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Lucano volvió a su casa en la litera de Turbo, y descubrió que estaba contento y sonriente. Se preguntaba cuántos de sus enfermos permanecerían en su hogar esperando sus cuidados. Ramus habría trabajado bien; sentía una tierna compasión, poseía manos hábiles y era amado a pesar de su color, que los griegos despreciaban. Lucano pensó en los griegos modernos. Vivían de las glorias pasadas de su país y las exaltaban, aunque careciesen de grandes hombres de importancia. ¿A qué obedecía aquello? El poeta Esquilo había escrito: «El oro nunca es fortaleza. No existe defensa para aquellos que desprecian el gran altar de la justicia de Dios».

Se sintió sorprendido cuando despidió la litera, al percibir el silencio que reinaba alrededor de su casa. La puerta del jardín estaba abierta, crujiendo a causa de un seco viento rápido, y su sonido resonaba como un eco con incomprensible desolación cerca de la casa. El jardín estaba vacío y no había pacientes esperando. El lugar aparecía lleno de un silencio extraño, ausente. De pronto Lucano sintió que su corazón palpitaba rápidamente y entró corriendo en el jardín llamando a Ramus. Luego vio que algún mal había destrozado su pequeño y hermoso jardín. La diminuta estatua de Eros, que había adornado graciosamente el pequeño estanque lleno de lirios, había sido derribada sobre el agua y aplastada. Los setos de flores habían sido brutalmente pisoteados; las ramas de los árboles frutales habían sido arrancadas y la fruta aplastada. Las matas del jardín habían sido golpeadas y rotas y vio grandes señales negras sobre las paredes de su casa, como si el fuego las hubiese prendido y se hubiese apagado pronto. Entró corriendo en la casa, mientras en su cabeza rugía un ruido interior. Allí también estada todo destruido; su escaso mobiliario, las sillas, mesa, su cama y la de Ramus estaban tiradas y rotas. Los cuadros que él mismo había pintado, y que colgaban de las blancas paredes, habían sido arrancados y pisoteados, la madera destrozada, sus jarrones y botes vaciados, la habitación donde guardaba los instrumentos quirúrgicos mayores abierta, y en ella no quedaba ningún instrumento; sus cuidados frascos rotos, sus paquetes de hierbas abiertos y éstas esparcidas, Todo aparecía abandonado y desolado.

Asombrado, Lucano se llevó las manos a la cabeza y permaneció quieto y atontado. Miró a su alrededor con incredulidad, parpadeando. ¿Por qué aquel destrozo? Y, ¿dónde estaba Ramus, su amigo, su ayudante? Empezó a andar por la casa gritando, mientras sus piernas vacilaban bajo él. Tenía una idea confusa de que los doctores de Atenas desde hacía mucho tiempo le envidiaban y despreciaban. Habían hecho aquello, pero sus pensamientos estaban dispersos a causa de un enfurecido desespero. Ramus no estaba en la casa. De nuevo salió de prisa al jardín, luego fue hasta las paredes; todo estaba destrozado. Fue allí donde, acurrucado y sangrante, encontró a Ramus en estado inconsciente. Se arrodilló junto a Ramus llorando en alta voz porque vio que no sólo había sido golpeado salvajemente sino que, con algún instrumento afilado le habían dado un tajo en la parte alta de su rostro y que la sangre brotaba de sus ojos destrozados. Carentes de visión y ensangrentados se volvieron hacia el iluminado cielo.

De momento Lucano creyó que estaba muriendo. Le alzó contra su pecho y con urgencia le examinó y le tomó el pulso. Palpitaba débil y vacilante, pero Ramus estaba vivo. Lucano, con la cabeza dándole vueltas como en una pesadilla, alzó suavemente a su amigo, y le metió con cuidado en casa, tomó su cartera de médico y volvió con ella. Administró algunos estimulantes a Ramus y colocó una botella que contenía un líquido de olor fuerte cerca de su nariz, e introdujo un estimulante por entre sus rotos labios. Trabajó fervientemente, sin pensar en otra cosa que salvar a su amigo. Una y otra vez, murmuraba:

—Esto es un sueño, esto no ha ocurrido; nadie puede haber injuriado así a un alma tan amable, nadie ha podido hacer esto en mi casa.

No percibió el sonido de pasos que se acercaban. Y se enderezó violentamente cuando una voz tosca y aterrorizada habló tras él.

—Señor, hui cuando hicieron esto… Tuve miedo… Estaban tan furiosos… Perdóname. ¡Eh! ¿Qué han hecho a este pobre hombre…?

Lucano miró hacia arriba y sus ojos azules y dilatados brillaban enfurecidos. Vio que su visitante era un pobre campesino a cuya esposa había curado con éxito.

—¡Sitón! —dijo roncamente—. ¿Qué es esto? ¿Quién ha hecho esto?

