Capítulo 19

30 de Nightal, Año del Arpa sin Cuerdas

Desde la cima del promontorio de Karsus, las ruinas de Karse parecían una enorme mancha de moho: por todas partes amarillo enfermizo y olor a podrido, tachonado de bosquecillos de copasombra y surcado por libélulas del tamaño de una águila. Se veía un remolino de niebla color carmesí corriente abajo del río Sangre del Corazón, y una cortina de lluvia y vapor que barría las ruinas, pero Jhingleshod le había asegurado a Galaeron que ese «tiempo maravilloso» no tenía nada que ver con el lich. Extrañas tormentas se habían abatido contra la zona desde mucho antes de la muerte de Wulgreth.

Galaeron y los demás estaban de pie sobre el «pecho» de Karsus, en la entrada de una pirámide de mármol negro de dos pisos. Aunque el color y el brillo del edificio contrastaban vivamente con la áspera piedra caliza de la colina, en cierto modo la pirámide se fundía con la roca, casi como si hubiera brotado allí en lugar de haber sido construida. Aris estudiaba la construcción, pero todos los demás estaban pendientes de la llegada de Wulgreth.

—¿Veis algo? —preguntó Galaeron.

—Lluvia de fuego y relámpagos verdes —informó Vala.

—Nieve plateada junto al lago humeante —dijo Takari—. A menos de tres kilómetros. Tal vez un baño…

—¡No!

Melegaunt y Jhingleshod hablaron al mismo tiempo, el mago declarando que tenían cosas importantes entre manos y el caballero afirmando que las distancias eran engañosas en el Bosque Espectral.

—Ya hemos perdido una hora —se quejó Takari.

—Una hora que no tenéis —dijo una voz fina.

Galaeron y todos los demás se volvieron hacia el lugar de donde había salido el sonido y se encontraron mirando a un Malik pálido y tembloroso.

—¡Por mi vida que no dije nada!

Galaeron frunció el entrecejo. Desde el puente sumergido parecía que la gente no le daba más que motivos para sospechar, pero entonces observó una silueta de aspecto poderoso a los pies de Malik. Galaeron señaló con su espada.

—Malik, ha vuelto tu sombra.

Malik miró hacia el suelo.

—¡Qué gusto que hayas vuelto!

—Que sepas que yo no puedo decir otro tanto. —Mientras hablaba, las cuernas de la sombra se hicieron más tenues y el boquete borroso que tenía en el pecho empezó a cerrarse—. Ya es bastante malo seguir a un hombre como esclavo toda la vida, pero cuando ese hombre es el inepto serafín de un…

—Basta ya —interrumpió Melegaunt bruscamente—. ¿Tienes algo que informar, sombra?

—Así es. —Las cuernas se redujeron al tamaño de simples astillas y los ojos rojos palidecieron—. Hubo un combate en el pantano, pero sólo una criatura sobrevivió.

—¿Cuál?

—Un humano. —La voz de la sombra era suave y tenue, casi inaudible—. Con una pipa y…

—¿Elminster?

Los ojos de la sombra se cerraron y se fundió con la figura de pera de Malik volviendo a ser otra vez una simple sombra.

—Debemos entrar. —Melegaunt empezó a rodear la pirámide.

Jhingleshod se pegó a él.

—Ese Elminster no es de mi incumbencia. Debéis destruir primero a Wulgreth.

—Y lo haremos —dijo Galaeron, que se había unido a ellos—, pero Melegaunt tiene razón. Es hora de entrar.

Jhingleshod volvió hacia Galaeron sus ojos sin párpados.

—¿No me mientes? —Aunque sonó como una pregunta, a Galaeron le pareció más bien una orden—. ¿Mantendrás tu palabra?

—Si ésta es la guarida de Wulgreth, lo encontraremos dentro —dijo Galaeron—. Si aún no está allí, vendrá cuando entremos.

Jhingleshod estudió a Galaeron con sus ojos vacíos un momento y luego siguió a Melegaunt y a Vala hacia el tortuoso corredor de entrada. Galaeron dijo a Aris que pidiera a su dios que bendijese un pellejo lleno de agua y a continuación partió con Takari y con Malik en pos de los demás. Como su tamaño no le permitía entrar en la pirámide, el gigante se quedó esperando fuera.

