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A la mañana siguiente Ezequiel llamó a su puerta. Al abrirla, Lucano no vio su rostro lleno de incertidumbre y, entregándole un paquete que llevaba en las manos, dijo:
—Este paquete lo han traído de Tiberíades para ti, esta mañana, por un soldado romano.
—No temas —dijo Lucano amablemente tocando al muchacho en sus hombros—. Sencillamente son cartas para mí de un gran amigo de Jerusalén, Hilel ben Hamram.
Se sentó en la cama y leyó las cartas que le habían enviado a la casa de Hilel. Había una carta de Iris, otra de Aurelia, su hermana, otra de Prisco y otra más de Plotio. Las leyó todas con amor. Algunas veces suspiraba. ¿Vería alguna vez a aquellos que tenían su cariño? Su madre era vieja, pero por primera vez no le rogó que volviese a Roma. Le había escrito en los términos siguientes:
Querido hijo: Debes hacer lo que tu espíritu te ordena y yo lo comprenderé. He tenido un sueño en el que se me decía que no pertenecías a tu familia y que Dios te había llamado para que le obedecieses. Pero recuérdanos con amor porque ciertamente tú estás siempre en nuestros corazones.
Alegrose con las buenas nuevas que recibió de su familia. Pero Tiberio César caía y Roma secretamente esperaba su muerte, porque se había transformado en un ser terrible y cruel, carente de piedad y comprensión. Sus crímenes eran innumerables. Era como si estuviese vengándose de su imperio y de su pueblo. Lucano suspiró. Que la gente se diese cuenta del peligro de sus gobernantes, pensó, porque ellos son culpables de sus excesos.
Leyó después la carta de Hilel con un interés cada vez más profundo. Primero, que esperaba que Lucano volviese a fin de seguir adelante con los planes de la boda de Arieh ben Eleazar y Lea.
Tenía un visitante en la casa.
Recordarás, mi querido Lucano, que una vez te escribí acerca de Saulo de Tarso, o Gallo Julio Pablo como es conocido en su ciudadanía romana. Es fariseo, y anteriormente había tenido las más estrechas convicciones religiosas. Era estricto observador de la ley a pesar de su alcurnia y su alta posición como administrador y abogado. Era también un hombre orgulloso y arrogante, de lengua aguda, como la mayoría de los abogados, y de opiniones inconmovibles; lo cual se debía en parte a su temperamento. Es propenso a fuertes entusiasmos y dogmatismos, y arranques de ira. No permitía que nadie olvidase que a la vez que romano y judío descendía de una noble e influyente familia, y no toleraba la insolencia, que debía ser castigada al instante. Pese a su juventud era rígido y de honrado orgullo. En los juzgados temían y admiraban su genio forense.
Sobre todas las cosas, fue siempre un devoto judío. Odiaba a aquellos que se atrevían a poner en tela de juicio la Torah en el más mínimo detalle. Cuando oyó hablar de Jesús, el humilde Nazareno, y los rumores de que Él era el Hijo de Dios, se sintió personalmente insultado.
«Nada bueno salió nunca de Nazareth —me escribió—. Cuando Dios nos envíe nuestro Mesías, llegará como un rayo, entre una compañía de arcángeles, y con las trompetas del Señor nuestro Dios. Todos le conocerán y las naciones del mundo se inclinarán ante Él. ¿Cómo se atreve ese campesino, ese carpintero, hijo de Nazareth, a ser proclamado el Salvador por los ignorantes? Es una blasfemia ante el rostro de Jehová. Estoy lleno de ira y justo enfado. La ley ha sido violada por las tontas e ignorantes masas. Sabes que siempre he despreciado a los ignorantes, que cantan sus oraciones por rutina y no saben nada de la verdadera ley y de sus implicaciones. Si pudiese salirme con la mía les confinaría a los patios exteriores del Templo, porque su olor y grises rostros son una afrenta ante la gloria de Dios. Y sus sacrificios debieran ser rechazados».
Temo, Lucano, que mis cartas sólo sirvieron para aumentar su ira. ¿Cómo podía yo, Hilel ben Hamram, de una gran familia, un erudito, un hombre de posición honrado en el Templo ser engañado por los rumores de aquel Jesús, aquel hombre de las áridas montañas y gargantas de Nazareth? Sobre mí había caído un embrujo. Era intolerable. Y entonces los esparcidos cristianos empezaron a producir turbulencias en Damasco, peleando con sus prójimos, desafiando a la ley, declarando que el Mesías había nacido de una virgen, en una familia humilde. Había predicado a través de todo Israel, violentando a los sacerdotes y a los escribas de la ley, hablando contra los fariseos que administraban la ley y llamándoles «generaciones de víboras e hipócritas». Y había sido crucificado, por incitar a Roma.
Como administrador romano había marchado para cumplir este deber legal en Damasco y suprimir lo que los romanos llamaban insurrección, pero a lo que él llamaba blasfemia. Cabalgaba con su compañía de abogados y un cortejo de soldados romanos, sedientos de venganza y llenos de furia. Tan enfadado estaba que no se detuvo en ninguna posada para pasar la noche, sino que cabalgó adelante como un torbellino hacia Damasco.
