17

—Es una pena, mi buen Lucano —dijo el maestro de arte, Rustrumjee—, que estés tan firmemente decidido a ser médico, porque eres un artista de mérito formidable.

Rustrumjee era un hombre erudito procedente de la India; que cuidaba también del Museo de Arte en la Universidad de Alejandría, y sus gustos eran universales, exquisitos y sensibles. Era un hombre pequeño, gracioso y sinuoso, con una curiosa apariencia de deformidad: tenía un rostro oscuro, unos ojos extrañamente pálidos y una sonrisa sutil. Para Rustrumjee un hombre que no poseyese arte o no apreciase el arte, apenas si era hombre. Como para la mayoría de los hindúes, no consideraba el arte separado de la religión. Había enseñado también a Lucano sánscrito.

—Como brahmán pertenezco a la casta exclusiva de los sacerdotes y hemos hecho voto de preservar nuestro antiguo lenguaje.

Miró a Lucano con dignidad por un momento, después tomó dos pequeños rectángulos de madera en los que Lucano había pintado retratos. Frunció el ceño con delicadeza.

El maestro había solicitado a Lucano que se quedase después que los otros estudiantes salieran. El joven respondió:

—Señor, soy médico desde mi nacimiento. No puedo concebir otra cosa para mí que la medicina.

Rustrumjee hizo un gesto con la cabeza y suspiró.

—Lo que ha sido ordenado durante el Karma debe ser realizado. Es probable que éste sea otro aspecto de tu Karma, la trasmigración de tu alma, necesaria para completar las necesidades de tu espíritu. A menudo me gusta especular qué pecados has cometido contra tus prójimos durante un previo Karma y que ahora debes expiar para salvarlos del dolor y de la muerte.

Lucano sonrió involuntariamente; los rasgos austeros de su rostro perdieron su normal rigidez y apareció su aspecto juvenil. Luego volvió de nuevo a quedar sombrío. Nunca argüía con Rustrumjee sobre la religión o se enzarzaba con él en discusiones sobre el asunto. Reservaba aquello para José ben Gamliel, que enseñando religión, era compasivo, contrariamente al hindú, que carecía de compasión porque creía que el destino terreno del hombre estaba ordenado antes de infinitas reencarnaciones y no debía ser rechazado. Sin embargo, Rustrumjee nunca mataba ni la más insignificante mosca, u otro insecto, por temor de entrometerse con su Karma preestablecido. El hombre, el mosquito o la rata; todos eran uno y lo mismo para el hindú, ascendiendo lentamente a través de dolorosas encarnaciones en el ser y desde allí hacia el Nirvana, y sin dejar ni recibir piedad humana durante el camino, porque lo que eran lo habían formado ellos mismos, sin la ayuda u ordenación de los dioses, a través de los eones del tiempo, a través de los eones de otras existencias. Lucano encontró las amplias consecuencias de la religión del brahmán, muy fascinadoras en algunos aspectos. Parecía explicar mucho de la agonía de la vida, sus misteriosas calamidades, su aparente anarquía. ¿Y si los desgraciados enfermos en las prisiones y en la enfermería, sufriendo aparentemente inmerecidas torturas, estuviesen sólo expiando anteriores crímenes y deformaciones espirituales? ¿Y si al expiarlas estuviesen alzándose a más elevadas condiciones de vida?

Había discutido esto con José ben Gamliel. El judío le había dicho:

—No. Tan sólo hay que considerar la ilimitada armonía de la naturaleza, que refleja a Dios; sus leyes precisas que nunca se desvían, su exactitud. Dios es la Ley, y la Ley es perfecta e inmutable. Considera los diez mandamientos, la Ley. El hecho es que cuando el hombre rompe la ley sufre mucho o física o espiritualmente, algunas veces de las dos maneras; y cuando obedece la Ley disfruta de paz, amor y justicia y que si sufre un dolor mortal, su resistencia espiritual demuestra sin duda que la perfección no está fuera sino dentro de su alcance. ¿Por qué pues han de existir continuas reencarnaciones? No. La expiación se realiza en forma espiritual, en el reino de la obediencia donde el alma puede purificarse y limpiarse a sí misma.

