8

El vino servido durante la cena no podía ser del agrado del delicado paladar de Carvilio Ulpiano. Apicius, cuyo libro de cocina era usado incluso en las cocinas de Tiberio, había descrito setenta y cinco maneras distintas para preparar alubias, todas ellas delicadas. Pero Aurelia y sus cocineras aparentemente sólo conocían una, la más grosera, propia tan sólo para esclavos de galeras. El patricio senador miró su plato de alubias, bien sazonado con ajo, al cual habían añadido una carne de aspecto dudoso, de cabra o de las partes menos delicadas del cerdo. El pan estaba duro, las legumbres flácidas, y el único plato que no producía náuseas al delicado Carvilio Ulpiano eran las pequeñas y saladas aceitunas negras de Judea. Había olvidado lo repugnantes que eran las comidas en aquella casa. Diodoro le miraba con ironía bajo la débil luz de las humeantes lámparas de estaño, y no de plata. El tribuno tocó la base de una de ellas y dijo:

—Pareces turbado, hermano. Siento que estas lámparas no sean de cristal de Alejandría. Si lo fuesen, podrías ver tu comida más claramente.

—Siempre que te visito dices las mismas palabras —contestó el senador pacientemente.

¿Qué clase de grasa era la que había sobre el pan? Tenía un aspecto extraño, y el senador, que a pesar de todo era un hombre valeroso, sonrió y se llevó un pequeño trocito a la boca. Era también un hombre educado y hubiese murmurado algún cumplido sobre la cena si aquel pan no le hubiese producido una náusea repentina.

—¡Por Hécate, Diodoro! —exclamó agitado—. ¿Es necesario vivir así? Eres tan rico como Creso. Podrías cubrir tu mesa con cristales tallados y llenar tus lámparas con un aceite que no produjese arcadas. Podrías tener copas brillantes de oro y piedras preciosas y música de laúdes por las tardes. Y también podrías tener una cocinera con algo de talento.

Diodoro, cuyo oscuro rostro estaba aún lívido a causa de alguna emoción pasada, miró agriamente al senador.

—También podría tener divanes sobre los cuales reclinarme durante las comidas, y muchachas chipriotas para bailar danzas abominables y ungir tus pies con bálsamo. Yo, sin embargo, no soy ciudadano de la urbe. Soy un soldado sencillo y vivo como tal.

—¡Qué actitudes más odiosas! —dijo el senador—. Julio César era también soldado y lo mismo tu querido Cayo Octavio. En campaña vivían con austeridad. Pero cuando estaban en Roma, vivían como romanos, no como pugilistas.

Diodoro empezó a sonreír. Comía el pan con fruición y un oscuro parpadeo brillaba bajo sus gruesas y negras pestañas.

—Quizá —dijo— es que prefiero ahorrar mi dinero —llevó a la boca un gran bocado de alubias— a fin de dotar debidamente a mi hija, que está ya a punto para el matrimonio.

El senador, que no sentía la menor aversión por el oro, y que tenía cuatro hijos, perdió repentinamente su mal humor.

—¡Ah! —dijo—. Éste es un asunto que me interesa. La pequeña Rubria es de constitución delicada, pero, sin embargo, parece haber ganado una salud considerable en este agradable clima. También tiene una belleza vivaz, casi oriental.

—Sí —contestó Diodoro pensativamente—. Estoy considerando la posibilidad de enviar a Roma a Aurelia y a la niña en un futuro próximo. No hay ninguna familia romana en Antioquía que tenga un hijo digno de ella ni de la edad apropiada.

—En tal caso —dijo el senador—, es posible que Tiberio, que es un hombre justo aunque tenga agua helada en sus venas, te reclame.

—Sí —respondió Diodoro.

Los dos hombres estaban solos, sentados en el comedor y como al tribuno no le gustaba la molesta presencia de esclavos, tenía una campanilla de bronce en la mano por medio de la cual podía llamarlos si era necesario. Acarició con un dedo el poco valioso relieve de la campanilla.

