2
Diodoro cogió la piedra gravemente, sentado aún sobre sus rodillas. Apenas podía verla ahora en la oscuridad crepuscular, pero notó que estaba cálida y cuando le dio vuelta entre sus dedos desprendió unos curiosos reflejos de muchos colores que brillaron en la última luz del día.
Estaba cálida, probablemente debido a que había estado mucho tiempo entre las manos del niño. Pero su tibieza no disminuía a pesar de que el aire se iba enfriando rápidamente. Más bien parecía aumentar. El supersticioso Diodoro deseaba dejar caer la piedra, pero esto hubiera sido un gesto molesto para el niño.
—¿Crees tú, señor, que Él está aquí y me oye? —repitió Lucano.
Tenía una voz firme y segura, sin servilismo, voz de un patricio de nacimiento.
—¿Qué? —dijo Diodoro.
De nuevo volvió la piedra entre sus manos mientras la miraba con insistencia.
—El Dios Desconocido —repitió Lucano con insistencia.
Diodoro sabía todo lo que se decía del Dios Desconocido. Una vez, incluso, en un templo griego le había ofrecido un sacrificio, aunque los griegos creían que no le eran gratos los sacrificios. ¿Quién era ese Dios sin nombre? ¿Cuáles eran sus atributos? ¿De qué hombres era protector? En ningún sitio existían imágenes suyas. ¿Sería el Dios de los judíos, acerca del cual había oído tantas cosas en Jerusalén? Pero sabía que los judíos le sacrificaban palomas y corderos en una de sus fiestas, la Pascua, durante la primavera. Los judíos le llamaban Señor y parecían conocerle muy bien. En su imaginación Diodoro veía el gran templo de oro y mármol destacándose contra el multicolor cielo de Jerusalén. Lucano era griego, no judío. Podía ser que los griegos hubiesen oído hablar del Dios de los judíos y, como no conocían su nombre, le llamasen Desconocido.
Diodoro movió su cabeza. Una gran luna, como un recipiente lleno de fuego suave, se alzaba ahora tras las palmeras. Su luz llenaba el patio con una cascada de pálida luz y las sobras de las palmeras se marcaban distintamente sobre las blancas piedras del suelo y las paredes de la casa y se introducían por entre las columnatas que brillaban como si fuesen de mármol amarillo. El perfume de los jazmines envolvía ahora al hombre y al niño; los grillos cantaban en la hierba y entre las oscuras flores. En algún lugar invisible un animalito arañaba las piedras del suelo.
Diodoro recordó un nombre que oyó a un príncipe judío: Adonai. Dirigiéndose a Lucano dijo:
—¿Se llama Adonai?
—No tiene nombre conocido por los hombres, señor —replicó el muchacho.
—De todas formas me parece recordar que significa «Señor» —dijo Diodoro evasivamente—. Es el Dios de los judíos.
—Pero el Dios Desconocido es Dios de todos los hombres —replicó Lucano con apasionamiento—. No es el Dios de los judíos sólo, sino de los romanos, griegos, paganos, esclavos, césares y de los hombres salvajes de los bosques y de las tierras desconocidas.
—¿Cómo sabes tú eso, niño? —preguntó Diodoro con una ligera sonrisa.
—Lo sé, lo sé en mi corazón. Nadie me lo ha dicho —dijo Lucano con sencillez.
Diodoro se sintió extrañamente conmovido. Recordó que los dioses prefieren con frecuencia conceder su sabiduría a los niños cuyas mentes no han sido pervertidas ni mutiladas por la vida.
—Algún día —dijo Lucano— yo le encontraré.
—¿Dónde? —preguntó Diodoro inclinado a la indulgencia.
Lucano había alzado su rostro hacia el cielo y su perfil fue iluminado por completo por la luz de la luna.
