12

—Los cipreses aún se alzan ante la puerta de la casa de Diodoro y de la nuestra —dijo Iris a su hijo—. Un padre desesperado llora por su hijo y una madre con el corazón roto está inconsolable. Y yo…, yo, que soy tu madre, recuerdo a tu padre. ¡Pero sólo tú sufres! No oyes más gritos de lamento que los tuyos. Eres, sin embargo, un hombre y debieras dejar las cosas de niño. ¿Creíste que el mundo era un sueño de dulzura y felicidad? Éste es el sueño de los insensatos, de aquellos que serán siempre niños, de quienes temen la noche y quisieran tener siempre a su lado a los ruiseñores, como Aedon, cantando eternamente para no oír la voz de la tragedia. ¡La felicidad! Quienes dicen que existe, que debiera existir, que los hombres tienen derecho a ella, simplemente por haber nacido, son como niños idiotas cuyos balbuceantes labios están untados de miel.

»Has cerrado la puerta a ese pobre esclavo, tu tutor, Cusa, y al médico Keptah. Has cerrado tu puerta ante mi propia cara. Te vengas del mundo porque aquélla a quien amabas te ha abandonado. Te vengas de los dioses. Te quieres marchar y todos se sentirán desolados, crees tú. Pero te aseguro que Diodoro se sentirá consolado cuando le nazca el hijo y se olvidará de ti, o pensará en ti con desprecio. Tu tutor tendrá otro discípulo. Tan sólo yo me acordaré de ti, yo, tu madre, a quien tú no has visto como una mujer sin esposo y sin hijo.

Tembló a causa de su ira. Fuera de las ventanas y puertas los vientos y lluvias de otoño murmuraban quejumbrosos. Iris había entrado en el dormitorio de su hijo; la triste media luz le mostró sentado ante la mesa con la cabeza entre las manos, pero por primera vez desde hacía mucho tiempo, escuchaba. Finalmente alzó su rostro, miró hacia su madre y la vio. Su macilento rostro se contrajo con dolor inexpresable.

—¡Oh —exclamó Iris—, has sido tan favorecido! Has estado rodeado de amor. No eres esclavo. Eres un hombre libre, que ha nacido libre. ¿Qué sabes tú de la terrible agonía y dolor del mundo? Eres joven y has sido mimado. Pero no eres capaz de soportar tu dolor y llevarlo como un hombre. Igual que Orfeo has de llorar por siempre jamás.

—He visto la muerte y el sufrimiento muchas veces —respondió Lucano con la voz ronca de quien ha pasado muchos días sin hablar—. No me son desconocidos. —Sus hundidos ojos brillaron en la penumbra y contrajo los puños sobre la mesa—. ¿Acaso puedes saber lo que he pensado durante todas estas semanas? Dios es un torturador; el mundo un circo donde los hombres y las bestias son llevadas a la muerte salvajemente, sin razón y sin consuelo.

Iris se alegró de que su hijo mostrase al fin alguna emoción. Pero respondió con severidad:

—Es malo blasfemar contra los dioses.

Pero las palabras brotaban de Lucano como las aguas de una presa puestas en libertad.

—¿Para qué nace el hombre? Nace tan sólo para marchitarse en el tormento y luego morir tan ignominiosamente como ha vivido y en la misma oscuridad. Clama a Dios, pero no recibe respuesta. Apela a Dios, pero apela a un verdugo. Sus días son cortos y nunca están libres de tormento ni dolor. Su boca se extingue en el polvo y desciende a la tumba, y el terrible enigma de su ser permanece. ¿Quién ha vuelto del sepulcro con un mensaje de consuelo? ¿Por qué no ha dicho Dios nunca «levántate y aligeraré tu carga y te conduciré a la vida?». No, no ha habido un tal Dios ni nunca le habrá. Él es nuestro enemigo.

Se quedó contemplando sus puños, luego los abrió y miró las palmas y dedos de las manos. Su rostro se endureció y ensombreció a causa de la ira.

—Aprenderé a derrotarle —murmuró—, le arrancaré sus víctimas. Quitaré su dolor de los desamparados. Cuando extienda su mano para alcanzar a un niño, golpearé esa mano para que se retire. Donde Él declare muerte yo declararé vida. Ésta será mi venganza sobre Él.

Se levantó. Estaba débil a causa de los pocos alimentos tomados. Vaciló y se sostuvo en el borde de la mesa. De pie miró a su hermosa madre y vio lágrimas en sus ojos. Empezó a llorar también y cayó sobre sus rodillas abrazando la cintura de su madre y reclinando la cabeza sobre su cuerpo. Ella puso las manos sobre su cabeza y silenciosamente le bendijo; luego se inclinó sobre él y besó su frente.

