32
La pequeña casa estaba pintada de color azul claro y tenía un rosado tejado, instalada dentro de un pequeño patio rodeado de paredes. Un estanque sobre el que flotaban sonrosados lirios de agua, grandes hojas verdes y lleno de dorados peces, se abrían en el centro del jardín. Una gran higuera proporcionaba fresca sombra sobre un banco de piedra, y algunos naranjos, manzanos y una gran palmera datilera se elevaban por encima de las paredes. Lucano, además, cultivaba en el jardín hierbas, y en él también crecían rosas, que le recordaban a Rubria. El jazmín rodeaba su austera casa. Podía ver, desde el jardín, las plateadas montañas de Grecia, salpicadas aquí y allá con la austeridad de oscuros cipreses, olivos y otros árboles y el puro azul de los cielos.
El interior de la casa, que sólo tenía tres habitaciones, había sido pintado de blanco, y un mobiliario austero reflejaba sus sombras con el deslumbrador brillo del sol de la mañana.
Las cortinas de las ventanas eran de material grueso y azul y el mismo material pesado cubría las puertas. El suelo de rojas baldosas estaba desnudo. Lucano condujo a su nueva adquisición dentro de la casa y Ramus miró a su alrededor mudo e indiferente. Como siempre, sus deslumbradores ojos se volvieron hacia el rostro de Lucano con intensidad y expectación.
Lucano se dirigió al manantial del jardín —la fuente del estanque— y trajo un gran jarro de leche fresca de oveja, cubierta de nata. Lo colocó sobre la desnuda mesa de madera. Cortó pan moreno, lo colocó también sobre la mesa junto a un queso barato y añadió un recipiente de fruta y un plato de miel. Ramus le contempló en silencio, de pie en el centro de la habitación, luego Lucano dijo amablemente:
—Ésta es nuestra comida, siéntate conmigo y comeremos.
Ramus le miró como si no le oyese. Lucano mirándole, repitió las mismas palabras en latín, luego en algunos dialectos mediterráneos. No hubo respuesta. Lucano intentó hacerse comprender en egipcio; después en una mezcla de babilonio, hebreo, arameo y africano. Finalmente Lucano se dio cuenta que Ramus había comprendido todas aquellas lenguas distintas y que algún terror oscuro en él le impedía reconocer aquello. Por lo tanto, Lucano se encogió de hombros y dijo en griego:
—Hay alguna razón por la cual tú rechazas admitir que me comprendes. Si yo conociese esta razón, comprendería. Hasta que confíes en mí puedes hacer lo que te parezca. —Miró a Ramus con interés y continuó—: En el lenguaje griego la palabra «esclavo» también significa «cosa». Para mí tú eres un hombre, por lo tanto no eres ni esclavo ni cosa.
La negroide y majestuosa cara de Ramus no cambió de expresión, pero una lágrima se deslizó de sus ojos y sus labios temblaron. Lucano miró hacia otro lado al instante; luego volvió a mirar al hombre de color. Después añadió, muy suavemente:
—Veo que me oyes. ¿No eres también sordo?
Por un minuto o dos Ramus no respondió, luego casi imperceptiblemente movió la cabeza con gesto negativo. Lucano sonrió y le condujo a uno de los dos bancos que había junto a la mesa. Pero Ramus alzó las manos sobre su cabeza, unió las palmas, las dejó caer sobre su pecho y luego se arrodilló y tocó el suelo con su frente en una oración silenciosa.
El rostro de Lucano se oscureció tristemente, pero esperó con un gesto comprensivo. Ramus se levantó y se sentó a la mesa; el manto de Lucano colgaba alrededor de sus hombros y el gran anillo de oro en su nariz brillaba en el sol. Lucano partió el pan y dio la mitad a Ramus. Empezaron a comer. La luz se filtraba en la pequeña y sobria habitación y parecía cubrir con un halo la cabeza de Lucano. Y Ramus continuaba contemplándole a medida que comía y bebía.
