40

Lucano volvió a Atenas. Era un día cálido, al principio de la primavera, e incluso aquel seco y transparente aire tenía una cierta viveza y alegría. Las mujeres que vendían flores estaban sentadas junto a sus ramilletes y ante ellas tenían pequeñas montañas de laurel, violetas, rosas pequeñas, anémonas y capullos. Allí nunca hacía mucho frío. Sin embargo cuando llegaba la primavera, con el brotar de las flores y el aire azul brillante, la gente se ponía vehemente y hablaban llenos de gozo y placer. Las pequeñas tiendas vibraban con las transacciones; el olor de salchichas cocidas y ajos volvía a ser percibido por todos los sitios. Los niños corrían, gritaban y peleaban en las calles. Los ancianos sonreían unos a otros, acariciaban sus barbas y hablaban entre sí con aires de sabios. Las montañas estaban cubiertas de claro color verde refrescante. Sobre la Acrópolis, el Partenón parecía una corona de luz congelada. La poderosa estatua de Atenea se destacaba contra el cielo. Por todas partes reinaba un apresurado sentido de anticipación. Jóvenes muchachos y muchachas paseaban cogidos de las manos sonriendo. Los niños reían en los brazos de sus madres. Los soldados romanos se recostaban contra las paredes de los edificios, bostezaban, guiñaban los ojos, se rascaban las barbillas y miraban ansiosamente a las mujeres. Los caballos que tiraban de los carros se encabritaban. Ladraban los perros. Los abogados y los negociantes habían detenido sus actividades. Paseaban tranquilamente y olvidaban discutir sus problemas.

Lucano sabía que aquello era el principio de la pascua judía. Había una sinagoga allí cerca, pero evitó acercarse. Tenía el sentimiento de que estaba huyendo, con la cabeza inclinada, como si escapase de algo. Pero aquello era ridículo. Había desembarcado a media noche y se había dirigido a su solitaria y pequeña casa. Tenía que visitar a antiguos pacientes y lo haría aquella mañana. No le gustaba pasear casualmente, por el mero placer del paseo, y no sabía por qué se había sentido impulsado a pasear por la ciudad aquel día. Pero sentía sed de ver a sus prójimos, y no parecía saciarse de mirar. No soy joven, pensó. No me he mezclado con los demás ni gozado de su compañía. ¿Qué me aflige? Sonrió a una vieja florista y le compró un pequeño ramo de diminutos lirios blancos. Siguió caminando, hundió la nariz en las flores y su fragancia casi le abrumó. Decidió volver a su casa y escribir las cartas que hacía mucho tiempo debía haber escrito a su familia. El jardín estaba tranquilo y lleno de luz. A primera hora había soplado un poco de viento, pero entonces había parado. Todo poseía una patina de luz como no había visto antes. Todas las hojas recientes parecían plateadas por aquella luz. Las flores estaban inmersas en ella. La fuente lanzaba chispas de la misma luz. Hasta la propia tierra estaba iluminada. Las paredes de la pequeña casa brillaban como si estuviesen pulidas. Lucano miró al cielo. Nunca había estado tan claro ni más brillante; ni una sola nube empañaba su esplendor.

Comió su frugal comida. Bebió vino. Escuchó el silencio de la casa. El ambiente producía la impresión de un profundo aliento contenido. Nada se movía. Todo reflejaba una inmensa luminosidad, incluso su sencilla copa de plata, su tenedor y cuchara, los dorsos de sus manos, el gastado suelo blanco de madera. Le empezaron a doler los ojos a causa de tanta luz. Sintió un abrumador cansancio y pensó: «Voy a acostarme y descansar».

Se acostó y cerró los ojos. Esperó dormir durante el caluroso atardecer. Pero aquella luz extraordinaria e insistente penetraba a través de sus párpados. Se dio cuenta de que sudaba. Todo su cuerpo estaba rígido y angustiado. Se levantó y se sintió muy débil. ¿Era de nuevo la fiebre?, se preguntó con alarma, pensando en los pacientes a quienes debía visitar al día siguiente y en las colas que se formarían ante su puerta. No podía decepcionarles; le esperaban. Deambuló por la casa en medio de aquel impresionante diluvio de luz hasta que encontró su bolsa de médico. Su mano llegó al fondo, se cerró sobre algo frío y metálico y extrajo la cruz que Keptah había dado a Rubria y que ella a su vez le había dado a él. La sostuvo en la mano, contemplándola, y la cruz desprendió un brillo cegador, como si hubiese quedado encendida por el sol y notó que quemaba su carne.

