45
Mucho después de que todos los demás durmiesen, excepto los guardianes encargados de la entrada, Lucano escribió su evangelio de la crucifixión. Las puertas de su dormitorio estaban abiertas y la brisa procedente del mar, cargada de sonidos y aromáticos perfumes de los jardines, llegaba hasta allí. Algunas veces, medio soñando con su estilo en la mano, alzaba su dorada cabeza para escuchar el silvestre y dulce estremecimiento de los pájaros de la noche y el incesante rumor de las fuentes. A su alrededor ardían lámparas de oro, plata y cristal y con frecuencia, ignorándolo, contemplaba los murales de las paredes.
¿Cuántas cosas —pensó— le había dicho Prisco? ¿Y cuánto había visto espiritualmente a través de los moribundos ojos de su hermano? Prisco no era un joven que tuviese un gran poder descriptivo, sin embargo había influido en Lucano a través de aquellas horas de grandeza y terror en el Gólgota, de tal forma que Lucano podía contemplarlas por sí mismo como si estuviese presente. Fue él quien tocó la cruz, quien había visto al hombre sobre ella; había recibido su dulce y misteriosa sonrisa, había mirado a María y se había sentido desgarrado a causa de su dolor, había escuchado los aullidos y lamentos del pueblo. ¿Qué significaba aquel grito que Dios había lanzado sobre la cruz que Prisco recordaba pero que no pudo traducir? Lucano se detuvo pensativo. Como griego era preciso no poner nada en su evangelio excepto lo que Prisco había visto y recordaba, y lo que, a través de sus ojos, misteriosamente, él por sí mismo había discernido. Mientras Lucano escribía, sus ojos se llenaban con frecuencia de lágrimas y su corazón se inflamaba de adoración. Algunas veces era incapaz de sufrir su emoción, se levantaba y caminaba inquieto de arriba abajo en su habitación, percibía el cansancio; de cuando en cuando bebía un poco de vino dulce de Judea o comía un dátil o un trozo de pan. No sentía entonces tristeza por Prisco. El joven soldado estaba a salvo, había visto a Dios con sus propios ojos, la tristeza que Lucano sentía era por Iris, su madre, y por aquellos otros que amaban a Prisco y que se lamentarían por él. «Pero yo no puedo lamentarme. Él ha sido bendecido».
Los pájaros nocturnos quedaron silenciosos repentinamente y el aire frío del amanecer trajo los cánticos de otros pájaros, y las fuentes sonaron con un sonido más cercano. El evangelio de la crucifixión quedaba terminado. Había otras partes que añadir después de hablar con María y los apóstoles. Una ligera luz sonrosada, débil y tenue se proyectó a través de la puerta. Lucano se levantó y salió a la blanca columnata.
Nunca había visto una vista más hermosa ni llena de paz sobre la montaña. El mar hacia occidente, tenía el color de las uvas maduras, moviéndose hacia oriente de donde procedía la luz. El puerto estaba lleno de grandes galeones, sus mástiles blancos más altos parecían tocados ligeramente con un sonrosado fugaz. El cielo se inclinaba purpúreo y en sus más bajos lugares, las estrellas fulgían ligeramente como si descendiesen tras una turba de tierra.
La pálida luz de la luna las seguía, hundiéndose para descansar. Cesárea apenas si se había despertado; la ciudad se extendía sobre el mar y la montaña sobre la que se elevaba el palacio de Pilatos, apretadas masas de tejados blancos relumbraban como nieve. Todo alrededor de aquel monte en particular se elevaba; plateados olivares, murmurantes con las voces de las palmeras y los cipreses, aunque algunos de ellos estaban tan desnudos como el bronce. Pero los jardines, descendiendo ligeramente de los palacios mellizos de Pilatos y Herodes, aparecían de un verde nuevo, llenos de senderos curvados de piedra roja machacada o blancas piedras deliciosas, con nuevos planteles y parterres de fragantes flores con árboles resinosos. El aire puro bañaba todos los alrededores, claro y transparente a medida que la tierra se iluminaba y las blancas estatuas esparcidas a través de los jardines empezaban a brillar débilmente.
