44
Anduvo silencioso junto a Lucano mientras le conducía a través de las habitaciones del palacio, cada una de las cuales era siempre más bella que la anterior. En algún lugar escondido cantaban esclavas jóvenes, acompañadas por los dulces sones de la flauta y el arpa. Sonaban risas contenidas tras las cortinas. La luz de las lámparas se reflejaba sobre mármoles y columnas multicolores. Las paredes estaban cubiertas de murales deslumbradores en los que las criaturas representadas parecían poseer vida y movimiento propio. Los suelos eran de mármoles grises y toda la casa estaba perfumada. Lucano pensó que Herodes había construido una casa espléndida para su amigo el procurador de Israel. En todos los lugares brillaban los reflejos del oro y la plata. Las lámparas estaban construidas con cristales de Alejandría. Hasta las habitaciones que los amigos cruzaban en silencio, llegaba la olorosa y penetrante brisa del mar. Lucano vio, en cierto momento, la dorada cúpula de la casa de Herodes a través de las suaves columnas, oyó el sonido de voces distantes y el monótono grito de alerta de los soldados de la guardia. Aparte de aquellos sonidos, una intensa quietud reinaba en la atmósfera del palacio.
Llegaron frente a una elevada puerta de bronce y Plotio dio sobre ella unos golpes en forma de contraseña. Inmediatamente fue abierta por un esclavo armado que se inclinó ante ellos. Plotio le dijo:
—El noble Lucano, huésped de Poncio Pilatos, desea consultar a los médicos del capitán Prisco. Llévale ante ellos.
Hizo un ligero saludo a Lucano y le dirigió una leve sonrisa. Luego se retiró apresuradamente, igual que si fuese perseguido. Lucano le vio marchar y frunció el ceño. El esclavo le condujo a una antecámara y le indicó una silla tapizada de oro, una de las muchas que allí había. Luego le sirvió vino de un jarro de plata. Las copas estaban adornadas con gemas incrustadas de varios colores. Lucano bebió el vino con gratitud y descubrió que tenía un sabor exquisito a rosas y miel. Las elegantes lámparas que iluminaban aquella habitación vacilaban ligeramente a causa de la brisa. Los pies de Lucano se hundían en una rica y multicolor alfombra persa. La tentación de abandonarse a la languidez ejercía allí un poder casi irresistible a causa de la belleza del lugar y la fuerza del vino. Pero Lucano estaba demasiado preocupado para abandonarse. Miró hacia una puerta de ciprés profusamente tallada y esperó a los médicos con impaciencia.
Por fin aparecieron y le saludaron con una inclinación de cabeza digna, con el saludo dirigido a un colega. Lucano, a su vez, correspondió levantándose y haciéndoles también una reverencia. Eran hombres de mediana edad y Lucano percibió que uno de ellos era judío y el otro griego. Se presentaron a sí mismos. El griego dijo:
—Me llamo Niceas y mi colega es el médico Josuá.
El griego tenía un aire sutil y frío que denotaba una naturaleza impersonal. El judío era más bajo, pero en sus ojos brillaba una tranquila inteligencia y viveza. Ambos iban vestidos con elegantes togas azules, bordadas de oro, y los dos llevaban el anillo distintivo de los médicos, montado sobre brillantes joyas. Era evidente que eran hombres importantes y considerados y que se sentían sorprendidos ante los humildes vestidos de Lucano.
Se sentaron junto a Lucano acercando sus sillas a la de él, con el gesto inmemorial de médicos que están a punto de celebrar consulta sobre la situación de un paciente importante. Bebieron el vino que trajeron los esclavos y miraron frente a ellos con gesto reflexivo. Lucano esperó. Los doctores de importancia no se apresuraban porque consideraban que las prisas eran cosas del vulgo. Tenían que mantener una posición y por lo tanto se daban gran tono.
Niceas preguntó por Atenas y Lucano se vio obligado a responderle cortésmente. Niceas mencionó a Isócrates que, al parecer, era su filósofo favorito y Lucano respondió demostrando poseer un profundo conocimiento de aquel filósofo. El griego se sintió complacido. Josuá inclinó la cabeza hacia adelante para escuchar mejor.
—He oído que fuiste educado en Alejandría, Lucano —dijo Josuá con tono paternal—. Creo que Alejandría ha perdido algo de reputación en los últimos cien años. Yo fui educado en Tarso. ¿Qué opinas de las rivalidades entre los médicos de las dos escuelas?
Lucano, devorado por la ansiedad, respondió, sin embargo, con forzada calma. Comprendía que aquellos hombres le estaban examinando a fin de comprobar si carecía de conocimientos y cultura antes de confiar en él y antes de decidir si era o no digno de su completa confianza. Lucano pensó que aquello era como una majestuosa danza sagrada en la que es iniciado un extraño y durante la que se determinará si podrá ser admitido en el ritual.
—Os aseguro, mis nobles colegas —dijo al final con gran exasperación—, que puedo comprender nuestra jerga de médicos, que tengo una gran experiencia y conozco los tratamientos más modernos. Por lo tanto os ruego que comprendáis mi natural ansiedad. Decidme que aqueja a mi hermano.
Durante unos momentos los dos médicos parecieron sentirse muy ofendidos. Los ojos del judío parpadearon con nerviosismo. Lucano, inquieto, creyó percibir un guiño en ellos, pero no estaba seguro porque el rostro del médico permaneció grave y circunspecto como correspondía a su profesión, clásico a lo largo de las edades: cabeza adelantada y pensativa, el codo derecho apoyado sobre el brazo de la silla y el dedo índice tapando parcialmente la boca.
Niceas vaciló mientras reflexionaba. Después Josuá, con una rápida mirada a su colega griego, decidió aparentemente que ya había habido bastantes formalidades. Dejó caer la mano y dijo:
—Comprendemos tu ansiedad, Lucano. Permíteme explicar con brevedad el asunto.
Niceas le dirigió una helada y desconcertante mirada.
—Tu hermano tiene un cáncer en el estómago. La enfermedad ha invadido gran parte del hígado. Nos has pedido que hablemos y, por lo tanto, te lo he dicho con claridad porque yo no creo en las vaguedades. En estas condiciones no puede vivir mucho. Hemos hecho cuanto hemos podido. Le hemos recetado alimentos muy sazonados para despertar su apetito, todo el vino que desea tomar, y calmantes para el terrible dolor que sufre.
Lucano quedó petrificado y lleno de desesperación. Josuá le miró compasivamente. Niceas contempló sus blancos dedos que reposaban sobre su regazo.
—Puede vivir un mes —dijo— o quizá dos, pero, sin ningún género de dudas, no mucho más.
Parecía que estuviese discutiendo tranquilamente el estado del tiempo con dos amigos aristócratas y el asunto no fuese de importancia personal. Lucano, luchando con su ansiedad les odió con furor. Se dirigió a Josuá, en quien percibía un poco de interés y preocupación más humana.
—¿Durante cuánto tiempo ha estado mi hermano enfermo? —preguntó con voz temblorosa.
Josuá se encogió de hombros con un gesto expresivo.