Lucano no creía más a José ben Gamliel que a Rustrumjee por la simple razón de que, aunque él no podía rechazar la existencia de Dios, no creía en la inmortalidad del hombre. Convencido de la muerte espiritual y corporal nunca se veía libre de una ira terrible y profunda contra Dios. Rustrumjee dijo entonces:

—Estos retratos son rostros de hombres que has pintado en la enfermería o en la prisión; rostros moribundos. ¡Qué colores tan extraordinariamente apasionados! Casi demasiado vivos, casi demasiado impresionantes; parecen mirar desde la madera. Alguien diría que tales colores no son fieles a la realidad, sino que sólo expresan la emoción que procede de tu propia alma. Hay una cierta distorsión en los rasgos también, que no procede de la realidad del modelo sino, otra vez, de tu emoción personal. ¡Qué agonía! ¡Qué enorme angustia! ¡Qué fantasmagoría de tormento! Estas retorcidas líneas sobresalen en tal forma, que parece como si se pudiesen tocar y surgen elevadas como un relieve. El sudor de las frentes y las mejillas posee una linda humedad y uno espera que las gotas caigan rodando. Los ojos dilatados a causa de un pulso sufriente y sangriento; no me sorprendería si se volviesen hacia mí con desesperación y me rogasen alivio. Los otros maestros se sienten horrorizados ante tus dibujos, pero yo no, Lucano; perteneces a la India y siento que en algunas de tus Karmas viviste allí, porque sólo los hindúes piensan así, y por lo tanto son una afrenta para los griegos moderados, que prefieren la belleza olímpica y la armonía a la realidad, el esculpir estatuas de sus dioses o el colorearlas en un color distinto del natural de los hombres. Sin embargo el Zenxis pintó un racimo de uvas tan realista que, según cuenta, un cierto número de pájaros acudieron al lugar de la exhibición para devorarlas. —Miró a Lucano intensamente—. ¿Estás seguro de que no sientes la vocación de artista más que de médico?

—No, señor. Soy médico.

Lucano fue a la enfermería aunque, habiendo pasado dos horas allí aquella mañana temprano, no estaba obligado a ir otra vez. Allí también, había un médico hindú, pero era budista, luchando por aliviar la tortura a fin de que el alma pudiese alcanzar una pacífica contemplación. Había también un médico judío que poseía las manos más delicadas y piadosas para aquellos que sufrían. Asimismo se encontraban allí un médico griego, otro egipcio e incluso un romano interesado en epidemiología, que era su especialidad. Lucano había observado hacía tiempo que en Alejandría los maestros no sentían arrogancia de raza, educación, credos o familias. Ni siquiera el romano había declarado jamás orgullosamente: «¡Soy romano!». La unidad y fraternidad, la prontitud en el intercambio de conocimientos entre los maestros; la aceptación mutua y la reverencia que sentían unos por otros fue al principio una revelación para el joven griego. Formaban una hermandad, dedicada a la verdad y al entendimiento. La verdad y su enseñanza era allí lo único que contaba.

Vieron entrar a Lucano y le saludaron con afectuosas sonrisas, sabiendo que para él la medicina era un arte divino, por encima de todas las demás artes, y conscientes de su completa dedicación a ella.

Pero sólo el judío podía comprender su fiera preocupación personal por el dolor y la muerte. Para los demás era un estudiante como ellos, interesado académicamente en los aspectos de la enfermedad y empeñado en la investigación por causa de la misma investigación. Para ellos la muerte era sólo uno de sus fallos, el fallo final, y la discutían con lejana frialdad e interminablemente. Experimentaban por el hecho mismo de experimentar.