—Hoy he pensado mucho —lanzó al senador una aguda mirada—, y también —añadió— he tenido dolor de cabeza.

Al senador este comentario le pareció totalmente inoportuno.

Carvilio Ulpiano sentía aún curiosidad por Iris, que era, pensó, lo bastante hermosa para conmover al propio y frío Tiberio y crear en Roma una verdadera conmoción. Era liberta, y, sin embargo, no habría ningún augustal ni patricio que no se sintiese dispuesto a llevarla a su cama e inundarla con todo el oro de sus cofres. El senador pasó la lengua por los labios mojándolos con un gesto elegante.

—Sin duda llevarás contigo toda tu casa, si te mandan volver.

Diodoro no contestó. Su dolor de cabeza no había desaparecido y maldecía a Keptah en su fuero interno. El senador, impulsado por el deseo y el recuerdo de Iris continuó:

—Incluido tu contable y su familia; él debe ser de un valor incalculable para ti. ¿Dijiste que en un tiempo fue esclavo de tu padre Prisco y que se sentía muy complacido con él?

—Sí —respondió Diodoro con voz sombría—. Sin embargo, Eneas es tan frugal como yo, y ha sabido ahorrar dinero. Ha comprado un pequeño huerto de olivos no lejos de Antioquía que cultiva por medio de dos de mis esclavos. Ha aprendido a arreglar las aceitunas como lo hacen los judíos y son bastante agradables. Además, tiene un respetable rebaño de ovejas y vende su carne en los mercados de Antioquía y a mí. Dudo de que quiera regresar a Roma conmigo.

La conversación languidecía. Cuando el senador comentó que sin dudas Eneas se mantendría leal a su señor y aceptaría sus deseos como los deseos de los dioses, Diodoro movió la cabeza con gesto negativo.

—No le impondré esa lealtad, si es que él la tiene —replicó.

—Además, la lealtad es una palabra con la que los griegos están poco familiarizados.

Nunca más vería a Iris. Pensaba en ella con terror. Cuando la había visto en el jardín, tan cercana, tan próxima, como hacía años que no la había visto, su corazón había dado un vuelco. Se había controlado a sí mismo para evitar correr hacia ella y tomarla en sus brazos y hundir su rostro en su dorado cabello. Un grito mezclado de angustia y gozo había sonado dentro de él. Sintió que la desolación le abrumaba.

El senador contemplaba las pasiones y desánimos que reflejaba el vital y sencillo rostro del tribuno y sonrió para sí. Una pena escondía en la cara de la joven mujer griega, recordó. Venus nunca había tenido unos devotos más reacios. Diodoro era un imbécil. ¿Por qué no se castraba y acababa de una vez? El tribuno miró involuntariamente hacia arriba y vio la sutil sonrisa brillando en el rostro mundano del senador y se sonrojó. Llenó de nuevo su sencilla copa y bebió el vino de un trago. Luego dijo:

—Puede que te sorprenda, Carvilio, saber que soy un esposo virtuoso.

—Desgraciadamente no es una sorpresa —dijo el senador.

Se sentía un tanto sorprendido ante la percepción de Diodoro. Le vio bostezar y esto le sorprendió aún más. No era hora de retirarse. De pronto recordó que en aquella bárbara casa todo el mundo se retiraba a dormir temprano. Reflexionó tristemente que no sería confortado por una de sus bonitas esclavas en su dura cama. ¿Cómo había podido pensar que podría pasar varios días en tal lugar? Se marcharía en cuanto fuese posible, después de llegar a un acuerdo con Diodoro acerca de Rubria.