Y ahora, como amigo mío y huésped de mi casa, me cuenta la más maravillosa y extraña de las historias.
Está lleno de pasión y excitación y repite la historia como si yo fuese un incrédulo y él un evangelista que debiera convencerme.
Cabalgaba a la cabeza de su cortejo, camino de Damasco, con sus vestidos y cabello ondeando al viento.
Repentinamente el caballo se encabritó y Saulo tuvo que dominar a la bestia. Su cortejo frenó tras él, luchando con sus caballos y maldiciendo. Se agitaron en medio de la carretera castigando con sus fustas a las cabalgaduras porque los cascos delanteros de los animales batían el aire en un tremendo movimiento.
Entonces, ante Saulo, apareció una tremenda luz, como un nuevo sol y en medio de ella vio una figura radiante, coronada de espinas y vestida con una túnica de deslumbrante blancura. La figura, alzando sus heridas manos, dijo a Saulo con voz profunda y amable: «Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?».
Saulo contempló la figura, medio cubriendo sus ojos para protegerlos de la luz. Un asombroso temblor se apoderó de él, un sentimiento de la más devastadora de las culpas. No sabía qué hacer, o qué responder. Su alma se sintió traspasada y estremecida. Aquél era el Mesías, a quien estaba a punto de perseguir, cuyos seguidores estaba a punto de destruir. Miró a la gloriosa faz y su corazón saltó con gozo. La carne humana no podía soportar aquella visión. Saulo sufrió un ataque y cayó inconsciente de su caballo.
Algunos en su séquito no habían visto nada. Otros declararon que habían percibido la luz cegadora y que se habían sentido llenos de terror. En cualquier caso, Saulo volvió a Jerusalén, hombre nuevo, cambiado, lleno de lágrimas, de gozo y angustia mezclados con un apasionado amor. Había visto al resucitado. Toda su naturaleza vehemente aceptó lo que la misma naturaleza había rechazado no hacía mucho tiempo con desprecio.
Ahora está en mi casa. Asegura que irá al instante a ver a Pedro en Joppa, para ser bautizado y recibir instrucciones. Luego se marchará a su misión. A mí me ha dicho: «Él, nuestro Señor, no sólo vino a los judíos sino a los gentiles. Me transformaré en una voz para los gentiles y les conduciré a la salvación». Recuerda esto del perseguidor Saulo.
Le he persuadido a que espere hasta que tú vuelvas de tu visita a María en Galilea. Es aún un hombre muy impaciente, y al principio rehusó. No podía perder ni un momento en realizar sus proyectos. Le he dicho todo lo que sé acerca de ti, mi querido amigo, y ahora declara que iréis juntos a ver a Pedro. No sé lo que Pedro hará de él. Pedro, el pobre galileo, el humilde pescador. Saulo es un hombre tan temperamental… Ni siquiera ahora puede olvidar que es judío de casa noble y un ciudadano romano. Está lleno de entusiasmo y oración. ¿Reñirá con Pedro y Pedro con él? Saulo cree que ha recibido una gracia especial de nuestro Señor. Incluso admitió que era mucho mayor que la gracia concedida a los apóstoles. ¿Será arrogante con Pedro? La humildad es difícil para él. Él lo vio y creyó. Saulo no vio al Señor en la carne, pero ahora cree con tal excitación que algunas veces intimida. Incluso me amonesta a mí, me aconseja a mí, que intenté tantas veces convencerle antes. Es como tener una tempestad en casa; anda por la noche, murmurando para sí y rogando.
Ayer me dijo: «Estoy interesado en Lucano y las historias que me has contado acerca de él. Pero es un gentil, y debe ser conducido por mí, porque los gentiles tienen corazones testarudos, y a mí se me ha otorgado el llevarles a la fe». Contuve mis sonrisas. Algunas veces me convence de que soy harto ignorante, de que no he acabado de darme cuenta del mensaje del Mesías.
Y ahora, mi querido Lucas, te esperamos.
Aquélla era la primera vez que Lucano había sido llamado por el cariñoso diminutivo. Leyó y releyó la carta de Hilel. Y su excitación creció. Tenía la impresión de que él y Saulo se comprenderían mutuamente porque ninguno de los dos había visto el Mesías en la carne. Le habían visto sólo en su espíritu, y, sin duda, la visión del espíritu era más pura que la de los ojos mortales. Pensó en Saulo con un repentino afecto, lo cual le pareció inexplicable. Sonrió mientras consideraba a aquel hombre vehemente y orgulloso, ciudadano romano como él. Saulo realizaría grandes cosas. Hablaría con enfática autoridad. Sería el acicate de los apóstoles que aún sospechaban de los gentiles y los temían. Pero también sería un acicate para los gentiles.
Lucano sacó sus utensilios de pintura después de haber comido en su habitación. Pintaría a María para las edades venideras. Pensó en sus hermosos y tranquilos rasgos, su majestad, su gracia, su sereno y ultraterreno aspecto. Pensó en sus penetrantes aunque amables ojos, su heroica sonrisa, su dulce compostura. Empezó a trabajar. Pero María se le escapaba. Era a la vez vieja e inmortalmente joven, sencilla y profunda. ¿Cómo podrían los simples pigmentos representarla, a ella, la madre de Dios?