48

Lucano recibió una invitación para cenar con Poncio Pilatos y estaba a punto de rechazarla impaciente cuando Hilel dijo:

—Fuiste su huésped en su casa de Cesárea. Por alguna razón le obsesionas. Es un hombre muy inquieto desde la crucifixión de Cristo. ¿Te costará mucho el darle algún alivio?

—Tú, mi amigo, que me alojas en tu casa, no has sido invitado. Esto es una gran falta de cortesía.

Hilel sonrió.

—Concedamos que sea así. Pero los romanos son descuidados en la cortesía hacia aquéllos a quienes han conquistado. Estabas a punto de decir que a él no le gustan los judíos. Si fuésemos intolerantes con la intolerancia seríamos también arrogantes.

—Esto es un sofismo —dijo Lucano.

Pero aceptó la invitación.

Hilel le atavió en forma elegante.

—Los romanos, tan materialistas, gustan de vestiduras ricas y apropiadas —dijo Hilel—, desprecian la simplicidad, aman el alarde de riqueza.

Lucano se vistió una túnica azul y sobre ella una toga del más delicado, aunque pesado tejido, bordada de oro. Sus sandalias eran de oro, con una hebra de piel, cuajadas de gemas sobre el empeine. Hilel colocó enjoyados brazaletes alrededor de sus brazos.

—Estás ciertamente magnífico —dijo amablemente—. Pareces la más noble de las estatuas griegas.

Ordenó una litera a la puesta del sol y Lucano fue llevado a casa de Poncio Pilatos; una casa grande, levantada dentro de los altos muros y ricos jardines florecientes, animada con fuentes que danzaban en el rojo aire del sol poniente. Pero una brisa turbia soplaba de la calle, que toda la fragancia de árboles, hierbas y flores era incapaz de superar. Pilatos dijo arrugando su nariz:

—La pestilencia es abominable.

Lucano recordando que debía ser amable, se contuvo de comentar los malos olores de Roma y especialmente aquellos que procedían del Trans-Tiber cuando cambiaba el viento. Pilatos tenía un aspecto preocupado y condujo a Lucano a un recibidor más lujoso que el de Hilel. Lucano quedó abrumado por el esplendor, que aparecía demasiado amontonado, con mal gusto. La fuente central estaba fuertemente perfumada y el olor era asfixiante. La casa aparecía llena de hermosas esclavas, que sentadas sobre cojines extendidos sobre el deslumbrante suelo blanco, tocaban el arpa o el laúd y acariciaban sus largos rizos.

—Iremos a la terraza —dijo Pilatos—, donde el aire es fresco y podemos disfrutar de una buena vista de la ciudad. Estoy esperando a otros invitados. —Su rostro ausente sonrió fríamente—. Nada menos que Herodes Antipas en persona y su hermano. Desea hablar contigo y debes comprender que esto es una gran condescendencia. Hubo un tiempo cuando nos aborrecíamos uno a otro; ahora somos los mejores amigos. Es una cuestión de diplomacia.

—¿Has hablado a Herodes de mí?

Pilatos se sintió turbado.

—Sí. A propósito, se siente ofendido por mi retirada de la proscripción contra la secta que se llama a sí misma cristiana. Está preparado para no verte con buenos ojos.

Se echó a reír con repentino buen humor y condujo a su huésped a través de varios pisos de una escalera de mármol ancha, cubierta con alfombras persas. Lucano pudo vislumbrar ricas habitaciones durante su ascenso. La música les siguió. La terraza era muy ancha y larga, guardada por parapetos de madera tallada en intrincados dibujos, el suelo completamente adornado con alfombras, las sillas bajas y divanes cubiertos con fundas de seda rayadas de muchos colores; las mesas estaban separadas y sobre ellas descansaban brillantes lámparas. Las esclavas les siguieron e iniciaron una nueva música.