—No sé dónde pero lo encontraré. Oiré su voz y le conoceré. Él está en todos los sitios, pero yo le conoceré en particular y Él me hablará, no sólo a través de la luna, el sol, las flores, las piedras, los pájaros y el viento, el alba y el ocaso. Yo le serviré y le daré mi corazón y mi vida.
La voz del muchacho tenía un tono de alegría y de nuevo Diodoro sintió un estremecimiento de superstición.
—¿Y le has rogado a favor de Rubria? —preguntó.
Lucano volvió su rostro hacia él y sonrió.
—Sí, señor.
—Pero ¿cómo le llamas cuando le ruegas?
Lucano vaciló. Miró a Diodoro como solicitando su comprensión.
—Le llamo Padre —dijo en voz baja.
Diodoro no pudo reprimir su sorpresa. Nadie había llamado nunca a ningún dios Padre. Era ridículo.
Afrentaría a los dioses ser invocado con tanta familiaridad por una criatura tan insignificante como el hombre. Si este muchacho hablaba así al Dios Desconocido, quién sabe lo que haría en su divino furor. ¿No descargaría su ira furiosamente sobre el objeto de los ruegos? ¡Rubria!
—Ningún hombre —contestó Diodoro—, ni siquiera los hijos de los dioses, se atrevieron a llamar a un dios «Padre». Es ofensivo. Es cierto que muchos dioses han tenido hijos de hombres y mujeres mortales, pero incluso en estos casos…
—Señor, tú hablas con enojo —dijo Lucano en un tono de voz que no expresaba temor ni servilismo sino más bien sentimiento por haber ofendido sin quererlo y deseando ser perdonado—. El Dios Desconocido no se ofende cuando uno de sus hijos le llama Padre. Más bien se complace.
—Pero ¿cómo sabes tú eso, criatura?
—Lo sé en mi corazón. Por lo tanto le llamo Padre y le ruego que cure a Rubria; sé que Él me escucha con interés y que la curará porque la ama.
Un dios amable. Esto era absurdo. Los dioses no eran amables. Eran celosos de su honor, vengativos, remotos y poderoso. Diodoro miró a Lucano. Su primera intención fue reprender al muchacho y acordarse después de recomendar a Eneas que castigase a su pretencioso hijo. Las palabras de frío reproche estaban ya en los labios de Diodoro, cuando la luna iluminó de lleno el rostro de Lucano, que apareció transido de un resplandor sobrenatural.
Entonces recordó lo que el chico había dicho «Él la ama». Los dioses no amaban a los hombres. Pedían que les prestasen culto y ofreciesen sacrificios, pero el hombre, como tal, era una cosa insignificante para los dioses.
«Él la ama». ¿Sería posible que uno de los atributos del Dios Desconocido fuese su amor por los hombres? ¡Oh, que absurdo! ¡Qué presunción! ¿Qué estaba haciendo allí él, Diodoro, hablando con el hijo de un miserable liberto, como un hombre hablaría con un igual?
Diodoro se levantó con un movimiento rápido y enérgico.
—Vamos, muchacho, es tarde; te llevaré a casa de tus padres.
Se sorprendió de sus propias palabras. ¿Qué significaba este niño, este hijo de Eneas para él? ¿Qué le importaba a él si sabía volver a casa o andaba perdido hasta el amanecer? Pero era el hijo de Iris, y de pronto Diodoro deseó volver a ver a su antigua compañera de juegos. Además había peligro en el perfumado camino que iba de la casa del tribuno hasta las casas de menos categoría.
Lucano se levantó y a la luz de la luna Diodoro pudo ver que el muchacho sonreía tristemente.
—Señor, ¿llevarás esa piedra a Rubria y la pondrás en su almohada esta noche? Porque parte del Dios Desconocido está contenida en ella.
