rasgos.
Cuando hubo terminado, Malik intervino desde el lugar donde lo había arrastrado Vala, cerca de su caballo.
—¿Puedes hacer los mismos conjuros dos veces? —preguntó en voz alta—. ¿Cómo supiste que debías estudiar esos conjuros más de una vez? ¿O es que puedes hacerlo por la «otra» magia?
—¡Cállate! —gruñó Melegaunt entre dientes.
Se volvió para dirigirle una mirada asesina, pero Vala ya había rodeado el cuello de Malik con su brazo y le había tapado la boca con la mano que le quedaba libre, colocándolo hábilmente entre ella y el caballo cuando el bruto se disponía a echarle un mordisco.
—¿Es que te has propuesto delatarnos? —preguntó.
Malik se puso pálido y sacudió la cabeza.
Melegaunt volvió a dirigirse a Galaeron.
—Recuerda, los acechadores no tienen tanta capacidad como los phaerimm para detectar tu magia de sombra, pero de todos modos pueden contrarrestarla. Si descubren tu presencia, no te expongas a los rayos de sus ojos centrales.
—Esa lección la aprendí del primero con el que luchamos —respondió el elfo.
—Bien. —Melegaunt buscó en su manga y sacó un pequeño jirón de algo que parecía niebla negra—. Esto es sedasombra, el elemento básico de gran parte de la magia de configuración de sombras. Voy a mostrarte un conjuro que puede resultarte útil y a continuación nos pondremos en camino.
El mago empezó a evolucionar con las manos hasta que reparó en que Malik estaba observando. Dio entonces la espalda al hombrecillo.
—Hay en él algo que no me inspira confianza —le dijo a Galaeron en voz baja.
—Sí, los humanos misteriosos tienen sin duda la virtud de despertar sospechas —respondió Galaeron, resistiendo apenas la tentación de hablar de su propia inquietud respecto al mago—. Me estabas mostrando una variación del conjuro de la red.
Melegaunt arqueó las cejas.
—No había pensado en ello como una red, pero sí, supongo que es el meollo de la cuestión.
El mago acabó su demostración. Galaeron repitió las palabras y los gestos para asegurarse de haber entendido correctamente.
—Sorprendente. —Melegaunt se limitó a sacudir la cabeza—. La magia no suele resultar tan fácil para nadie.
—Realmente no lo es —le confió Galaeron—. Debo practicar como cualquiera para aprender algo nuevo, pero cuando es básicamente un conjuro que ya conozco no representa un problema incorporar unos cuantos cambios y lo que producen.
—¿Unos cuantos cambios? —Melegaunt sacudió la cabeza con incredulidad—. ¡No es un problema realmente!
Se acercó a Malik y a Vala, después describió con la mano un círculo sobre el terreno, creando un disco de sombra flotante similar al que habían usado para transportar a los elfos heridos. Malik observaba con interés, después soltó la cincha del caballo y colocó la montura en el centro del círculo flotante.
—No hace falta que dejemos al caballo —dijo Melegaunt cuando el hombrecillo le quitó el bocado—. Si le tapamos los ojos, no se enterará de que nos movemos.
—No lo entiendes, Kelda no necesita anteojeras —Malik cogió a la yegua por el ronzal y no tuvo problema para convencerla de que se subiese al disco—, pero ha sido siempre un caballo fiel, y si vosotros estáis tan locos como para arriesgar la vida de todos por culpa de un gigante cobarde que no tiene el valor de morir con el resto de su tribu, no la dejaré para que se muera de hambre en estas montañas por haber cometido la torpeza de no sacarle el arnés y el bocado.
El hombrecillo se subió al disco y besó a la yegua en pleno morro. Galaeron miró a los demás y vio por su expresión que les resultaba tan incomprensible como a él mismo. Melegaunt y Vala se colocaron junto a Malik, y con otro conjuro el mago hizo que la plataforma se volviera invisible con todo lo que contenía. Hubo un relincho sobresaltado seguido del ruego en voz baja de Malik de que guardara silencio o los matarían a todos. Una ráfaga de viento removió la nieve formando un blanco remolino que salió del refugio hacia el camino y se desvaneció entre la ventisca.
—Te veremos al otro lado, Galaeron —dijo Vala—. Ten cuidado.