Parpadeando, dejó la cruz y se quedó mirándola. Todos sus sueños, todo lo que había oído, volvieron a él como un clamoroso trueno. Pero ¿qué tenía que ver aquella cruz con un miserable maestro judío en un distante Israel, que, según se decía, resucitaba muertos, realizaba milagros y arrastraba las multitudes? ¿Qué tenía que ver aquella cruz con los caldeos, los babilonios, los egipcios, y con uno tan alejado, humilde y desconocido en el mundo de los hombres?

No podía encontrar descanso en la casa. No encontraba descanso en ningún sitio quien vivía atormentado y desolado. Lucano salió al jardín jadeando y deseoso de encontrar una sombra, pero no encontró protección contra el sol, todo estaba sumido en una luz sin sombras, como inmovilizado en un llameante cristal. Repentinamente, la oscuridad cayó sobre la faz de la tierra, tragando toda luz, extinguiéndola, eliminándola, arrastrándola ante ella como poderosa marea. «¡Ah! —pensó Lucano—. Habrá tormenta, una tormenta refrescante». Miró hacia el cielo que había quedado oscuro y tenebroso. ¿Dónde estaba el sol? Todo había quedado en silencio. Los grillos no cantaban, los pájaros estaban silenciosos, aunque habían cantado toda la mañana. Lucano miró hacia la ciudad. El Partenón era una línea débil de plata. La ciudad estaba sumida en la oscuridad. Oyó un distante y apagado sonido como el que produce el mar, pero era la voz de la ciudad, llena de pánico y de incertidumbre. Corrió a su puerta; la carretera que pasaba ante ella estaba vacía. Miró más allá de la carretera y vio borrosamente que el ganado estaba tumbado sobre la hierba como si durmiese.[2]

El aire estaba claro, limpio y fresco como el agua. «Por lo tanto —pensó Lucano—, esto no es una tormenta de polvo». Se sentó en un banco y sintió que una frialdad mortal recorría su cuerpo. Recordó los viejos mitos sobre la ira de los dioses. Llegaría un día cuando los dioses cansados del hombre, retirarían el sol y hundirían la tierra en una inacabable oscuridad y muerte. Movió su cuerpo inquieto. Se levantó y anduvo por el jardín. El olor de las rosas y los lirios llenaba el aire como si hubiesen sido aplastados bajo un gigantesco pie. En la ciudad empezaron a brillar luces de antorchas y linternas encendidas a toda prisa. Lucano sabía que probablemente un inmenso río humano estaría entonces iniciando el ascenso hacia el Partenón, para rogar a los dioses que quitasen aquella terrible e inexplicable oscuridad del mundo. En cuanto a él, no se sentía consumido por la ansiedad sobre su suerte, sino por una apasionante interrogación ante el misterio.

Le habían enseñado los más grandes científicos de su época y empezó a hacer conjeturas. Se creía que el sol estallaría alguna vez y que el planeta tierra giraría sin rumbo a través del espacio acumulando hielo y frío mortal hasta que la vida muriese en él. Pero esto, decían los sabios astrónomos, tardaría siglos. El sol moriría lentamente, se enrojecería, luego palidecería y se arrugaría como un limón. Ocurriría a lo largo de siglos sin fin, nunca instantáneamente. Pero aquella oscuridad había descendido en un abrir y cerrar de ojos, en el tiempo que hace falta para dar un suspiro. Lucano buscó de nuevo el sol, aquel sol que había desaparecido. ¿Sería posible que hubiese huido de sus hijos, los planetas, para unirse a sus radiantes hermanos?

Un sentimiento de enorme excitación y terror desconocido se apoderó de él. ¿Dónde, entre aquellas ardientes constelaciones, estaba el sol en aquel momento? ¿Qué caos estaba causando entre la ordenada hermandad aquel intruso procedente de un rincón del universo? ¿Qué planetas estaba devorando en su flamígero paso?

Sintió que no estaba solo. Miró a su alrededor alumbrado por la luz de la luna y las estrellas. ¿Eran pálidas sombras las que se movían a su alrededor en el jardín o sólo una ilusión de sus cansados ojos? Las sombras se detuvieron cerca de él y creyó ver los rostros de Rubria, Keptah y Sara sonriéndole en la oscuridad. Se deslizaban como la nieve, y allí, sin duda alguna, estaba Diodoro, joven, fuerte y valeroso, Allí estaba José ben Gamliel —¡oh… era aquello la locura!—, con una mirada tierna. Allí, entre muchas sombras de mujeres que él había socorrido, estaba Aurelia, animada y sonriente. Multitudes pasaban ante él, se detenían y le saludaban en silencio y con afecto. Movió la cabeza violentamente, jadeó y cerró los ojos.