—Puedo llevarte al pretor mañana y hacer que te den la libertad —dijo Lucano suavemente—, pero esto no serviría. Las autoridades volverían a apresarte, a arrojarte a la prisión y volverte a los tratantes de esclavos otra vez. Dentro de dos semanas abandonaremos Grecia, porque soy médico, doctor de un barco, con unos cuantos hogares aquí y allí donde descansar. En el primer puerto que encontremos buscaremos al pretor romano y te daré la libertad y luego puedes dejarme y volver a tu propio país.
Miró a Ramus. Luego, para su sorpresa, Ramus sonrió con gesto feliz y movió la cabeza. Alzó su grande y oscura mano. Señaló hacia sí mismo, luego a Lucano, e hizo una reverencia.
—Yo no tengo esclavos —dijo Lucano con severidad—, el propietario de esclavos está más degradado a mis ojos que los propios esclavos. —Estudió los ojos de Ramus—. ¡Ah, comprendo! ¿Me indicas que donde yo vaya tú deseas también ir?
Ramus asintió con una sonrisa más amplia.
—¿Por qué? —preguntó Lucano.
Ramus hizo gestos de escribir y Lucano, levantándose, le trajo una tableta y un estilo. Ramus empezó a escribir lenta y cuidadosamente, en griego, y dio luego la tableta a Lucano. «Llámame Ramus, señor, porque tal es el nombre que los griegos me han dado y mi propio nombre no significará nada para ti. Déjame ser tu siervo, tanto si me liberas como si no, porque mi corazón me dijo, al verte esta mañana, que donde tú vayas yo debo ir, porque tú me conducirás a Él».
Ramus había escrito con precisión, pero con el estilo de un erudito, amplio y pomposo. Lucano alzó sus rubias cejas y mordisqueó el estilo.
—No comprendo —dijo—. ¿A quién debo yo conducirte?
Ramus sonrió. Volvió a tomar el estilo y la tableta y escribió: «Aquel que librará mi pueblo de la maldición de Cam, mi antepasado, y es Él a quien busco. Y a través de ti le encontraré y sólo a través de ti, porque Él te ha señalado».
Lucano miró la tableta por largo rato. Finalmente agitó la cabeza.
—Comprendo la religión judía. Fue Noé quien maldijo a sus hijos por encontrarle desnudo en su borrachera. Particularmente maldijo a su hijo Cam, de aspecto negro. Es cierto que el hombre negro ha sido sin duda maldito, pero no por una deidad, sino sólo por el hombre. Si hay Dios, yo sé que hay Dios, Él no ha maldecido a ninguna de sus criaturas. No ha dado a ningún hombre el mandamiento de maldecir a otros hombres, sino de hacerles bien.
Habló contra su voluntad; su ira contra Dios le hizo sofocarse. Luego añadió medio para sí mismo:
—Tengo un pleito con Dios, cuya existencia no puedo negar. Empiezo a comprender que tú crees que en algún sitio del mundo existe alguien que pueda quitar la maldición del hombre contra los hijos de Cam y cambiar su odio hacia ellos. ¿Crees que só1o los hijos de Cam son castigados por la ira y el odio de los hombres? No. Nosotros nos castigamos todos, unos a otros. —Habló con alguna impaciencia—. ¿Y cómo es posible para mí, que estoy enfurecido contra Dios, conducirte a nadie que pueda ayudarte y ayudar a tu pueblo?
Ramus no contestó. Después de un rato se levantó con dignidad. Tomó la mano de Lucano y la presionó contra su frente. Se sentó de nuevo y estudió minuciosamente al griego con un suave brillo de contento en sus grandes y gruesos labios y con una ternura brillando en sus ojos. Lucano se levantó, encontró su cartera de médico y dijo:
—Déjame examinarte la garganta para ver si hay alguna razón física que te impida hablar.