—Podéis contar con ello —respondió Galaeron—, pero si algo sucediera…
—Sólo dependerás de ti mismo —afirmó Melegaunt—. No te preocupes.
—Eso es lo más sensato que he oído de cualquiera de vosotros desde que os salvé con mi hoguera —añadió Malik.
Galaeron les dio un pequeño margen para que pudieran deslizarse sin peligro y después hizo dos conjuros para sí mismo. Sorprendido, descubrió que la magia fría no fluía hacia él como lo había hecho durante el ataque de los osgos. Para hacer que afluyera tuvo que pensar en su yo sombra, aferrarse a él realmente, y abrirse a la presencia de la magia fría. No sabía si esta lentitud se debía a la falta de sombras en la ventisca o a que en ese momento él no estaba en medio del fragor de la batalla. Lo que lo satisfizo fue descubrir que tenía más control del que creía sobre su magia.
Galaeron se lanzó a la copa del pino con un suave salto y a continuación se impulsó por encima de las cabezas de las dos estatuas de los gigantes de piedra. Para evitar la posibilidad de un choque, habían acordado que Galaeron volaría por encima de la altura de un gigante y Melegaunt lo haría por debajo. Esto exponía al grupo del mago más directamente a la observación de los acechadores, pero no había manera de evitarlo. La plataforma flotaría a no más de cuatro metros del suelo.
Galaeron se detuvo a la entrada del cañón y usó un conjuro para detectar la presencia de protecciones mágicas. Pudo ver a una docena de acechadores vigilando desde los portales en sombras de la gruta. El reflejo de sus ojos parecía una nube de luciérnagas doradas. Con tantos ojos mirando en su dirección, Galaeron estaba tan nervioso que temía que la magia fría no acudiese a él tan fácilmente. Aunque la presencia de dos guardianes esculpidos sería indicativa de guardas defensivas en la mayor parte de las comunidades elfas, no era ése el caso con los gigantes de piedra. Las estatuas eran sólo eso, elementos decorativos diseñados para dar la bienvenida, o tal vez para intimidar a cualquiera que entrase en el desfiladero.
Galaeron siguió volando, elevándose hasta el borde de la garganta. Las piernas del gigante estaban totalmente ocultas tras una nube baja que flotaba siguiendo la cima del acantilado, pero el elfo pudo ver el águila de piedra en la que tenía apoyados los pies. A veinte pasos de la gigantesca ave, Galaeron quedó atónito al ver otra nube de ojos que espiaban desde una ventana oculta bajo la gran ala del pájaro. Tal vez el hombrecillo tuviera razón después de todo. Según la doctrina de los Guardianes de Tumbas, Galaeron no debería intentar siquiera el rescate del gigante. La salvación de una vida no justificaba poner otras cuatro en peligro.
Era una suerte que nadie cumpliera ese principio.
Galaeron llegó a la pared y se metió entre las nubes, pasando una mano por el acantilado para orientarse en medio de aquella masa algodonosa. Sintió el ala del águila deslizarse debajo de sus dedos y a continuación superó la borrosa silueta de un pie tan largo como su antebrazo. ¿Cómo era posible que unos dedos tan enormes pudieran aferrarse a un saliente tan exiguo? No podía concebirlo, pero el enorme tobillo temblaba de agotamiento. Galaeron se fue guiando en su ascenso por la pierna del gigante hasta llegar a su cintura, donde tuvo que rodear un cinto del que pendían mazas de acero de diversos tamaños para llegar por fin al costado del gigante. Evitó el hueco de la axila y rodeó el poderoso bíceps, pasó junto a un cuello tan grueso como una columna y se encontró de frente con un par de ojos que eran tan grandes como platos de mesa.
Galaeron sacó de su bolsillo un filamento de cobre y lo frotó entre el pulgar y el índice. La magia de sombra lo inundó y entonces apuntó a la cabeza del gigante.
—No grites, gigante. No tienes nada que temer.
El gigante se estremeció, y al perder apoyo uno de sus dedos, emitió un sordo gruñido. Maldiciendo la falta de disciplina de aquel grandote, Galaeron se dejó caer unos metros por el acantilado y después echó mano de la sedasombra que Melegaunt le había entregado. Un atisbo de esperanza apareció en la cara del gigante, y sus grandes ojos buscaron en derredor a su salvador.