Lucano suspiró con placer. Un ligero viento se elevó desde el mar y las crestas del agua quedaron cubiertas de un delicado color rosa. Lucano miró al cielo oriental, ancho y púrpura, estremecido de luz escarlata, y sobre este lago de fuego tembloroso los cielos habían tomado un tinte de jade intenso. Abandonó la columnata y volvió al palacio andando suavemente sobre los senderos engravillados. Y entonces frunció el ceño. Ninguna ventana se asomaba al otro lado de la montaña y en consecuencia se veía desnuda y amarilla. Incluso la luz que empezaba a emerger, tenía allí un tono de limón fuerte, como si el desierto y el aire que se alzaba de ella fuese pesado y cálido. Allí instantáneamente surgía la belleza de la fealdad. Tuvo conciencia, por primera vez de estar cansado y sus ojos parpadearon. Descendió la colina durante un buen trecho, sintiendo la pesadez de aquella tierra amarilla bajo sus sandalias, escuchando el resbalar de pequeñas piedras que se extendían ante sus pisadas. Era un lugar desolado aquél, y la desolación había sido creada por el hombre. Se sentó en un tronco suspirando y frotando sus ojos, miró las cimas de los montes que lo rodeaban, que adquirían un mayor contorno momento tras momento. En pocos minutos el sol surgiría tras el monte oriental más alejado como un guerrero revestido de armadura de oro.
Lucano oyó el rodar de las piedras y mirando hacia abajo vio un perro amarillo del color de la misma tierra. El perro, viendo su mirada, se detuvo y le miró fijamente. Era un animal de tamaño mediano, y cada pelo de su rizada pelambrera parecía poseer un extraño brillo que destacaba en aquella atmósfera aguda y seca. Tenía un aspecto fiero, tímido y muy agresivo, su cabeza plana echada hacia adelante, olfateando, y sus ojos brillantes como salvajes rubíes. Lucano sintió su desconfianza y le sonrió. No era un perro de raza, mimado o alimentado con delicadezas de una mesa de patricios. Aparentemente había sido castigado, porque miró a Lucano con fiereza, y éste pudo ver los rápidos movimientos de sus costillas mientras jadeaba un poco.
Lucano amaba profundamente a los animales, silbó suavemente, extendió sus manos y chascó sus dedos. El perro dio unos cuantos pasos hacia atrás sin apartar sus ojos de él. De pronto se quedó muy quieto, su cabeza aún inclinada hacia adelante, contemplándole como sorprendido. Tras él había unos matorrales polvorientos y secos. Lucano sonrió otra vez al ver un grupo de cuatro cachorrillos emerger gruñendo, y rodear al animal que aparentemente era su madre.
—Ven —murmuró Lucano, extendiendo su mano y chasqueando sus dedos con un tono de confianza.
El animal alzó sus orejas y de su garganta surgió una pregunta esperanzadora. Entonces su boca se abrió mostrando sus dientes en una sonrisa casi humana de afecto, se inclinó hacia el monte, descendió la colina y saltó, maloliente, pestilente y polvoriento sobre su pecho. Sus agudas patas se apoyaron en su hombro, olfateó su cuello, su rostro y le lamió las mejillas como dándole besos fervientes.
