9
Por la mañana Diodoro se despertó de un humor expansivo y una cierta impresión de arrepentimiento. Lucano era tan sólo el hijo de un liberto; sin embargo, Diodoro, que ciertamente le amaba como un hijo, se sentía avergonzado de sí mismo. La culpa era de aquella maldita migraña, desde luego, que ejercía el mismo efecto sobre la razón de un hombre como Medusa sobre la carne. ¿Qué le había hecho olvidar que ninguna doncella romana modesta podía casarse sin el consentimiento de su padre? «Era su joven corazón lo que yo probablemente tenía en cuenta», pensó el tribuno. No deseaba que fuese torturado. Como él había amado a Iris también podía ser que la gentil Rubria amase a Lucano. Este pensamiento hizo que Diodoro se afirmase más que nunca en el propósito de enviar a la niña y a su madre a Roma. Entre tanto, durante el desayuno, concluyó los detalles del matrimonio de Rubria con Carvilio Ulpiano. Regatearon acerca de la dote. El precavido tribuno deseaba asegurarse de que si Piso alguna vez se divorciaba de Rubria, o si ella decidía abandonar su casa, la dote volvería a ella. El senador estaba de buen humor, aunque había decidido dejar aquel imposible y sencillo lugar a la mañana siguiente.
Aquel sonrosado amanecer Keptah fue a la habitación de Rubria para el examen matinal acostumbrado. Se sintió profundamente afligido. La mortal enfermedad de la muchacha había sufrido un retroceso que había durado más tiempo que ningún caso de los recordados por Hipócrates o sus discípulos. Pero las señales de su vuelta estaban allí. Las suaves mucosas y membranas de la boca y garganta mostraban los bultos fatales de la enfermedad blanca. Una de sus rodillas estaba hinchada y caliente, y de la noche a la mañana había perdido el color de las mejillas y su rostro estaba de nuevo amarillento. Se hallaba lánguida y enfebrecida pero en medio de todo había una buena señal: su espíritu aún se mantenía alegre. Podía producirse un nuevo retroceso si no aparecían hemorragias internas. El médico examinó su orina e hizo ciertas preguntas a la enfermera. En cuanto a las secreciones corporales no había en ellas señales de sangre. Aconsejó que permaneciese en cama durante algunos días.
Encontró a Diodoro en la escalera. El tribuno tenía una expresión de satisfacción y contento en su feroz rostro.
—¿Por qué no está la muchacha con su madre? —preguntó.
—Se siente un poco cansada —dijo el médico con voz suave.
Diodoro se detuvo en la escalera.
—¿Está enferma? —preguntó, y el corazón le dio un vuelco.
El médico vaciló. ¿Cuánto tiempo mantendría al tribuno ignorante de que su hija moriría? Diodoro contemplaba su rostro con mucha atención. Keptah sonrió.
—Creo que ha estado jugando con exceso —dijo— y se ha torcido una rodilla. Debe permanecer en cama hasta que desaparezca la hinchazón. —Luego añadió—: Le he dado una medicina para que duerma a fin de que descanse la parte herida.
La tensa compresión alrededor de la garganta de Diodoro se aflojó. Movió la cabeza.
—Es poco comprensible que una doncella de catorce años se comporte como un juguetón chiquillo de cuatro. Te estaba buscando, mi querido Keptah. Antes de que empiecen las lluvias la señora de la casa, Aurelia, mi hija y tú, partiréis para Roma. Acabo de arreglar el matrimonio de Rubria con mi sobrino Piso, hijo de Carvilio Ulpiano.
Keptah se sintió abrumado. Dobló sus delgadas y oscuras manos sobre la blanca túnica a fin de que Diodoro no pudiese apreciar su repentino temblor.
—Señor —dijo—, aún no es tiempo. Rubria ha hecho algún progreso en este clima cálido y agradable. Ha estado bien durante unos años. Sin embargo, su constitución es aún delicada y exponerla tan pronto a la humedad y los duros inviernos de Roma será peligroso.
—Tonterías —dijo Diodoro, pero se sintió alarmado—. He visto a chicas muy enfermas transformarse en fuertes y robustas mujeres después del matrimonio y particularmente después del nacimiento de hijos. Rubria ha estado demasiado mimada.
Keptah mojó sus labios y mantuvo los ojos bajos a fin de que el tribuno no descubriese el temor que reflejaban. La muchacha tenía menos de un año de vida; incluso, podía morir dentro de un día o dos. Alejarla de su padre, de su querido compañero de juegos, del cálido y perfumado ambiente de Siria, aceleraría su muerte y la privaría de su tranquilidad.