Lucano quedó interesado por la vista de la ciudad desde aquella altura. La rojiza llama de sol poniente se extendía sobre los pétreos o cultivados montes que permanecían alrededor de la ciudad, dándoles el aspecto de estar ardiendo. Las retorcidas y reforzadas murallas amarillas de Jerusalén tenían un aspecto sombrío; un tinte escarlata polvoriento se había extendido sobre las estrechas y concurridas calles como el reflejo de un fuego. Un monótono murmullo subía de las calles susurrando y murmurando. Lucano podía contemplar el fuero romano, sus blancas paredes y columnas brillando como la nieve en la tenue luz y también el teatro romano. Los palacios se elevaban sobre el interminable plano de las casas más pequeñas; las terrazas débilmente iluminadas por un baño rojo. Dominándolo todo estaba el templo, alto y firme entre sus propias murallas, sus doradas torres incandescentes, sus muros sonrosados. Quedaba al este de la casa de Pilatos y el cielo que se extendía tras él, tenía las tonalidades de la cola de un pavo real, contrastando con los llameantes cielos del Oeste. En la distancia se percibía un amplio bosque de negros y altos cipreses, amontonados juntos o esparcidos, en un gran jardín verde.

—Getsemaní —dijo Pilatos notando el interés de Lucano.

Su voz sonó con una nota peculiar. Él y Lucano se habían sentado bajo un toldo y bebían vino. Pilatos quedó silencioso, como si pensase. La música se alzó a su alrededor y una muchacha cantó dulcemente. Lucano escuchó; la carencia le era poco familiar, llorosa e insistente. La canción era cantada en arameo.

Qué misericordioso es el Señor nuestro Dios.

Su merced es más ancha que el mar.

Su amante cariño abraza la tierra y el cielo,

y sus palabras son gozo para mi corazón.

¿Quién puede conocer al Señor en sus anchos pensamientos?

¿Le conocen a Él los montes o las grises montañas?

¿O los vastos desiertos donde el hombre no habita?

¿O el tigre en su búsqueda, o el árbol sólo en su majestad?

¿O la muerte que duerme como un bebé en su pecho?

¿O el moribundo solitario y dolorido?

¿O los dorados ríos que corren hacia los océanos,

o los jardines en el amanecer?

En el más secreto lugar, Él es conocido.

Lucano miró a la muchacha; sus grandes ojos negros brillaron bajo sus pestañas y su rostro era suave y pálido. Quedó sorprendido ante las palabras de la canción y miró a Pilatos que aparentemente no escuchaba. El codo del romano descansaba sobre el brazo de la silla, y sus meticulosos dedos tapaban su rostro. Estaba sumido en sus pensamientos, olvidando a su huésped, luego dijo sin quitar la mano de su rostro y como dirigiéndose a sí mismo:

—Es imposible que se levantase de entre los muertos, sus seguidores se lo llevaron, le curaron y le han escondido, porque fue quitado de la cruz demasiado pronto.

Lucano esperó sin hablar. La música cambió a un tono más suave y menos molesto; Pilatos dijo con voz distante:

—No me sorprendería nada que ese viejo sinvergüenza, José de Arimatea haya tenido que ver en este asunto. Es un consejero y se dice que es justo y bueno. Le he recibido a pesar de mi escepticismo y no he sido capaz de igualar sus sofismos o su mundanidad. Fue José quien me pidió su cuerpo para ponerlo en una tumba. He oído suficientes rumores de ese hombre quien, ante mis ojos, no tenía culpa alguna. Fue el sumo sacerdote, Caifás, no hay nadie que se oponga a los sacerdotes sin correr un gran peligro personal; pueden hacer mucho daño. A mí me ordenaron el mantener la paz en este país a toda costa. ¿Puedo ser reprochado por esto?

Entonces miró a Lucano agudamente.

—No —dijo el griego con vacilación.

Pilatos añadió:

—José es un hombre muy rico. Es posible que el soborno entre en esto de alguna manera y que Jesús fuese quitado de la cruz mientras estaba aún vivo y llevado a casa de José para ser curado y sanado. El tribuno romano se movió inquieto a causa de los rumores que corrían de que Él resucitaría de entre los muertos el tercer día. Coloqué guardias en las puertas de la tumba a fin de que no fuese usado ningún truco. El sumo sacerdote me lo había solicitado.