—Estaba ya muy enfermo cuando le trajeron aquí. Creo que ha debido estar sufriendo esa enfermedad por lo menos desde hace ocho meses. Esto explica su pereza, su falta de atención, la pérdida de peso, el tono gris de su aspecto, su aversión por la carne, las infrecuentes pero agotadoras hemorragias del estómago, sus espasmos, la inflamación de las articulaciones. Está en los últimos grados de la enfermedad. No podemos hacer nada por él, sino intentar aliviar su dolor y consolarle. Comprenderás que la enfermedad ha causado trastornos en su carácter que explican su frecuente llanto, porque aún no sabe cuán mortalmente está enfermo, el cuerpo envía a su cerebro señales de preocupación y presentimientos de muerte.
Niceas dijo con voz fría y reprochadora:
—Que el cerebro recibe señales somáticas, Josuá, es una teoría tuya que no puede demostrarse. Estoy firmemente convencido de que el corazón es el asiento de las emociones y los presentimientos. Prefiero las teorías de Aristóteles, aunque en algunos sectores se me considere anticuado por ello.
Los «sectores» eran, aparentemente, el propio Josuá, y los ojos del médico se cerraron por un momento para ocultar su combate interior.
—¡Oh…! —exclamó Lucano fuera de sí—. ¿Debemos discutir de teorías ahora? Dijiste, Josuá, que mi hermano tenía cáncer. ¿Estás seguro?
—Sin ninguna duda —respondió Josuá sin sentirse ofendido. Sus ojos expresaron simpatía—. ¿Deseas examinarle tú mismo?
Los tres médicos se levantaron. Niceas arqueó sus pálidas cejas al ver el tosco y barato estuche de médico que llevaba Lucano, en el que tintineaban frascos de medicinas como en los de un médico rústico. Niceas abrió la puerta de cedro con un aire de suave resignación ante las inoportunidades de los hombres de baja condición.
El dormitorio que había detrás era magnífico, amueblado con los mejores muebles y una cama de oro. Cuatro esclavos velaban junto a ella vestidos de blanco. Lucano corrió hacia la cama gritando:
—¡Mi querido Prisco! ¡Por fin estoy aquí!
Se apoderó de una lámpara de mesa y la alzó sobre el lecho. Prisco yacía allí, y Lucano se sintió abrumado al contemplar el aspecto que tenía, y casi fue incapaz de reconocer en aquel gris y abatido joven a su amado hermano. Los párpados permanecían cerrados sobre unos ojos hundidos, la boca estaba contraída sobre los dientes. Por un momento Lucano pensó que su hermano estaba muerto, porque no parecía ni respirar.
—Duerme bajo la influencia de nuestras drogas —dijo Josuá lleno de piedad y puso su mano sobre el hombro de Lucano—, por el momento, goza de una paz temporal y por eso debemos dar gracias de ello a Dios misericordioso. Sufre mucho.
Prisco movió la cabeza entre las almohadas.
Las lágrimas inundaron los ojos de Lucano mientras examinaba a su hermano a la luz de la lámpara que tenía levantada. Allí yacía uno que le era más querido que su hermano y hermana de sangre, porque él había dado a Prisco la vida cuando estaba muerto. El hermano de su amada Rubria, a punto de expirar como ella había muerto, el preferido del corazón de Iris, el hijo de Diodoro, aquel valeroso y virtuoso guerrero cuyo nombre nunca sería olvidado. Allí yacía en la cama el idóneo y valioso hijo de Diodoro para perpetuar el nombre del soldado muerto, mucho más apropiado que Cayo, que se estremecía ante la vista de espadas o banderas. Aquél era el alegre y moreno Prisco, un tanto inconsciente en su alegría pero reflexivo, que gozaba de la vida y amaba su patria y a sus dioses. Recordó el temperamento de Prisco, afectuoso y considerado, amable y sin embargo firme, alegremente activo y afanoso, amante, inteligente y risueño. Lucano no podía soportar verle así. Puso lentamente la lámpara sobre la mesa y se cubrió los ojos con las manos para no contemplar aquella visión dolorosa.
—Sí, es triste —dijo Josuá suspirando.
Niceas se acercó al lecho, moviéndose como un majestuoso dios, y miró a Prisco como si contemplase un teorema. Prisco se estremeció. Lucano, con los ojos aún tapados oyó la débil voz, estremecida por el deleite.
—¡Lucano… eres tú! ¡He estado esperando…!
Lucano cayó sobre las rodillas y extendió la mano para coger la descarnada mano de su hermano. Estaba fría, seca al tacto y el pulso latía irregular. Vio los ojos de Prisco cubiertos de dolor y agotamiento, aunque animados con el gozo de su presencia.
—Querido Prisco —exclamó Lucano luchando por controlar la agonía que le poseía—. Sí, he venido. ¿Sufres?
Los descarnados dedos apretaron la mano de Lucano como los de una momia. Prisco mojó sus secos labios y miró a Lucano con resolución.
—Dolor —dijo en un murmullo con esfuerzo— es lo que todos los hombres sufren. Esto me dijiste en cierta ocasión Lucano. Un soldado comprende el dolor y no lo rechaza. Pero el dolor del espíritu…, ¿has recibido noticias de casa? —dijo la palabra casa, en tono de desesperada ansiedad.
—Todo va bien —respondió Lucano deshaciendo el nudo que se había formado en su garganta.
Prisco no vería de nuevo su hogar, nunca más jugaría con sus niños sobre las rodillas; nunca más besaría a su esposa ni se acostaría con ella abrazando sus largos rizos oscuros, besando su boca, sus mejillas y sus pechos. Nunca más vería sus huertos y sus campos, sus ganados y sus caballos. Nunca más nadaría en el verde cristal de la corriente o bebería el vino de sus viñedos. Los placeres sencillos y agradables que los hombres aceptan y consideran naturales no serían nunca más suyos porque estaba muriendo, y Lucano comprendió esto al instante. El corazón del médico se estremeció. Luego, instantáneamente, sonrió porque Prisco le contemplaba ansiosamente.
—¿Todo va bien? —preguntó el joven soldado.
—Todo va bien —repitió Lucano.
Prisco suspiró y cerró los ojos contento por un instante. Lucano empezó a examinarle suavemente, y su última esperanza de un diagnóstico falso murió. Encontró la enorme masa palpable en el área derecha del estómago, que podía fácilmente ser apreciada a través de la escasa carne semiextinguida. Los dedos de Lucano se movieron hacia arriba y pudo apreciar que la inflamación se extendía también allí. Las glándulas linfáticas periféricas estaban tremendamente hinchadas en la zona supraclavicular. El examen costó a Prisco dolor insufrible pese a haber sido realizado con suavidad, pero como soldado se mantuvo quieto y rígido. Sus ansiosos ojos no abandonaron el rostro de Lucano, sin una expresión de alivio pero con el gozo de contemplarle. Sabía, en su alma, que no le quedaba mucho para vivir. Dijo débilmente:
—Mi madre, mi esposa, mis niños. Debes decírselo —y no pudo contener un estremecimiento cuando Lucano encontró un lugar particularmente tortuoso—, que he muerto en paz, de un accidente quizá y rápidamente. ¡Ah! —suspiró cuando Lucano retiró sus manos—. ¿Comprendes?
—Sí. Comprendo. —Puso su palma contra la mejilla enfebrecida con gesto paternal y su pecho se agitó. Trató de sonreír—. Pero no todo está perdido —añadió con el tono consolador y mecánico de un médico.