—Un año, seis meses —rogó Keptah—, tan sólo tiene catorce años.
—No —dijo Diodoro golpeando enfáticamente con su mano sobre la blanca pared de la escalera—, dentro de un mes.
Keptah, olvidando su posición alzó la voz y exclamó:
—En el nombre de Dios, Diodoro, no envíes a la niña lejos de ti. Su corazón es tu corazón, te ama más que a nadie en el mundo.
—Lo sé —dijo Diodoro en un tono más suave—. ¿Crees que será fácil para mí prescindir de ella? Pero si ella y su madre van a Roma, ese César de sangre helada puede que me reclame. Carvilio Ulpiano hará cuanto pueda; Tiberio siempre escucha a los senadores y Carvilio tiene muchos amigos entre ellos. Quiero paz. Quiero retirarme a mi granja.
Keptah pensó en el amor que existía entre Rubria y Lucano. Había visto la creciente e inocente pasión entre la doncella y el hijo de Eneas. Últimamente no había mencionado ante Lucano que la muchacha debía morir. Que ellos disfrutasen de su propio sueño de amor, el más alegre y dulce de todos, hasta que llegase el momento inevitable. Era un amor puro; desgraciadamente iba transformándose poco a poco en el amor de una mujer por un hombre. Si Rubria no estuviese muriendo, Keptah hubiese suplicado al tribuno que alejase a su hija de una situación que inevitablemente le producía tristeza.
Keptah se encontraba ante un doloroso dilema. No podía hacerse a la idea de decir al padre que aquella niña moriría inevitablemente dentro de unos meses como máximo. Sin embargo, sabía que ella no podría ir a Roma a morir, entre lágrimas derramadas por Lucano y su padre. Sólo una cosa podía hacerse. Haciendo una silenciosa reverencia al tribuno, se dirigió hacia las habitaciones de las mujeres y pidió a una esclava que rogase a Aurelia le concediese un momento de consulta. Aurelia, hilaba industriosamente entre sus esclavas y le llamó sin detener su trabajo. Keptah la estudió. Era una mujer de sentido común y fortaleza, nunca histérica, nunca caprichosa, nunca deprimida e irracional. Sus mejillas aparecían aquella mañana más rosadas que de costumbre y sus grandes ojos marrones más suaves, como si estuviese soñando acerca de algún placer de amor pasado.
—¿Puedo hablarte en privado, señora? —preguntó Keptah.
Aurelia mandó a sus esclavas que se retirasen inmediatamente, pero sus manos continuaron moviéndose activamente.
—¿Cómo está nuestra Rubria esta mañana? —preguntó.
Keptah dijo:
—Hay algo que yo debo decirte, señora, y que no me atrevo a decir al noble tribuno.
Aurelia sostuvo el huso en su mano y su pie se detuvo sobre el pedal. Palideció un poco, pero sus ojos no se oscurecieron ni se agrandaron con alarma. Preguntó con tono tranquilo.
—¿Está Rubria otra vez enferma?
—Sí, señora. Y no puede vivir. Morirá antes del otoño.
Aurelia palideció bajo la morenez de su piel. Dejó el huso sin un simple temblor en sus manos. Luego dijo con voz apresurada:
—Cuéntame.
Keptah nunca la había admirado tanto como la admiraba ahora. Su fuerza era la fuerza de un roble, azotado por una tempestad pero no derribado por ella. Como Ceres, que había perdido su hija Proserpina en manos del dios de la muerte, Plutón, así ella perdería su hija. En forma distinta a Ceres, Aurelia no maldeciría la tierra, ni andaría de arriba abajo gimiendo. Sus raíces eran profundas y bien afirmadas.
—La pequeña Rubria tiene la enfermedad blanca —dijo Keptah, y no pudo evitar que las lágrimas brotasen de sus ojos.
Aurelia las vio y se sintió emocionada. Luego dijo:
—La enfermedad blanca. No hay cura para esto, lo sé. ¿Estás seguro, Keptah?
—Sí, señora; ha sufrido un retroceso durante un cierto número de años, mucho más allá de lo que yo esperaba. Pero ahora la enfermedad ha vuelto. Dios hizo un milagro una vez por causa de sus propios y misteriosos propósitos; esta vez Él no hará otro.
Aurelia cruzó sus firmes manos sobre las rodillas y se quedó contemplándolas.
—No le he dicho al tribuno que estoy esperando un niño. Quería estar segura. ¿Debo decírselo a fin de aliviar el golpe que para él significará la próxima muerte de Rubria?