La piedra, la palpitante piedra. ¿Palpitaba realmente en su mano, la mano de Diodoro, como un lento y reflexivo corazón lleno de misterio? De repente Diodoro dejó de tener miedo a la piedra. Un poco avergonzado se dijo a sí mismo que era una cosa bonita y extraña y posiblemente gustaría a Rubria, que siempre amaba lo poco corriente. Puso la piedra en una bolsa que colgaba de su cinturón de cuero. Pero Lucano le ofrecía ahora un saquito de lienzo. Diodoro lo tomó; desprendía un olor intenso y silvestre.
—Son hierbas —dijo Lucano—. Las he recogido hoy en el campo, como obedeciendo a una orden. Señor, ordena que un esclavo las mezcle con vino caliente y haz que Rubria lo beba; se le irán los dolores.
—¡Hierbas! —exclamó Diodoro—. Niño, ¿cómo sabes que algunas no son venenosas?
—No son venenosas, señor. Para estar seguro, sin embargo, comí unas cuantas hace algunas horas y un dolor de cabeza que tenía ha desaparecido.
Diodoro no salía de su sorpresa. Cogió a Lucano por la barbilla y alzó su rostro para estudiarlo, sin saber si debía tomarlo a broma. Pero el muchacho había hablado con autoridad; había dicho: «como obedeciendo una orden». Podía ser que el propio Apolo, que debía parecerse mucho al muchacho, de un perfil tan claro, hubiese dirigido al chico. A nadie perjudicaría obrar como Lucano sugería y Diodoro colocó el saquito de hierbas en su bolsa.
—Las tomará a medianoche, cuando, como de costumbre, se despierte —afirmó.
Tomó a Lucano de la mano con un gesto paternal y juntos caminaron bajo la plateada media luz, manteniéndose cuidadosamente en el sendero de tierra por temor a las serpientes. Diodoro iba pensando: «Éste no es un muchacho ordinario, sino un chico inteligente, dado a pensar y sin temores». Sin duda Eneas le preparaba para seguir sus pasos de contable. Por alguna razón desconocida esta idea anonadó a Diodoro.
—Eres muy joven —dijo—, pero seguramente has pensado con frecuencia en qué serás cuando seas hombre. ¿Qué deseos tienes?
—Encontrar al Dios Desconocido, señor, y servirle; servir en Su nombre a los hombres —replicó Lucano—. Yo puedo servir más a los hombres como médico que como ninguna otra cosa y éste es mi más ferviente deseo. He estado en el puerto y he visto los hombres enfermos en los barcos. Les he visto morir; vienen de todas las partes del mundo y yo he rogado que pueda ayudarles. Conozco a los filósofos y médicos griegos y he leído sus libros de remedios para las enfermedades de los hombres, tanto físicas como mentales, la mayoría de las cuales han aprendido de los egipcios. He visitado también con frecuencia las casas de los médicos de Antioquía y no me han echado sino que me han explicado muchas cosas. Y estoy aprendiendo otras lenguas, incluso egipcio y arameo, para poder hablar a los enfermos en su propia lengua.
Diodoro sintió una enorme sorpresa. Apretó la mano de Lucano y dijo quedamente:
—Existe una gran escuela de medicina en Alejandría de la cual he oído hablar mucho.
—Allí iré yo —dijo Lucano sencillamente—. Yo también, señor; he oído hablar de ella, porque los médicos de Antioquía hablan acerca de ella con reverencia. Me costará mucho dinero, pero Dios lo proveerá.
—Así que tenemos un Dios que no sólo carece de nombre, o de atributos comprensibles, de rostro o de forma, y que está en todos los sitios a la vez, sino que también es banquero —dijo Diodoro con una sonrisa—. ¿Crees que también solicitará intereses, muchacho?
—Sin duda alguna. —La voz del chico era grave y llena de seguridad—. Toda mi vida, toda mi devoción.