—Hipócrates ha dicho que esta vil cosa algunas veces se cicatriza espontáneamente —dijo Keptah—. Una vez afirmó que era una señal de los dioses. Si así fuese, no serían mejor que los hombres. Recomienda infusiones y destilaciones de ciertas hierbas para aliviar el agudo tormento, y aconseja compresas empapadas en vino y pociones para aliviar a las mujeres que son afligidas por esa enfermedad, la cual devora las partes internas. Para los hombres aconseja cauterizaciones y castración. Cree que es una enfermedad de las partes privadas, aunque vacila en algunos de sus asertos. ¿Es una sola enfermedad o varias? Un discípulo suyo pensó que era parecida a la lepra, cuando ataca la piel. ¿Es la misma cosa cuando una mancha alarga su negrura y mata rápidamente? ¿Es también la enfermedad blanca? ¿La enfermedad que destruye la sangre y la hace pegajosa como una jalea? ¿Es esto lo que hace decaer los riñones, pulmones, hígado e intestinos? Hipócrates no está seguro. Pero yo lo estoy. Es el mismo mal, en manifestaciones diferentes, y el peor de todos los males porque llega como un ladrón en la noche y al final hace que la víctima pida y ruegue la muerte cuando el cuchillo mueve y remueve sus entrañas.

Él y Lucano se hallaban en el pequeño hospital establecido para los esclavos. Cinco camas estaban ocupadas por hombres y mujeres que gemían y se removían. Tres esclavos les seguían con recipientes de bronce, aceites y vendas de blanco lienzo. Otro esclavo llevaba una bandeja de pequeñas botellas llenas de líquidos. El médico y Lucano habíanse detenido junto a la cama de un hombre que se ahogaba en la más completa agonía. El lado izquierdo de su rostro estaba comido como por una monstruosa larva, la carne, ensangrentada y lacerada, el labio hinchado y supurando sangre. El esclavo miró al médico que le contemplaba con lástima. Lucano permaneció de pie y le miró con la más amarga desesperación. Murmuró a Keptah:

—Seguramente será piadoso darle una poción que le proporcione la paz y la muerte.

Keptah movió la cabeza con lentitud en forma negativa.

—Hipócrates ha declarado que está prohibido. ¿Quién sabe qué instante el alma reconocerá a Dios? ¿Mataremos al sufriente esta noche, cuando el reconocimiento llegaría a la mañana siguiente? Además, el hombre no puede dar la vida. Por lo tanto, no tiene autoridad para dar la muerte. Sólo Él, que es desconocido para nuestras naturalezas y que se mueve en misterios, tiene derechos sobre ellas.

—¡Mátame! —gimió el esclavo, revolviéndose en la cama. Tomó el brazo del médico en su mano esquelética—. ¡Dame la muerte!

Su voz quedó ahogada por un vómito de sangre.

Keptah se volvió hacia Lucano, que miraba con horror al paciente. Tocó su brazo y Lucano movió la cabeza y le miró con severidad como en un ruego.

—¿Hubieses privado a Rubria de una hora de su vida? Y puedo asegurarte que ella sufrió tanto como éste, o incluso más.

Empapó unas compresas en un líquido blanco que vertió de un recipiente. Lucano rechinó sus dientes con odio. ¿Qué había hecho aquel pobre esclavo, un jardinero, contra los dioses para merecer aquello? Era un alma inocente y sencilla, que se gozaba en las flores, orgulloso de sus setos, que amaba sus lirios y velaba como un padre por sus rosas. Existían millones menos dignos de paz que aquél. El mundo estaba lleno de monstruos que comían, bebían y reían, y cuyos niños danzaban en los gratos jardines de sus hogares y que no conocían el dolor.

Keptah, con gran delicadeza, tomó la mano desolada del esclavo y la sostuvo con firmeza.

—Escúchame —dijo—, porque eres un hombre bueno y me comprenderás. Hay otros que tienen esta enfermedad, pero en su espíritu, y te aseguro que sufren más que tú. Cuando tu boca supura sangre sus almas supuran violencia y veneno. Donde tu carne es despedazada, ellos tienen sus corazones despedazados. Pero te juro; Niger, que tú eres más afortunado que ellos.

El esclavo dejó de quejarse, y sus ojos se agrandaron y pacificaron. A través de su sangre suspiró:

—Sí, señor.

El violento escarnio era para Lucano como un ácido. Miró a Keptah mientras colocaba el empapado lino en la horrible y desfigurada cara. El esclavo jadeó. Los otros esclavos, menos graves, contemplaban la escena desde sus lechos. Por fin apareció en los ojos del esclavo una niebla de alivio, un trémulo descanso. Una lágrima corrió desde el extremo de su pestaña. Keptah tomó una copa y puso su brazo bajo la cabeza del esclavo y le alzó tan tiernamente como una madre alza a su hijo, puso la copa en los retorcidos labios y, lentamente, Niger bebió con emocionante obediencia. Después Keptah volvió a colocar su cabeza sobre al almohada. Niger había caído en un profundo sueño, quejándose suavemente. Keptah le contempló enigmáticamente por largos momentos. Su oscuro rostro y penetrantes ojos eran ilegibles.

—Ha invadido ya la laringe —murmuró—. No vivirá mucho. —Se volvió hacia uno de los esclavos—: Dale esta poción siempre que él no pueda ya soportarlo, pero nunca antes de cada tres horas, de acuerdo con el reloj de agua.

—¿Y esto es todo lo que puedes hacer? —exclamó Lucano.

—No. Si hubiese venido a mí cuando la primera pequeña, dura y blanca irritación apareció en el interior de su mejilla, podía haberla quemado con un hierro al rojo. No acudió a mí hasta que era muy difícil para él tragar y las partes interiores de su boca ya estaban supurando, corrompidas y desprendidas. Recuerda que tanto si se trata de una enfermedad del espíritu como de una de la carne, es mejor buscar consuelo y ayuda desde el mismo principio. Después todo está perdido.