Se detuvo. Volvió el rostro a fin de que Lucano no pudiese ver su cara. Lucano continuó esperando. Luego el procurador suspiró…

—Los hombres son muy supersticiosos, son también histéricos. Mis guardias me informaron después y yo les escuché incrédulamente. Hablaban con la máxima incoherencia. Habían mantenido fuegos ardiendo alrededor de la tumba, bebido vino y jugado a los dados explicando chistes. ¿Acaso su vino fue drogado por ese hombre sinvergüenza, José? Me juró solemnemente que no lo había hecho. Sin embargo mis hombres declaran con juramentos y aterrorizados que, antes del amanecer del tercer día una gran luz brilló alrededor de la tumba y cayeron sin sentido sobre el suelo. Cuando se despertaron, la piedra maciza y pesada, había sido retirada del sepulcro; allí dentro no había nada sino vestidos, un banco de piedra vacío y el olor de especias y ungüentos.

Miró a Lucano con mirada implorante.

—¿Puede un hombre sensible creer que esto sea sobrenatural? Fue un chiste de mal gusto, ciertamente, con la idea de engañar y producir asombro en los simples; una pretensión de que la profecía había sido cumplida. Mira, Lucano, soy un hombre educado de una familia noble. Esperas que yo crea estas insensateces acerca de un miserable e inculto Rabí de Galilea. ¿Quién podría inspirar menos a los dioses?

—¿Qué deseas que te diga? —preguntó Lucano en voz baja.

—Dime lo que creas acerca de estas estupideces.

Pilatos se inclinó hacia él y Lucano vio que estaba aturdido y furioso. Lucano palpó dentro de sus vestiduras y mostró a la luz del rojizo sol la cruz que colgaba de su cuello. Pilatos la miró con asombro.

—Hace muchos siglos —dijo Lucano—, este hombre fue profetizado por los caldeos y los babilonios y después por los judíos. Los egipcios decoraron sus paredes con este signo; los griegos alzaron altares al Dios Desconocido. Las escrituras de los judíos escritas hace siglos nos hablan de Él, de su misión, de su nacimiento, de su vida y de su muerte.

Pilatos se sintió asombrado. La luz rojiza del último sol caía sobre su rostro. Miró a Lucano penetrantemente.

—¿Crees esto? —preguntó con una voz asombrada.

—Sí, lo creo. Lo sé.

Pilatos quedó silencioso por algún tiempo. Luego dijo con voz contenida:

—Entonces, ¿qué piensas acerca de mí que le entregué a la muerte?

—Tú fuiste sólo un instrumento.

—Los dioses son vengativos.

—Él no es vengativo.

Pilatos meditó.

—Curaste a tu hermano que estaba moribundo…

—No. Dios le curó. Yo también fui tan sólo su instrumento.

—Dime lo que debo hacer… —exclamó Pilatos repentinamente turbado. Miró a Lucano temeroso—. He pensado mucho acerca de todo esto. Aquella mujer que iba a ser enterrada, ¿no estaba muerta?

—Te lo he dicho, no estaba muerta. No existe la muerte.

—Hablas con misterios, como los oráculos délficos.

—Los hombres hacen misterio de todo y de las cosas más sencillas, Poncio.

—Estoy perdido —dijo Pilatos en tono desesperado.

Pero el supersticioso corazón del romano batió rápidamente.

—¿Quién eres tú, Lucano? —preguntó.

Lucano frunció el ceño.

—Yo soy quien tú sabes que soy.

—Pero tú tienes poderes misteriosos.

—No, no tengo ningún poder ni ningún mérito. Sólo Dios los tiene.

—Él, entonces, ¿te los ha concedido?