Diodoro pensó que si le hubiese hablado así a un hombre le hubiese tomado por loco. Diodoro había oído con frecuencia a los judíos hablar de hombres sabios que no pensaban ni escribían de otro tema que de su Dios. Pero los judíos eran un pueblo incomprensible, sobre todo para un romano, aunque César Augusto, como hombre tolerante y además supersticioso, había dispuesto que en Roma el Dios de los judíos recibiese alguna clase de reconocimiento, aunque nada más fuese para que ablandase las duras cabezas de su pueblo y disminuyese el resentimiento que sentía hacia los romanos y, de este modo, hacer su gobierno menos difícil. Diodoro empezó a reírse suavemente para sí mismo. Recordaba cómo él, cuando era un joven tribuno, había ofrecido poner una estatua del Dios judío en el templo romano de Jerusalén y cómo se había horrorizado el sumo sacerdote, alzando sus manos y agitándolas violentamente en el aire como implorando a su dios que fulminase al tribuno o maldiciéndole silenciosamente. Diodoro, asombrado, supuso que había cometido un error imperdonable, pero el cómo o el por qué de las excitadas imprecaciones del sacerdote fueron cuestiones que nunca pudo descubrir. Había intentado razonar con el piadoso hombre. ¿Cómo podía una estatua del Dios de los judíos, colocada en un templo romano, afrentarle y por qué iba Él a despreciar el honor que le hacían los romanos? El sumo sacerdote sólo había sabido tirarse de la barba y rasgar sus vestiduras y había mirado a Diodoro con ojos tan terribles que el pobre joven tribuno había desaparecido de su presencia rápidamente. Esto le había acabado de convencer de que los judíos estaban locos, especialmente los sacerdotes.
Pero Lucano era griego, no judío, aunque hablase de consagrar su vida al Dios Desconocido, como los judíos hablaban de consagrar las suyas a su propio Dios. Diodoro recordaba como, en las calles de Jerusalén, había visto a unos hombres llamados Rabís seguidos por humildes multitudes que escuchaban ansiosamente sus palabras de sabiduría. Algunos tenían fama de obrar milagros, y esto había interesado a Diodoro, que creía fervientemente en milagros divinos. Pero no creía en aquellos hombres que con frecuencia iban descalzos, harapientos y ruinosamente pobres, a pesar de sus llameantes ojos e incomprensibles palabras. Diodoro, caminando con Lucano, movió su cabeza.
—Debieras visitar el templo de los judíos que hay en Antioquía —dijo en tono divertido.
Lucano respondió serenamente.
—Ya lo hago, señor.
—¡Vaya! —exclamó Diodoro, apartando unas zarzas para que el muchacho pasase, como hubiese hecho con su hija—. ¿Y es su Dios el Dios Desconocido?
—Sí, Señor; estoy seguro que Él es.
—Pero Él no ama a todos los hombres. Sólo ama a los judíos.
—Él ama a todos los hombres —dijo Lucano.
—Estás equivocado, muchacho. Yo ofrecí colocar una imagen suya en el templo romano de Jerusalén y fui rechazado. —Diodoro empezó a reír—. ¿Se oponen los judíos a que entres en su templo? Ahora recuerdo. En Jerusalén el templo tiene un lugar llamado Patio de los Gentiles. Éstos no pueden entrar en el santuario interior de los judíos.
—Yo adoro en el Patio de los Gentiles de la sinagoga de Antioquía —dijo Lucano.
¡Qué chico tan peculiar! Pero Diodoro empezó a pensar en la escuela de medicina de Alejandría y dijo:
—Creo que el Dios Desconocido ha conseguido arreglar un medio para que estudies medicina, Lucano.
Y de nuevo comenzó a reír. Era un hombre justo y caritativo, pero como romano «viejo» era prudente en cuestiones de dinero y creía que dos piezas de oro prestadas debían volver al dueño acompañadas de otras dos.