—¡Todo está perdido! —dijo suavemente.
—Hay que tener esperanza —dijo Josuá.
—No deseo vivir más —suspiró Prisco con sencillez—. Hablas de mi cuerpo, buen Josuá. No me preocupa mi cuerpo. —Puso la mano en la de Lucano, como un niño exhausto—. Debo hablarte, hermano mío a solas. Tengo mucho que decirte antes de partir para el último viaje.
—Comprendo —dijo Josuá envuelto en su propia tristeza, porque había llegado a amar a Prisco, como todos cuantos le conocían—, pero no debes cansarte.
—A menos que me libere de mi carga no podré unirme en paz a mi padre, mi madre y mi hermana —dijo Prisco—. Tengo poco tiempo.
—Sólo los dioses saben esto —dijo Niceas fríamente.
Hizo una inclinación de cabeza y Josuá le siguió fuera de la habitación y tras ellos los esclavos. Prisco contempló como se marchaban y luego con un esfuerzo dijo a Lucano.
—Levántame sobre las almohadas, querido hermano, a fin de que pueda hablar con más facilidad.
Lucano le alzó y se sintió abrumado por la ligereza del cuerpo del soldado y su delgadez. Pero sonrió con un gesto de consuelo. La cabeza de Prisco descansaba sobre los alzados cojines y jadeó débilmente durante algunos momentos. Cerró los ojos.
—Debo hablar —dijo con algo del ímpetu de Diodoro—. No debes decirme que no me canse; debo decir cuanto he de decir.
—Sí —dijo Lucano.
La mano de Prisco se aferró a la suya y sonrió débilmente.
—Es una historia terrible —dijo después de unos momentos.
Y su rostro cambió, ensombreciéndose como si acabase de morir entre tortura; y entonces empezó su historia.
Las lámparas vacilaban o se animaban a causa de la brisa exterior que se filtraba entre las columnas. Los olores de Oriente llenaban el aire junto con el sonido de las tintineantes fuentes. Prisco habló sin parar, con un ansia surgida de su última fuerza. Y Lucano no le interrumpió ni una sola vez.
Hacía tiempo que Plotio permanecía en Jerusalén. Había encontrado la ciudad fascinadora y llena de excitación. Los judíos eran un pueblo extraño pero nunca fláccidos o poco interesantes. Miraban a los romanos fríamente y les evitaban, excepto los ricos mercaderes, políticos y propietarios de buques de carga. El pueblo menor y humilde les despreciaba, pero los sumos sacerdotes, cuyas familias estaban dedicadas al comercio y hacían fortuna con los romanos, no.
—El pueblo es a la vez realista y práctico, como nosotros los romanos —dijo Prisco—, y sin embargo están llenos de piedad y misticismo, incluso los más groseros y despreciables mercaderes y fabricantes abandonan las preocupaciones mundanas en los días santos y son tan poco mundanos como las sombras, olvidando todo por completo. El templo se llena con los sacrificios y los perfumes de incienso, suenan gemidos y llantos durante ciertos días, gozo y baile en otros. Los judíos lloran eternamente, incluso cuando sonríen y hablan de un Mesías que les librará alguna vez de Roma y que pondrá su pie sobre el postrado pecho de Roma y nunca la permitirá volverse a alzar.
Prisco, joven y lleno de curiosidad, había oído mucho de la religión de los judíos porque deseaba ser amigo de aquellos que rechazaban su amistad. Pero nadie discutía de religión con él, ni siquiera los mercaderes y amigos comerciantes. Ante aquel asunto retrocedían, sus gruesas caras de color de vino se oscurecían y se hacían reservados. Empezaron a correr rumores sobre un extraño Rabí del campo, sin ninguna educación, procedente de las montañas de Galilea, de una gente despreciada en Jerusalén por los hombres cultos y mundanos. Era un hombre sin familia ni riqueza. No tenía nada más que los pobres vestidos que llevaba puestos y las sandalias de esparto en sus pies; no poseía ni caballo ni litera, ni siquiera el más indigno de los asnos. Sin embargo, cuando iba a Jerusalén, era rodeado por las multitudes, cuando avanzaba, ellos avanzaban también, escuchándole. Se rumoreaba que había curado enfermos y resucitado muertos. Los sacerdotes al principio, se reían, luego se enfurecieron. Para Prisco aquello no tenía ningún significado porque nunca comprendía a los judíos, sus muchas y rivales sectas, su insistencia sobre ciertos rituales, sus constantes argumentos acerca de pequeñeces respecto al significado de los profetas antiguos, incluso la plebe de la calle discutía y peleaba acerca de aquellas cosas. Seguían su religión con rigor y devoción y la observaban meticulosamente. Y era así tanto para el hombre más ruin como para el más alto y más honrado. Carecían de duras supersticiones cínicas acerca de su religión, como tenían los griegos, y no tenían las vulgares de los romanos. Aquello, sin duda, explicaba la excitación acerca del Rabí, del que se rumoreaba que había resucitado muertos, curado enfermos y realizado otros muchos milagros. También explicaba la ira de los sumos sacerdotes que despreciaban a la gente común y encontraban incluso sus sacrificios indignos. El Rabí estaba invadiendo sus sagrados privilegios y distrayendo al pueblo de sus deberes. Casi tan malo como esto, se rumoreaba que incitaba al pueblo contra Roma y aquello era mucho más peligroso.
Se rumoreaba, por fin, con inmensa excitación, que Él, era el Mesías. Él rescataría a su pueblo, Israel, del poder de Roma, y con legiones de ángeles alejaría a las legiones romanas de las paredes de Jerusalén. Por primera vez a partir de la aparición de aquel rumor, Poncio Pilatos, que nunca se metía en los asuntos de los judíos, porque era un hombre discreto, empezó a preocuparse. Que los judíos luchasen entre ellos mismos como hacían interminablemente sobre alguna doctrina no le preocupaba, en tanto que sus luchas no amenazasen la autoridad de Roma. El tetrarca, Herodes medio griego y medio judío, fue abordado por los sumos sacerdotes que declararon que los judíos peligraban a causa de las enseñanzas de aquel miserable Rabí, que no sólo había afirmado que Él había llegado para cumplir la ley de los profetas y que los sacerdotes estaban engañando y oprimiendo al pueblo, sino que causaba confusión y peligroso desvío en las relaciones pacíficas entre los judíos y sus señores romanos. Herodes discutió el asunto con Pilatos que visitaba Jerusalén aunque no le gustaba la ciudad, y se sentía violento porque aquella visita era forzosa. Llamó a Plotio y a Prisco ante él y les interrogó. Plotio se encogió de hombros y declaró que los sacerdotes estaban siempre frenéticos y no se les debía escuchar seriamente. Prisco habló a Pilatos de los rumores de milagros y Pilatos se echó a reír. Pilatos se preocupó más por un posible alzamiento de los judíos que del Rabí como persona.