La clara y limpia enfermería tenía diez camas. Allí eran llevados los enfermos sin esperanza, procedentes de las prisiones y los barrios bajos de Alejandría, los enfermos crónicos, los afligidos desesperadamente. Puesto que todos los pacientes eran o esclavos o destituidos, la experimentación sobre ellos era despiadada y con frecuencia los experimentos no tenían ninguna relación con la enfermedad misma. Esto, para Lucano, era intolerable y odioso y de nuevo sólo el maestro judío lo comprendía. Los otros se reían amablemente de Lucano.

—¿No es justificado que un hombre muera a fin de que otros, acaso multitudes, puedan vivir? —le preguntaban.

A lo que él respondía mientras el maestro escuchaba con un silencio interesado:

—No. Estoy seguro. Un solo hombre es tan importante como una multitud. Y quizá incluso más.

Esta curiosa actitud no disminuía el aprecio y afecto de los médicos. Pero cuando Lucano se lamentaba de las enfermedades mortales y trabajaba hasta sudar para aliviar el dolor y salvar un paciente, todos, excepto el judío, se sentían sorprendidos. La verdad, el conocimiento, era el objeto de la medicina. La muerte era el destino de todos los hombres y también el dolor.

—Sí, el hombre debe morir —decía Lucano amargamente—. ¿Pero no es nuestro deber el preocupamos lo más que podamos del dolor, incluso cuando el dolor se da en un esclavo?

No experimentaba por la experimentación misma. Trataba la enfermedad, porque para él, como para Keptah, la enfermedad era del hombre. Fuera de la enfermería estaba el depósito donde los cuerpos de los esclavos, los abandonados y los que morían en las prisiones eran diseccionados. Las leyes de Egipto, contrariamente a las leyes de Grecia o de Roma, permitían tal disección, porque los esclavos y los pobres eran considerados como seres sin alma, y Egipto no se sentía particularmente obsesionado por la carne, excepto cuando era real o aristocrática.

El doctor hindú y sus ayudantes habían enseñado a Lucano el arte de la vacuna contra la viruela. Se dejó vacunar una y otra vez y vacunaba a sus pacientes.

—Eres inconsistente —le dijo uno de sus profesores—. Por eso no debes experimentar sobre ti.

—No es inconsistente —dijo el judío—, tan sólo desea ayudar al paciente si puede recobrarse de su actual enfermedad, para que evite la viruela en el futuro. Pero nunca operaría el ojo de nuestra víctima, por ejemplo, cuando este ojo no estuviese enfermo, ni le inyectaría al paciente con otra enfermedad, medicina o veneno, simplemente para observar el resultado, porque el paciente no lo puede resistir. Aliviará el dolor y dará todo tratamiento que crea que pueda contribuir a que una enfermedad particular se cure, pero no infligirá dolor o enfermedad en nombre de la investigación.

El maestro egipcio y sus ayudantes eran especialistas. Trataban la vista, el corazón y varios órganos como parte de todo el cuerpo y Lucano se resistía a la idea de la especialización.

—Si el hígado está enfermo —protestaba—, entonces todo el hombre está enfermo, porque sus toxinas llegan a la sangre, a los ojos, al corazón, al estómago, intestinos y piel. Lo mismo ocurre con las úlceras, las degeneraciones y todas las demás enfermedades. No es sólo el peritoneo lo que está inflamado. Todo el cuerpo está inflamado en consecuencia. El cáncer es una enfermedad de todo el hombre, no solamente de la parte que ataca. Si el hombre padece artritis no la tiene tan sólo en los hombros, en las rodillas, el tobillo o los dedos de los pies o de las manos; sufre la enfermedad totalmente.

Los doctores egipcios se sentían divertidos excepto el médico judío que estaba de acuerdo. El judío había dicho en privado a Lucano:

—La enfermedad no está sólo en todo el hombre sino también en su alma. Un espíritu enfermo crea a un cuerpo enfermo, o una enfermedad del cuerpo causa una enfermedad del alma. No sólo debe tratarse la carne y su enfermedad, sino también la mente. Es muy posible, aunque no esté demostrado, que todas las enfermedades, incluso las epidémicas se originen en alguna secreta habitación del alma.