Habían llegado ya a un claro frente a los jardines de la casa de Eneas. Altas palmeras se alzaban hacia el cielo; el aire de la noche estaba cargado con perfume de flores. En medio de las palmeras se alzaba la casa del contable, deslumbradoramente blanca, pequeña, baja y compacta, rayada con las sombras de las palmeras. Una luz salía por la puerta abierta y mientras Diodoro y Lucano se acercaban a la entrada el contorno de una mujer joven, bien formada, se destacó a contra luz, haciendo que la luz procedente de su espalda transformase su cabellera suelta en una nube de oro. Estaba vestida con una sencilla túnica blanca propia de una mujer que pasaba todo su tiempo en la casa; su voz sonó ansiosamente:
—¿Lucano? ¿Eres tú, querido mío?
Lucano respondió:
—Soy yo, madre.
Iris descendió hasta el césped y se detuvo al ver quién acompañaba a su hijo.
—Te saludo, Iris —dijo Diodoro, y su voz sonaba gruesa y baja.
Pensó en las palabras de Homero: «Hija de los dioses, divinamente alta y más divinamente rubia».
—Saludos, noble Diodoro —replicó Iris con incertidumbre.
Él se había dirigido a ella con gentileza, como un hombre se dirige a la esposa de uno de sus iguales y, sin embargo, su tono había sido de ansiedad y esperanza. Por alguna razón los ojos de Iris se llenaron de lágrimas y recordó al compañero de juegos de su niñez. Había sido un muchacho cándido y valeroso, veraz, amable, honorable y lleno de afecto hacia ella. No le había visto, salvo a distancia, desde hacía mucho tiempo, y desde que se casó con Eneas él apenas si se había dado cuenta de que ella existía.
Eneas apareció en la puerta y enseguida descendió. Al ver a Diodoro hizo una reverencia.
—Bienvenido a nuestro pobre hogar, señor —dijo con el acento tembloroso del hombre que está abrumado.
—No es un hogar «pobre» —respondió Diodoro con irritación—. Era la vivienda del anterior legado de Antioquía antes de que mi casa fuese construida, y él no la consideró indigna.
Empujó a Lucano hacia su padre y dijo con cierta aspereza:
—He traído al muchacho a casa. Estaba en nuestro jardín y podía haber sido mordido por una serpiente o un escorpión después de la puesta del sol.
Eneas estaba confundido y tembloroso. Había ofendido a Diodoro y volvió su ira sobre su hijo.
—¿No te importa que tu madre estuviese preocupada y a punto de salir en tu busca? ¿No te importa haber ofendido al noble tribuno?…
—No me ha ofendido —interrumpió Diodoro. La luz de la puerta iluminaba al hermoso y preocupado rostro de Iris. Diodoro hubiese deseado poner su mano sobre sus hombros para consolarla—. La pequeña Rubria es su compañera de juegos. Le encontré en los jardines, rezando bajo su ventana, porque está enferma. Tengo motivos para estarle agradecido.
Contempló a Iris y se dio cuenta que empezaba a sonreír con agradecido alivio. Dirigiéndose al tembloroso Eneas añadió en un tono de mayor familiaridad:
—Este hijo tuyo, Eneas, es un muchacho poco corriente y ha sido para mí un privilegio hablar con él. —Vaciló un momento—. Mi garganta está seca, ¿puedo tomar una copa de vino con vosotros?
De nuevo Eneas se sintió abrumado. Apenas podía creer lo que oía. Miró a Lucano con respeto. ¡Era de su hijo de quien el tribuno había hablado! Y era por causa de este hijo que el tribuno había condescendido a pedir una copa de vino en la casa de su liberto. Eneas estaba asombrado. Tan sólo pudo murmurar algo mientras se apartaba para dar paso a Diodoro al interior de la casa. Miró brevemente y con torpeza a Iris, pero ésta había puesto el brazo alrededor del cuello de su hijo y le conducía hacia el interior, Eneas les siguió, sus piernas aún temblorosas. El tribuno había traído al chico a casa, cuando debía haberle expulsado de sus jardines o, si se hubiese sentido amable, haber enviado un esclavo con él.