Entonces la tierra se alzó como una ola, tembló, se estremeció y se abrió bajo sus pies. Un profundo gemido salió de sus entrañas. Un viento huracanado empezó a soplar, luego disminuyó con la misma rapidez y volvió a alzarse de nuevo aullando, en tal forma que Lucano, casi ahogado, apenas podía respirar. Ya no era el médico, filósofo o científico. Era un hombre y se sintió dominado por el miedo. Se levantó agitado y castañeando los dientes.

Anduvo por el jardín, que tenía un aspecto fantasmal. Su carne se estremecía como si tuviese fiebre. Fue hasta la fuente y oyó sus saltarinas aguas. Entró en la casa, se obligó a sí mismo a encender una lámpara. Estuvo de pie mirando sin ver. Levantó un libro y lo dejó. Tenía la cabeza completamente embotada.

Por un momento trató de hablarse a sí mismo razonablemente. Recordó la astronomía que había estudiado. El sol no podía separarse de los «vagabundos», sus hijos, los planetas. Donde él iba, los planetas le seguían. «No hay duda», se dijo en voz alta, en medio del silencio impresionante que reinaba a su alrededor y movió la cabeza como si estuviese satisfecho. Pero sabía que era la reflexión de un idiota. Las razones del hombre, las más profundas reflexiones, no podían alterar aquel hecho. Por una vez, no podía invocar un nombre, una teoría ante lo que era impenetrable; no encajaba con lo que sabía y con cuanto conocía. Sin embargo, la mente de Lucano voló proyectándose como un pájaro perdido intentando fervientemente explicar lo que no podía ser explicado. De nuevo la tierra tembló bajo sus pies y un largo quejido recorrió el aire.

¿Acaso se habría ido el mundo tras otro planeta? Miles de soluciones giraban en su mente, pero rechazaba una tras otra por absurdas. De pronto, por primera vez pensó con terror en su familia de Roma. Se acordó de Prisco en Jerusalén. Si el mundo iba a ser destruido misteriosa e inexorablemente, todos los hombres debían morir juntos. El pánico, el desinterés, el temor, el terror, la ansiedad y el amor, no podrían conseguir nada, no podrían apartar la fría mano del destino. Encendió una lámpara y luego otra hasta que toda la casa estuvo llena de luz. Se sentó y miró ante él. Volvió en sí sobresaltado, consciente, abrumado por las terribles cosas que habían acaecido al mundo; las lámparas parpadeaban con luz débil. Se levantó y las volvió a llenar. Entonces se dio cuenta de que una luz grisácea penetraba por las ventanas y puertas, igual que si estuviese amaneciendo. Volvió a salir al jardín. La luz adquirió mayor intensidad aunque muy lentamente. La tierra ya no temblaba, se estremecía o gemía: estaba firme. Lucano miró al cielo: se iba cubriendo de un tono rosado como si una puesta de sol se extendiese de Occidente a Oriente; la tierra perdía su aspecto espectral; la luz y el color volvían momento tras momento. Los pájaros chirriaban y parloteaban excitados en los árboles. El sonido de la fuente se oía con más fuerza, como si ella también se sintiese aliviada. La voz de la ciudad llegó hasta Lucano; un clamor de alegría, con un temblor histérico. De pronto el sonrosado velo se partió como una cortina y el sol apareció en el cielo como un guerrero armado con escudo de oro.

Lucano respiró profundamente. Nunca le había parecido el mundo tan encantador, ni siquiera en sus días infantiles, tan bello, tan querido, después de haber escapado de la muerte y no le quedaba duda que de la muerte había escapado como pájaro que se libera de la mano opresora y amenazadora. Los fundamentos de la tierra habían sido conmovidos, el sol se había perdido. Pero el terror y el furor habían desaparecido y la dulzura se elevó de cielos y tierra, como si el mundo exhalase un suspiro largo tiempo retenido por temor. Lucano se pasó las manos por el rostro y suspiró profundamente.

«Sin duda —pensó—, hay razones científicas que expliquen esto. Porque aunque yo no sepa la causa de este fenómeno, no significa que esté más allá de una posible explicación». Era el atardecer. Estaba hambriento. Se sentó y comió una humilde comida y nunca el vino le había parecido tan delicioso ni el pan ni el queso habían tenido un gusto más exquisito que aquel día. Escribió algunas cartas, una de ellas para un astrónomo de Alejandría, comentando la oscuridad, preguntándole si había sido observada allí, cuál era la causa y si sería posible que el fenómeno ocurriese otra vez.

Cuando se acostó aquella noche se sintió embargado por un sentimiento de alivio y con él, había llegado un perdón, una vida, una paz y una tranquilidad como las que existieron el primer día de la vida del mundo y del hombre recién nacido.