La oscuridad y estrechez del lugar le recordaron a Galaeron los túmulos del Sharaedim, aunque el pasadizo olía más a sangre que a polvo, con un ligero toque de sulfuro y vapor. Al cabo de unos cuantos pasos, el corredor se ensanchó en una estancia iluminada por la luz plateada de un conjuro. En el momento que tardó Galaeron en adaptar sus ojos a la luz fulgurante, oyó la voz de Melegaunt.

—Jhingleshod, aquí está tu Wulgreth. Nada más que polvo y huesos.

Galaeron tuvo un atisbo del corpulento cuerpo del mago agachándose para recoger algo, entonces oyó que Takari musitaba un conjuro y supo que se había dado cuenta de lo mismo que él.

—No toques…

El conjuro de Takari dio lugar a un intenso pitido que hizo que Melegaunt y Vala se taparan los oídos y se volvieran hacia el origen del mismo. Galaeron se adelantó a ellos y se encontró con una nube de polvo arremolinado en un rincón y una calavera gris como remate. Hizo señas a los demás de que se apartaran y suspiró aliviado cuando Takari canceló su conjuro.

—¿Qué clase de conjuro era eso? —preguntó sin perder de vista la columna de polvo—. Casi me rompes los tímpanos.

—Se supone que era un conjuro de silencio —respondió Takari—. Algo salió mal.

—Magia desatada —explicó Jhingleshod—. El Bosque Espectral está lleno de ella, y cuanto más cerca de la pirámide, peor.

—Entonces permitidme que sea el primero en decir que nos encontramos en un buen problema —dijo Malik. Cargando al hombro el pellejo de agua bendita, sacó su daga corva y la blandió contra la columna de polvo que empezaba a asumir una forma vagamente humana—. Me temo que hemos encontrado a Wulgreth.

—No hay nada que temer. —Melegaunt sacó una astilla de obsidiana y la sostuvo entre el pulgar y el dedo índice—. A mis conjuros no los afecta la magia desatada.

—¡No! —gritaron Takari y Galaeron al mismo tiempo. A continuación el elfo añadió—: Haga lo que haga, no le respondáis con nada.

—¿Nada? —Malik no salía de su asombro.

—Es un demilich —explicó Galaeron—. Es capaz de absorber tus ataques y aprovechar la energía para volver a este mundo.

—¿Un demilich? —se asombró Malik—. Entonces será más fácil de destruir, ¿no es así?

—Es un tanto difícil —dijo Takari—. Si atacamos demasiado rápido, lo hacemos volver. Si demasiado tarde…

—¿Sí? —Malik alzó las cejas—. ¿Si atacamos demasiado tarde?

Fue Galaeron quien respondió.

—Los Guardianes de Tumbas cuentan casos de demiliches que mataron a toda una compañía de un solo alarido.

—¿Casos? —dijo Malik—. Yo creía que habías combatido a muchas de estas cosas.

Galaeron y Takari se miraron.

—Hubo un lich —respondió Galaeron.

Malik no fue el único que palideció, e incluso los ojos sin párpados de Jhingleshod parecieron desorbitados. El polvo iba tomando la forma de una figura esquelética cubierta de una túnica de seda hecha jirones.

—Ése no es Wulgreth —dijo Jhingleshod—. Wulgreth no vestía así.

El caballero dio un paso hacia Galaeron, pero se detuvo cuando el demilich le cortó el camino. La criatura agitó los brazos ante la cara esquelética del caballero, haciéndolo retroceder y blandir el hacha.

—¡No! —le gritó Galaeron.

Jhingleshod paró el envión del arma y las mandíbulas del demilich levantaron inofensivas nubes de polvo al cerrarse. En sus cuencas vacías se encendieron unas pupilas feroces y entonces se llevó las esqueléticas manos a la cara y lanzó un bufido polvoriento antes de volverse hacia Galaeron. El elfo depuso la espada y la criatura se acercó a un palmo de él. Tenía un puñado de gemas cubiertas de una pátina pardusca que brillaban débilmente en su boca donde antes estaban los dientes. Olía a moho y a aire corrompido, y en su respiración musitaba el silbido de vientos extraños. Galaeron sintió que un escalofrío recorría todo su cuerpo, pero se obligó a mantener su mirada ardiente y a no mostrarle miedo.

El demilich levantó un brazo donde ya empezaba a formarse una mano polvorienta y apoyó un dedo en la cara de Galaeron. Aunque la garra no era punzante, el frío de otro mundo de su tacto hizo que se le quedara la mejilla entumecida. El demilich abrió la boca y entonces le echó a la cara un esputo de polvo. Cogido por sorpresa, el elfo empezó a toser y a ahogarse, retrocediendo mientras trataba de expulsar de su boca aquella sustancia polvorienta.