—No estoy seguro de lo que ocurrió a continuación —dijo Prisco con voz monótona y débil, mirando con unos ojos agudos y lívidos a su hermano—. Los asuntos de los judíos no significaban nada para mí. Me dijeron que los sumos sacerdotes solicitaban la muerte del errante y descalzo Rabí y que fue llevado ante Pilatos para ser juzgado. Pilatos no encontró en él ninguna culpa pero la multitud aulló pidiendo su muerte, no porque no les gustase particularmente sino porque deseaban excitación. Era la Pascua de los judíos y yo estaba allí encargado de mantener la paz. En la Pascua los judíos se dirigen a nosotros como egipcios y esto es incomprensible e insultante. Mis amigos judíos se apartaban de mí durante este período. Ocurrió en la víspera de la Pascua, la excitación en la ciudad acerca del Rabí crecía de una forma incontenible. Varios grupos luchaban en las calles y maldecían a los soldados que les separaban.
Entonces Prisco recibió órdenes de ejecutar al Rabí con dos ladrones que habían sido condenados a muerte. Era tan sólo una tarea desagradable y Prisco cumplió las órdenes que había recibido.
Era costumbre bajo la ley romana que aquellos criminales condenados a muerte en la cruz por más viles, fuesen azotados antes de la ejecución.
Prisco había ordenado a dos de sus oficiales inferiores que actuasen en aquella ocasión, el Rabí estaba en la prisión esperando su último castigo. Él esperaba la hora en que debía conducir a sus soldados y a los verdugos al lugar acostumbrado, un monte conocido con el nombre de Gólgota o lugar de la Calavera. Permaneció sentado en su caballo, aburrido hasta la fatiga, porque había pasado varias horas en su taberna favorita la noche anterior y estaba inquieto por causa de aquella tarea tan insignificante que le había sido encomendada. El criminal era tan sólo un desgraciado judío, comido de pobreza e indigno de la atención de un oficial como él. Miró a su alrededor a los turbulentos y excitados movimientos con un gesto ligeramente curioso. Pero los judíos estaban siempre excitados y con frecuencia por las cosas más insignificantes. Oyó las maldiciones contenidas que le eran lanzadas y permaneció sentado en su caballo entre sus oficiales; pero los judíos especialmente cuando se acercaban sus días santos maldecían frecuentemente a los romanos aún cuando en otras ocasiones se sentían amistosos con ellos. No era que importase. Incluso se echó a reír divertido e intercambió chistes con sus oficiales y bostezó de hastío.
La multitud se había reunido a lo largo de la estrecha calle que conducía desde la prisión al lugar de la Calavera. Prisco se sintió repentinamente abatido por la expresión de aquella gente. Los volubles judíos permanecían de forma rara y silenciosa. Cientos de mujeres lloraban abiertamente, otras sostenían a sus pequeños hijos en alto, como hacen las madres que desean que ellos vean el paso de un príncipe o un alto potentado. Muchos hombres retorcían sus manos, lloraban en silencio o se daban golpes en el pecho. Un extraño aire de ruina se cernía sobre la ciudad y sobre la gente. Una cálida y misteriosa luz bañaba la tierra, era como si el sol hubiese perdido su color dorado natural y se hubiese transformado en un furioso incandescente. Ante esta luz los colores de los vestidos de la gente tenían un vívido resplandor; rojo y azul, rayado de rojo y blanco, amarillo y negro, rosa y esmeralda; brillaban de tal forma que parecía que iban a estallar en lágrimas. Los rostros se hicieron impresionantes, las facciones, las caras, las líneas de nariz y boca, el color de los ojos, el brillo de la frente y de la barbilla, incluso de aquéllos más distantes, poseía una perfilada claridad y vehemencia. El olor de sudor impregnaba el ambiente. No había sacerdotes en aquella confusa y sorprendente multitud que había realizado su tarea, pues estaban en el templo preparándose para la Pascua. Prisco miró hacia el inquieto cielo. Sobre los montes bronceados, éste tenía un color muy peculiar. Era como si una parte estuviese ardiendo más allá del lugar de las calaveras, lanzando al aire un vapor rojo pálido y púrpura que ascendía al infinito. Prisco llamó la atención al oficial más cercano. Éste era un joven supersticioso y miró aquel movimiento maligno y coloreado con desmayo.
—¿Quiénes son los que vamos a ejecutar? —preguntó.
Prisco había respondido:
—Tan sólo tres criminales.
El joven oficial había tocado un amuleto y movido su cabeza murmurando:
—No me gusta esto. Aquí hay portentos.
Prisco se había reído de él, pero se inquietó en su caballo. Respiró el aire, llameante y lleno de polvo amarillo. Bajo su armadura sudaba.
Después de un movimiento alborotado se percibió una gran algarabía ante las puertas de la prisión. Un rugiente grito llegó a sus oídos y el profundo gemido de los quejidos. Prisco y sus oficiales cabalgaron hasta sus puertas. Un hombre era arrastrado hacia adelante por los soldados. Era un hombre alto, de dorado cabello y barba recia. Parecía postrado. Llevaba puesto un vestido blanco rasgado y sobre él una capa color de tela muy pobre. Sobre su alta cabeza una corona de espinas había sido colocada y su pálido rostro estaba bañado de sangre.
—¿Qué es esto? —murmuró el joven oficial a Prisco.
Pero Prisco no podía responder.
Vio el rostro del criminal que, a pesar de la suciedad y la sangre, era de una nobleza más allá de toda imaginación, tranquila y amable y parecía irradiar una luz propia, mayor incluso que la furiosa luz del sol. Su compostura era la de un Rey, majestuosa y santa, libre de todo miedo. Un frío horror que no se pudo explicar se apoderó de Prisco. Aquél no era un criminal, aquél era un hombre de la más alta sangre. Sus vestidos tomaron un tono de magnífica púrpura. La corona de espinas era una corona de oro. El horror aumentó en Prisco. ¿Era aquél el desgraciado Rabí, en verdad? ¿Era aquél el campesino sin familia y sin riqueza? Parecía increíble. Tenía el aspecto de un Emperador, aunque los soldados le empujasen y golpeasen riéndose de Él, en la forma más grosera que acostumbraban, y le escupiesen en el rostro.
—¡Salve, oh rey de los judíos! —gritaban los soldados.
La multitud callejera aullaba. Pero cientos de mujeres cayeron sobre sus rodillas y extendieron hacia adelante sus brazos, cientos de hombres gimieron y sus ojos se inundaron de lágrimas deseando ser niños para llorar abiertamente. La escena era demasiado caótica para un solo par de ojos y los de Prisco se alocaron tratando de abarcarlo todo. Pero finalmente no pudo ver más que al condenado, que vacilaba bajo los golpes de los soldados.
Prisco condujo su caballo y sus manos temblaron cogidas a las riendas. Hizo un gesto a sus oficiales y empezaron a andar hacia las puertas de la ciudad que estaban completamente abiertas. Prisco se dijo a sí mismo: «¿Quién es este que está a punto de morir?». Miró hacia atrás. Una cruz había sido colocada sobre los hombros del débil Rabí y vacilaba desesperadamente bajo su peso, tratando de mantenerse firme bajo los brutales golpes de los soldados. El horror se profundizó en Prisco. Metió la mano bajo su propia armadura y tocó su amuleto, un talismán contra el mal, pero el metal ardía en sus dedos y estaba húmedo a causa del sudor.