—¡Ten cuidado! —Aunque el susurro del gigante era tan sonoro como el silbido del viento, Galaeron no tuvo miedo de que lo oyeran. El conjuro que había hecho podía evitarlo—. ¿Dónde estás?
Antes de que Galaeron pudiera contestar, un acechador pasó flotando entre él y el gigante. Aquello estaba al alcance de su pie, y varios de sus pequeños tentáculos oculares se movían en dirección al elfo, aunque no parecía notar la presencia invisible de Galaeron.
Un cono de luz azulada salió de su enorme ojo central y empezó a explorar el cuerpo del gigante de piedra. Galaeron levantó las manos para hacer el conjuro que Melegaunt le había enseñado, pero se detuvo al ver que el gigante seguía aferrado al acantilado sin dar más muestras de miedo que antes. Evidentemente, ni el gigante ni el contemplador se sorprendían de verse, y Galaeron se dio cuenta de que sus enemigos conocían a Melegaunt mejor de lo que el mago pensaba.
El acechador desplazó su haz hacia el acantilado y lo movió de un lado para otro aleatoriamente. Sin perder de vista los muchos ojos de la criatura, Galaeron flotó hasta colocarse detrás de ella. Lo más prudente habría sido alejarse de inmediato, pues sabía demasiado como para pensar que podría escapar a cualquier trampa destinada a capturar a Melegaunt, pero era demasiado tarde. Ya había visto la esperanza en los ojos del gigante.
El acechador terminó de explorar la superficie del acantilado y giró en redondo, disparando su haz de un lado para otro en el interior de la nube. Galaeron se refugió al otro lado del tronco del gigante.
Finalmente, el acechador se dio por vencido y se volvió hacia el gigante.
—¿A qué se debió ese gruñido?
—Resbalé —dijo el gigante.
—No le mentirías al pobre Kanabar, ¿verdad? —Mientras hablaba, uno de los ojos menores se volvió hacia el gigante—. No cuando Kanabar les dijo a los demás que tenía un destino para ti, ¿no es cierto? No le mentirías a Kanabar cuando te salvó la vida, ¿verdad?
—No, no le mentiría.
El cuerpo del gigante se puso en tensión tratando de resistir la atracción mágica del ojo del contemplador, y Galaeron empezó a preocuparse. El acechador de Vala había matado a uno de sus mejores exploradores con nueve ojos atados. ¿Qué esperanza podía tener él enfrentándose a uno capaz de usar los once?
El gigante volvió a hablar, esta vez con una voz que parecía un sonsonete.
—Aris jamás mentiría a su amigo Kanabar.
Galaeron se apartó del acantilado y miró hacia el otro lado, de la amplia espalda a tiempo para ver una sonrisa malévola en la boca dentuda del acechador.
—Está bien —dijo el acechador—. Entonces, ¿por qué gruñó Aris?
—P-p-porque su pie resbaló. —El cuerpo del gigante temblaba a ojos vistas.
—¿Y por qué resbaló su pie? —preguntó el acechador—. Díselo a tu amigo Kanabar.
Mientras el contemplador decía esto, Galaeron arrojó un jirón de seda-sombra hacia él y pronunció las palabras que le había enseñado Melegaunt. Los ojos del acechador apuntaron hacia el lugar de donde surgía la voz, pero el conjuro fue demasiado rápido y un momento después Kanabar estaba cubierto de una masa pegajosa de sombra.
—¡Eh! —dijo el gigante con voz atronadora, volviéndose a mirar a Galaeron que había perdido la invisibilidad en el instante mismo en que atacó—. ¿Qué le haces a mi amigo, elfo estúpido?
—No es tu amigo —replicó Galaeron, tratando de pensar en una manera de rescatar a un gigante presa de un encantamiento—. Yo sí lo soy.
El primer impulso de Galaeron fue echar mano de su espada, pero lo pensó mejor cuando vio el rayo destructor de magia del acechador que quemaba la sombra gomosa que se cernía sobre su ojo central. Pronunció una serie de sílabas vagamente místicas y se refugió tras el cuerpo del gigante. En su desesperación por desbaratar el conjuro de Galaeron, el acechador se balanceó hacia él y pasó su haz de luz azulado por la espalda del gigante.