—¡Veneno! —Malik hizo intención de salir corriendo.

Vala se lo impidió.

—Puede que necesitemos esa agua bendita que llevas encima.

Galaeron eliminó de un estornudo el polvo que le había entrado por la nariz y sintió que se le revolvía el estómago cuando el olor a podrido invadió la estancia. Un mechón de pelo rojo pajizo brotó de la cabeza del lich, y después una máscara de piel arrugada empezó a cubrirle la cara. Las fosas nasales abiertas no contribuían nada a mejorar el aspecto de la cosa, pero con esa frente redondeada, las cejas caídas y la mandíbula extrañamente desviada, su aspecto habría sido igualmente grotesco aunque hubiera tenido nariz.

Una atmósfera de frío penetrante llenó el lugar, y Galaeron supo que el espíritu del demilich había vuelto por fin a su cuerpo.

El elfo dio un paso adelante y con la palma de la mano describió un círculo ante la cara de la criatura.

Olvida —dijo en la antigua lengua de la magia, recurriendo a la magia fría de Melegaunt para reforzar su conjuro—. Vuelve a tu reposo.

El demilich lanzó un manotazo y cogió a Galaeron de la cota de malla, arrancando un puñado de eslabones forjados con magia a la altura del pecho. Vala dio un salto adelante dispuesta a atacar, pero los eslabones ya caían de la mano del extraño ser. Galaeron alzó una mano para detener el ataque de la mujer y observó cómo el cuerpo del demilich volvía a reducirse a polvo. Cuando el cráneo cayó al suelo, le hizo señas de que se acercara.

—Ahora, Vala, antes de que el espíritu huya, pártelo de un golpe.

La espada de Vala descendió con un fulgor negro partiendo el cráneo a lo largo en dos mitades, y volvió a dividir cada parte en dos antes de que llegara al suelo. Una roja llamarada salió de los huesos y restalló en el cuerpo de Vala para después llenar la estancia con un lamento fúnebre que helaba la sangre. La mujer abrió la boca y pareció a punto de desplomarse. Entonces, una ráfaga helada barrió la habitación y el remolino de fuego desapareció de la vista.

Galaeron recorrió con la vista el lugar.

—¿Dónde está Malik?

El hombrecillo salió de un rincón en sombras, con la daga muy apretada en su mano temblorosa.

—No temas por mí —dijo.

Galaeron le señaló los fragmentos del cráneo.

—Rocíalos bien y contén la respiración.

Malik hizo lo que le había indicado, y el agua bendita empezó a carcomer los fragmentos de hueso llenando el lugar de un humo maloliente que no detuvo en absoluto al hombrecillo. Todos los demás se retiraron al túnel y se turnaron para respirar aire fresco. Los fragmentos de hueso se disolvieron, mezclándose con el polvo en un montón cenagoso. Malik siguió echando agua, pero por más que echaba, aquel amasijo se consolidaba como si fuera la masa de un pan. Por fin, no quedaron restos visibles del cráneo y Galaeron volvió y preparó otro conjuro.

—Déjame a mí —dijo Melegaunt sujetándole el brazo.

—Si no estás demasiado cansado, anciano. —A Galaeron le sorprendió sentir que su labio se curvaba en una sonrisa desdeñosa.

Melegaunt le echó una mirada asesina.

—Puedo arreglármelas, y también hubiera podido ocuparme de la magia de olvido.

El archimago pronunció entre dientes unas cuantas sílabas a la vez que hacía un movimiento con la mano. Una sombra purpúrea cubrió la masa cenagosa y el barro perdió su carácter compacto y se extendió por el suelo con rapidez. Malik dejó caer el pellejo del agua y, con el pretexto de levantarlo, recogió las seis gemas que el demilich llevaba en la boca. Como no tenía el menor interés por aquellas piedras, Galaeron hizo como que no lo veía.

Jhingleshod se acercó, apoyó su hacha en el suelo y se miró la palma de la mano. Al ver que el guantelete no daba muestras de deshacerse o desintegrarse, se volvió hacia Galaeron.

—¿Y ahora qué?

—No lo sé. —Galaeron echó una mirada por la estancia, buscando en vano un indicio de que se hubieran saltado algún paso—. El lich se ha ido.