Él no se sintió molesto por el olor de carroña. La sostuvo en sus brazos y le habló como un padre. «¡Pobre criatura!». Recordó que Dios había bendecido a los animales de la tierra mucho tiempo antes de que hubiese creado al hombre. El excitado corazón palpitaba contra el de Lucano como en un ardiente deseo de amor. Los cachorros ascendieron la colina perezosamente y contemplaron a su madre con asombro, y examinaron a Lucano olfateando sus pies, luego suspirando se echaron a sus plantas y reclinaron sus pequeñas cabezas contra su carne. Él continuó acariciando a la madre y ella se mantuvo junto a él como si desease mezclarse con él. De su garganta surgía un desolado e inexpresable murmullo de ruego. Qué consoladores eran los animales. Nunca eran malos. Vivían sin hipocresía de acuerdo con su naturaleza. Cazaban, no por deporte sino para alimentarse. Poseían una inocencia salvaje y un encantador jugueteo, y sus lealtades eran seguras y sin malicia. Los griegos habían afirmado que no tenían alma, pero sin duda que esto no era cierto. Tenían almas de niño, simples y sin malicia, e incluso sus pasiones eran infantiles y no corrompidas como las de los hombres. ¿Conocían a Dios? ¿Quién podría contestar a esta pregunta con seguridad? Incapaces de tener virtudes, eran por lo tanto libres de culpa verdadera. Incluso el audaz tigre, el fiero león, el poderoso elefante, las multicolores serpientes eran incapaces de malicia real como era el hombre. Por lo tanto no les impedía amar a Dios.
El animal repentinamente olfateó en los brazos de Lucano. Alzó su cabeza rígidamente, luego gruñó y saltó de sus brazos cayendo al suelo con un aullido que era a la vez familiar para él. Lo había oído en Siria, en los alrededores de Alejandría, en las plateadas montañas de Grecia; y se sintió aturdido. El perro aulló a sus cachorros y éstos se pusieron en pie apartándose de Lucano, rodearon a su madre y huyeron con ella hacia los matorrales y desaparecieron allí inmediatamente. Eran chacales, los más odiosos y despreciables animales, los portadores de rabia, los comedores de carroña, los despreciados de bestias y hombres. Lucano no les había visto nunca antes porque eran criaturas nocturnas. Miró sus manos, que habían estado en contacto con los chacales, donde habían yacido, y se sintió lleno de asombro y sorpresa, porque supo que odiaban y temían al hombre y le evitaban como a la misma muerte.
Miró hacia atrás, arriba a lo lejos de la colina, amarilla, cálida y polvorienta, y vio un grupo de soldados petrificados, entre ellos Plotio y Josuá, el médico, y un hombre que nunca había visto y a quien reconoció como romano; estaba vestido con una toga blanca y tenía un severo rostro pálido y una nariz aquilina, su cabeza estaba calva y únicamente alrededor de sus oídos, se veía una línea de cabello negro y escaso. Sus brazos desnudos estaban cubiertos con oro y en sus dedos brillaban anillos con la primera luz diurna. Todos aquellos hombres estaban absolutamente silenciosos y tenían expresiones de asombro. Lucano se levantó. Se sintió un poco embarazado de haber sido descubierto allí, en aquella colina. Empezó a descender. Entonces Plotio se adelantó con un extraño aspecto.
—Eran chacales, Lucano —dijo en un tono raro mirando profundamente a los ojos del otro hombre.
—Sí, lo sé —dijo Lucano—. Debo lavarme las manos al instante. Son portadores de la rabia.
La extraña expresión de Plotio se intensificó.
—Estaban sentados a tu alrededor, y la madre estaba en tus brazos. Nunca he oído una cosa semejante antes de ahora.
Se encogió de hombros y continuó mirando a Lucano con una mirada de asombro.
—De momento no supe que eran chacales —dijo Lucano como si buscase una excusa.
Plotio colocó su brazo alrededor de su hombro y le abrazó. Entonces Lucano vio que había lágrimas en los ojos del soldado. Lucano quedó asombrado.
—Prisco —exclamó—. Prisco.
Plotio sonrió de una forma muy peculiar.
—No, no está muerto. Está mucho mejor.
Parecía estar abstraído a medida que ascendían juntos. Entonces Josuá destacándose del grupo llegó a su encuentro, sus rojizos ojos estaban humedecidos y extendió su mano para que Lucano la tomase y le ayudó a ascender la cima en silencio. El extranjero esperó y miró a Lucano curiosamente.