Se trasladaron al lecho de una joven esclava que sufría casi tanto como Niger. Su cama hedía a causa de las evacuaciones de su vagina. Keptah se volvió hacia un esclavo y exclamó:

—¿No te he dicho que mantuvieses los lienzos secos y limpios? Esto es el veneno que la deja. Informaré al capataz, así que prepárate para unos cuantos azotes.

—Señor, tengo otros deberes —gimió el esclavo.

—No hay mayor deber que curar o aliviar el sufrimiento. Ciertamente, la medicina es un arte divino. Basta ya. Trabaja mejor y olvidaré los azotes.

La esclava, a pesar de su inconsciencia y fiebre, era hermosa y llamativa. Keptah tocó su frente, notando su calor. Dijo a Lucano:

—Intentó abortar con un sucio y primitivo instrumento que usan los salvajes. Aquí tienes el resultado.

—No podía tener un hijo nacido en la esclavitud —gimió la muchacha.

Keptah respondió sombríamente:

—El pensamiento era virtuoso: la acción no. Debieras haberte mantenido virtuosa. ¿Tienes un dueño malo? Si le hubieses pedido un marido te hubiese dado uno. Ésta es una casa virtuosa. Pero tú te has divertido, y has seguido tus deseos y lujuria. No tienes excusa. Te enseñaron a leer y a escribir, a hilar y coser, a guisar y hacer otros servicios valiosos. No eres como las esclavas de Roma a quienes sus dueños obligan a acostarse con ellos a capricho. Bien. Veamos cómo estás.

Pero primero se lavó las manos con agua y luego las frotó con un aceite oloroso. Entonces examinó a la llorosa muchacha y tocó sus inflamadas y supurantes partes.

—¿Voy a morir, señor? —exclamó Julia aterrorizada.

Keptah no replicó. Con un trozo de lienzo hizo un pequeño cono blanco y lo introdujo en uno de los recipientes. La muchacha palideció. Pero Keptah con firmeza separó sus piernas e introdujo el cono en su cuerpo. Ella gimió. El aire quedó lleno de un olor aromático.

—Que la compresa permanezca hasta la noche —instruyó Keptah a su ayudante esclavo—. Luego quítala y destrúyela. Está infectada y es peligrosa. Después lava las partes con agua corriente y limpia, haz otra compresa y que la muchacha misma se la ponga. Para entonces será menos doloroso.

Golpeó suavemente las manos de la muchacha y le dio algo a beber. Luego le dijo:

—No morirás, espero. Me temo que vivirás para pecar más.

Miró a Lucano.

—Visítala al anochecer. Haz que mis órdenes se cumplan.

—¿Por qué reprochas a esta pobre niña? —preguntó Lucano con resentimiento—. ¿Es ella mayor que su naturaleza con la cual Dios la dotó? Él le dio los instintos naturales.

—Cuando los instintos naturales pueden ser peligrosos, entonces deben ser controlados —dijo Keptah—. ¿Y qué es lo normal? ¿El mundo? Se debe disciplinar uno mismo para derrotar las pasiones del mundo, o un hombre no es más que una bestia.

La muchacha, un tanto aliviada, sonrió a Lucano, con coquetería. Él se volvió, avergonzado y asqueado.

Las ventanas estaban abiertas y el frío aire invernal de las brisas llenaba la habitación.

—El aire y la luz son los enemigos de la enfermedad —decía Keptah, contra el consejo de los demás médicos—. La limpieza es también un enemigo, sin mencionar el respeto propio y la estima por la carne que viste al espíritu.

Se pararon junto a la cama de una joven y apuesta mujer que tenía un vientre enormemente hinchado. Junto a ella se hallaba agachado un joven y hermoso esclavo, su esposo, cuyo rostro estaba mojado por las lágrimas. Se alzó rápidamente y miró a Keptah con brillantes y suplicantes ojos.

—¡Ah, señor! —dijo—. ¿Sin duda está encinta y el niño está a punto de nacer?

Keptah suspiró.

—Te lo he dicho, Glauco. No es un niño sino un gran tumor. Hay que quitárselo o no vivirá. Lo he dejado en tus manos, aunque pude haber operado antes. Tú has esperado, y así reduces sus posibilidades de vida. No puedo esperar por más tiempo, decídete ahora.

—Señor, soy tan sólo un esclavo. Tú tan sólo debes mandar —dijo Glauco llorosamente.

Keptah movió la cabeza con gesto negativo.

—Nadie es esclavo, por muy atado y encadenado que esté, hasta que admite que lo es. Eres un hombre. ¿Salvo a tu esposa ahora o esperas y la dejas morir? Ella morirá sin la operación; puede vivir si la realizo.

Se volvió hacia Lucano y dijo:

—Palpa el vientre.

Lucano sentía profunda piedad por aquella joven y estoica mujer que no se quejaba y sonreía con valor.

Alzó su ropa. El vientre estaba liso y se notaban las venas como las vetas de un mármol, y brillaba a causa de la distendida tensión. Lo reconoció cuidadosamente cerrando los ojos para concentrar mejor toda su atención en la punta de sus delicados dedos. En el lado derecho palpaba un objeto duro como una piedra, pero estaba lleno de líquido y tenía un tacto esponjoso, a medida que sus dedos se corrían hacia el ombligo.