Los pacientes no eran para Lucano esclavos, destituidos o criminales. Eran hombres, a quienes había que ayudar a derrotar el inexorable odio de Dios por el hombre. Sus sufrimientos le atormentaban personalmente. Tratar a un hombre con una enfermedad del corazón, era sentir los estremecimientos de dolor en su propio corazón. La artritis que retorcía e inutilizaba las articulaciones de un paciente, con frecuencia retorcía sus propios miembros. Sentía en realidad el cáncer devorador en su propia carne sana cuando trataba a un paciente canceroso. Un tumor del cerebro en un esclavo le producía profundos dolores de cabeza. Era como si la enfermedad enviase hacia él desde el paciente, invisibles filamentos, que le ataban con sus síntomas y agonías.

El maestro egipcio y sus ayudantes a menudo usaban la magia en el tratamiento de sus pacientes en la enfermería. Esto provocaba una gran hilaridad entre los eruditos griegos y los maestros romanos que habían perdido, hacía mucho tiempo, sus creencias nacionales en la validez de amuletos, ritos y encantos. Pero el maestro judío había dicho a Lucano:

—Puesto que el alma está enferma a la vez que el cuerpo puede ser curada, muy a menudo, por medio de los misterios; y puesto que la enfermedad del cuerpo puede tener su origen en la mente, ésta puede ser convencida por la taumaturgia de que está curada, y, por lo tanto, el cuerpo con frecuencia se cura también. —Luego añadió—: Estos egipcios no están tan equivocados como los otros creen. Te darás cuenta de que cuando pones tus manos tiernamente y con amabilidad sobre la fiera resistencia de un paciente, los egipcios se interesan enormemente, aunque los otros se mofen de ti. Porque los egipcios han descubierto, por medio de la observación, que tienes un poder de curación misterioso. Los otros son racionalistas, tan sólo creen en las recetas y la cirugía. Los egipcios, sin embargo, habrás observado, no pertenecen a la escuela de Cnidos, que trataba tan sólo el órgano enfermo. También creen, como nosotros, que el hombre enfermo es parte de la totalidad.

En el momento presente Lucano estaba particularmente interesado en un hombre que sufría de una enfermedad del cerebro. Algunos de los cirujanos habían sugerido un tumor; no era frecuente tener la oportunidad de estudiar un cerebro vivo. Lucano sospechaba que en realidad, no creían que el hombre tuviese un tumor. Ahora que él había terminado sus estudios y era médico podía protestar, lo cual no le hubiese sido permitido como estudiante. Además era un paciente del médico judío que después de haber escuchado a Lucano, no permitía que sus colegas interviniesen con sus deseosas sierras, escalpelos y trepanadoras.

Era un esclavo, y su dueño le había enviado a la prisión por causa de un pequeño robo. Bajo la ley podía haberle hecho ejecutar y, en realidad, había sido condenado a muerte. El dueño había sido persuadido para que se le enviase a la prisión. Hacía pocos días el maestro judío había comprado a la pobre criatura y se la había dado a Lucano como paciente.

—Si le curas, Lucano, es tuyo.

—Si le curo —había respondido Lucano—, entonces te lo compraré y le libertaré.

—Entonces, te lo daré como un regalo y le libertaré yo mismo. Porque recuerdo que los judíos fuimos esclavos en Egipto.

Lucano se dirigió al instante a la cama del enfermo y los doctores egipcios se reunieron alrededor para observar. El esclavo se llamaba Odilio y era de oscuro origen racial, como muchos de los esclavos en Egipto. Poseía un fino rostro aquilino, ojos profundos e inflamados, boca elocuente y sensitiva, cuerpo alto, con manos inquietas y elegantes y unos pies delicados y largos. Tendría unos veinticinco años de edad. Miró a Lucano en silencio con un gesto implorante, y sus manos se alzaron como en una oración.