—Señora puedes hablarle del futuro hijo dentro de dos semanas. Entonces estaremos seguros. No le digas nada de Rubria. Su corazón está en las manos de su hija.
Aurelia asintió. Mantuvo silencio durante un largo tiempo, mientras Keptah permanecía en pie ante ella en aquella desnuda y brillante habitación. Empezó a llorar, pero en silencio. Aceptaba incluso la muerte con fortaleza.
—Dejémosle que tenga paz. Dejémosle que se alegre con su hija y con el hijo que ha de nacer —dijo Keptah honrando a su señora—. Te he dicho la verdad, señora, porque necesito tu ayuda. Rubria no puede ir a Roma. Puesto que ha de morir inevitablemente es mejor que muera junto a su padre.
—Comprendo —dijo Aurelia. Mecánicamente hizo un gesto como para alzar el huso, pero luego lo abandonó—. Le diré a Diodoro que prefiero permanecer aquí hasta el otoño, y que el verano en Antioquía mejorará más la salud de Rubria. Teníamos que partir dentro de catorce días.
Miró de nuevo a Keptah y su pecho tembló.
—Gracias —dijo con profunda gratitud, y tomó de nuevo el huso.
Keptah interceptó a Lucano cuando el joven estaba a punto de entrar en la sala de clase donde Cusa preparaba sus lecciones.
—Vente conmigo —dijo Keptah.
Tomó del brazo al muchacho y le condujo a través del azul y dulce aire de aquella mañana primaveral. Permanecieron en el centro del jardín, donde nadie podía oírles. Keptah miró al interior de los ojos del joven y le dijo con suave seriedad:
—Tengo muy malas noticias para ti, querido Lucano; la enfermedad blanca ha vuelto a Rubria y la niña morirá antes de que caigan las hojas.
Lucano se puso rígido. Sus mejillas emblanquecieron como el mármol. Durante los últimos dos o tres años había llegado a creer que Rubria viviría. Más aún, le parecía que su propio espíritu se había unido al de ella con la firmeza de los troncos injertados o las almas de marido y mujer que han recibido gracia de los dioses a causa de su gran amor. No había hablado con Keptah de Rubria. Le había dado gran temor hacerlo. Cada día que ella florecía, él se alegraba; cada hora con ella, era como el oro recién extraído y prístino. Su risa era más clara y más fuerte, el color de sus mejillas, más brillante, sus miembros más ligeros y veloces de movimientos. Dios había obrado un milagro y aunque Keptah le había avisado al principio que aquello era sólo un retroceso, Lucano había llegado a creer en silencio, que el milagro era permanente.
—No lo creo —dijo Lucano con voz sofocada.
Y trató de liberar su brazo de la mano de Keptah. Sus ojos adquirieron una transparencia viva y aterrada y miró a Keptah como a un mortal enemigo. Keptah apretó su mano.
—Yo no miento —dijo—. La chica está muriendo.
—Dios no puede permitir que una cosa tan terrible ocurra —dijo Lucano con odio en la voz. Miró hacia la trasluciente bóveda del cielo—. Él no puede llevarse a Rubria, que no ha hecho mal a nadie, cuyo corazón es puro, que trae deleite y amor incluso en su propia sombra.
Keptah suspiró.
—Si Dios solamente se llevase a los malvados entonces este mundo sería ciertamente un paraíso. Se dice que aquéllos a quienes los dioses aman, mueren jóvenes. Dios ama a esta niña. La llevará con Él para que descanse, esperándote en paz, por siempre.
Pero el joven corazón de Lucano se sublevó violentamente. Su mente se llenó de oscuridad y desesperación. La suave brisa acariciando su carne le hizo estremecer. Odiaba a Dios, que podía privar al mundo de Rubria y desgarrar en pedazos su espíritu. Todo cuanto había sabido de Dios, todo el amor que le había dado humildemente, con gozo y entusiasmo, murió de pronto en amargas cenizas que fueron dispersadas por un aire mortal. A menudo había rogado: «No Rubria, Padre, sino yo. Salva a Rubria». Y había creído que Dios le oía y le concedería su petición. Se dijo para sí distraídamente: «No lo creo, no puedo creerlo. Si Dios se lleva a Rubria entonces es que es malo y no hay en el mundo otra cosa sino el mal. No hay Dios».
Si Rubria hubiese muerto cuando ya una vez había estado a las puertas de la muerte, Lucano lo hubiese aceptado con la simplicidad y tristeza de un niño inocente, y hubiese rogado por el alma de Rubria. Él la amaba ahora como un hombre, con poder e intensidad y con todo el deseo de su alma y su dedicación. Como hombre. Como hombre creyó repentinamente que si ella moría, él la perdería completamente y para siempre.