Diodoro había recobrado su buen humor. Permaneció en pie en la pequeña, pero no humilde, habitación y la observó con una mirada expansiva. Había un jarrón con flores sobre la mesa y flores en los tiestos del suelo de mármol. Las puertas que conducían a las cocinas y dormitorios estaban cubiertas con cortinas de algodón de tonos alegres, las cuales se movían mecidas por el viento que entraba por las pequeñas ventanas y puerta. Aquí y allá Diodoro reconoció, entre los muebles dejados por el anterior administrador, sillas y mesas de la casa de sus padres, regaladas a Eneas el día de su boda con Iris. Diodoro miró una silla en particular y con placer. Era de ébano con incrustaciones de marfil, y había sido una de las favoritas de su padre. Había incluso una mesita de preciosa madera de limonero, despidiendo destellos bajo la luz de la lámpara, que había pertenecido a Antonia. Sostenía la lámpara de plata de la que surgía una brillante lengua de fuego.
—El esclavo que te asigné hace bien su trabajo —dijo Diodoro cada vez más complacido.
Se instaló en la silla de ébano y estiró sus bronceadas y musculadas piernas con el gesto poco afectado de un soldado. Mientras Eneas permanecía de pie a su lado con incertidumbre, vestido de rigor con una túnica blanca, el contable parecía más el patricio, con sus gráciles formas y delgada cabeza, que el franco y poco ceremonioso tribuno vestido con una corta túnica familiar.
«¿Por qué tendrá que vestir esta pobre criatura una toga incluso en la intimidad del hogar?», pensó para sí Diodoro.
—No tengo un vino digno de ti, señor —dijo Eneas.
Pero Iris se deslizó suavemente tras una cortina y apareció con un ánfora y dos copas de plata que Diodoro también recordó haber visto en su niñez. Iris, moviéndose como una grácil y animada estatua, colocó las copas sobre la mesa de madera de limonero y sirvió el vino. Una luz sonrosada se reflejó sobre su cara procedente del líquido y Diodoro pensó en una doncella de mármol iluminada por el sol poniente. Deseaba tocar su maravilloso cabello, que tan fácilmente había acariciado en la niñez. Recordaba su sedoso tacto y todo su ser se estremeció. Pensó que su madre, Antonia, debía haberse opuesto con más vigor a la boda de Iris y Eneas.
—No soy un conocedor de vinos, gracias a los dioses —dijo Diodoro—. Una viña es para mí igual que otra.
Extendió su mano para tomar la copa que Iris le alargaba con su inefable sonrisa, porque Eneas estaba aún demasiado sorprendido para reaccionar.
—¿Por qué no bebes conmigo? —dijo Diodoro en un tono un tanto burlón.
Eneas tomó una copa y parte del vino se derramó sobre sus temblorosos dedos.
Lucano, obediente a un ligero gesto de su madre, se inclinó ante Diodoro y le dio las buenas noches respetuosamente. Diodoro sonrió gravemente y el muchacho abandonó la habitación. Diodoro vertió una pequeña libación en honor de los dioses y Eneas, aún muy pálido, le siguió en el mismo gesto. El tribuno contempló como el griego vertía un poco más de vino mientras sus labios se movían reverentemente.
—¡Ah, sí! —dijo Diodoro—, el Dios Desconocido.
—Es una costumbre griega —dijo Eneas en tono de excusa.
—Excelente costumbre —respondió Diodoro, y su fiero rostro se tornó suave.
Volvió su mirada y vio cómo Iris había desaparecido siguiendo a su hijo. Se sintió profundamente decepcionado, pero como romano «viejo», aprobó esta actitud.
—Dime, Eneas —añadió—. Estoy interesado por ese hijo vuestro. ¿Qué esperas de él en el futuro?
—¿Puedo sentarme, noble Diodoro? —preguntó Eneas.