El haz se reflejó en el hombro del elfo, que se salvó de una caída en picado sujetándose al cinto de herramientas de Aris. El acechador trató de dar la voz de alarma, pero con la boca llena de goma de sombra sólo consiguió balbucear algo ininteligible.
Pasando un brazo por el cinto del gigante, Galaeron sacó la espada y se aprestó a luchar con el monstruo, pero se quedó sin aliento al ver que la mano de Aris más alejada de él salía de la niebla y cogía a Kanabar. El acechador parecía un melón riys en la palma del gigante.
—Conque amigo ¿no? —gruñó el gigante.
El acechador volvió a balbucear algunas sílabas inconexas cuando Aris lo estrelló contra la pared rocosa.
—¡Gracias al señor de las hojas! —dijo Galaeron con voz entrecortada—. No sabía si su rayo conservaba sus poderes mágicos.
—Sí que los conservaba —le aclaró Aris—, pero me temo que te has arriesgado para nada, elfo.
El gigante señaló tres formas redondas que flotaban hacia ellos saliendo de la niebla. Galaeron miró hacia atrás y vio a otros dos, y otros dos más salían de la nube que tenían a sus pies. Envainó la espada y sacó otros dos hilos de la sedasombra que le había dado Melegaunt.
—Parecía mejor idea visto desde abajo.
—Me lo imagino —dijo Aris—. En caso de que me hechicen otra vez…
—No lo tomaré a mal —lo cortó Galaeron—. Haz lo que yo te diga y no llegaremos a eso.
Arrojó primero uno y después el otro hilo de sedasombra y repitió dos veces el conjuro de Melegaunt en rápida sucesión. Aunque había aprendido a hacer conjuros encadenados en la Academia de Magia, ésa era la única técnica que no se le había dado bien, por eso se puso a practicarla como loco hasta que consiguió que le saliera de forma más natural que todo lo demás. Los dos encantamientos funcionaron a la perfección, aunque estaba empezando a sentir cansancio y tenía la sensación de que el frío de la nueva magia estaba a punto de quebrar sus huesos.
Los acechadores emitieron un borboteo de alarma al verse engullidos por la masa de sombra. Después chocaron y se quedaron firmemente pegados. Sin esperar a ver el efecto que tendría esto sobre los demás, aunque rogando para sus adentros que los detuviera, Galaeron apuntó hacia el extremo más lejano del paso y lanzó su conjuro más potente. Una oleada entumecedora de fría magia circuló por sus huesos, y luego apareció debajo de él un cuadrado negro.
—¡Pasa por la puerta! —ordenó.
—No voy a caber —dijo Aris mirando hacia abajo.
—¡Ahora! —Sin soltar el cinturón, Galaeron saltó hacia el cuadrado esperando que el gigante lo imitara—. ¡Salta!
Con un hondo bramido, Aris se soltó del acantilado y le obedeció. Galaeron pudo vislumbrar un rayo azulado que recorría las nubes hacia su puerta mágica antes de sumergirse en las sombras.
Un escalofrío le recorrió la carne y a continuación sobrevino una caída oscura y eterna. Galaeron se sintió débil y descompuesto, y tuvo la sensación de que su corazón dejaba de latir. La cabeza le daba vueltas, los pensamientos se le deshacían en una madeja de temores indefinidos y se encontró de regreso en el mundo, precipitándose a través de una blanca y rugiente tempestad. Un bramido ensordecedor llenó el aire detrás de él. Galaeron miró hacia atrás y se encontró con una enorme figura gris que se precipitaba junto con él, después vio pasar como un relámpago las copas de los árboles y el mundo hizo erupción en una cacofonía de crujidos y ramas arrancadas. Dando volteretas fueron cayendo hacia el suelo, zarandeados a un lado y a otro por las ramas con que tropezaban a su paso. Galaeron trató de apartarse de aquella figura granítica, pero se dio cuenta de que no podía.
Un segundo después chocó contra el gigante y quedó semiinconsciente, esforzándose por recordar dónde estaba y de dónde había venido. Un gruñido contenido sacudió el aire a su alrededor, y después empezó a sentir la atracción del suelo mientras el cuerpo gigantesco giraba poniéndose de espaldas.
El sopor del conjuro se desvaneció y, de golpe, Galaeron supo dónde estaba y con quién.
—¡Aris! ¡Espera!