Josuá dijo una cosa misteriosa:
—No me asombro por los chacales. No me asombro de que no huyesen de él, sino que le abrazasen.
—Ni yo tampoco —dijo Plotio.
Lucano se echó a reír y dijo:
—Pobres criaturas…
Deseó acudir al instante junto a su hermano para ver si necesitaba de su ayuda. Pero entonces vio el rostro del extranjero. Plotio se dirigió a él.
—Noble Poncio Pilatos, éste es nuestro buen amado médico, Lucano, hijo de Diodoro Cirino.
Entonces Poncio Pilatos, el terrible procurador de Israel hizo una cosa insospechada. Extendió sus brazos y los apoyó sobre los hombros de Lucano. Los otros permanecieron contemplándole, porque aquel frío y austero hombre, acostumbrado a la adulación, nunca hablaba excepto impersonalmente, con brevedad, a todo el mundo, como si ningún hombre fuese digno de su consideración.
Lucano pensó: «Aquí está el hombre que intentó salvar a Jesús, pero la plebe callejera, asesina como siempre, no se lo permitió. ¿Se habrá también él sentido emocionado como Prisco?».
Pilatos le sonreía y las pálidas arrugas de su rostro se profundizaron.
—He oído muchas cosas de ti, procedentes del César —dijo—. En cierta ocasión César me dijo: «He encontrado sólo un hombre justo, incorrupto y bueno, sin malicia ni avaricia, su nombre es Lucano y es médico. Le recuerdo en mis momentos más oscuros».
Lucano se ruborizó cortado.
—César me hace un gran honor, pero no es cierto. He sido el más ciego de los hombres, el más amargo, el menos reconciliado y sin méritos.
Pilatos tomó su mano y examinó el anillo de Tiberio.
—Has tenido esto durante mucho tiempo pero nunca se lo has enviado al César y nunca le has pedido nada. Esto sólo es de por sí una maravilla.
Examinó después el anillo de Diodoro.
—Llevas este anillo dignamente, Lucano.
Luego suspiró.
—He enviado a mi esposa a Roma porque está enferma del espíritu —hizo una pausa—. Pero yo soñé hace dos noches que debe volver aquí. Creo en los sueños. Mi esposa tuvo un sueño muy extraño mucho antes y yo debía haberla escuchado, pero no lo hice.
—El sueño habla la verdad, noble Pilatos —dijo Josuá.
Tomó a Lucano de un brazo y le dijo amablemente:
—Vamos. Acudamos junto a tu hermano que desea hablar contigo.
La ansiedad de Lucano volvió y olvidó el preguntar acerca de las palabras de Pilatos.
—¿Ha dormido durante la noche? ¿Sufre dolores?
—Ha dormido durante la noche. No sufre dolores —dijo Josuá en un tono ambiguo.
Miró largamente a los ojos de Lucano como si buscase algo en ellos.
Lucano empezó a andar rápidamente y ahora era de nuevo el médico quien actuaba. Josuá dijo a medida que ascendían las amplias escaleras de mármol de la casa:
—Niceas está sentado junto a tu hermano, sin hablar y llorando.
—¿Por qué? —exclamó Lucano con temor.
—Lo verás. Vuelvo a asegurarte que tu hermano está mucho mejor.
Lucano empezó a correr y Josuá le siguió jadeante exclamando:
—No somos jóvenes, y yo no soy un atleta como tú, mi querido Lucano.