Keptah, contemplándole, vio el odio fiero y la agonía en los ojos del joven, la amarga rebelión, su resistencia frente a tan cruel destino. Con tono de alarma dijo:
—¿Entonces, has olvidado cuanto sabías, mi Lucano? ¿Has olvidado la Estrella, el amor, la comprensión? ¿Has perdido tu devoción a Dios y el conocimiento que de Él tenías?
La respuesta surgió de entre los secos labios de Lucano.
—He olvidado. Soñé como un niño. Ahora vivo en un mundo de hombres.
—Entonces, como hombre, debes aceptarlo. Rechazar es propio de niños sin conocimiento.
Keptah suspiró de nuevo. Puso su mano sobre el hombro rígido de Lucano. Recordó que los Magos habían predicho que el muchacho debía llegar a Dios a través de un oscuro y solitario sendero. Sin embargo, deseó que el muchacho no hiciese el camino solo.
—¿Crees que sólo tú has conocido el dolor? —preguntó Keptah—. El corazón rechaza el dolor y esto es natural. Pero tú has experimentado más cosas que el dolor. Has conocido a Dios. ¿Te es tan fácil olvidarlo?
Lucano permaneció silencioso.
—No rechazar el dolor instantáneamente no es humano —continuó Keptah con vehemencia—. Siéntete feliz porque todos estos años han sido tuyos; porque la tristeza no te ha tocado, porque has tenido el amor de tus padres y de Diodoro; porque tu vida ha sido serena y gozosa, porque has tenido el amor de Rubria. Dios ha sido tierno y amante contigo. Y sin embargo, en el mismo momento en que Él pide de ti que comprendas, que tengas fe, que en la desesperación y la tormenta le aceptes con la misma sencillez que le aceptaste cuando brillaba el sol, la belleza, y la risa, te vuelves con odio y exclamas dentro de tu alma: «No hay Dios».
Lucano suspiró profundamente.
—Que Él realice otro milagro.
Keptah movió su cabeza con gesto negativo.
—¿Eres tú quien va a establecer las reglas de lo que Él debe hacer? —Luego agregó—: He sido tu maestro. Has estado conmigo por todos los lugares de esta gran casa. Has visto dolor, sufrimiento y muerte. Te has arrodillado al lado de los lechos de esclavos moribundos y les has consolado con palabras de paz, amor y fe y has dirigido sus pensamientos a Dios. Pero… Dios no puede tocarte a ti; Él no debe hacer vibrar tu propio corazón. Tú eres tan sacrosanto que no puedes consentir que te impongan el destino común de todos los hombres. ¡Oh, egoísta, hombre de poca fe!
Lucano no respondió. Sus ojos eran como azules piedras. Keptah continuó:
—Una mujer es más fuerte y más sabia que un hombre. He dado la noticia a Aurelia, y ella le ha aceptado con valor y sumisión —y añadió—: No se lo he dicho a Diodoro. Él, como tú, carece de fortaleza.
Lucano exclamó:
—¿Cómo puede existir la fortaleza cuando no hay respuesta al dolor y al sufrimiento?
Keptah miró al suelo meditabundo.
—Hubo un hombre llamado Job que hizo esta misma pregunta. Y Dios le dijo: «¿Dónde estabas tú cuando puse los fundamentos de este mundo?». Y Job tuvo que callar.
—Esto es la respuesta de un sofista —dijo Lucano.
—Sin embargo, es una respuesta más consoladora que cualquier otra.
Lucano apretó las manos sobre sus ojos y Keptah le miró con compasión. Luego le dijo:
—Alégrate con los dones pequeños. Era el deseo de Diodoro que Rubria te abandonase dentro de dos semanas para ir a Roma. Ahora la heroica dueña, Aurelia, le disuadirá porque sabe lo que ocurrirá. No permitirá que su hija muera tan lejos de su padre. Y tan lejos de ti. ¿No puedes tú ser tan noble como una mujer?
Cusa salió al jardín.
—Ah, ¿estás aquí villano griego? —dijo el tutor—. ¿Evitas tus lecciones, verdad? Date prisa, vagabundo.
Lucano le miró con ira. Pero Keptah sonrió, y tocando su brazo dijo:
—Mi buen Cusa, tu discípulo está a punto. Acabo de completar una lección.
Luego volviéndose hacia Lucano añadió:
—¿He completado la lección?
Pero Lucano le miró sombríamente. Después se alejó de Keptah que le siguió con la mirada triste.