Se sentó rígidamente en una silla a cierta distancia de su invitado. Consideró las palabras de Diodoro y de nuevo se sintió asombrado y humillado por su concesión.
He pensado, señor, que debiera seguirme en tu servicio.
—¿Llevar cuentas y libros ese chico? —preguntó Diodoro agresivamente—. No, de ninguna manera. ¿No te ha confiado sus deseos de ser médico?
Eneas, palideciendo más aún, apenas podía hablar. Ciertamente que el chico le había expresado su deseo, a él y a Iris, pero Eneas había fruncido el ceño severamente ante un pensamiento tan presuntuoso y se había sentido ofendido.
—Veo que sí os ha contado —dijo Diodoro—. Pues bien, mi buen Eneas, será doctor. —De nuevo vaciló un momento—. Le enviaré por mi cuenta a la escuela de medicina de Alejandría cuando sea mayor. Entre tanto tomará lecciones con el tutor de la pequeña Rubria.
Las lágrimas inundaron los ojos de Eneas. Antes de que Diodoro pudiese evitarlo el contable se había postrado ante las polvorientas sandalias del tribuno. Incapaz de hablar, tan sólo pudo murmurar su gratitud e incredulidad.
—Vamos, hombre, vamos —dijo Diodoro, que nunca podía soportar que le diesen las gracias por nada—. No tengo ningún hijo y éste es el muchacho que yo debiera haber tenido. Será médico. Levántate Eneas. No eres un esclavo. ¿Has olvidado que también tú tomaste lecciones conmigo?
Conocía exactamente las pretensiones de Eneas y sabía que consideraba a su dueño un bárbaro, y a sí mismo un filósofo exilado de una tierra que nunca había visto, y conocía qué mentalidad tan estrecha, aunque honesta, tenía Eneas. ¿Es que no olvidaría nunca que ya no era un esclavo? Diodoro contempló ceñudo al hombre vestido de blanco que tenía a sus pies. Los retiró, temeroso de que Eneas los besase impulsado por su extremado asombro y gratitud; esto procediendo del esposo de Iris, hubiese sido para él insoportable.
Eneas volvió de nuevo a su silla y se secó las lágrimas. Diodoro miró discretamente hacia otro lado y sus ojos descubrieron un pergamino enrollado sobre una mesa cercana. Se sintió inmediatamente interesado y dijo:
—Hoy me han traído algunos de los libros de un nuevo filósofo, Filón. Se habla mucho de él y deseaba compararlo con Aristóteles.
Por un momento la esperanza surgió en el solitario tribuno. Sabía por pasadas experiencias y por haber hablado brevemente con Eneas, que aunque el liberto podía citar largos pasajes de Platón y Aristóteles con toda exactitud y en griego, era incapaz de una comprensión sutil. Y, sin embargo, Diodoro tenía alguna esperanza.
—¿Filón? —murmuró Eneas débilmente.
Un gesto de desdén, completamente involuntario, pasó por su larga y pálida boca. Después temeroso de haber ofendido de nuevo a Diodoro, añadió de prisa:
—Sin duda debe ser un gran filósofo.
Diodoro asintió.
—Hay muchos en Roma que le aclaman. Si se puede juzgar a un hombre por los enemigos que se ha hecho, también puede ser juzgado por los que le honran. Filón, pese a su juventud, ha recibido ya demasiados honores para que valga mucho.
Hizo una pausa. En muchos aspectos César Augusto se parecía a los «viejos» y olvidados romanos, porque se decía de él que era un hombre moral en comparación con aquellos que rodeaban su trono. Había intentado respetar al Senado; si no podía respetar a los senadores no era culpa suya.
—He oído —añadió Diodoro— que el propio César ha conversado mucho con Filón. De todas formas, sabré pronto si Filón es digno de tanta consideración.