A su alrededor oía los más ensordecedores rugidos, lamentos, gritos y sollozos. La luz era insufrible, era como si el resplandor del sol se hubiera multiplicado. Su fulgor traspasaba sus párpados e inflamaba su frente. El olor humano y el ácido sabor que se elevaba le producían náuseas al joven romano. Empezó a dolerle fuertemente la cabeza, sus huesos temblaban y se estremecía, era demasiado fuerte para él. Tuvo que cerrar sus ojos para escapar de la furia y resplandor de la fiera luz. Los edificios, aún los más lejanos, danzaban salvajemente ante él, olas de color se extendían sobre todas las cosas, dándoles aspecto de locura e inestabilidad. Y más allá del Gólgota, las nubes rojas y púrpura llenaban el cielo como llameantes lenguas, encendiéndose sobre los cielos al rojo vivo, saltando tras el cobrizo monte.
Un grito todavía mayor surgió de la multitud; de nuevo Prisco miró hacia atrás. El criminal había caído en el polvo; una mujer joven, con el rostro cubierto de lágrimas, limpiaba su rostro. Un soldado había gritado terminantemente a un mirón y el hombre, negro de piel y enorme corpulencia se acercó al instante y alzó la cruz sobre los hombros del condenado. Con ayuda de los soldados colocó la cruz sobre sus propios hombros y permaneció en posición inclinada y con una profunda sonrisa jugueteando en sus labios. Miró al cielo, las lágrimas y el sudor empezaron a correr por su carne bronceada por el sol. Avanzó dócilmente, como quien está sometido a un sueño extático, con fuerza y sin vacilaciones. Era como si llevase con orgullo sobre sus hombros la litera de un rey. Tras él avanzó el criminal tropezando, sus labios se movían silenciosos. El populacho le siguió como un río multicolor, gritando y gimiendo, agitando sus puños en el aire. Y sobre todo aquello caía una estremecida y ultraterrena luz.
Entonces Prisco oyó una voz, hablando en un arameo cerrado, pero pura, segura y firme como la voz de un rey:
—Hijas de Jerusalén… no lloréis por mí, sino por vuestros hijos. Porque he aquí que días vendrán que los hombres dirán: «Benditas sean las estériles y los vientres de las que nunca parieron y los pechos que nunca amamantaron». Luego dirán a las montañas: «Caed sobre nosotros», y a las colinas: «cubridnos».
Prisco se sintió asombrado por aquella voz y las extrañas palabras que había pronunciado. Era como si mil oráculos hubiesen hablado, era como si Apolo, conmovido por la agonía de los hombres, hubiese llorado por ellos, era como si Zeus hubiese lanzado sus rayos sobre ellos, y el pueblo tan clamoroso, tan estremecido y roto de dolor quedó silencioso por un momento.
—¿Quién es Él? —preguntó el joven soldado a Prisco, pero Prisco no pudo responder.
El tortuoso camino se extendía ante ellos, ascendiendo hasta el Gólgota. Prisco se dijo en una inexplicable desesperación: «No debo mirar hacia atrás otra vez».
No podía cerrarse ante la conciencia de una tremenda lamentación que se mezclaba con aquella luz, el lamento que seguía al condenado como una marea de tristeza y desesperación. Y sobre toda aquella marea se alzaban los gritos de la plebe callejera, ansiosa, como siempre, con su instinto de odio y amenaza para la víctima.
Las murallas amarillas de la ciudad quedaron atrás y el estrecho camino se alzó empinado hacia el monte Gólgota, cuyo bronceado color ardía y semejaba el humo de un fuego devorador. Las piedras rodaban bajo los cascos del caballo de Prisco que retrocedía tropezando. Podía oír el repiqueteo de los cascos de sus seguidores y sus aterrorizadas y contenidas maldiciones. Sorprendido, miró a su alrededor; el paisaje abrasaba por el calor, las montañas con terrazas sobre las que descansaban cipreses y olivos, eran trozos de jardines verdes. Pero todo tenía un brillo siniestro de pesadilla. El sudor descendía por el rostro de Prisco que se quitó su yelmo para secarse la frente y el rostro. Su respiración se hizo pesada con profundo esfuerzo. «No debo pensar —exclamó para sí—. Estoy enfermo, veo con ojos de enfermo. Esto no tiene importancia, es sólo la ejecución de un criminal para Roma, un incitador de la multitud contra su autoridad».
El terror de aquella situación continuaba oprimiendo su carne, su mente y su alma. Se sintió abrumado ante el tono del cielo sobre el monte; las llamas encendidas se elevaron más y más como devorándolo todo. Podía en realidad, sentir su palpitación. Su espíritu romano supersticioso se acobardó. Las lamentaciones llenaban el aire.
Prisco dijo al oficial que tenía ante sí:
—Haced retroceder a la muchedumbre. Que no cubran la cima del monte, han de permanecer abajo. ¿Quién sabe lo que pueden hacer con nosotros? Somos pocos y ellos son miles, crecidos por la excitación y la emoción.
Los oficiales dieron media vuelta y en sus caballos, que se resistían; descendieron contra la multitud, pero Prisco no miró hacia atrás, jadeante, dejó caer la cabeza contra su pecho y esperó. Después de un poco, le pareció que los gritos y los quejidos disminuían ligeramente y sus oficiales y soldados hicieron retroceder con fuerza a la gente para evitar que siguieran ascendiendo. Entonces Prisco vio que dos cruces estaban siendo levantadas contra el amenazador y humeante cielo, dejando un lugar entre ellas. Pudo ver los hombres desnudos claramente, aunque estaban abajo y a cierta distancia. Eran rostros oscuros y contorsionados, sus brazos extendidos en agonía sobre las cruces, uno de ellos gimiendo.
Sus oficiales volvieron de nuevo a su alrededor y el más joven de ellos dijo:
—Les hemos hecho retroceder, no se entrometerán, porque nuestros hombres tienen las espadas desenvainadas.
Entonces Prisco se sintió impelido a mirar hacia atrás. El pueblo cubría los lugares inferiores del monte como un bosque turbulento de muchos colores, se movía constantemente, estremeciéndose y agitándose en todas partes. Ante ellos pasaba la pequeña procesión del portador de la cruz; unos pocos soldados y el condenado. El Rabí ascendía con movimientos débiles y la cabeza inclinada. Sin embargo, todo su aspecto era real, era un rey cautivo que esperaba la ejecución. Prisco le miró con una terrible intensidad y en aquel momento Jesús alzó el rostro y los ojos azules brillaron con ardor. Su manto rojo pendía de sus hombros como un manto real.
A pesar de las precauciones, ya había un grupo esperando en la cima del monte, unas pocas mujeres silenciosas; un joven o dos vestidos pobremente y, para la inexpresable ira de Prisco, unos cuantos fariseos y escribas a quien él reconoció. Llevado de toda su fuerza, Prisco ascendió el último trozo difícil y dijo a los fariseos con voz ronca:
—¿Qué estáis haciendo aquí, ante la ejecución romana de criminales bajos?
Uno de ellos se inclinó servilmente y respondió:
—Estamos aquí como testigos, porque corre el estúpido rumor de que este turbulento desgraciado, Jesús, no morirá, sino que vivirá y descenderá de la cruz y conducirá al pueblo a la anarquía y levantamiento contra la paz. Nosotros debemos decir al pueblo después lo que hemos contemplado y esto será el fin de todo.
Prisco, no supo por qué, dijo en alta voz:
—No, no será el fin. Nunca será el fin.
Y golpeó el puño contra su espada, mientras el sudor empapaba su rostro.