—Estoy seguro de que no es carcinoma —dijo a Keptah, que asintió con un gesto complacido.

—Es un tumor lipoide de suero —dijo el médico—, muy común. Debiera haber sido suprimido hace muchos meses, pero esta pareja deseaban un hijo y creían que el tumor lo era, después de tres años de matrimonio. Está cogido al ovario derecho y deberá ser también suprimido.

—¿Entonces no tendremos ningún hijo —gimió Glauco—, ni siquiera una niña?

—No seas tonto —reprobó Keptah—. Aristóteles desechó la antigua teoría de que un ovario produce un niño o una niña y que un testículo produce sólo un sexo. Tu esposa conservará su ovario izquierdo, y está en la misteriosa mano de Dios el que ella tenga después un hijo o una hija.

Puso unas hojas frescas en un filtro, añadió un poco de vino y se lo dio a Hebra, que lo tomó obedientemente. Keptah dijo a uno de los esclavos:

—Permanece con ella, dale una gran copa de vino y después otra. Cuando duerma llámame.

Los ojos de Hebra empezaban a cerrarse mientras su esposo la contemplaba temerosamente. Lánguidamente levantó su amable mano y acarició su rostro con un gesto de consuelo.

—Las mujeres, observa, tienen menos miedo a la muerte y a la vida que los hombres —dijo Keptah a Lucano mientras se dirigían a otra cama—. ¿Es la fe o es que las mujeres, más realistas que los hombres, aceptan la realidad con mejor espíritu?

Lucano le miró sombríamente. «Quizá —pensó— todos estos comentarios van dirigidos a mí en esta primera mañana de mi vuelta a la casa de Diodoro y a sus lecciones». Y eran pequeños dardos de reproche que herían su sensibilidad. Se sintió enfadado y avergonzado.

El hombre que yacía en el lecho siguiente estaba muy grueso y tan blanco y flácido como la escarcha. Miró a Keptah con un silencioso resentimiento. Keptah contempló la pequeña mesa que había junto a él, en la que se hallaba una botella de agua y un vaso.

—¿Has bebido todo este agua hoy, amigo?

El hombre murmuró algo en su garganta. Un olor de manzanas, o heno, surgía de su pesado aliento.

—Te aconsejé hace muchos meses que limitases tu amor por los pasteles, los panecillos y las mieles —dijo Keptah con severidad—. Tienes la enfermedad dulce y si no prestas atención harás que tus músculos y huesos salgan de ti en un río de orina. Pero veo que no te has limitado a comidas ligeras de carnes suaves y vegetales, de los cuales hay abundancia en esta casa, en la que reina la creencia de que son suficiente comida para sus esclavos. Si no controlas tu apetito de cerdo morirás pronto entre convulsiones. Es tuya la elección. Decide tú.

Se volvió hacia Lucano y le dirigió un pequeño discurso sobre aquella enfermedad:

—Siempre es del hombre su propia enfermedad. Aquel que sufre la enfermedad dulce, en la cual hasta la misma orina es sacarina, a menudo resulta ser un hombre de temperamento tolerante consigo mismo, que tiene su origen en un egoísta desdén de complacer a otro que no sea a sí mismo. De esta forma los demás no le aman y para satisfacer sus deseos de amor humano, se alimenta de las dulzuras de la tierra en vez de las dulzuras del espíritu. Hay otras manifestaciones de esta enfermedad, especialmente entre los niños, que invariablemente mueren de ella. Sería interesante hablar con esos niños que, incluso en sus tiernos años, posiblemente tienen una disposición sibarita, cuidándose tan sólo de sí mismos. No podemos hacer nada, sino prescribir las comidas más sobrias, los vegetales y frutas menos dulces y restringir u omitir los dulces y los alimentos compuestos de almidón. Sin embargo, poco se consigue aparte de la prolongación de una vida restringida, a menos que el paciente tenga un espíritu despierto y sea capaz de amar más allá de sí mismo.

Miró huraño al esclavo que le había estado contemplando con unos ojos que parpadeaban rápidamente.

—Cuida de tu vida con amor —amonestó—. No digas: «ella me pertenece y me servirá…». Di mejor a tu corazón: «ésta es mi esposa querida, y ¿qué puedo hacer yo para que sea la más feliz de las mujeres a fin de que diga que se ha casado con el más noble de los hombres?».

A medida que se alejaban, Lucano preguntó:

—Entonces, ¿esto no es una enfermedad orgánica?

Keptah se detuvo y consideró la pregunta. Por fin, respondió:

—No hay separación entre la carne y el espíritu, porque es por medio de la carne que el espíritu se manifiesta. Te preguntarás cómo es que algunas personas contraen enfermedades durante las epidemias y otras no. Hipócrates habló de una inmunidad natural de quienes escapan. Uno de sus discípulos creía que aquellos que escapan poseen en sí mismos alguna esencia que rechaza la enfermedad, pero ¿por qué? ¿Puede ser que ciertos temperamentos resistan la infección, mientras otros no? ¿Inmunidad? Si es así, entonces es la inmunidad del espíritu, aunque otros médicos no crean en esto. No estoy hablando del bien y del mal. Hablo simplemente del temperamento.