Lucano cogió un taburete, se sentó junto a la cama y contempló al esclavo con ansiosa piedad. Desenrolló un papiro y de nuevo leyó los síntomas del enfermo. No sentía un dolor continuo y opresivo como en el caso de tumor. Ninguna señal de parálisis aún. Ninguna impureza ni oscurecimiento del iris. No fallaba de ninguna de sus facultades o sentidos. Pero el hombre estaba en agonía. Ejercía algún control sobre sí mismo, pero con frecuencia gemía angustiado, apretando las manos sobre su cabeza. La presión de la sangre variaba; algunas veces su corazón saltaba y galopaba aunque no había en él nada enfermo orgánicamente. Otras, todo su cuerpo se movía con espasmos. Después de darle un sedante los espasmos desaparecían rápidamente y parecía como sí un profundo alivio se apoderase de su sudoroso rostro, tomando un aspecto que emocionaba y conmovía a Lucano. No existían señales físicas de enfermedad en ninguno de sus órganos; su piel, aunque frecuentemente lívida e inflamada, estaba sana. Pero los dolores de cabeza, había dicho a Lucano quejumbroso, eran aplastantes, y le producían la sensación de que su cráneo iba a estallar, o a romperse en pedazos, o como sí le acuchillasen o ardiese. Variaban de intensidad y modo, pero eran continuos en una forma u otra.

Los otros médicos profesores se acercaron a la cama y contemplaron cómo Lucano realizaba otro de sus meticulosos reconocimientos.

Vieron cómo acercaba una vela a los ojos del enfermo y de nuevo examinaba los iris. Observaron cómo ordenaba a Odilio que elevase sus manos, sus piernas, sus pies, su cabeza. Lucano buscaba reflejos exagerados o perdidos. Todo era prácticamente normal, pero el hombre continuaba retorciéndose en la cama y gimiendo. Era inteligente y podía leer y escribir tres lenguas, y había sido secretario de su dueño.

Lucano cruzó los brazos sobre el pecho y contempló al hombre largo rato.

—¿Qué clase de dolor sufres hoy? —preguntó con tono ausente.

Cerca de su hombro el maestro judío se inclinó observando atentamente.

—¡Oh, señor! —gimió el esclavo—, ¡hoy mi calavera es demasiado pequeña para mi cerebro! Parece como si éste quisiera estallar fuera de su encierro.

—Tumor, evidentemente —dijo el profesor griego con avidez.

Lucano movió negativamente la cabeza sin perder de vista al esclavo.

—Ha estado aquí durante un mes y no muestra pérdida de ninguna de sus facultades o sentidos, ni epilepsia, ni el más ligero o el más insignificante signo de parálisis, ceguedad o sordera. Los reflejos son hoy un poco exagerados. No, no es un tumor, que progresa continuamente en la producción de su daño. Dice que ha permanecido en esta situación durante una serie de años, aunque con menos agudeza. No tiene tumor, por lo tanto, ni maligno ni benigno.

Su hermoso rostro se inclinó sobre el quejumbroso esclavo lleno de conmiseración, ternura y simpatía. Tomó una de las manos del esclavo e inmediatamente cesaron los gemidos y Odilio contempló su rostro con una mirada de ruego. Lucano dijo:

—Le daré esencia de opio; no lo bastante para que quede idiotizado, pero sí para aliviar su dolor. Luego le someteré a un interrogatorio. Empiezo a sospechar algo… —se detuvo—, hoy la presión de su sangre es peligrosamente alta.

—Ataque inminente —sugirió uno de los jóvenes estudiantes.

—Es posible que sufra un ataque —asintió Lucano— pero no a causa de ningún tumor y posiblemente tampoco a causa de una enfermedad del cerebro, ni de cualquier enfermedad en alguno de los miembros de su cuerpo. ¿Podría ser que los ataques tuviesen a veces otras causas que las orgánicas? —murmuró para sí.