Sitón se acurrucó junto a él; las lágrimas corrían por su rostro tostado por el sol, pero mientras contestaba, miraba temerosamente a su alrededor.

—Señor, si supiesen que he vuelto a decírtelo me matarían a mí también. Te están buscando… Te hubiesen asesinado. Fue la mujer, Gata, quien dijo que Ramus producía el mal de ojo. Lo había oído hace tiempo en la ciudad; tuvo un aborto y su esposo levantó al pueblo contra ti.

Lucano comprendió entonces, sintiendo que un nudo le atenazaba la garganta. El marido de Gata era un campesino próspero, dueño de muchos viñedos productivos, hombre malvado, embustero y engañador, que siempre se quejaba de que los ricos y poderosos de Atenas le ofendían y no le pagaban el precio justo de sus cosechas de uva. Sin embargo, él era el labrador más rico de cuantos vivían a muchas leguas a la redonda. Era famoso por su avaricia. Él, su esposa y sus hijos vivían en una casa que los cerdos hubiesen despreciado, aunque sus cuentas de oro en los Bancos de la ciudad eran la envidia de abogados, doctores, gobernantes y escribas. Dos semanas antes había acudido a Lucano en compañía de su astuta esposa, para rogarle, pretendiendo una pobreza absoluta e incapacidad de pagar los gastos que el nacimiento de su quinto hijo ocasionaría, para que el médico les atendiese. Creía que viviendo tan lejos del griego éste desconocería su riqueza, pero un paciente había murmurado al oído de Lucano lo que era, y éste había dicho al labrador, con frialdad, que tendría que pagar una suma modesta, o acudir al médico regular, cuya tarifa sería diez veces mayor que la suya. Marido y mujer habían partido gruñendo y alzando los puños amenazadoramente y llamando a Lucano ladrón y opresor.

—Hoy vino aquí, durante tu ausencia, señor —gimió Sitón volviendo a mirar a su alrededor con temor—; ya sabes que tiene a los campesinos bajo su puño; le deben mucho dinero, porque sólo sus viñedos produjeron buena cosecha el año pasado y las de los demás fueron muy pobres. Parece que esperaba la ocasión de que no estuvieses aquí. Llegó nada más partir tú y declaró a la gente que esperaba tu regreso, que les usabas para realizar experimentos malvados, que eras un brujo, un hombre muy rico que deseabas la muerte de los pobres. Ya sabes que los doctores de Atenas recomiendan el control de los nacimientos entre los pobres de solemnidad. Conoces qué inflamables son los ignorantes y estúpidos, cuán prestos están a creer el mal y la malicie, aunque tú les hayas ayudado durante estos tres años últimos y les hayas curado sus enfermedades. El marido de Gata dijo que había oro en tu casa y que con justicia pertenecía al pueblo…

Sitón miró a Ramus, que empezaba a gemir con agonía. El campesino estornudó, se limpió la nariz y los ojos con el dorso de la mano mientras Lucano se arrodillaba completamente estupefacto.

—Estaba aquí, señor, a causa de mis granos, los que estás haciendo desaparecer. ¿Qué podía hacer yo frente a aquella multitud amenazadora que pedía tu muerte o tu destierro? Atacaron a Ramus y le dejaron por muerto… Señor, debes abandonar este lugar al instante…, volverán para matarte.

Lucano respiró profundamente.

—Ayúdame a meter a Ramus en la casa y a preparar su cama. He de pensar.

—Señor, debes partir al instante.

—Ayúdame, y cuando tenga a Ramus en la cama corre inmediatamente, si sientes hacia mí algún agradecimiento o gratitud, vete a casa de Turbo, el alfarero, y dile que el médico Lucano le ruega envíe una litera para mi amigo y nos dé cobijo en su casa.

En medio del rugiente tumulto y angustia que sentía, un frío pensamiento se adueñó de su mente. No tenía amigos entre los desgraciados a quienes había socorrido; no mantenía relaciones con los ricos, educados e inteligentes de Atenas. Turbo era su única esperanza. Sitón vaciló. Se levantó y alzó las manos. Luego gimió:

—Señor, si te ayudo, se vengarán de mí.

Lucano se levantó a su vez. Su elevada estatura se alzaba sobre el pobre campesino y sus ojos brillaban con ira y disgusto.

—¡Te aseguro que si no me ayudas ahora, Sitón, caerá sobre ti un gran mal!