Lucano movió su cabeza. Pero en aquel momento un esclavo llegó para anunciar la llegada de Herodes Antipas, el Tetrarca de Jerusalén, y su hermano Herodes Felipe. Las esclavas iniciaron una música triunfante y otras muchachas corrieron hacia la terraza llevando cestos de hojas de rosa, que como sonrosada nieve esparcieron sobre el suelo y aún otras vertieron perfume en el aire. Pilatos acudió a recibir a sus huéspedes y mientras las lámparas de la terraza eran encendidas rápidamente, Lucano miró curiosamente a los dos hombres. Antipas le recordó instantáneamente a una zorra rojiza, tenía un rostro estrecho e irritable y era brusco e impaciente de movimientos. Llevaba una corta barba roja y Lucano recordó que Antipas se dejaba crecer la barba a causa de los cercanos festejos judíos, y que se la afeitaba inmediatamente después; pero Felipe, hombre más joven, más alto y de más noble expresión, poseía hermosos y nítidos ojos oscuros, un rostro clásico como una estatua y unos modales pacíficos y dignos. Parecía estar sumido en sombríos pensamientos. Antipas devolvió el saludo a Lucano e hizo una pequeña reverencia con una palabra corta y una mirada de disgusto. Pero Felipe le sonrió y preguntó por su salud e interrogó cortésmente qué le parecía Jerusalén.

Los hombres se sentaron y bebieron más vino. La noche cubrió la ciudad y las antorchas fueron encendidas abajo y las linternas empezaron a brillar. Antipas estaba aparentemente de muy mal humor; se limitó a una insulsa conversación con Pilatos, habían sido antes enemigos, pero ahora eran amigos. El aire de Antipas hacia Pilatos era a la vez arrogante y lo más servil. Felipe le miraba pasionalmente y sus negras cejas se fruncían. Habló amablemente con Lucano y le contó que había oído hablar mucho de él. A esto Antipas miró hacia atrás amenazadoramente a Lucano y dijo con voz aguda y severa:

—Sí. Queremos hablar de esto.

Volvió su delgado hombro vestido con un brocado azul y se frotó la barba. Antes de volverse de nuevo a Pilatos, dirigió una venenosa mirada a su hermano, que la recibió imperturbable.

Sonó un gong, se levantaron y pasaron al comedor que relumbraba con colgaduras engemadas, mármol y ricas lámparas. La comida fue de lo más lujosa. Antipas comió poco y bebió en forma abstemia. Se quejaba de muchas cosas insignificantes al poderoso romano. Nada le complacía en Jerusalén, ni sus propios asuntos privados. Su rostro se suavizó cuando habló de su esposa, Herodías. Al hacerlo Felipe se puso rígido en la silla y miró a su hermano con encendidos ojos y su boca tomó un aspecto duro y amargo.

—Cómo me gustaría vivir en Roma —exclamó Antipas—. Allí uno sólo encuentra la civilización y el realismo, pero aquí todo es Dios, todo son observaciones religiosas, discusiones tediosas. Incluso el Sumo Sacerdote sólo puede hablar de los comentarios. Para los judíos nada existe fuera de Dios.

Lucano dijo:

—Demócrito escribió, hace unos cuatrocientos años: «Si uno escoge los bienes del alma, escoge la proporción divina; si los bienes del cuerpo, simplemente la mortal».

—Esto está muy bien —dijo Antipas en tono desagradable y con una sonrisa perversa—, pero el hombre es también mortal, y lo mortal debe ser alimentado.

Hizo una pausa. Luego dijo casi amenazadoramente:

—He oído extrañas cosas acerca de ti, Lucano. Corren rumores de que realizas milagros.

Se echó a reír un poco.

—No —dijo Lucano, empezando a sentir un pequeño estremecimiento de disgusto—, no realizo milagros. Sólo Dios hace esto.

Sus mejillas se colorearon a causa de la afrenta.

—¡Ja! —exclamó Antipas—. Excelente. Hemos tenido bastantes hacedores de milagros en Judea, o charlatanes. Confío en que no estés aquí para excitar al pueblo. O para aclamar que tienes una misión única recibida de Dios.

—Estoy aquí sólo para encontrar la verdad y escribirla —dijo Lucano con ira.

Pilatos empezó a sonreír. Felipe escuchaba con una copa de vino junto a sus labios y sus brillantes ojos abiertos alerta.

—Y yo estoy aquí para establecer la paz y el orden entre mi pueblo —dijo Antipas—. Seré despiadado con los revoltosos.