Los fariseos fruncieron el ceño y se consultaron unos a otros; luego se encogieron de hombros mientras los escribas respiraban fuerte. Pero Prisco, respirando pesadamente ante el temeroso silencio en la cima del monte, volvió su atención hacia las mujeres. Sin embargo, tan sólo vio a una en realidad. Una mujer ligera, de edad indeterminada, porque su pálido y liso rostro podía ser el rostro de una muchacha como el de una mujer madura, serena pero rígida a causa del dolor. Pensó: «¿Es ella su hermana, su esposa, su madre? No, es imposible que ella sea su madre, porque tiene el aspecto de la eterna juventud y es muy hermosa, más hermosa incluso que mi madre adoptiva Iris o mi hermana Aurelia». La mujer le miró como si oyese sus pensamientos, volviendo el profundo azul de su rostro hacia él, un rizo o dos, dorados a la luz del sol, se habían escapado del velo azul oscuro y se mecían sobre su blanca frente movidos por un repentino viento. Su boca era dulce y sin color, llena de ternura. Pero tenía una serenidad que impresionó a Prisco, la firmeza de su cuerpo juvenil, la paz de su importante belleza. Estaba vestida de lienzo tosco, y en sus hombros pendía una túnica azul de la misma tela. Prisco deseaba hablar con ella, porque ella tenía una quietud tan noble y un aspecto de pacífico dolor. No supo por qué, desmontó y se acercó hasta ella. Ella vio cómo se acercaba, su condolido rostro se volvió hacia él. Prisco intentó que su voz sonase ruda:
—¿Quién eres y quiénes son los que están contigo?
Ella respondió amablemente:
—Soy María, su madre, y éstos son nuestros amigos.
Deseó ordenarle que descendiese. Luego vaciló. Ella continuó mirándole con tranquilidad, penetrándole con sus ojos. Sus manos estaban cruzadas juntas, dos mujeres permanecían junto a ella como doncellas de una reina. Lloraban, pero ella no lloraba. Una profunda dignidad la rodeaba.
—¿Tú eres su madre? —dijo Prisco entristecido, pensando en Iris y la madre que nunca conoció, y se sintió lleno de la tristeza de todas las madres del mundo.
María inclinó su cabeza, sus ojos azules continuaron alterándole. Él hizo un gesto de incertidumbre.
—No será una visión agradable para una mujer.
—Yo lo he sabido desde hace mucho tiempo.
Él la miró parpadeando, ella sonrió un poco, y de nuevo pensó incoherentemente en la compasiva sonrisa de Iris. ¿Cómo era posible que aquella mujer se entristeciera por él, el verdugo romano de su hijo? Deseó hablar más con ella, pero sus ojos le habían dejado, dirigiéndose hacia su hijo, que llegaba en aquel momento hasta la cima, y un estremecimiento como el reflejo en el agua, recorrió todo su cuerpo, dio un paso hacia delante con las manos extendidas en la eterna actitud de una madre. Las demás mujeres pusieron sus brazos alrededor de ella y la hicieron retroceder. Los colores llameantes de fuego, rosa y púrpura, iluminaron su rostro.
Los oficiales de Prisco miraron asombrados a su superior desmontado, que se había dignado acercarse a una pobre mujer judía. Vieron su expresión miserable, su incertidumbre, sus ojos llenos de desesperación y se asombraron más por su intranquilidad. El joven oficial murmuró para sí su encantamiento contra los acontecimientos adversos. Los fariseos y los escribas permanecían aparte, los fariseos fríos de aspecto y silenciosos, los escribas murmurando entre ellos. Entonces Prisco, mirando al silencioso prisionero que permanecía; de pie ante él y viendo las gotas de sangre que descendían sobre su rostro, procedentes de las espinas de la corona y su absoluto sufrimiento, exclamó:
—¡Terminemos con el asunto, en nombre de todos los dioses!
Se volvió hacia un lado con gesto desordenado y vacilante.
—¿Dónde hay vino y una copa? —dijo a uno de sus oficiales que le miró cegado por un momento, quien se dirigió a su saco colgante de la silla y trajo un recipiente de soldado que contenía vino y una tosca copa.
Desmontó y lo puso en las temblorosas manos de Prisco.
—Opio también —murmuró Prisco deseando dar al condenado algo de insensibilidad para el dolor.
Sin hablar, el oficial sacó de una caja de madera un poco de opio y lo vertió en el vino.
La amenazadora y tremenda luz aumentó como la temible luz del Olimpo. Prisco se acercó al condenado y todo el monte quedó en silencio. Las mujeres dejaron de sollozar. Entonces Prisco permaneció ante Jesús y le miró de lleno el rostro, su voz apenas salía de su garganta. Los ojos divinos le miraron directamente como si penetrasen hasta su alma y Prisco pensó con terrible asombro: «¿Quién es Él?».
—Bebe —dijo—. Te ayudará.
Pero Jesús movió la cabeza ligeramente rehusando, sin embargo, inclinó la cabeza agradecido. Entonces, la mirada que hizo a Prisco era más tierna, más gloriosa y más increíblemente amable y gentil. Prisco retrocedió ante aquella mirada. Sumido en mayor terror y asombro que antes, hasta que tropezó contra su caballo.
—Que se consume —exclamó—; terminemos de una vez.
Y escondió su rostro sobre el cuello de su caballo, temblando. Prisco permaneció junto al caballo con los ojos cerrados. Desde abajo en la lejanía, como el sonido de un doloroso mar, surgían quejidos y lamentos. Pero ante ellos, Prisco no se atrevía a volverse. Llegó el sonido de los martillos. ¿Por qué todo estaba allí tan silencioso? ¿Por qué no gritaba el condenado cuando los clavos atravesaban su carne?
Y entonces Él habló en voz alta:
—Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen.
Prisco sintió un horrible estremecimiento recorrer toda su carne, y su caballo se agitó bajo su presión. ¿Está implorando a Dios?, se preguntó Prisco a sí mismo en medio de la turbia confusión de su mente. ¿Por qué deben los dioses perdonar, y a quién deben ellos perdonar? ¿A mí? ¿Al pueblo? ¿A los verdugos? ¿Qué locura es ésta? ¿Por qué debe cualquier hombre perdonar a sus enemigos o implorar a los dioses que lo hagan, cuando está sufriendo y la agonía y la muerte están sobre él?
El joven soldado deseó que la oscuridad descendiese sobre él y desmayarse para no ver nada más. Pero la terrible luz penetraba a través de sus párpados y alzó su cabeza retirándola del cuello del caballo y se sintió impelido a mirar. Los verdugos habían terminado su tarea, el condenado había sido atado desnudo, excepto por un ligero lienzo alrededor de su cintura. Los hombres empezaban a alzar la cruz para colocarla entre los dos ladrones, contra el estremecedor cielo. La cruz era mayor que la de los otros y en contraste con la oscura y tosca madera, el cuerpo del hombre que colgaba, era blanco y suave como el alabastro y semejaba brillar. Parecía no darse cuenta de su angustia, sus ojos tranquilos contemplaron a la mujer, su madre, y le sonrió amorosamente como para consolarla y darle seguridad. Luego los separó de ella y miró hacia abajo a la inquieta multitud que se extendía en la parte superior del monte y luego contempló a la ciudad a lo lejos, sus retorcidas paredes amarillentas bañadas en aquella luz ultraterrena, sus tejados y cúpulas iluminadas. Suspiró ostensiblemente y momentáneamente cerró sus ojos.