El gigante gritó sobresaltado y se detuvo en medio de una voltereta.
—¿Elfo?
—El mismo. —Galaeron liberó su brazo y cayó en la nieve—. ¿Estás bien?
—Por ahora —respondió el gigante, señalando hacia el interior de la tormenta.
Galaeron se puso de pie con dificultad y miró por encima de la cadera de Aris. La silueta de un acechador, semejante a una luna, se precipitaba hacia ellos atravesando la tormenta, tan rápido que rebotaba en los troncos de los árboles.
—¡Haz algo! —gritó Aris alarmado—. ¡Otro conjuro!
—No creo que pueda. —La magia fría que había circulado por él había dejado a Galaeron tan exhausto que no podía dejar de temblar—. Estoy demasiado cansado.
—¿Cansado? —tronó Aris, buscando una piedra entre la nieve—. ¡Tendrás toda la eternidad para descansar!
Reconociendo que el gigante tenía razón, Galaeron sacó otro hilo de su tejido de sedasombra y lo arrojó al aire en la dirección de la que venía el acechador. No había hecho más que iniciar el conjuro cuando gritó conmocionado al sentir que la magia fría se derramaba a borbotones por su interior. Todo su cuerpo quedó entumecido y se redujo a la mitad de su tamaño normal. Cuando siguió con el conjuro, su piel se puso tan rígida como el mármol y tan pálida como la nieve. Consiguió balbucear una palabra más y sintió los labios tan rígidos y fríos que apenas pudo pronunciar la última sílaba.
El acechador se convirtió instantáneamente en una enorme bola de sombra negra y gomosa para volver en seguida a la normalidad cuando un cono de luz azul surgió de la ventisca envolviéndolo desde atrás.
—¡Allí! —gritó Aris, señalando una silueta más pequeña que venía en pos de la primera—. ¡Haz dos, igual que antes!
—N-no puedo.
A pesar de sus palabras, Galaeron sacó otros dos hilos de sedasombra. Esta vez, cuando se abrió a la nueva magia, ésta explotó en su interior y el dolor se propagó por todo su cuerpo. Galaeron se echó al suelo hecho un ovillo, gritando y revolcándose en la nieve. No percibió el crepitar de la nieve al derretirse ni el silbido del vapor, pero el mundo se volvió de repente muy gris y oscuro, como si lo viera a través de una nube de humo.
—¿Elfo? —Aris miró hacia atrás y frunció el entrecejo con expresión atónita. Después se dejó caer de rodillas con una gran piedra en la mano—. Elfo, ¿tienes algún amigo por aquí?
Luchando contra el dolor, Galaeron consiguió incorporarse y miró hacia donde estaban los acechadores. Su visión borrosa hacía que todo pareciera doblemente desvaído en medio de la ventisca, pero a pesar de ello percibió que tenía al primer contemplador tan cerca que casi podía tocar sus tentáculos. Del segundo podía ver perfectamente la forma del ojo central, y detrás de él…, muy por detrás…, había una figura a caballo. No podía ser un fantasma. Estaba demasiado débil para saber si eran Vala o Melegaunt, pero supo que era uno de ellos.
—¡Vaya locura! —Con gran dificultad se puso de pie y sacó la espada—. Sí, seguro que es un amigo…, un amigo que no debería estar aquí, pero eso hace que tenga mucho más valor.
—Es muy buena noticia. —El gigante no sonó tan exultante como hubiera sido de esperar—. Entonces, todo lo que tenemos que hacer es seguir vivos hasta que llegue.
Aris lanzó la piedra, que describió un arco en el aire y descendió hacia el acechador más próximo. El monstruo desplazó un ojo hacia la parte superior de la cabeza y un rayo de luz plateada interceptó el ataque. La roca estalló en una lluvia de pedruscos. Calculando que tenía unos dos segundos hasta que la criatura estuviera a distancia suficiente para usar su rayo contra ellos, Galaeron se refugió detrás de un árbol. Sentía las piernas entumecidas y torpes, y la espada que llevaba en la mano parecía más la pesada hoja de un orco que el acero forjado en un fuego élfico.
—¡Sigue atacando! —dijo Galaeron—. Tienes que llamar su atención.
—Eso no es nada difícil.