Ramus movió la cabeza con gesto negativo, pero abrió la boca obediente, Lucano le hizo volver la cabeza hacia el sol y presionó hacia abajo su lengua con una hoja de plata. La garganta estaba completamente limpia y sana. La laringe no mostraba ninguna herida, la caja de sonoridad estaba en orden perfecto y las cuerdas vocales claras. Lucano se sentó y apoyó la barbilla contra la palma de la mano.
—Puedes hablar —dijo—, si lo deseas. ¿Es cierto que no quieres hablar?
Ramus lo negó con vehemente gesto de su cabeza.
—¿Has hablado alguna vez?
Ramus indicó que sí. Alzó los diez dedos de sus manos para indicar años.
—¿Entonces que es lo que te ha hecho mudo?
Ramus volvió a coger la tableta y el estilo y llenó la primera con escritura diminuta y apretada.
«Señor, soy rey de una pequeña y secreta nación de África, una tierra que tú no conoces. Está cerca de una de las antiguas minas y tesoros de Salomón que nosotros hemos ocultado de los hombres a causa de su avaricia. Cuando yo era joven, mi padre me envió a El Cairo, donde aprendí varias lenguas de la humanidad, porque mi padre deseaba salvar a su pueblo de la oscuridad y conducirlo a la luz. Era un hombre justo y bueno. Como el corazón de mi padre, el mío también sufría por los hijos oscuros de Cam, quienes han sufrido, sin saber por qué sufrían, en manos de otros que les han esclavizado y les han matado. Fue en El Cairo donde me enteré de la maldición de Noé. Pero una noche, cuando hacía tan sólo un año que yo era rey, tuve un sueño, o una visión; vi a un hombre con un rostro como la luz, y con unas grandes alas blancas. Me ordenó marchar por el mundo, buscando a quien nos libraría y haría que los hombres no nos despreciasen ni nos esclavizasen más. Por lo tanto, partí solo, con suficientes monedas de oro tomadas del tesoro de Salomón y busqué al extranjero».
Ramus tomó otra tableta vacía para continuar escribiendo:
«A través de todo el mundo, por donde he vagabundeado buscando, sólo he visto terror, desesperación, odio, muerte y opresión entre todos los hombres. He visto que todos los hombres se vuelven contra sus hermanos; no he oído bendiciones sino maldiciones. Esto me ha afligido. Cuando quedé seco de lágrimas, pero no de tristeza, descubrí que ya no podía hablar. Cuando encuentre a aquél a quien busco, no sólo la maldición contra mi pueblo será quitada, sino que hablaré una vez más de alegría».
Lucano permaneció sentado durante mucho tiempo leyendo las tabletas una y otra vez. Se sentía enfermo de compasión. «¡Qué búsqueda más desesperada la de aquel pobre hombre!», comentó para sí. Pensó en la carta de Sara. Vaciló. Luego se encogió de hombros. Se acercó a un cofre de madera barata donde guardaba sus cartas y sacó un rollo. Por lo menos la carta de Sara podía consolar a Ramus, quien era supersticioso y susceptible. Como médico Lucano comprendía que la fe frecuentemente podía ayudar donde la medicina fracasaba. Colocó el rollo cerca de la mano de Ramus y dijo con voz ronca y sin emoción:
—Esto me fue escrito por una mujer a la que amo. Es judía. Si te consuela, entonces no sentiré pena por haber violado su confianza.
Ramus desenrolló el rollo y empezó a leer. De pronto empezaron a caer lágrimas de sus ojos; sonrió extasiado. Parecía como alguien que hubiera percibido la noticia de que no moriría y asintió una y otra vez mientras su pecho se agitaba con deleite. Cuando terminó de leer, se cubrió el rostro con las manos y se movió lentamente sobre su silla. Lucano dijo con sequedad:
—Has de comprender que esto ha sido escrito por una joven inmersa en su fe, con la promesa de un Mesías sonando continuamente en sus oídos; pero yo no lo creo. Soy médico y científico y cada día me enfrento con la dura realidad de la vida y la muerte, y no hay en ellas significado ni para los hombres ni para mí. ¿Qué es el hijo del hombre, para que Dios le visite o el hombre para que Dios se acuerde de él? He estudiado también astronomía; hay galaxias y constelaciones de tal magnitud que la mente se asombra ante su mera contemplación. ¿Qué es este pequeño mundo para cualquier Dios? Mi única queja, que es diminuta, es que su mano no debiera habernos hecho para que suframos y murmuramos.