—¿Y su filacteria? —preguntó Malik mientras se guardaba las piedras sin decir nada—. Tengo entendido que los liches ocultan sus fuerzas vitales en depósitos…, por lo general algún artículo de gran valor.

—Es cierto —dijo Galaeron—, pero no los demiliches. Han abandonado sus depósitos por mundos del más allá, y siguen conectados a Toril únicamente a través de sus restos.

—¡Embustero! ¿Crees que tus excusas pueden engañarme? —Había una nota de desesperación en la voz de Jhingleshod—. Si hubierais destruido al lich yo no estaría aquí ahora.

—A menos que hayamos destruido a uno equivocado —dijo Galaeron, recordando la discusión entre Melegaunt y Jhingleshod sobre la verdadera identidad del lich—. Malik, déjame ver esas gemas.

—¿Gemas? —preguntó el hombrecillo—. ¿De qué gemas me hablas?

—De éstas.

Vala sujetó a Malik por el cuello con un brazo mientras con el otro sacaba las piedras de su bolsillo. Galaeron las cogió en la mano y con cuidado les quitó la pátina marrón que las cubría. Iba por la sexta, un rubí oscuro, cuando encontró la luz interior que estaba buscando. Tras devolver a Malik las demás, mostró la piedra a sus compañeros.

—Las crónicas sugieren que éste puede ser un espíritu prisionero —dijo—. Si lo liberamos, tal vez pueda ayudarnos.

—¿Cuánto nos llevará? —preguntó Melegaunt echando una mirada impaciente al túnel.

—No tanto como te llevaría a ti defenderte de mi hacha —le advirtió Jhingleshod.

—Necesitaré un cuerpo —dijo Galaeron—. ¿Tal vez serviría uno de los no muertos?

—Yo le puedo hacer un cuerpo —dijo Melegaunt—. Uno que sea más seguro para él… y para nosotros.

El archimago sacó un trozo de sedasombra de su capote y lo puso en el hombro de Vala. Repitiendo una y otra vez un largo encantamiento, empezó a amasar la materia con los dedos, extendiendo la sustancia oscura sobre ella, cubriendo a conciencia sus costados, sus miembros, su cabeza y su rostro. Cuando por fin acabó, Vala parecía una escultura viva, palpitante, del basalto más negro.

Cuando Melegaunt la cogió de la mano y tiró, Vala surgió del oscuro recubrimiento como de un rincón en penumbra, dejando un duplicado oscuro tan perfecto como una de las esculturas de Aris.

—Si el espíritu es conflictivo, podemos despacharlo con una pequeña luz.

Galaeron puso la gema al lado de la figura e hizo señas a Jhingleshod para que se acercara.

—¿Quieres aplastarla, por favor?

—Si ésta es una de vuestras tretas…

—¡Por la sombra profunda! —maldijo Melegaunt—. No hay tiempo para tretas.

Melegaunt aplastó la piedra con el pie reduciéndola a polvo. Una luminosidad de color rojo intenso salió de debajo de su pie y empezó a subirle por la pierna.

—¡Oh, no, amigo mío!

El archimago golpeó con el pie el cuerpo que había creado y suspiró aliviado cuando la luminiscencia se fundió en la sombra. Un brillo satinado cubrió la carne negra de la figura y entonces los ojos se abrieron y miraron al techo. Levantó una pierna y, torciéndola en un ángulo inverosímil, se miró el talón. Entonces, como si no supiera qué hacer con los brazos que colgaban inermes a los lados, hizo lo mismo con la otra pierna… y cayó al suelo.

Galaeron corrió hacia ella.

—No sabíamos qué clase de criatura eras —dijo atrayendo la atención del cuerpo—. Te hicimos a nuestra imagen y semejanza.

Galaeron miró a Melegaunt y vio que el mago miraba a la figura con la boca abierta. Cuando el elfo volvió la vista a la criatura, ésta había envuelto los brazos alrededor de sus piernas y los cuatro miembros empezaron a fundirse con el tronco.

—Nos preguntábamos si tú podrías decirnos… —Galaeron apartó la vista. No pudo reprimir una pregunta—. ¿Qué eres?

—Un sharn —fue Melegaunt quien respondió—. Al menos eso creo.

Una boca sonriente apareció en el costado del cuerpo con forma de gota.

—Estás en lo cierto, mago —apareció otra boca del lado de Galaeron—. ¿Qué es lo que quieres saber? Evidentemente, estoy en deuda contigo.

Galaeron estaba demasiado atónito para responder, y también lo estaban todos los demás, a excepción de Jhingleshod.