Pero Lucano corrió como el viento a través de las habitaciones brillantemente iluminadas por el sol y llegó ante la habitación de Prisco. Cuando un esclavo abrió la puerta, Lucano se precipitó adentro rápidamente, pasó a la antecámara y luego al dormitorio. Corrió a la cama de Prisco esperando encontrar un cadáver, pero encontró, asombrado, que Prisco estaba sentado sobre sus cojines y disfrutando de su desayuno. Junto a él, sentado en silencio estaba Niceas, con la cabeza inclinada sobre su pecho como si meditase:
—Bienvenido, bienvenido —dijo Prisco, dejando un enorme tazón de leche de cabra—. Querido hermano Lucano. Me has ayudado, he dormido como un niño la pasada noche y me he despertado sin dolor y tan sólo hambriento.
Lucano le miró boquiabierto y estupefacto. El rostro descarnado de Prisco estaba liso y matizado con un ligero color rosa, sus humildes ojos brillaban juveniles. Extendió sus brazos.
—Puedo levantarme de la cama ahora, porque estoy bien. Mírame, ¿tengo el aspecto de un hombre enfermo? Pero debo permanecer aquí dicen estos tontos doctores, cuando la salud recorre mi cuerpo fuerte, pulsante.
Niceas se levantó e hizo una profunda reverencia a Lucano.
—¡Oh, Esculapio —murmuró el médico—, has consumado un milagro!
Alcanzó la mano de Lucano y la besó humildemente.
Sus ojos estaban llenos de lágrimas.
—No hice nada, excepto rogar por él —murmuró Lucano.
—Fue bastante —dijo Niceas—. ¿Acaso los dioses niegan algo a sus hermanos?
—Fue bastante —dijo Josué—. ¿Acaso niega Dios algo a sus elegidos?
Prisco prorrumpió en un profundo sollozo seco e inclinó su cabeza contra el brazo de Lucano.
—En mis sueños me dijeron que cuando mi hermano viniese me vería libre de dolor.
Lucano puso la cabeza junto a su frente y la frotó cariñosamente.
—No comprendo —murmuró.
Luego apartó las ropas del cuerpo de su hermano y se inclinó sobre su estómago e hígado palpando sus glándulas. Los amenazadores tumores habían desaparecido. La carne estaba delgada y libre y el pulso era firme.
Lucano se levantó.
—No es posible. —Miró a Niceas y a Josuá en tono implorante—. Hemos cometido un error.
—No —dijeron sonriéndole.
—Por tu mediación, Dios obró el milagro, como testimonio nuestro —dijo Josué—. Como Él cura a los hombres por su toque o por su palabra, así Él ha curado a tu hermano oyendo tus ruegos. Bendito seas Lucano, porque eres uno de Él, y hemos visto con nuestros ojos y hemos oído con nuestros oídos y alabamos su nombre.
Lucano se sentó abruptamente y le miró. Luego se levantó de nuevo y examinó cuidadosamente a Prisco. Ninguna señal de tumor podía descubrir con sus dedos.
Prisco cogió un racimo de uvas y las comió con apetito, pero sus ojos miraban con suavidad a Lucano.
—Sabía que podías ayudarme —repitió—. Conocía mi enfermedad y era mortal. Pero me has curado.
Lucano se sentó y ocultó su rostro, y se sintió conmovido por las lágrimas.
—¡Oh!, que me hayas escogido a mí, a mí, que te odié. ¡Oh!, que hayas descendido hasta mí cuando yo te había rechazado. ¡Oh!, que hayas andado conmigo, cuando te había rehuido a través de todos los años de mi vida. Perdóname, Padre, porque no sabía lo que hacía.
Volvió su rostro hacia los médicos y dijo:
—No fui yo quien curó a mi hermano, sino sólo Dios. No soy yo quien tengo mérito, sino sólo Dios. Alabadle a Él porque es bueno y misericordioso; escucha a sus hijos y no aflige a los hombres sin razón.
Josuá humedeció sus dedos en vino y dibujó la figura de un pez sobre la mesa de mármol.
—En griego, ¿qué es esto? —preguntó a Lucano como si se tratase de un anagrama.
—Cristo —dijo Lucano.
—Es el signo de los cristianos —dijo Josuá—. Los encontrarás buscando este signo.