El gigante arrojó otra piedra que también se hizo polvo bajo otro rayo de plata. Galaeron se lanzó hacia adelante y buscó protección tras el delgado tronco de un pino, y a punto estuvo de perder la cabeza cuando un rayo atravesó el árbol. La copa cayó delante de los acechadores, creando una pequeña barrera de camuflaje. Galaeron se escondió entre las ramas y se quedó muy quieto, confiando en que la magia de su capote lo mantuviera oculto hasta que pudiera atacar.
—¡Elfo! —El pánico se reflejaba en la voz del gigante—. Pero ¿qué estás haciendo?
Galaeron no respondió hasta que la luz azul de un rayo antimagia pasó sobre su hombro neutralizando los poderes de su capote. Se deslizó hacia el lado del árbol caído que estaba junto a Aris mientras el acechador se colocaba al otro lado, usando su rayo plateado para desintegrar una rama de tres metros de largo.
Galaeron se lanzó contra el acechador abriéndose camino entre las ramas hasta el tronco y tomando impulso otra vez para aterrizar encima de la criatura. Con un mandoble le cortó media docena de tentáculos y a continuación, describiendo un arco con la espada, la hundió en el ojo central del contemplador.
La hoja se hundió hasta la profundidad de su pulgar y entonces se detuvo en seco.
—¡Elfo! —Aris dejó escapar un bufido mientras arrojaba otro pedrusco y luego gritó—. ¿Estás loco?
Más que ver, sintió la piedra que pasaba volando por encima de su cabeza antes de estallar en mil pedazos, y se dio cuenta que tenía al segundo acechador casi sobre él. Se apartó del primero, liberando su espada mientras se lanzaba en picado. Su brazo consiguió esquivar una roca. Cayó de cabeza y, dando una voltereta, se refugió tras un gran pino, donde se encontró frente a frente con dos acechadores. De los muñones de los tentáculos cortados del primero manaba una sustancia verde y pegajosa, pero no parecía reparar en ello.
Galaeron levantó la espada, pero su vista quedó bloqueada de inmediato por la ancha espalda de Melegaunt. Casi no tuvo tiempo para reparar en lo extraño que era que el mago tuviera una sombra oscura, perfectamente definida en medio de la luz sin relieves de la ventisca, cuando los dos acechadores bombardearon al hombre con sus rayos plateados.
—¡No! —Blandiendo su espada, Galaeron saltó hacia adelante para impedir lo que sabía sería el fin de Evereska. Algo se puso delante de su pie cuando trataba de cruzar la sombra de Melegaunt y lo hizo caer de bruces—. ¡Por la Luna Roja!
Seguro de que su fin estaba próximo, miró hacia abajo y se encontró con que la sombra del mago lo tenía cogido por el tobillo.
—Tú ya has hecho tu parte —le dijo la voz familiar de Melegaunt.
No había terminado de decir esto cuando se oyó el sonido amortiguado de unos cascos atravesando el bosque. En lugar de atacar a Galaeron, el gran acechador se volvió hacia la fuente del sonido. Murió sin un solo grito cuando la espada negra de Vala llegó volando desde la dirección opuesta y fue a clavarse justo en su centro.
El más pequeño de los acechadores orientó sus diez tentáculos oculares en la dirección de donde había partido la espada, pero fue derribado cuando Malik salió volando de su caballo por detrás y cortó todos sus tentáculos con una daga.
Galaeron se puso de pie y corrió a ayudar, pero para entonces Vala ya estaba encima de la criatura. Mientras con una mano recuperaba su arma, con la otra aplastó un ojo cuando el tentáculo giró en su dirección. Después clavó en el cráneo del acechador su espada que, a diferencia de la de Galaeron, se hundió hasta la empuñadura.
—¿Elfo? —La figura imponente de Aris miraba por encima del árbol caído. Llevaba una gran piedra en cada mano—. Elfo, ¿estás vivo?
—Por ahora sí —respondió.
Al volverse vio que el cuerpo aplastado de Melegaunt se disolvía transformándose en sombra, y ésta se convertía en un cuerpo saludable.
—Melegaunt, no deberías haber arriesgado tu vida —dijo Galaeron—. Eso fue lo que convinimos por el bien de Evereska.
—Ya —respondió el mago—, pero después de los trabajos que te tomaste para salvarlo, no podía dejar que el gigante muriera.