Sus ojos brillaron amenazadores.

—Estas aceitunas, si es que se me permite decir tal cosa en mi propia mesa… —dijo Pilatos—. ¿Qué pasa, Lucano? Pareces tener poco apetito. Mi cocinero es excelente, este cerdo asado está delicioso.

—Quizá tu honrado visitante no gusta de la carne de cerdo —dijo Antipas con una desagradable sonrisa.

Lucano rehusó responder a esta grosería. Permitió que un esclavo le sirviese un poco de aquella carne. Empezó a preguntarse por qué Antipas estaba tan evidentemente agitado e irritable. El Tetrarca puso un puñado de pequeñas aceitunas saladas en su boca y las empezó a masticar ruidosamente, escupiendo luego los huesos. Luego dijo:

—¿De manera que estás aquí para descubrir la verdad y escribirla? Dime, ¿eres cristiano?

—He sido cristiano desde el día del nacimiento de Cristo —dijo Lucano.

Antipas casi dejó caer la copa con la sorpresa. Su boca quedó abierta.

—¿Qué es lo que dices? —preguntó incrédulamente.

Felipe se inclinó hacia adelante en su silla y la sutil sonrisa en el rostro de Pilatos desapareció.

—Estás loco —exclamó Antipas golpeando con su mano sobre la mesa—. Nadie ha oído de los cristianos hasta hace cuatro años. Aquel galileo apareció por primera vez en aquel tiempo.

—Sin embargo, yo le conocía desde el día en que nació. Fue mi propia falta de mérito lo que me hizo olvidarle durante muchos años; mi propia obstinación e ira.

Lucano miró de frente a Antipas, que estaba estupefacto. Sacó una vez más la cruz y se la enseñó a Antipas, que repentinamente se estremeció. Lucano le habló de Keptah, de los caldeos y babilonios, de los egipcios y de los griegos, de sus antiguas profecías. Les habló de los magos de la gran cruz en el templo secreto de Antioquía. Les contó que la estrella había sido vista por él cuando era un muchacho, en su movimiento hacia el Este. Muchos de los esclavos, a lo largo de las paredes, se inclinaban ansiosamente para oír, y en algunos de ellos aparecían las lágrimas inundando sus ojos.

—Estaba en Atenas el día de la crucifixión —dijo Lucano en tono apresurado—. El sol desapareció, sonaron ecos de gemidos y terremotos. He oído muchos rumores en mis vagabundeos de que esto ocurrió en todo el mundo conocido. ¿Crees que es una coincidencia?

El rubor en la estrecha cara de Antipas desapareció; fue reemplazado por un tinte lívido. Permaneció silencioso, cerró sus ojos, que iban de un sitio para otro como buscando refugio; se remojó los labios con la lengua. Poncio permaneció pensativo, su mano jugaba con una copa. Felipe sonrió y alzó su cabeza como si hubiese llegado a una profunda resolución.

Antipas empezó repentinamente a temblar como poseído por un frío interior. Por fin dijo en aguda y furiosa voz:

—Todo esto es una insensatez. Hablé con Jesús personalmente. Había esperado que Él fuese el Mesías. Deseé ver sus pretendidos milagros por mi cuenta. —Dirigió una furtiva mirada a Pilatos—. Conozco las profecías del Mesías, las he oído durante toda mi vida. —De nuevo humedeció sus labios con la lengua y volvió a mirar a Pilatos—. El Mesías iba a librar a los judíos de los opresores. ¿Me perdonarás, Poncio? Esto era la profecía real. Pero Jesús declaró que no era de este mundo, que las cosas del César no le concernían. Le hice traer a mí.

Hizo una pausa. Sus temblores se hicieron más perceptibles.

—A pesar del Sumo Sacerdote, que le acusaba no sólo de violar la ley, sino de incitar al pueblo contra la autoridad, y provocarle a la rebeldía. Para conservar la seguridad del pueblo judío, le hice traer a mí para interrogarle. Si hubiese sido el Mesías se hubiese manifestado en toda su gloria y milagros a mí; hubiese quedado transformado ante mis ojos. Pero para mi gran desilusión, era tan sólo un miserable mal vestido campesino de Galilea; le interrogué, le imploré que se revelase si era realmente el Mesías. Pero permaneció ante mí en silencio y no contestó. Ante mí, el Tetrarca de Jerusalén. Tan sólo me miró como si no me hubiese oído.