Antes de acostarse, Diodoro pasó por las habitaciones de su esposa. Aurelia, cuyas morenas y sonrosadas mejillas mostraban huellas de recientes lágrimas y cuyos amables ojos estaban enrojecidos en los bordes, permitía que una esclava peinase su largo y oscuro cabello. Se hallaba sentada ante una mesa, vestida con un atuendo nocturno de blanco lino y, bajo el vestido, su voluptuosa figura tenía un inconfundible aire maternal. Cuando vio a Diodoro torció en un gesto sus rojos labios y sus ojos se iluminaron. Se contuvo al instante y dio a su rostro un aire frío.

Diodoro hizo una muda indicación a la esclava, pero Aurelia, por primera vez desde que estaban casados, dijo con un acento poco común a causa de su agudeza.

—No te vayas, Callíope. No has terminado de peinar mi cabello y además hay otras cosas que hacer.

—Sí, señora —respondió Callíope.

Tenía una voz tosca y desagradable que hería el oído, una voz demasiado fuerte para una chica tan pequeña y bien formada.

Diodoro siempre estaba algo desorientado sobre los criados que había en la casa, y rara vez se daba cuenta de su existencia. Pero, puesto que ahora tenía algo en la mente, miró de cerca a Callíope y dijo con su acostumbrada falta de tacto:

—Callíope, ¡y con esa voz!

La muchacha se ruborizó e inclinó la cabeza.

—Sí, señor.

Diodoro la estudió. Evidenciaba tener unos diecisiete o dieciocho años, un rostro vivo e impertinente, no bello, pero tan animado que le proporcionaba cierto encanto; un aire arisco y competente y un cuerpo de considerables encantos, con largas trenzas brillantes que caían hasta sus caderas. Diodoro percibió un brillo, aunque pálido, bajo las morenas pestañas. Miró a sus manos. Estaba acostumbrada al trabajo duro bajo la dirección de su señora. Evidentemente era muy apropiada para lo que el tribuno tenía en la cabeza.

—¿Te gustaría casarte? —le preguntó de pronto.

—¡Oh, si señor!

Callíope le miró imprudentemente con las pestañas entornadas.

—Bien. Tengo un excelente marido para ti —dijo, concluyendo aparentemente el asunto.

De nuevo hizo un gesto para que se marchase y, esta vez, la sorprendida Aurelia no dio la contraorden de que se quedase. Cuando la muchacha hubo salido y corrido la pesada cortina de lana azul que cubría la puerta, Aurelia dijo en un tono de ofendido pesar:

—Creo que es una prerrogativa de la señora arreglar bodas para sus esclavas y muchachas.

—Sí, sí —respondió Diodoro con impaciencia—. Pero en este caso se trata de una ocasión especial.

Aurelia alzó su espejo de plata y pretendió estar ocupada contemplando su rostro. Diodoro finalmente se dio cuenta de que su esposa estaba disgustada con él. Dijo:

—¿Qué te he hecho?

Aurelia estudió su propio rostro y suspiró.

—Debo ser muy malo —añadió Diodoro— pero no es ésta ocasión de matronales enfados.

Aurelia estaba enfadada. Dejó caer el espejo sobre la mesa y la lámpara de bronce vaciló. Sus débiles rayos hacían brillar la austera cama, sin tallas ni adornos. Era de madera sencilla y las mantas que yacían sobre las sábanas eran de lana marrón.

—¿Es que acaso soy una caprichosa? —preguntó—. ¿Soy amiga de armar escándalos? ¿Cuándo te he molestado, Diodoro? ¿Cuándo merecí el insulto que me hiciste esta noche delante del esposo de mi hermana?

—¡Oh! —exclamó Diodoro frunciendo el ceño. Se sentó y contempló sus desnudas rodillas—. No sabía que te hubiese insultado. Suplico tu perdón, Aurelia. Hoy he tenido un infernal dolor de cabeza.

Esperó las acostumbradas palabras de Aurelia expresando preocupación, pero ella tan sólo gruñó un poco y la frialdad de su rostro se hizo mayor.

—Debo haber hecho algo muy malo —repitió Diodoro.