Se volvió un poco hacia Ramus mostrando su rostro pálido y rígido.
—Nuestra única esperanza es que nos abramos caminos solos. Terminar con la opresión del hombre sobre el hombre, aliviar su dolor. Si tú crees que en la tierra de Israel vive realmente uno que pueda ayudarte, vete en paz.
Ramus le mostró su rostro, brillante con lágrimas de alegría. Escribió sobre una tableta: «Tú me llevarás a Él».
—No —dijo Lucano—. Nunca iré a Israel, por muchas razones. Puedes marcharte mañana. Te daré dinero.
Ramus escribió: «No, donde tú vayas yo iré; no me pidas que te deje. Mi corazón me dice que debo permanecer contigo y que todo irá bien».
Lucano se mostró emocionado a pesar de su severidad. Dijo:
—He estado por mucho tiempo solo. Por lo tanto, si lo deseas, permanece conmigo y sé mi amigo.
En los siguientes días encontró un gran consuelo con la presencia de Ramus, que cuidaba sus jardines, guisaba sus sencillas comidas y que le ayudaba en el cuidado de corrientes interminables de miserables que llegaban hasta su puerta para ser curados. Era para él una paz extraña, cuando en los atardeceres podía sentarse con Ramus, después de la humilde comida, y hablar a aquel hombre mudo de sí mismo, de su familia y sus amigos.
—No soy muy sabio —le dijo en cierta ocasión—, el hombre más sabio que he conocido fue mi antiguo maestro Keptah que ahora está muerto. Tenía una lengua elocuente; si viviese aún, te enviaría a él porque yo no tengo ningún consuelo real que ofrecerte, ninguna esperanza verdadera.
Se sintió profundamente interesado al descubrir que Ramus podía mezclar hierbas en formas extrañas, y agradecido por la comprensión que Ramus tenía para los enfermos que llegaban a su casa y sus diestros y amables cuidados con ellos.
Aunque hacía tan sólo diez días que conocía al hombre negro, parecía como si hubiese estado con él siempre y se preguntaba cómo había podido vivir sin aquella augusta y silenciosa presencia. Se sentaban juntos a la puesta del sol, contemplando las variables colinas, escuchando los pájaros y viendo como la negra ala de la noche iba cubriendo lentamente la tierra. Leían los libros de Lucano juntos, Lucano los comentaba y Ramus escribía sus propios comentarios sobre la tableta. Permanecían contentos, Ramus vestido con vestidos baratos que Lucano había comprado para él, con su brillante anillo en la nariz. Cuando Lucano cerró su casa y partió hacia el barco, Ramus le acompañó. De acuerdo con su promesa, cuando el barco atracó en Antioquía, Lucano llevó a Ramus al pretor romano y le asignó un sueldo. Pasó un año y luego otro, y Lucano había rebasado ya los treinta años cuando volvieron a la casa en los suburbios de Atenas, donde permanecían por unos cuatro meses. Parecía como si hubiesen partido de allí tan sólo unos cuantos días antes. El encargado de la casa; un granjero local, había realizado su trabajo bien y todo estaba limpio y en orden, los árboles cargados de frutas y las flores abriendo sus capullos. Los únicos cambiados eran ellos mismos. El sufrimiento, dolor y muerte que habían encontrado, pesaba sobre Lucano más que nunca, pero Ramus había adquirido mayor severidad, paz y habilidad, y parecía rodeado de un aire de expectación.