—Queremos saber quién te capturó y si ha sido totalmente destruido.

El sharn se apartó del suelo, flotando, y se acercó a la puerta.

—Era el lich Wulgreth, que se apoderó de mi alma cuando empecé a pensar en poner fin a su acción depredadora contra el imperio.

—¿Wulgreth? —repitió Jhingleshod—. ¿Pero exactamente qué Wulgreth?

—El único Wulgreth que es un lich —respondió el sharn—. ¿Cuántos crees que puede haber?

Dejando caer abatidos sus hombros de acero, Jhingleshod se volvió hacia Galaeron.

—No lo has destruido, no del todo.

—Wulgreth está totalmente destruido —dijo el sharn, que ahora trataba con dificultad de introducirse en el túnel de salida—. De no ser así, yo no estaría libre.

Jhingleshod se volvió furioso contra el sharn.

—¡Mientes! Si Wulgreth hubiera sido destruido…

—Jhingleshod, espera —dijo Galaeron poniéndose delante del caballero—. No has formulado la pregunta correcta.

—Entonces hazla, y rápido. —El sharn se detuvo en la boca del túnel, mirando desde algo bulboso que podría ser o no una cabeza—. Aunque estoy agradecido, ansío mejor compañía que la vuestra.

—¿Qué imperio estabas tratando de proteger? —preguntó Galaeron.

—¿Qué imperio? —El sharn se introdujo completamente en el túnel—. ¿Cuál va a ser? El único imperio, por supuesto… A menos que cuentes tus pintorescas confederaciones elfas.

—¿El imperio netheriliano? —insistió Galaeron.

—El mismísimo. —La voz del sharn se hizo más débil al retirarse éste hacia la salida del túnel—. Y ahora, si me perdonáis, volveré más tarde para pagar el favor que me habéis hecho.

—¡Espera! —Melegaunt se adelantó, hablando en un idioma de extrañas sílabas. Al ver que el sharn no respondía, se volvió hacia los otros sacudiendo tristemente la cabeza.

—No lo sabe. Se ha ido y no lo sabe.

—¿Los sharn eran netherilianos? —preguntó Galaeron con expresión de asombro.

La pregunta sacó a Melegaunt de su desesperación.

—No lo sé —dijo con un encogimiento de hombros—. Sospecho que nadie lo sabe. Hay quienes dicen que eran arcanistas netherilianos que se transformaron para combatir a los phaerimm. Otros sostienen que provenían de otro mundo. Lo que está claro es que odian a los phaerimm o no hubieran levantado la Muralla de los Sharn.

Al oír la mención de la Muralla de los Sharn, Galaeron echó una mirada esperanzada al túnel, pero Melegaunt sacudió la cabeza.

—Se ha ido, amigo mío…, y aunque no fuera así, dudo que pudiera ayudarnos. Antes de poder cerrar el agujero debemos abrirnos camino luchando con los phaerimm que ya han escapado.

Aunque a Galaeron lo llenaba de furia tener que aceptar esa verdad, se limitó a asentir y volver hacia el fondo de la estancia.

—Entonces, encontremos la ayuda que necesitamos y pongámonos manos a la obra.

Keya Nihmedu estaba en lo alto de la torre de vigilancia de la Puerta de la Librea, un poco cohibida en su ajustada cota de malla y dolorosamente consciente de que la pica mágica que tenía en la mano no le serviría de nada contra los phaerimm. Tenía la vista tan aguda como todos los habitantes de Evereska y había visto lo suficiente de la batalla en el Valle Alto como para saber que cincuenta años de práctica concienzuda de la espada a la que se había sometido diariamente por insistencia de su padre, que Hanali lo bendiga, no hacían de ella un adversario digno de los espinardos. Los horribles monstruos habían convertido las altas laderas en un bosque de espantapájaros calcinados y ahora se abrían camino hacia el Valle de los Viñedos, usando su repugnante magia para transformar las vides en una maraña inerte de espinosas ramas.

Los integrantes de la cadena de vigilancia tenían la impresión de que su función no tenía una importancia real para la guerra, que sólo servían para ocupar un puesto y dejar libres a los auténticos soldados para el combate, pero Keya no estaba tan segura. Según le había dado a entender Muchosnidos —si es que había interpretado correctamente sus gorjeos— el Círculo de Magos de las Nubes había adivinado el plan de los phaerimm. Su intención era apoderarse de Evereska del mismo modo que habían destruido el imperio netheriliano, usando su magia letal para desvitalizar el valle de Evereska. Sin las tierras circundantes que le procuraban sustento, el mythal de la ciudad iría perdiendo paulatinamente su magia y llegaría un momento en que carecería de fuerza para repeler el ataque de los espinardos.