Aurelia empezó a cepillar su cabello y Diodoro intentó contener su impaciencia. Se sentía herido porque su esposa no le compadeciese y porque no abría su caja de ungüento para frotar su frente ni le invitaba a su cama a fin de que pudiese sostenerle entre los brazos como solía en tales ocasiones, acariciarle hasta que olvidase su dolor o éste desapareciese.

—Quiero decir —dijo el tribuno irascible— que es muy malo que una esposa no muestre solicitud por un esposo.

Aurelia suspiró de nuevo. Las brillantes y largas trenzas de su cabello discurrían por entre sus dedos.

—Además —dijo Diodoro en voz más alta— juro por todos los dioses que no sé en que te he ofendido ante ese elegante de la toga. ¿Por qué no usa una toga sencilla en la casa?

—Es un caballero —informó Aurelia a su esposo intencionadamente.

Diodoro la miró y ella le devolvió la mirada. Era tan distinta de la amable Aurelia que sentía por todo el mundo un gran y difuso afecto, que Diodoro se sintió sorprendido.

—Entonces yo no soy un caballero —observó.

—Nunca lo has sido. —A pesar de sí misma, un hoyuelo apareció en su morena mejilla. Luego desapareció—. ¿Qué hay acerca de la boda de Callíope? ¿Y con quién?

—Lucano —dijo Diodoro y golpeó sus rodillas como si el asunto estuviese terminado.

Los ojos de Aurelia se abrieron con asombro. Sus gordezuelas manos, cayeron desde el cabello sobre el regazo.

—¡Lucano! —exclamó—, ¿el hijo de Iris?

—¿Quién otro? —preguntó Diodoro con excitación.

—¿Ha pedido él la chica? —preguntó Aurelia con incredulidad.

—No, no he dicho eso. Lo he decidido yo por mi cuenta. Antes de que se case con ella la haré libre y se la daré como regalo. ¿Quién es él para negarse a cumplir mis órdenes?

La boca de Aurelia se abrió incrédulamente.

—¿Has olvidado que no puedes obligarle a que se case con una chica que tú has escogido para él aunque seas un procónsul y un tribuno? Ha nacido libre.

Se sentía más y más incrédula. Tenía un gran cariño por Lucano, que era el hijo de su amiga Iris y un hermoso joven, compañero de estudios y juegos de Rubria. Pero había creído que Diodoro sentía un excesivo entusiasmo por el muchacho.

—Yo puedo darle órdenes —gritó Diodoro con furor—. ¿Quién es él, sino el hijo de un pobre perro que antes era esclavo, ese Eneas?

Aurelia mantuvo silencio. Después, mirándole de cerca dijo:

—También es el hijo de Iris.

Diodoro abrió la boca para hablar, pero calló de pronto. Aurelia continuó:

—Y no me grites. Puede que te sorprenda, pero a veces yo también tengo mis propios dolores de cabeza, aunque tú pareces no darte cuenta de los dolores de cabeza que afectan a los demás. Déjame continuar. Lucano nació libre. Es orgulloso. No puedes ordenarle que se case con una esclava. No puedes azotarle o encarcelarle si te desobedece. Creo que mencionaste con aprobación que el propio Tiberio ha proclamado edictos prohibiendo la violencia y las órdenes ilegítimas.

—¡Tiberio! —exclamó Diodoro en un tono que parecía consignar al emperador al peor de los sitios—. Escúchame: hablaré con Eneas y le diré mi deseo. Él, por lo menos, no se atreverá a desobedecerme. Lo he dicho. Está hecho.

—Se levantó con aire de haber terminado. Pero Aurelia no se dejó impresionar.

—¿Has tenido en cuenta a Iris, a quien estás a punto de ofender profundamente? No puedo permitir este ultraje.

El rostro de Diodoro se llenó de furor ante estas palabras.

—¡Ultraje! —exclamó—. Doy al chico una esclava para que le atienda mientras yo pago sus grandes gastos en Alejandría, privando a mi propia hija de su dote…

Aurelia se tapó los oídos con las manos. Cuando Diodoro paró, indignado, los destapó y habló con suavidad.