Al esclavo le fue administrada una porción de opio, que tragó ansiosamente, sabiendo el alivio que le proporcionaría. Lucano esperó. Minuto tras minuto los gemidos disminuyeron. El agarrotamiento de los músculos fue desapareciendo visiblemente y las líneas de agonía borrándose de su delgada y expresiva cara. Odilio sonrió con una sonrisa débil de gratitud y no apartó su vista del compasivo Lucano. Sus ojos empezaron a cerrarse y murmuró:

—Voy a dormir.

Pero Lucano estrechó con fuerza su mano y dijo:

—Vela conmigo Odilio, a fin de que puedas ser curado.

Odilio respondió con un suspiro:

—Señor, no quiero ser curado, porque entonces seré devuelto a mi dueño para ser ejecutado.

Lucano abrió la boca para decirle algo consolador y anunciarle que su dueño ya no le poseía. Pero se detuvo. La sospecha en su mente empezó a tomar forma.

—Antes de que fueses condenado, Odilio, y cuando tu dueño confiaba en ti y tú no habías aún robado, tenías estos terribles dolores. Por favor cierra tus ojos y respóndeme. ¿Es así?

Los semicerrados ojos se abrieron en tono de protesta.

—Es así, señor. ¡Ah, déjame dormir! Si al menos —murmuró— hubiese tenido el valor de matarme cuando era más joven…

—¡Ah! —dijo Lucano excitado—. Dime, Odilio, ¿durante cuánto tiempo has sido esclavo?

—No lo sé, señor. Mi más remota memoria llega a cuando yo era un niño muy joven, y era conducido a Egipto por un tratante de esclavos persa para ser vendido aquí. No sé si nací esclavo o libre. Mi actual dueño me ha poseído desde que yo tenía tres o cuatro años y no recuerdo quienes eran o dónde pudiesen estar mis padres.

—¿Por qué robaste, Odilio? Tu dueño no era desusadamente duro para contigo y confiaba en ti.

Los ojos oscurecidos del esclavo adquirieron un sombrío fulgor.

—Robé de sus cofres (mi amo era un hombre muy rico y no siempre sabía la cantidad exacta que poseía) a fin de poderme escapar. Intenté coger un saco de oro. Pero él había enviado aquella mañana el dinero al Banco de Alejandría y tan sólo quedaba un pequeño saco de plata. Yo no lo sabía pero lo tomé. Una vez ante sus cofres no pude resistirme.

—¿Por qué? ¡Una cantidad tan pequeña!

—Sí, señor.

El esclavo se mantuvo silencioso durante unos momentos y sus expresivos ojos se velaron con algún profundo y doloroso pensamiento.

—Sin embargo —continuó— era el primer paso hacia la libertad.

Entonces rompió en sollozos y lágrimas con tal intensidad que su agitado cuerpo hizo temblar su catre.

—Incluso si hubiese podido robar oro no me hubiese salvado… —exclamó—; hubiese sido descubierto. —Cogió la mano de Lucano con sus dedos sudorosos—. Tú no puedes comprender, señor, tú eres un hombre libre. No sabes lo que es ser esclavo… Había muchos en aquella casa a quienes yo hablé de libertad y me respondieron con extrañas e interrogadoras sonrisas. «¿No estamos cobijados, alimentados, vestidos adecuadamente, disfrutando algunos días de fiesta, y cuando complacemos especialmente a nuestro dueño nos da recreo o una moneda de plata? Nosotros estamos mejor que los pobres libres de la ciudad, que duermen en el arroyo o bajo los arcos y mendigan pan o mueren de hambre. ¿Por qué entonces una libertad pesada para morir como perros?».

—Sí —dijo Lucano—. ¡Ah, sí!

El esclavo le miró con un gesto de ruego y vio sus ojos azules humedecidos. Se elevó sobre su codo olvidando a los demás presentes.

—Señor, ahora sé que deseé robar porque yo sabía que sería cogido y ejecutado. ¡Prefería la muerte a la esclavitud! ¿Puedes comprender esto?

—Sí —dijo Lucano—, sí, sí.

El esclavo volvió a echarse sobre el lecho y empezó de nuevo a gemir.