Llegaron a la última cama. Yacía allí un joven con fiebre alta, su pierna derecha contraída en tal forma que los músculos sobresalían como cuerdas. Tenía un rostro oscuro y agudo que reflejaba una inteligencia poco corriente, ojos atrevidos y expresión de enfado. Keptah miró a uno de los esclavos auxiliares.

—He dicho que esta pierna debe estar constantemente envuelta en compresas calientes de lana, día y noche, y tan calientes como pueda soportarlas. No me deis excusas. —Enfadado, alzó la mano y golpeó el rostro del esclavo—. ¿Tenemos aquí hombres y mujeres que buscan tan sólo su placer y satisfacción? Vete.

Miró al joven que reposaba sobre la cama y dijo a Lucano:

—Aquí tenemos a un joven de naturaleza altanera, orgulloso, inconsiderado, hinchado con su propia estimación y arrogancia. Desprecia la ignorancia y la vulgaridad. Posee una mente aguda y afilada como la hoja de un cuchillo. Desprecia a sus prójimos, que raramente tienen su inteligencia. Carece de paciencia y de amabilidad. Le he enseñado a leer y escribir; tiene acceso a mi biblioteca, va y viene a voluntad. Nunca piensa con el corazón sino con el cerebro. Descubrirás que quienes son como él están propensos a coger esta enfermedad paralizante. Descubrirás también que cuanto más estúpidos y bovinos, más libres se ven de ella, incluso entre los niños.

Diomedes sonreía con una mezcla de orgullo y mal humor.

—Gracias, señor, por tus palabras acerca de mi intelecto —dijo.

Evidentemente sufría un gran dolor, pero su orgullo no le permitía expresarlo.

—No te estoy adulando —dijo Keptah—. Era casi inevitable que sufrieses esta enfermedad, que, me temo, está destinada a dejarte cojo de una pierna.

—Me preocupo poco por mi cuerpo en tanto pueda alimentar mi mente —dijo Diomedes.

Keptah miró a Lucano.

—Observarás las mismas señales en gente afligida como éste. ¿Por qué debe un hombre despreciar su carne y la carne de los demás, cuando es una maravillosa invención de Dios y puede ser más bella que ninguna otra cosa viviente? Es por medio de la carne que nos comunicamos con otros. Los hombres como Diomedes no desean comunicación. Sólo desean adulación y obediencia a sus excelentes inteligencias. A los padres que tienen hijos como éste yo les digo: «Enseñad a vuestros hijos a amar, a dar, y educarles en la obediencia de Dios».

Los labios de Lucano se curvaron, pero continuó callando. Keptah dirigió la palabra a Diomedes y le dijo:

—Haré que te envíen algunos libros esta tarde. Veo que has terminado los que te mandé previamente. Pero existe esa doncella, Leda, que a menudo escribe cartas para el ama Aurelia. Es una hermosa muchacha, inteligente, amable y que te adora. Toma su amor, pero devuélvelo con todo tu corazón. Sé que tal cosa será dura para ti, pero tú puedes amar a otros si lo deseas. Nada es imposible con una mente despejada, determinada e inquisitiva. El ama Aurelia se siente tan atraída por esa muchacha que ella me ha dicho que cuando desee casarse recibirá su libertad. ¿Le privarás de un don como ése?

Diomedes empezó a gruñir. Luego su rostro se suavizó, y repentinamente lo escondió contra la almohada.

Sus hombros empezaron a agitarse. Keptah dijo suavemente:

—Se han salvado más almas por medio de lágrimas humildes que por todas las pociones que existen en el mundo.

Lucano dijo para sí mismo con tono de desafío: «Simplifica demasiado». Pero se sintió conmovido por los sollozos de Diomedes, que no podía controlarse pese a los esfuerzos que hacía con sus músculos. Keptah dijo:

—Date prisa y ponte bien, Diomedes. Te necesitaré como mi ayudante cuando seas capaz de sentir compasión y amor por los demás.

Diomedes apartó el rostro lleno de lágrimas de la almohada y el gozo brilló en sus ojos. Tomó la mano de Keptah.

—¿Me dejarás ayudarte, señor? —exclamó incrédulamente.

Keptah respondió:

—Serás un excelente ayudante, Diomedes: cuando ames, tengas compasión y sientas el dolor de los demás en tu propio cuerpo.

Volvieron a la cama de Hebra, que estaba dormida y respirando suavemente. Keptah ordenó que fuesen colocados unos biombos alrededor de la cama. Hizo salir a Glauco del recinto. Colocó una bandeja sobre una pequeña mesa, y sobre la que reposaban agujas, suturas y tres escalpelos, uno grande y dos pequeños. Dijo a Lucano:

—Es la hora de que veas la primera operación. Si vomitas, usa este cubo, por favor, pero no digas nada. Si te desmayas te dejaré caer. Hay una vida que salvar. Necesitaré tu ayuda. Toma este paquete de lienzo y sumérgelo en aceite oloroso. La infección llena hasta el mismísimo aire.

Lucano empezó a temblar. Pero obedeció silenciosamente las órdenes. Miró hacia la intoxicada muchacha, que tenía un aspecto dulce en su inconsciencia. Se sintió lleno de una apasionada conmiseración. ¿Por qué un dios cualquiera afligía a una criatura que sólo deseaba tener hijos, el amor de su esposo y una vida tranquila? ¡Oh, tú que haces este mal a los hombres, te desprecio!… ¿El hombre más bajo del mundo no era más compasivo?