»Había sido informado de que él me había llamado “esa zorra”. Estaba dispuesto a perdonarle si él hubiese sido en verdad el Mesías, porque los dioses no tienen reverencia para los hombres, ni siquiera para los reyes.

Por primera vez Antipas bebió largamente de su vino y extendió su copa solicitando más. Movió la cabeza negando una y otra vez.

—Un desgraciado Galileo. ¡Qué imprudencia la suya asegurando que era el Mesías de los siglos! Allí permaneció y sólo me miraba sin contestarme. ¿Por qué no me contestó? Era bastante voluble entre sus seguidores y ante su pueblo. He llegado a la única conclusión. Enfrentado con la majestad de la autoridad y lleno de temor, él no pudo hablar. Perdió su lengua. Por lo tanto comprendí que aquél no era el Mesías, sino tan sólo un insurrecto. Era un pobre campesino que había engañado a los ignorantes y sencillos de mente. Me enfurecí profundamente, tanto contra la blasfemia como contra la insurrección que había instigado. Y por lo tanto le dije: «Tú no eres el Mesías. Eres un farsante y un mentiroso». No puedo deciros la ira y la desilusión que me embargó contemplando su gris mirada hacia mí. Por lo tanto le entregué a la justicia y me burlé de sus pretensiones colocando un manto llamativo sobre sus hombros y despachándolo.

Felipe dijo:

—También te enfureciste contra uno llamado Juan el Bautista. Habló contra ti a causa de tu esposa Herodías. Permitiste su muerte a requerimiento de tu esposa.

Los ojos de los dos hermanos se encontraron como el choque violento de dos espadas. Luego Antipas miró a su hermano con odio y dijo:

—No soy ambicioso. Soy el Tetrarca de Jerusalén y amigo de Poncio Pilatos.

Felipe se encogió de hombros.

—Hablas de aquellos que son crédulos. Sin embargo, esperabas que Juan fuese Elías nacido de nuevo.

Antipas dejó de mirarle y dirigió su malévola mirada hacia Lucano.

—Y por lo tanto, debo aconsejarte, a pesar de que seas huésped de mi querido amigo Poncio Pilatos y un ciudadano romano, que no permitiré más desorden entre mi pueblo ni más incitación. Busca la verdad que quieras, pero no entre los ignorantes y los engañados. Te he dicho la verdad. Que esto te baste.

—No hay nada tan laudable como la franqueza —dijo Pilatos sonriendo.

—Lucano, como todos los griegos, es supersticioso —contestó Antipas con otra mirada de odio.

—Sin embargo, buscaré la verdad —dijo Lucano mirando a Herodes fríamente—. ¿Quién puede impedírmelo?

Las narices de Antipas se distendieron y respiró pesadamente.

—Soy un hombre civilizado. Conozco mis deberes como huésped de Poncio Pilatos. La cortesía se espera de un huésped. Pero tengo una cuestión contigo, mi noble Lucano. —Y respiró hondo—. A mi petición, Poncio proscribió a los cristianos. Es un hombre justo, un administrador de la ley romana. Ahora tú le has influenciado para que levante esta proscripción, a pesar de mi solicitud y de mis argumentos. Esto incitará de nuevo las revueltas y los desórdenes peligrosos. Estoy preparado para tratarles.

Poncio sonrió.

—Obedezco al César. Tiberio dio a Lucano un magnífico anillo. Lucano me pidió que levantase la proscripción. Puso el anillo en mi mano. Tiberio tiene una gran consideración por él y yo no podía hacer otra cosa sino obedecer su petición.

Parecía estar pasándolo muy bien.

Herodes Antipas dijo:

—Honro al César, pero incluso los Césares pueden ser engañados.

—Cierto —dijo Pilatos, y jugó perezosamente con una gema de su copa.