Sitón le miró, medio encogido ante él; vio el terrible brillar del rostro del médico y no dudó ni un solo momento. Sollozando ayudó a Lucano a levantar a Ramus y meterle dentro de la casa. Luego huyó. Lucano se ciñó un afilado puñal al cinturón, crispó los puños y se sintió invadido por el odio. Luego volvió su atención hacia Ramus que permanecía echado sobre la cama. El negro gemía sin parar y temblaba débilmente. Lucano examinó sus ojos y lloró de nuevo. La córnea había quedado desgarrada y sangrante. Las pupilas estaban destrozadas, arruinadas. Ramus, a partir de aquel momento, sería ciego y mudo. El corazón de Lucano quedó sobrecogido y palpitante, pero sus frías manos de médico atendieron los destrozados ojos y los vendaron. Le volvió a dar un estimulante, aunque pensó, sería mejor que muriese, que despertar al conocimiento de que los hombres son animales que sólo merecen la muerte. «El rico, privilegiado y poderoso no es más perverso que el oprimido, esclavizado y sin hogar. He sido un niño.».

Se sintió desconsolado, vacío y seco como el polvo. El odio rugía en su pecho como un ardiente fuego ansioso de devorar la maldad del hombre y terminar con ella para siempre. Se sentó junto a Ramus y sostuvo la fría mano del negro entre las suyas mientras lloraba sin consuelo. Sara le había escrito con alegría que su nombre era bendecido en todos los puertos y que los pobres le adoraban. Lucano rio amargamente.

La mano de Ramus fue calentándose entre las suyas y los mudos labios se estremecieron bajo los blancos vendajes que cubrían su frente. Lucano se inclinó sobre él y le dijo con voz cariñosa:

—¿Me oyes, querido amigo?

El negro movió la cabeza con un gesto de respuesta. Sus roncos gemidos continuaron y Lucano se dio cuenta, por primera vez, que Ramus podía emitir algún sonido, aunque sólo fuese un gemido.

—Pronto nos llegará ayuda. Tranquilízate. Nos llevarán a un lugar seguro.

Cogió su cartera y sacó un frasco que contenía jalea de opio. Ramus debía dormir; no debía pensar en lo que le había ocurrido, en lo que la gente había hecho con él. Acercó el frasco a los labios del negro y dijo:

—Bebe un poco.

Se preguntó por qué no le dijo: «Bébelo todo». Pero la preparación que había recibido como médico le aconsejaba, incluso cuando su espíritu estaba sumido en la amargura hasta lo inconcebible, que aunque la muerte fuese misericordiosa no podía administrarla. Ramus se adormeció después de beber, pero Lucano se mantuvo sentado a su lado sosteniendo su mano, y por fin el negro se durmió por completo con una débil sonrisa de paz en sus gruesos labios.

A Lucano le pareció que había transcurrido mucho tiempo. ¿Habría tenido miedo el cobarde y débil Sitón para obedecerle? No lo dudaría mucho, pensó Lucano. «Son unos perros, animales bovinos, repugnantes chacales por naturaleza. No tendré jamás misericordia con ellos. Me olvidaré de ellos para siempre. Mi vida ha terminado. Lo que me resta lo daré a mi pobre y querido amigo, seré para él ojos y voz». Empuñó la daga y deseó usarla como otro puñal había sido usado sobre Ramus.

Un enorme y brillante silencio envolvía la casa. Lucano pasó sus dedos con suavidad sobre los vendajes y murmuró:

—Te he despreciado y odiado, porque Tú afliges a los hombres, no sientes misericordia con ellos y nos dejas en las tinieblas. Pero ahora sé que eres rígidamente justo y que no merecemos más que lo que tenemos, e incluso menos que esto. Si has rechazado al hombre es porque no es digno de ser aceptado. Dame sabiduría. Hazme conocer por qué creaste este mundo, porque Tú que eres omnisciente conoces cuán detestable lo has creado. ¿Cómo podrás Tú, Tú que creaste las radiantes constelaciones en medio de la oscuridad, perdonar mis desdenes contra Ti? ¡Ilumíname! ¡Ten misericordia por este buen y querido amigo que te ha estado buscando y llorando por Ti hasta quedar mudo! ¡Ten misericordia, misericordia!

Los dedos que reposaban sobre los vendados ojos empezaron a vibrar misteriosamente. Deseó apartar los dedos de las vendas, pero se sentía paralizado. Sus suaves manos, temblorosas, permanecieron sobre las vendas. Finalmente, después de un momento, pudo retirarlas. Entonces sintió que una extraña debilidad se apoderaba de él y que su cuerpo se estremecía con rara pesadez, como si la sangre estuviese abandonándole.

De pronto, sonó en el jardín una repentina conmoción. Oyó el ruido de pasos apresurados y se puso en pie desenvainando el puñal. La destrozada cortina se abrió y Turbo apareció en la puerta. Estaba emocionado, con el rostro cubierto de lágrimas, y tras él permanecía un grupo de soldados armados. Lucano, al verle, empezó a sollozar. Extendió sus brazos y abrazó al alfarero y Turbo le apretó contra su pecho.

—No te preocupes, querido señor —dijo el alfarero—. Estoy aquí para llevarte a mi casa y también a tu criado. Me siento muy honrado.