Keptah dejó al descubierto el brillante e hinchado vientre de Hebra. Lo palpó con cuidado. Luego, con seguros trazos de su escalpelo, como si estuviese dibujando un cuidadoso diagrama, hizo correr el cuchillo sobre la blanca carne. Su camino quedaba trazado por una roja línea, que se ensanchaba y abría, como una boca hambrienta. Lucano se sintió enfermo, pero continuó mirando. Los brillantes y rojos músculos fueron expuestos, nervudos, trenzados con palpitantes venas. Keptah los apartó diestramente, con suavidad, y dijo:

—Ahora usaremos estos ganchos egipcios para ligar los vasos sanguíneos y mantener el campo de operación tan libre como sea posible a fin de evitar que se desangre. Observa estos vasos, y los pulsos del corazón que bombean en ellos. ¿No es todo perfecto? ¿Quién puede mirar esto y no sentir reverencia hacia Dios en su corazón? Él ha diseñado al hombre en forma maravillosa, como ha creado los soles y los planetas. ¡Ah, ten cuidado! Usa tan sólo pequeños lienzos para mantener la herida abierta. No dejes que tus dedos toquen ninguna parte de la herida, porque hay veneno en tus dedos y en el aire. Los egipcios sabían esto hace muchos cientos de años, pero los griegos y los romanos lo han despreciado preguntando: «¿Dónde está el veneno?», no podemos verlo. Hay millones de cosas en el universo que el hombre no puede ver; y sin embargo existen.

Hebra empezó a gemir y a hablar incoherentemente.

—Es su carne violada la que habla —dijo Keptah—. El espíritu también protesta de la ignominiosa pasividad a que está sometido por efecto de la droga. Hay quienes dicen que las drogas someten al espíritu; no es así. ¿Siente ella el dolor? Sin duda. Pero cuando se despierte no recordará que ha sufrido. Dirá: «Es como si hubiese dormido en medio de una tormenta».

Lucano, lleno de compasión hacia la muchacha, dijo en lo profundo de su alma dirigiéndose a ella: «Descansa, súfrelo, ten valor. Te salvaremos, querida niña».

Dirigió toda la fuerza de su mente hacia ella para infundirle seguridad. Quizá fue tan sólo por efecto de las drogas que había tomado y del vino estupefaciente, pero de pronto respiró y pareció relajada. Los tensos músculos se aflojaron y no volvieron a tensarse.

Los brillantes intestinos, de un color rojo grisáceo, quedaron expuestos. Allí estaban, convulsos y deslizándose masa tras masa. Palpitaban y se estremecían un poco y Lucano les habló suavemente en su mente y quedaron flácidos. Con el más exquisito cuidado Keptah los apartó y una enorme vejiga opalescente ascendió de debajo, como un mal que florece de pronto, apartándolos rudamente; una transparente brillante vejiga, supurando corrupción y rápidos ramalazos de sangre. Se agitó inquieta sobre los intestinos. Estaba unida por debajo con un tejido de color más oscuro.

—Éste es el momento vital —dijo Keptah, trabajando con manos seguras—. Ahora miraremos el ovario cuidadosamente. Al más ligero descuido explotará esta vejiga y llenará todo su vientre de muerte. —Expuso el blanco y amarillento ovario—. Bien —dijo Keptah—, está sano. Después de todo, la salvaremos. Estás demasiado preocupado. Usa más lienzos, mantén la carne aparte con firmeza.

De pronto, toda la escena se difuminó y vaciló ante los ojos de Lucano. El olor de sangre casi le ahogaba. Sus piernas temblaron violentamente, y una arcada seca y poderosa llenó su estómago. Se dijo para sí: «Si yo fallo a esta muchacha, si me desmayo, ¿quién la ayudará?». Miró la malvada e inquieta vejiga y trató de calmar su natural y humana repugnancia. Intentó ver las capas de grasa sobre el peritoneo, amarillentas y húmedas como la grasa de oveja. Presionó los lienzos con más fuerza contra la abierta boca de la herida. Sus músculos se tensaron y tembló. Keptah estaba atando limpiamente los tejidos que sujetaban la vejiga en varios lugares, tensando el hilo de lienzo. La opalescente corrupción adquirió un color lechoso; las señales de sangre se oscurecieron; entonces, con un lento movimiento del escalpelo, Keptah cortó el cordón. La vejiga quedó; quieta sobre los intestinos.

Con el máximo cuidado y lentitud, Keptah la alzó y la dejó caer sobre una bandeja. Los ojos de Lucano estaban llenos de agua y gotas de sudor caían sobre su rostro.

—Contempla cómo coso estas capas ahora, con tanta limpieza como una modista —dijo el médico—. No debe cometerse ningún error en las suturas.

Empleaba un tipo de cosido en cruz, usando un hilo de color claro que, explicaba, estaba hecho de tendones.

—El cuerpo absorberá esto con el tiempo y los tejidos quedarán tan firmes como antes. Algunos médicos usan hilo de lienzo, que el cuerpo no absorbe y que, posteriormente, causa dificultades.