—Sin duda te sientes movido por los más elevados motivos. Sin embargo, regala Callíope a Lucano cuando parta para Alejandría, si así lo deseas.

—Lo haré —dijo Diodoro.

La curiosidad se apoderó entonces de Aurelia.

—Pero ¿por qué? —preguntó.

—Lo he dicho. ¿No es bastante?

—No —respondió Aurelia.

Empezó de nuevo a cepillar su cabello. Luego movió la cabeza.

—No sé lo que te traes entre manos. ¿Sabes que en ocasiones eres siniestro?

Diodoro estaba a punto de estallar otra vez en furiosos gritos cuando una palabra llamó su atención: Siniestro. Nunca se había considerado a sí mismo así. Por alguna razón el pensamiento le intrigó. Frotó su frente humildemente y dijo en un tono más suave:

—Lo he dicho muchas veces: soy un soldado sencillo. Mis motivos son tan puros como la leche de vaca.

Aurelia parecía saberlo bien y esto complacía más a Diodoro. Ella dijo:

—Incluso si Callíope fuese una perla de Cos, dotada por las mismísimas gracias, Lucano no la querría. Iris me dijo ayer con mucha tristeza, que ha hecho a los dioses un voto sagrado de no casarse nunca.

—¿No casarse nunca? —exclamó Diodoro—. ¡Qué tontería! ¿Qué le ha impelido a semejante tontería? ¿No le atraen las muchachas?

Aurelia se encogió de hombros.

—No considero a Lucano como un hijo, tal como con frecuencia haces tú —dijo significativamente. Dejó que esta indirecta penetrase en Diodoro durante un momento—. No tengo su confianza; es demasiado silencioso y reservado para ser tan joven. Sin embargo, un hombre no hace votos sagrados de no casarse si no se siente atraído por las jóvenes.

Esto parecía razonable. Diodoro frunció su fiera frente. Ya no estaba enfadado. Murmuró:

—¡Incomprensible!

Aurelia volvió a encogerse de hombros.

—Tú tienes algo en la cabeza —dijo—. Y siento gran curiosidad.

Un gran alivio inundó a Diodoro, Sonrió y dijo:

—Si ha hecho ese voto entonces no lo violará, por lo tanto el asunto está terminado.

—Todavía siento curiosidad —dijo Aurelia.

Diodoro sabía que su esposa no era intelectual ni sutil. Pero era muy aguda. Sentía por Aurelia un gran respeto.

—No soy hombre que satisfaga la curiosidad de una mujer —dijo con ironía, puesto que su dolor de cabeza había desaparecido milagrosamente—. Pensé hacer a Lucano un beneficio, y esto es todo.

—¡Oh! —dijo Aurelia poco convencida.

Bostezó. Había perdido interés en la conversación y olvidado sus heridos sentimientos. Miró hacia la cama, luego sonrió a su esposo inocentemente.

—Hoy has estado sometido a un exceso de trabajo, Diodoro. ¿Estuvieron muy pesados los magistrados, cobradores de impuestos, nobles y los jefes?

—Son unos perros —dijo Diodoro desahogándose.

Había percibido la mirada de su esposa hacia la cama. Sus manos empezaron a desatar el cinturón. Aurelia se levantó, sacudió sus trenzas, luego se inclinó y redujo la luz de la lámpara.

Cuando estuvieron en la cama y abrazados, Diodoro dijo:

—He arreglado el matrimonio entre nuestra Rubria y tu sobrino favorito Piso. —Apoyó la cabeza en el pecho de su esposa y sintió calidez y el latido de su corazón. Su frente sintióse aliviada. Se acogió casi con desesperación en la fortaleza de ella y Aurelia le acarició las sienes con suavidad. Cerró los ojos y deseó olvidar a Iris que había desaparecido como la luna desaparece tras las nubes.