Cruzó sus musculosos brazos sobre el pecho y contempló a Eneas. Continuó diciendo en tono reflexivo:
—Me gustan las definiciones de Aristóteles. En muchos aspectos su filosofía es superior a la de Platón, porque Platón, aunque se consideraba a sí mismo un realista, se escondía en velados misticismos. Pese a que enseñó que los universales tienen existencia, se oscurece a sí mismo con un ropaje poético en su República que, en mi opinión, es una obra de gran elevación. ¿Qué dice Aristóteles de él?: «Amo a Platón, pero más amo a la verdad».
Eneas, para quien Platón era la mismísima esencia de la verdad revelada, sólo pudo parpadear. Luchó esforzadamente por seguir a Diodoro, a quien no creía capaz realmente de comprender a los filósofos griegos. No encontraba palabras, por lo que se contentó con asentir solemnemente.
Diodoro vio que Eneas no le seguía, pero por lo menos la pobre criatura tenía una familiaridad lejana con las palabras de los filósofos. El tribuno se estiró de nuevo.
—Platón, aunque heredó la manía de definir los términos de su maestro Sócrates, no se percataba en realidad de las connotaciones de los términos —dijo el tribuno volviendo de nuevo al asunto—. Él no lo sabía, pero cuanto escribió y dijo era subjetivo. Aristóteles es el verdadero padre de la lógica. El particular absoluto era el único particular que él reconocía. Era completamente objetivo. —Diodoro flexionó, enojado por un instante—. Platón era una paradoja. Pidiendo precisión, se hundió finalmente en el mar de sus generalidades. Es interesante recordar que Aristóteles fue una vez soldado, y un soldado sabe que existen absolutos tales como la disciplina, el honor, la obediencia, el patriotismo y el respeto a la autoridad.
—Ciertamente existen absolutos —murmuró Eneas.
¿Qué, en nombre de los dioses, sería un «absoluto»?
Los fieros ojos de Diodoro brillaron casi con cariño hacia su liberto. Bostezó y bebió su vino hasta la última gota.
—Es también interesante recordar que Aristóteles perteneció a la fraternidad médica de los seguidores de Esculapio. Esto me trae de nuevo a Lucano. Creo que será filósofo a la vez que médico. No le niegues el acceso a tus valiosos manuscritos, Eneas.
Eneas se olvidó por un momento de sí mismo y dijo con orgullo:
—Tiene acceso a ellos ya. Yo mismo le enseño, señor.
—Bien.
Diodoro se desperezó y se puso en pie y Eneas se levantó al instante. «Que Dios proteja al muchacho de las enseñanzas del padre», pensó Diodoro. Hizo un agradable gesto de adiós dirigido a Eneas y volvió solitario hacia su casa a través de la luz de la luna, que era ahora blanca y distinta. Empezó a rumiar su frustración. Le dolía el corazón y recordaba a Iris. Aún cuando quisiera comportarse como uno de los necios cerdos de la Roma moderna, sabía que estaba fuera de su alcance.
Iris, una antigua esclava, la esposa de su liberto, no se atrevería a negarle. Si aún le recordaba con amor, él no podía violar ese amor. Sí, era una matrona virtuosa. Le había mirado esta noche con ojos humedecidos y le había sonreído como posiblemente no podía sonreír a su esposo. Pensó en la doncella predilecta de su madre con reverente ternura, con un sentimiento tan diferente de su amor por Aurelia que no se podía acusar a sí mismo de licencioso ni siquiera en pensamiento. Comparaba a Iris con Diana, la inviolada, eternamente pura.
Miró hacia la luna y, en su profunda sencillez, imploró a la diosa que protegiese a aquella mujer griega que él había amado y a quien aún amaba. Sintió que un pequeño consuelo se adueñaba de él.
No recordó al chico, Lucano, hasta que entró en su casa y encontró a Aurelia ansiosa. La pequeña Rubria había despertado y gemía de dolor mientras preguntaba por su padre.