Al principio, lord Duirsar no se había mostrado decididamente preocupado. Los huertos y tierras comprendidos en el interior del mythal eran lo bastante extensos como para mantener su potencia durante uno o dos años, y para entonces ya habría llegado ayuda. Entonces, los altos magos de la Torre de Bellcrest le habían recordado que las plantas necesitan luz y agua y que el Círculo de la Oscuridad Lunar había enumerado una docena de conjuros capaces de interferir la afluencia de los dos elementos. Según Muchosnidos, lord Duirsar había decidido en ese mismo momento crear una cadena de vigilancia, y por eso Keya sabía que su función era tan importante como lo que Galaeron y su padre estaban haciendo, dondequiera que lo estuvieran haciendo.

Keya eligió una de las varitas mágicas de su cinturón y cumplidamente la pasó por los cuatro cuartos del cielo, estudiando su estela de brillo azulado para detectar cualquier reverberancia reveladora de magia de invisibilidad. La varita formaba parte de un conjunto de tres que les habían suministrado secretamente a todos los integrantes de la cadena de vigilancia los altos magos de las tres torres. Keya no sabía que hubiera tantos círculos en Evereska hasta que a Muchosnidos se le había «escapado» en una visita bastante curiosa cuyo motivo era informarla de que lord Duirsar no había tenido noticias de su padre y de los Espadas…, un hecho de todos conocido en Evereska.

Después de reflexionar todo un día, Keya había dejado caer en los corros que sabía de buena fuente que Evereska todavía tenía tres torres llenas de altos magos. Esto había contribuido mucho a tranquilizar a sus amigos, que se dedicaron a difundir el secreto con tal eficiencia que en el curso de los dos días siguientes llegó a oídos de Keya por diversas vías…, exactamente lo que ella estaba segura de que lord Duirsar había pretendido. Lo que no había difundido era la preocupación de los altos magos por el mythal, puesto que estaba convencida de que ese comentario se le había escapado al pájaro que en modo alguno quería revelar esa mala noticia.

Una vez hubo comprobado que no había ningún phaerimm invisible acechando el mythal, Keya volvió a colocar la varita mágica en su cinturón e inició una exploración lenta y minuciosa de los arrecifes circundantes. Había hecho aproximadamente la mitad del recorrido cuando observó que un halcón roquero volaba en círculos sobre su nido con las garras extendidas, como si quisiera atacar pero no pudiera. Recordando las instrucciones recibidas, Keya no se detuvo en ese punto ni sacó de inmediato una varita mágica, sino que marcó el lugar mentalmente y siguió su rutina para engañar a cualquier phaerimm que pudiera estar observando. Después, fingiendo aburrimiento, lo cual también formaba parte de las rutinas meticulosamente ensayadas de la cadena de vigilancia, bostezó y sacudió la cabeza, se miró las uñas un momento y volvió a mirar al mismo sitio.

El ave seguía volando en círculos.

Keya se retiró hacia las escaleras con disimulo y encontró una ventana desde donde mirar al halcón. Oculta en la oscuridad, sacó la primera varita de su cinturón y la pasó por la zona. Su atención fue recompensada con una fila de reveladores destellos. Por primera vez, su corazón empezó a latir de excitación. Aunque bajaba las escaleras una docena de veces en cada guardia para comprobar algo, ésta era la primera vez que había encontrado algo sospechoso. Sacó su segunda varita e hizo señales con ella desde la ventana del lado de la calle.

La imagen de una hermosa elfa dorada apareció en la ventana.

—¿Qué sucede, Keya? Si tienes sed te puedo mandar a un chico con una copa de vino.

—Nada de vino Zharilee. —Keya no podía ocultar su nerviosismo al hablar—. Tengo algo que comunicar.

—¿Estás segura? —preguntó la elfa arqueando las cejas.

—Arrastrándose lentamente hacia abajo por la superficie de Snagglefang —dijo, tratando de recordar los elementos de un buen informe: qué, haciendo qué, dónde, cuándo, cuántos—. Un grupo de invisibles. Puede que una docena, casi al lado del nido del halcón roquero.

—¿Arrastrándose, dices? ¿Por qué habrían de arrastrarse?