La vejiga, sobre la bandeja, era tan grande y estaba tan arrugada como un niño recién nacido. Con infinitos cuidados, el médico fue uniendo los diversos tejidos del vientre y cosiéndolos con firmeza.

—La grasa es difícil; algunas veces se separa del hilo o se rompe. Bien. Aquí la tenemos ahora. Y ahora vamos por la piel, que es muy fuerte. Ahora usaremos hilo de lienzo, que cortaremos dentro de una semana.

El vientre se había aplanado milagrosamente. La muchacha gimió una y otra vez, respirando con desesperadas boqueadas.

—Se está una despertando —dijo Keptah.

Ató el último y experto nudo. Sumergió una tela en agua caliente y la puso sobre el corazón de la muchacha; luego mojó otro pedazo de lienzo y lo colocó sobre sus pies y otro sobre sus muñecas. Se inclinó sobre el pecho de la muchacha y escuchó su corazón.

—Rápido, pero firme. No tendrá conmoción, cosa que hay que temer. Coloca el cubo cerca de su boca y sostén la cabeza.

Vendó el cuerpo con largas tiras de tela, con la misma firmeza que si la estuviese embalsamando. Después se puso en pie y miró a la muchacha con satisfacción. Estaba muy tranquilo. Miró a Lucano, y vio que la túnica del muchacho estaba húmeda y goteaba. Se rio suavemente.

—Lo has sufrido muy bien. Te felicito. Bebe este vino tan rápido como puedas. Puedo incluso decir que me siento orgulloso de ti.

La muchacha abrió sus inexpresivos ojos. Keptah se inclinó sobre ella.

—Todo ha pasado ya, niña. Estás bien.

Ella gimió y empezó a llorar. Keptah exprimió más hojas ácidas e introdujo la poción en su boca y luego le dio agua. Ella lo tragó febrilmente. Estaba tan blanca como la muerte.

—Duerme —le dijo—, el sueño cura más enfermedades que el arte de cualquier doctor.

Hizo un gesto hacia Lucano.

—Me he dado cuenta, con placer, que has llevado la cuenta de los lienzos usados para contener la sangre. Ahora puedes limpiar todo eso y la visitarás dentro de unas cuantas horas.

—Glauco —murmuró la muchacha.

Keptah corrió el biombo y llamó al esposo, que se acercó con la rapidez del viento. Se arrodilló junto a su esposa y puso su mejilla junto a la de ella sollozando.

—Es mucho más duro para el esposo —observó Keptah.

Dejó a Lucano el sucio y repulsivo trabajo de limpiar todas las evidencias de la operación. Las manos de Lucano se movían con debilidad y temblores. Limpió los escalpelos y los volvió a colocar en la bandeja. El olor de la sangre y los efluvios del cuerpo violado le ponían enfermo. ¿Por qué no podía hacer un esclavo aquella labor? Se sentía irritado. Cuando salió de entre las cortinas encontró a Keptah conversando con los otros pacientes y dando órdenes. Keptah le dijo:

—No siempre tendrás un ayudante. Con demasiada frecuencia un cirujano debe permanecer solo y hacerlo todo él.

Miró a Lucano y rápidamente tomó un cubo, y Lucano vomitó tan violentamente que parecía que las propias entrañas, el estómago y el hígado iban a salir por su agitada boca. Keptah demostró paciencia.

—De nuevo te felicito, mi Lucano. Es mejor abandonarse a uno mismo después de una emergencia que durante ella. Vete y échate hasta que estés listo para ir con Cusa.

Lucano limpió su agria boca.

—Prefiero ir a casa.

—No —dijo Keptah—, pensarías demasiado en lo que ha ocurrido. Contente a ti mismo; continúa con tu trabajo.

Los vientos de otoño gemían como las voces de una multitud de palomas cuando Lucano abandonó la escuela. Las lluvias grises caían sobre las palmeras y los árboles y goteaban sobre las columnas de la casa de Diodoro, y repentinamente la voz de la brisa marina agitaba todas las hojas, todas las ramas y troncos, blanqueaba la hierba; un silencioso gemido surgía de la tierra, un sonido doloroso. Lucano se echó la capucha del manto sobre la cabeza y miró sombríamente al blanqueado y marchito jardín. Las fuentes se quejaban con tristeza; las estatuas dejaban correr sobre ellas las aguas grises; las flores inclinaban sus cabezas en dócil sufrimiento. Lucano era joven; olvidó que mañana todo estaría de nuevo sonriente y cálido, las palmeras brillarían, los pájaros volverían a cantar y el cielo estaría azul. Así como estaba ahora, estaría siempre, siempre para él; roto con torturada angustia, replicando febrilmente al viento que rugía desde el mar, inclinándose infinita y desesperadamente como las hierbas de un fantasmal campo elíseo.

«Todo está muerto —se dijo Lucano—, todo vencido y gris; todo inundado, marchito, hundido y perdido. Lo que he amado se ha ido». Lucano secó su mojado rostro con la punta de su manto y sintió la más aterradora desolación. Una angustia, una vaciedad, en la que no había ni un solo sueño ni una sola esperanza, le abrumó. Su carne joven pesaba sobre sus huesos como si fuese vieja, seca y unida a la tierra. Miró al vaporoso cielo, tan descolorido como la misma muerte, y deseó llorar, pero no había lágrimas en él, sólo aridez en la que nada crecía ni nada se movía.