Entonces un silencio atemorizador se extendió allí. María se había sentado sobre una gran roca con el rostro cubierto por las manos, las mujeres arrodilladas ante ella consolándola, sus amigos, tan pobres como Él, permanecían en un grupo sin dejar de mirar al condenado. Eran jóvenes, evidentemente muy jóvenes, sus pequeñas barbas se movían en sus mejillas por el más ligero de los vientos y sus rostros estaban cubiertos de lágrimas.
Un joven oficial, un centurión, tocó el hombro de Prisco en tono de pedir disculpas.
—Los soldados esperan tu señal, noble Prisco —murmuró—. Como sabes, la ley les permite que se dividan los bienes de aquellos condenados a la muerte.
Prisco le miró distraído porque todo se movía ante él. Los impacientes soldados se dividieron los vestidos de Jesús y se quejaron entre ellos de que fuesen tan pobres y de que no hubiese ninguna bolsa de dinero o algo de más valor. Descontentos, y después de haber bostezado, se apartaron un poco y se arrodillaron para jugar a los dados. Pasaría algún tiempo antes de que pudiesen marcharse. Aquellos que eran crucificados morían lentamente. Era tedioso. Las mujeres permanecieron sentadas como estatuas. Entonces Prisco vio que sobre la cabeza del moribundo había sido clavada una inscripción que estaba escrita en letras griegas, romanas y hebreas: «Éste es el Rey de los judíos».
Un golpe de aplastante ira invadió el corazón de Prisco ante aquella burla. Apretando sus puños se acercó a la cruz y miró al crucificado. Sus dientes castañetearon. Trató de hablar. Los ojos misteriosos le miraron con una sonrisa azul que contenía compasión y agonía. Prisco colocó su mano contra la parte inferior de la cruz y se sintió lleno del deseo de caer al suelo y llorar. Se volvió hacia un lado y vio que su mano estaba manchada de sangre y miró la brillante escarlata estupefacto. Como un ruido de violento choque de huesos podía oír el juego de los dados de los soldados y la excitación de sus apuestas. Un grupo de escribas y fariseos se acercó también a la cruz. Uno de los fariseos miró hacia arriba al moribundo y dijo severamente:
—Que se salve a sí mismo si es el Cristo, el elegido de Dios.
La atención de los soldados que apostaban fue atraída por su voz y ellos estallaron en risas. Uno de ellos, un joven, se acercó a la cruz con una copa de vino en su mano. Con gesto incierto, pero no hostil, sino más bien estúpido. Alzó la copa a Jesús y dijo casi en tono amistoso:
—Si tú eres realmente el rey de los judíos, sálvate a ti mismo.
Pero el moribundo no habló. Un pálido velo azul había cubierto sus ojos, parecía haberse sumido en una insondable contemplación.
Uno de los ladrones gemía terriblemente. Volvió su ruidosa y torturada cabeza hacia Jesús y sus oscuros rasgos estaban contorsionados. Trató de escupir al rostro heroico, pero su saliva cayó en el polvo. Luego exclamó:
—Si tú eres el Cristo, sálvate y sálvanos.
Y cayó en un gemido y ahogado maldecir.
Prisco se movió convulsivamente, deseó elevar su espada y cortar los labios del ladrón. Pero antes de que pudiese desenvainarla el otro ladrón decía con voz débil y reprochadora:
—¿No temes ni siquiera ahora a Dios, viendo que estás bajo una misma sentencia? Y ciertamente con justicia, porque recibimos lo que nuestros actos merecen. Pero este hombre no ha hecho ningún mal.
Prisco quedó transfigurado, su mano cayó de la espada. El segundo ladrón volvió la cabeza a Jesús y sus burdos rasgos temblaron mientras las lágrimas caían de sus atormentados ojos. Su pecho se agitaba y sus brazos se retorcían sobre la cruz. Sollozó en alta voz. Luego dijo humildemente:
—Señor, acuérdate de mí cuando entres en tu reino.
Y se inclinó hacia Jesús como si su miserable alma fuese impelida por una tremenda fuerza y como si todo su espíritu se sintiese atraído hacia su compañero. Jesús no pareció oírle durante algunos momentos. Luego levantó la cabeza y de su penetrante contemplación que se extendía hacia abajo de la sollozante multitud habló. Su voz era aún más fuerte, clara, amable. Miró al segundo ladrón con una compasión ultraterrena y sonrió:
—Amén, te digo que hoy estarás conmigo en el paraíso.
De nuevo miró a su madre y de nuevo una luz recorrió su espectral figura sobre la cual la sangre corría como rubíes. Como si hubiese oído una orden, alzó su caída cabeza y madre e hijo se miraron otra vez y hablaron juntos en una lengua que no fue oída por ningún hombre. Prisco les contemplaba y su corazón latía de temor con un furioso deseo.
Transcurrió un tiempo incontable. Prisco había caído en un estado de semisueño. Creyó que había permanecido siempre en aquella forma, su cabeza apoyada contra el cuello del caballo, su enfermedad siempre apoderada de él. Pensó que no había conocido otra cosa toda su vida, que el brillo de aquella luz sobre los yelmos de los soldados, mientras permanecían arrodillados jugando, sus llameantes manos y la iluminación que parecía danzar sobre sus armaduras. Había visto siempre aquellas hirvientes nubes coloreadas como vapor, ascendiendo inflamadas hacia el cielo rojiblanco. Y siempre su vista había estado fija en aquellas tres cruces y había contemplado la blanca figura contra la oscura madera, congelada eternamente, y nunca dejaría aquel lugar o nunca sabría nada más de nada.
Los jóvenes amigos de Jesús se habían acercado hacia la cruz postrándose ante ella, como si un rayo hubiese caído sobre ellos, sus posturas abandonadas e inmóviles de dolor, sus cabezas inclinadas contra la madera. Las mujeres permanecían sentadas aparte. María mirando ante ella, como si mirase a las edades venideras, su noble cabeza elevada por encima de la de las demás mujeres.
El joven centurión se acercó de nuevo a Prisco. Estaba muy pálido y murmuró:
—Prisco, no me gusta esto. Hay algo amenazador aquí.
Prisco humedeció sus enfebrecidos labios.
—Dame vino —dijo.
El capitán centurión le dio vino, vertido cuidadosamente. Pero sus ojos continuaron contemplando el cielo. Prisco tomó la copa y bebió de un tirón, era un vino pobre y ácido, que le enfermó. Vertió el resto en el suelo y se sintió estremecer.
Era la hora sexta. La atronadora luz vibraba más cegadora que antes, como si estuviese tomando fuerza para transfigurarse, en una enorme conflagración. Prisco pasó sus manos sobre su rostro, encontrando corrientes de agua. Los dos ladrones crucificados antes habían caído en la inconsciencia de la muerte. Pero Jesús aún contemplaba la ciudad como si pensase y no se diese cuenta de que estaba muriendo.