Keya volvió a mirar hacia el acantilado, donde los invisibles seguían bajando en una línea sinuosa.

—Podría ser una formación de combate.

Zharilee frunció el entrecejo en actitud dubitativa.

—Los phaerimm no necesitan arrastrarse, les bastaría con flotar… —Dejó la frase inconclusa y adoptó una expresión más seria—. Enviaré un mensaje a los Magos de las Nubes. Sigue vigilando.

La imagen se desvaneció, dejando a Keya a solas con sus invisibles que descendían rápidamente, tres de los doce formando un grupo. Pasó otra varita mágica. La pared rocosa se acercó lo suficiente como para ver cada risco y cada grieta, pero las varitas no podían funcionar conjuntamente, de modo que ya no podía ver los destellos. Volvió a la primera.

Los invisibles llegaron a la base del acantilado y empezaron a bajar por las piedras amontonadas de abajo. Varios de los otros destellos se reunieron en torno al trío ya agrupado, ayudándolo a avanzar por el escarpado terreno. ¿Acaso aquellos tres transportaban algo? No…, lo más probable es que dos de ellos llevaran a un tercero. Un par de guerreros transportando a un camarada herido.

Si le quedaba alguna duda sobre la identidad de los invisibles, se desvaneció. Aunque hubieran sido phaerimm arrastrándose por el acantilado, ellos no llevarían heridos. Por lo que había visto de los espinardos, no llevaban a sus heridos a ninguna parte, y mucho menos a una batalla. Los invisibles tenían que ser elfos, o amigos de los elfos, que trataban de llegar a Evereska.

Keya transmitió sus observaciones a Zharilee, después cambió de varita y examinó la ladera circundante. Tal como había temido, descubrió a cinco phaerimm y muchos más acechadores e illitas avanzando por el bosque calcinado para interceptar al grupo. También informó de eso.

Zharilee dijo que estaba transmitiendo la información a la Torre de las Nubes, y que lo sentía, pero Keya tendría que seguir observando lo que ocurriera a continuación. Keya respondió que lo mínimo que podía hacer era vigilar. Viendo que ya no había peligro de delatar a la partida, volvió a la parte superior para tener una perspectiva mejor. Aunque supieran dónde buscarla, los invisibles sólo podrían percibirla como un punto, de modo que se dedicó a señalar la emboscada.

La advertencia resultó innecesaria. Los invisibles se detuvieron al pie del talud, entonces uno de ellos roció el bosque que tenían delante con un torrente de fuego plateado tan brillante que llamó la atención de Keya desde más de mil pasos de distancia. Los cinco phaerimm se alejaron, echando humo y sacudiéndose los cuerpos quemados con sus cuatro manos, y los invisibles continuaron el asalto con una andanada de flechas encantadas.

Al dar en el blanco, los dardos explotaron en destellos mágicos dorados y llenaron el bosque de un humo rojo centelleante.

Cuando Keya usó su varita mágica para comunicar esta novedad, el rostro demacrado de Kiinyon Colbathin apareció junto al de Zharilee.

—Este fuego de plata ¿Quién lo lanzó? —inquirió—. ¿Fue un humano?

Después de perder la totalidad del cuerpo de Guardianes de Tumbas en la batalla inicial contra los phaerimm, Kiinyon había pedido perdón a toda Evereska y había presentado su dimisión. Lord Duirsar se la había rechazado y lo había puesto al mando de las defensas del valle, diciendo que Evereska tenía necesidad de su experiencia y de la sabiduría que había obtenido con ella.

—No puedo ver —informó Keya—. El humo es demasiado espeso.

—¡Mira bien, maldita sea!

Keya miró, pero el humo era impenetrable para la vista y para la magia, al menos para la magia que ella había adquirido. Todo lo que podía ver era la cortina de humo que se extendía por la colina y un puñado de illitas trepando por el talud…, y lo que no podía ver lo imaginaba. Los invisibles habían atacado, de modo que ahora serían visibles, pero de todos modos ella no podía verlos, no con las varitas de que disponía. Dándose cuenta de lo bien que había planeado el ataque la pequeña banda, Keya recorrió con la mirada la ladera de la montaña.

Los encontró a mitad del Valle de los Viñedos, saliendo con dificultad por una pequeña puerta negra en medio de una terraza cubierta de árboles. El primero era un humano barbudo de ropajes chamuscados, con el pelo del pecho requemado en torno a una grotesca cicatriz oscura. El segundo era un elfo dorado que vestía la elaborada armadura de un noble de Evereska, lo mismo que el tercero, el cuarto y todos los que venían detrás.