—No me cures, señor. Déjame morir así. Así seré libre para siempre.

Sus manos se alzaron hasta su cabeza y sus ojos se hundieron en las cuencas de su cara a causa de un renovado tormento.

—Opio, señor. Bastante opio para que me mate al instante. Así caeré en un sueño profundo y nunca me despertaré; seré uno en la incontable compañía de los que para siempre son libres.

Lucano alzó la voz para que el esclavo le oyese a pesar de su estupor. Miró a los otros médicos que le contemplaban atentamente.

—¿Hay en la universidad necesidad de un hombre de toda confianza capaz de desempeñar su tarea con habilidad? —preguntó.

El esclavo abrió los ojos contemplándole con inmensa confusión. Los otros médicos fruncieron el ceño tratando de comprender.

—Es un esclavo, Lucano —dijo un egipcio— y no nos pertenece a nosotros sino a su dueño.

Lucano se echó a reír con suavidad y movió la cabeza. Colocó su mano sobre la mejilla del esclavo como si fuese un hermano.

—No; pertenece a mi maestro, Jacob, aquí presente, que lo adquirió de su anterior dueño, pero ahora me pertenece a mí y mañana visitaré al pretor y le libertaré.

El esclavo se sentó repentinamente y emitió un gemido en el lecho. Tendió sus brazos alrededor del cuello de Lucano. Soltó y le cogió las manos cubriéndolas de besos. Gemía y sollozaba; estaba fuera de sí mismo. Su rostro ardía. Gritaba y se levantó. Luego se echó sobre el suelo y abrazó los pies de Lucano apretando alternativamente su frente contra ellos.

Lucano le alzó con el máximo cariño y le colocó de nuevo sobre su camastro, pero el hombre se apoderó de su mano y no quería dejarla. Miraba a Lucano con adoración…

—Mis queridos colegas —dijo Lucano— os repito mi oferta y la oferta de Odilio. ¿Le necesitáis?

—Yo puedo usarle inmediatamente como mi propio oficinista —dijo Jacob— cuyos ojos estaban llenos de lágrimas.

Lucano pretendió dudar y agitó su cabeza con gesto negativo.

—Ah, que penoso es esto —murmuró— el pobre Odilio está libre pero está enfermo y, ¿quién sabe si se recobrará?

El enfermo se levantó otra vez y el ardor de su rostro era más brillante que antes.

—Señor… ya no estoy enfermo… el dolor ha abandonado mi cabeza… Está clara, fría y suave… Déjame servirte a ti, te lo ruego…

—Puesto que serás liberado por la mañana y prácticamente ya eres libre ahora y capaz de hacer planes sobre tu propio futuro, no debes decir «déjame» —dijo Lucano con una severidad un tanto burlona.

Odilio cuyos ojos estaban encendidos le miró como quien mira a un ángel. Luego con una sonrisa, dijo:

—Señor, si el médico Jacob desea mis servicios, será mi delicia el servirle como hombre libre.

—Y con un sueldo que discutiremos —respondió el juvenil y barbudo judío.

—Ahora, duerme —dijo Lucano levantándose—. Cuando te despiertes, Odilio no tendrás dolor y el dolor nunca más volverá a ti.

Los médicos rieron un poco y se alejaron con Lucano entre ellos.

Un griego dijo con acento divertido:

—Ahora nos vemos privados de un cerebro vivo para estudiar.

—Pero habéis visto a uno que moría, volver a la vida —dijo Jacob—. Miradle como duerme, con la sonrisa de un gozoso niño en su rostro. La libertad es más que la vida para los que son como él y hay tantos que forman una legión. Quiera Dios que pronto todos los hombres sean libres a fin de que no piensen en la muerte como único escape.

—Odilio no sufría de una enfermedad del cuerpo o del cerebro —respondió Lucano respetuosamente a los pragmáticos griegos—. Sufría de una enfermedad del alma y ahora está curado. En vuestro racionalismo habéis olvidado a Hipócrates.