Y de pronto la luz se fue. Había desaparecido tan completamente como si la noche se hubiese extendido sobre la tierra. Los soldados arrodillados que apostaban en su juego, saltaron y se pusieron en pie con un grito de terror. El centurión, con renovado pánico, se agarró a los hombros de Prisco como buscando protección. De la multitud que se extendía debajo surgió un poderoso gemido. En aquel instante la tierra se estremeció como un barco agitado por una gigantesca ola y el sonido como de un trueno recorrió las tinieblas. La tierra vaciló y se retorció como si en sus entrañas surgiese un enorme quejido del fondo del mundo y del cielo.
—¡Es cierto! ¡Es cierto! —exclamó Prisco.
Pero no sabía qué es lo que quería decir. Se agarró fuertemente al cuello de su caballo aferrándose. El débil pensamiento de que tenía que inspirar valor a sus hombres acudió a él, pero sus piernas vacilaban.
Entonces todo el aire se llenó por una poderosa voz, alzándose firme y llena de gozo.
—Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu.
La oscuridad se hizo más profunda. Los soldados se agruparon temerosos. Los fariseos y los escribas retrocedieron hacia abajo murmurando silenciosamente y cogiéndose los brazos unos a otros. Pero Prisco miró a la cruz central con ojos desolados. La figura sobre ella era la única luz en aquella aterradora oscuridad y era como un fuego blanco que parecía tender y elevarse hasta el mismo cielo por encima del monte. La temblorosa tierra, trémula y agitada, se calmó y permaneció quieta.
Prisco oyó la voz de su joven oficial, el centurión, hablando débil y estremecido.
—Ciertamente éste era un hombre justo.
Y cayó sobre sus rodillas y los demás soldados igualmente abatidos cayeron también a su alrededor implorando a sus dioses que les ayudasen y les salvase. Una poderosa náusea se apoderó de Prisco. Se retiró de su caballo con pasos débiles, se acercó a la cruz y a su brillante figura. Jesús estaba muerto, su cabeza yacía sobre el pecho. Las gotas de sangre se deslizaban negras sobre su carne en aquella profunda tenebrosidad.
Prisco miró a las silenciosas figuras de los amigos de Jesús, su cabeza estaba llena de dolor. Después volvió a apoyar su mano sobre la cruz y lloró.
Lucano se inclinó más cerca hacia su hermano, sosteniendo su fría mano. No se había dado cuenta del tiempo, la luz de la lámpara brillaba sobre el rostro descarnado de Prisco por el que corrían abundantes gotas de sudor. Pasó un largo tiempo. Prisco cerró sus oscurecidos ojos y todo quedó en silencio. Lucano le miró como un hombre sumido en un sueño. Ni él ni Prisco se habían dado cuenta de que los criados habían penetrado en el dormitorio para anunciar la hora de la cena. No se dieron cuenta que finalmente el propio Plotio había entrado, alarmado, y luego viendo a los dos con sus cabezas juntas y oyendo que Prisco estaba hablando y no podía ser interrumpido, se había retirado frunciendo sus cejas y secando sus labios.
Lucano levantó la cabeza. Estaba lleno de asombro y tristeza, pero también lleno de gozo y seguridad. Tocó con su mano la frente de Prisco y éste abrió sus ojos.
—No hay nada más… —dijo Prisco con voz moribunda—. Los rumores de que en el tercer día se levantó de entre los muertos, pero estos rumores fueron suprimidos y sus seguidores temerosos, huyeron de la ciudad. Fue en aquel tiempo cuando caí enfermo, empecé a vagabundear y comenzó el dolor de mi estómago, y supe que Él me había condenado a muerte por mi parte en su ejecución.
Pero Lucano sonrió alegremente y colocó sus palmas contra la mejilla gris y descarnada de su hermano. Luego exclamó:
—No, ¿cómo podría Dios condenarte? Estaba profetizado desde hacía siglos que Él moriría de aquella manera para la salvación de todos los hombres. No sólo de los judíos. Lo he sabido siempre también. ¿Te odió él? No, Él te amó. Has hablado de su mirada compasiva hacia ti. Desea que tú te acerques más a Él, que descanses en su corazón y que seas uno con Él. Escucha, te aseguro que Él te ama y está siempre contigo.
Los ojos hundidos de Prisco adquirieron brillo. Inclinó su mejilla contra la mano de Lucano, las lágrimas empezaron a manar de sus ojos.
—¿Es cierto? —preguntó con ansiedad—. ¿Es cierto?
—Sí, es cierto, y Él ha resucitado. Sin duda alguna. Él ha resucitado.
—¿Y era sin duda Dios?
—Sin duda. Él era Dios.
Lucano se inclinó hacia adelante y besó la frente de su hermano. Los ojos de ambos estuvieron cerca, los oscuros y los azules. Lucano sonrió amoroso y con fuerza. Prisco murmuró, y acurrucó su marchito cuerpo más cerca de su hermano y repentinamente quedó dormido en completo agotamiento. Parecía no respirar. Una expresión de paz y contento se extendió por sus moribundos rasgos y era como si hubiese llegado al hogar después de un terrible viaje a través del cual ha sido amenazado por tremendos monstruos. Era como uno que ha sido exilado en un fiero desierto y a quien se le ha ordenado regresar.
Lucano se levantó y contempló al durmiente enfermo. Juntó sus manos y murmuró:
—Oh Tú que me has atraído de los desiertos desolados, de la oscuridad, de la esterilidad, por causa de Tu amor y Tu eterna misericordia. Oh Tú que eres compasivo más allá de toda imaginación, Tú que has perseguido mi vida para llevarme a Ti. Tú que conoces el sufrimiento de los hombres porque Tú lo has sufrido. Oh, bendito eres en mi alma y yo te imploro que aceptes mi vida para que pueda servirte a Ti. Siempre te he amado incluso cuando contendía contigo a causa de mi falta de comprensión. Sé misericordioso para mí, un pecador, un hombre sin importancia. Oye mi voz que te implora. Ten misericordia de mi pobre hermano, a quien le fue concedido el mérito de verte en carne, él te ama y te conoce. Tráele la paz, líbrale del dolor. Si debe morir, concédele una muerte tranquila sin más angustia. ¿No eres Tú compasivo para con todos tus hijos? ¿Acaso imploran a Ti en vano? No. Nunca apelan a Ti sin que Tú les ayudes y les consueles. Aquí está mi hermano que te ama, ten misericordia de él y condúcele a Ti.
Prisco durmió como un niño cansado. El sudor se secó en su rostro. Lucano se inclinó y le besó dulcemente. Luego redujo las lámparas y salió de la habitación.
Entró en el comedor, donde estaban sentados Niceas, Josuá, Arieh, Hilel y Plotio. Él no lo sabía, pero su aspecto brillaba como la luna y ellos abrieron los ojos para contemplarle. Miró a Arieh y a Hilel y exclamó:
—He escuchado a mi hermano durante todo este tiempo y os aseguro que él conoció a Dios, le vio crucificado y es bendito, y sin duda, como se ha dicho, Dios ha resucitado. Sin duda Él ha resucitado, bendito sea su nombre.
Los otros permanecieron sentados como estatuas y palidecieron. Después Josuá se levantó y extendió su mano hacia Lucano y dijo:
—Lo sabía. Desde el principio lo sabía.
Arieh y Hilel se levantaron y extendieron sus manos hacia Lucano y sonrieron, él vio sus lágrimas, pero Plotio, turbado, frunció el ceño y secó sus labios.