—¡Son los Espadas! —gritó Keya—. ¡Han vuelto!

—¿Los Espadas? —preguntó Kiinyon con voz entrecortada—. ¿Los Espadas de Evereska?

—Bueno, algunos…, unos cuantos. —Tan pronto hubo dicho esto, Keya pensó en su padre y empezó a estudiar las caras de los que formaban el grupo—. Veo a lord Dureth y a Janispar Orthorion, y a un humano de barba negra.

—Ese humano ¿podría ser Khelben Arunsun? —Esta vez fue el propio lord Duirsar el que preguntó—. ¡Y dinos cómo puedes verlos, maldita sea! Los magos de la torre no pueden dar con ellos con ese maldito humo.

—Lo siento, mi señor…, están en el Valle de los Viñedos, en el Viñedo de Miel de Cardo —dijo Keya—, y no conozco a Khelben Arunsun, pero el humano lleva algo negro… ¡Oh, no! ¡Por la rosa dorada!

—¿Qué? —preguntó lord Duirsar—. ¿No qué?

Keya no respondió porque los dos últimos elfos que salieron de la puerta negra llevaban una litera con la figura amortajada de un cadáver. No podía ver quién estaba debajo de la mortaja, pero el yelmo martillado apoyado sobre el pecho del muerto era inconfundible. Un simple casco de acero mithril plateado, el más sencillo de cuantos llevaban los nobles Espadas. Pertenecía a Aubric Nihmedu.

—¡Vigía! —vociferó Kiinyon—. ¡Responde a lord Duirsar!

—Yo… os pido perdón, señor —dijo Keya—. El humano tiene barba negra y lleva un bastón del mismo color y tiene señales de una grave herida. No te puedo decir más.

—¿Y por qué gritaste? —inquirió Zharilee—. Lord Duirsar también te preguntó eso.

—He visto… —Keya hizo una pausa para contener la emoción y vio una patrulla de elfos que adelantaban corriendo a los Espadas para hacer frente a dos phaerimm que se habían teleportado para atacar a la maltrecha compañía por detrás—. Perdóname, pero si quieren ver a Khelben Arunsun vivo deben enviar a algunos magos de guerra en su ayuda.

No había acabado la frase cuando un círculo de altos magos apareció entre los elfos que huían y sus supuestos atacantes. Con un movimiento de la mano, el del centro levantó una pared de luz dorada y la empujó para arrollar al enemigo. Los phaerimm contrarrestaron el ataque enviando una ráfaga helada a través de la pared para derribar a uno de los magos y teleportarlo. Los Espadas supervivientes fueron recogidos por la patrulla y llevados hacia la protección del mythal. Así eran las batallas de Evereska, rápidas y mortales y no tenían fin.

—Nos ocuparemos de los Espadas, Keya. —Ahora que las cosas parecían estar bajo control, la voz de lord Duirsar bajó de tono—. Dinos lo que has visto.

—Lord Nihmedu… —Hizo una pausa para contener un sollozo. Entonces se dio cuenta de que ahora su hermano era lord Nihmedu, y al preguntarse qué habría sido de él no pudo contener las lágrimas—. Lamento informar que el Espada Mayor ha muerto.

—¿Tu padre? —preguntó Zharilee con voz entrecortada.

Keya asintió y apartó la mirada de la ventana mágica.

—Lo siento, Keya. Era un buen amigo y un evereskano leal —dijo lord Duirsar. Su voz se dulcificó y se dirigió a Kiinyon Colbathin—. Dadas las circunstancias, mariscal del valle, me pregunto si podríamos excusar a la vigía.

—Por supuesto —dijo Kiinyon—. Tienes permiso para retirarte, vigía.

—Gracias, señor. —Keya se enjugó las lágrimas y se volvió hacia la ventana mágica—. ¿Tienes a alguien que pueda relevarme, Zharilee?

La elfa dorada vaciló.

—Tenemos bien cubiertos los otros puestos —dijo.

—Pero ¿desde ninguno de ellos se informó del regreso de los Espadas? —preguntó Keya.

—Hay un par de ellos que deberían haberlos visto, pero no —dijo Zharilee negando con la cabeza.

—Entonces me quedo. —Keya se volvió hacia el Alto Valle—. La cadena de vigilancia cumple una función al fin y al cabo.