Lucano apretó los labios. Estaba a punto de hablar con calor cuando vio a Pilatos y a Herodes que intercambiaban duras y significativas miradas y que la mano de Felipe se cerraba crispada sobre la copa de plata. Entonces Pilatos movió su cabeza ligeramente, como si negase, y alzó la palma de su mano en un gesto con el que pedía paciencia. Antipas habló directamente a Lucano:

—Te he dicho la verdad. ¿Qué puedes aprender de otra manera, excepto de Pilatos y de mí? Sólo pueden ser mentiras. ¿A quién preguntarás? ¿A los despreciables seguidores de Jesús? Viniste armado con supersticiones. Los niños imaginan muchas cosas y nos has dicho que fuiste enseñado en tu niñez. Puede haber sido una fantasía por tu parte, o los influjos de criaturas llenas de creencias en brujerías y magia. Recuerdo cuando yo era niño. ¡Soñé que con mis propios ojos vería al Mesías!

—Y así ha ocurrido —contestó Lucano.

Antipas golpeó la mesa de nuevo con una exasperación completa. Apeló a Pilatos con sus ojos volátiles como diciendo: «¿Qué puede hacerse con semejante idiota?». Luego dijo:

—Comprendo que eres un hombre erudito. Maravillosamente educado en el arte de curar. Eres un graduado en la Universidad de Alejandría. Has viajado. Sin duda has encontrado a hombres sabios y eruditos. Sin embargo, tú que nunca viste al Galileo, vienes aquí con una creencia obstinada. Muy bien, es mucho más de lo que un hombre inteligente puede sufrir.

Se volvió hacia Pilatos.

—Te ruego que vuelvas a imponer la proscripción contra aquellos que se llaman cristianos, en nombre de la paz del imperio, en nombre del César.

—No tengo posibilidades de elegir —dijo Pilatos blandamente, extendiendo sus manos con un gesto de rendición—. Existe el anillo de Tiberio. El significado del anillo es que el propietario puede usarlo en nombre del César, como si el propio César estuviese hablando en persona. Comprende esto mi querido Antipas.

Antipas quedó pensativo. Sus pequeños dientes amarillentos mordieron su delgado labio. Sus ojos chispearon, profundos, con un brillo extraño. Finalmente habló a Lucano en un tono que había adoptado en forma de ruego.

—Perdóname si parece que te haya amenazado. Trata de comprender. He oído que tienes un profundo amor por el pueblo judío. ¿Deseas ver alboroto y desorden aquí de nuevo y la muerte de los ignorantes? ¿Deseas ver la mano de Roma sobre esta pequeña tierra que ha sufrido tanto, que sufre tanto? ¿Qué tiene que ver Israel contigo si fuese destruido?

—No vine a destruir —dijo Lucano—. He venido como un hombre que busca la verdad.

—Sí —dijo Antipas impacientemente—, no hablaba de esto. Pero has prevalecido sobre Poncio Pilatos para levantar la proscripción contra los ignorantes y los desordenados cristianos, que poseen considerable fiereza, y has abierto la puerta para que aparezca de nuevo la turbulencia. Los judíos son un pueblo persistente y luchan entre ellos por una opinión respecto a la ley; manifiestan furiosos desacuerdos. La proscripción ha esparcido a los cristianos, los ha mantenido aparte y ha impedido que peleasen con sus discípulos los judíos. Ahora aparecerán de nuevo y todo estará perdido.

—Espero que no —dijo Lucano con seriedad—. Sin duda que Él era un hombre de paz; a su tiempo sus seguidores comprenderán esto.

—No —dijo Antipas—. Tú no conoces a los judíos.

Entonces Felipe habló.

—Ni tú tampoco. No has sido amigo de tu pueblo, has sido su enemigo.

Un gran silencio cayó sobre la mesa. Todos permanecieron sentados como estatuas. Antipas miraba sólo a su hermano, y Lucano y Pilatos les miraban a ellos. Después, tras un largo momento, Antipas dijo suavemente:

—¿Te atreves a hablarme así, Felipe?

—Sí. Me atrevo —dijo Felipe en voz baja—. Eres un pequeño hombre vicioso. Te digo esto en la cara. Careces de moral, no tienes honestidad, ni dignidad, ni presencia. Éste es el fin.

Miró a su hermano con desprecio.

Antipas estalló en una carcajada débil, alzando al aire su barba. Luego exclamó:

—¡Ajá! No me has perdonado por haberte quitado tu esposa Herodías. Me has insultado en presencia de mi amigo, pero perdono tu falta de buenos modales. Me has llamado pequeño; si hubiese sido de mayor estatura no hubiese podido quitarte la esposa. ¿Quién es entonces el hombre mayor? Sus ojos bailotearon malignamente sobre Felipe.

Los labios de Felipe estaban blancos, pero habló en voz baja.

—No tengo ningún resentimiento contra Herodías. La había amado y si ella me hubiese amado, no hubiese existido posibilidad de que tú la sedujeses. No me siento ofendido porque nadie puede ofender a otro sin su propio consentimiento. Hablas de buenos modales; eres tú quien carece de ellos.

Lucano se sintió violento. No estaba acostumbrado a insultos y discusiones tan crudas, especialmente entre dos hombres de una misma sangre.

Entonces Pilatos intervino, hablando placenteramente.

—Estás equivocado, Antipas, cuando buscas una corona. Nunca busques una corona de un César. Has caído en desgracia para él. Precisamente hoy he recibido una carta de él sugiriendo que desaparezcas secretamente. Los Césares no sugieren con frecuencia, ordenan ¿Esperas tú su orden?

Antipas se quedó tan blanco como la muerte y su rojiza barba resaltaba prominente sobre el tono pálido de su carne. Luego murmuró:

—Estás bromeando.

—No —dijo Pilatos suavemente—. César mira con buenos ojos a tu hermano.

Bebió vino mientras Antipas se aferraba al borde de la mesa y se inclinaba hacia él jadeando.

—Os llamé aquí esta noche a ti y a Felipe. Tú tienes a Herodías; tienes una enorme riqueza. Sugiero, sin embargo, que abandones Judea. Será más agradable para todos.

Lucano casi se compadeció del exaltado Antipas y desvió su mirada de él. Su humillación no debía haber ocurrido delante de un extraño como él.

—Apelaré a Agripa —dijo Antipas con voz aguda y sofocada.

—Te aconsejo que no lo hagas. No te mirará con favor.

—Creía que eras mi amigo, Poncio.

—Es como amigo tuyo que te doy este mensaje. Si fuese tu enemigo te hubiese enviado una orden perentoria y destituido públicamente, ante las despectivas miradas de tu pueblo.

Antipas se volvió hacia su hermano y su mano se deslizó hasta su daga.

Felipe le miró con desdén.

—Tú has hecho esto —exclamó Antipas—. Me has traicionado. Has conspirado contra mí para vengarte.

—Sugiero —dijo Pilatos— que no le ocurra nada a Felipe. En realidad he nombrado a mi oficial principal, Plotio, para que guarde la casa de Felipe, en caso de que fueses lo bastante indiscreto para violar los deseos de Tiberio, y para evitar que Felipe sufriese… un accidente.

Lucano se levantó. Luego dijo fríamente:

—Me encuentro muy cansado. Debo rogarte, generoso Pilatos, que me dispenses.

Antipas volvió su ira contra él. Señaló con un dedo a Lucano y lo agitó.

—Has sido tú, mostrando el anillo del César, que has conseguido no sólo que Pilatos levantase la proscripción contra los cristianos sino que sufriese mi exilio a fin de proteger a tus haraposos amigos.

Pilatos alzó una mano en tono de aviso.

—Nadie te ha traicionado, Antipas, ni tu hermano ni yo. Terminemos con estas acusaciones.

Hizo un gesto a un esclavo y ordenó una litera para Lucano. El griego se inclinó ante los que estaban en la mesa y abandonó la casa.

—Y también sugiero —dijo Pilatos a Antipas— que no ocurra daño alguno a Lucano. Está bajo la protección de Tiberio y sabes lo sangriento que se ha vuelto últimamente.