Deseó estar en casa y, sin embargo, se sintió estremecer ante el pensamiento. Iris, su madre, estaría allí con su bello rostro blanco y silencioso de dolor; le miraría interrogadora y él no tendría respuestas que ofrecerle. Ella era vieja, tenía treinta y un años. Los viejos carecían de sabiduría, tan sólo tenían quejas; sólo la juventud tenía respuestas, podía responder cuando era feliz. «En verdad —se dijo Lucano—, no hay respuesta para la nada. Y nada es cuanto existe». Luego se sintió lleno de una salvaje y tumultuosa ira y se levantó, sus puños cerrados, contra el cielo.

—¡Yo te derrotaré! —exclamó—. ¡Te privaré de tus sacrificios!

La violenta galerna del mar golpeó su rostro y su cuerpo y sintió que era como una burla de desafío. Empezó a cruzar los jardines, temblando de furor, y llegó ante el abierto pórtico, frente a la casa. Las puertas de bronce esculpido estaban cerradas. Permaneció ante ellas mirándolas y le parecieron impenetrables. Se dirigió hacia ellas sin pensar y las golpeó con su puño. Cuando se abrieron dijo al esclavo:

—Deseo hablar con tu dueño Diodoro.

El portero de la casa le contempló con descaro.

—El señor está en la biblioteca. No ha hablado durante muchos días. ¿Deseas importunarle, Lucano? No te verá. Ha rehusado ver a sus amigos romanos. ¿Verá al hijo de un liberto?

Lucano empujó la puerta y la abrió por completo; apartó al esclavo hacia un lado. La espectral y aguda luz del cielo cayó sobre el blanco y negro mármol del portal y Lucano avanzó por él haciendo que sus sandalias despertasen ecos, mientras su blanco manto flotaba a su alrededor con fantasmales pliegues. El frío y oscuro aire de la casa parecía el aire de una tumba, impresionante y muerto. Ningún movimiento ni voz rompía el silencio, excepto el ruido de los pasos de Lucano. El arco de entrada a la biblioteca estaba cerrado con una gruesa cortina y Lucano la apartó. Tan sólo cuando estuvo dentro de la biblioteca se preguntó repentinamente el por qué y para qué había ido y qué estaba haciendo allí.

Diodoro se hallaba sentado ante una mesa de mármol, con muchos libros enrollados a su alrededor, las manos sujetando su cabeza. Estaba tan quieto como una estatua esculpida en oscuro bronce, porque incluso su túnica era de color oscuro. Cuando oyó el ruido de la cortina dejó caer sus manos pesadamente y alzó su rostro sin luz y miró ciegamente a Lucano, a quien no había visto desde la muerte de Rubria.

Lucano quedó anonadado por la apariencia de su señor, el color ceniciento de sus mejillas, la sequedad de su boca, las ojeras en las que sus oscuros ojos se hundían sin luz ni interés. La misma carne del tribuno parecía haberse marchitado. Sus hombros caían pesadamente y cuando se movía lo hacía como si le costase un gran esfuerzo. Lucano, de pronto, sintió su propia juventud, la fuerza de su cuerpo, la flexibilidad de sus miembros, la vitalidad de su sangre, a pesar de su pena e insondable furor. Aquí, como su madre había dicho, estaba la desesperación absoluta, más allá de toda consolación.

—¿Qué? —murmuró Diodoro como si no reconociese al joven.

Contempló como Lucano se acercaba a él y con un completo desinterés vio como éste se arrodillaba junto a él, la cabeza inclinada sobre el pecho. Un sonido sofocado salió de Diodoro, un gastado e insondable sonido. Después dejó caer otra vez la cabeza entre sus manos y olvidó a su visitante.

Las palabras surgieron en los labios de Lucano involuntariamente:

—Señor, hay una vieja historia que mi padre solía contarme. Un hombre anciano perdió a su único hijo, y sus amigos llegaron hasta él y le dijeron: «¿Por qué lloras? Nada puede devolverte a tu hijo». Y el anciano respondió: «Por eso lloro».

De una de las altas ventanas de la biblioteca procedía una insegura y crepuscular luz, sombría y vaga. El silencio llenaba la habitación. El joven permanecía arrodillado junto al hombre y ambos estaban absolutamente inmóviles. Después, Diodoro, lentamente y con vacilaciones, puso su mano sobre el hombro de Lucano. Luego dijo con voz ronca:

—Tú también la amabas. Pero tú no eras su padre.

—Perdí a mi padre —dijo Lucano, volviendo su mejilla de manera que descansase sobre la mano de Diodoro. Sus palabras brotaron de él con ronca precipitación—. Mírame, noble tribuno. Soy un hijo que aunque no llegué a odiar a mi padre, le desprecié un poco como a hombre de poco conocimiento y muchas pretensiones. Me hice arrogante e impaciente y condescendiente. Olvidé todo lo que había sufrido, todo cuanto había conocido. No encontraba sus alardes emocionantes; los encontraba risibles. No perdí a mi padre en aquellos años, sino que mi padre perdió un hijo. Y ahora el hijo ha perdido a su padre; no puedo llegarme hasta él y pedirle su perdón por mi crueldad, impaciencia y el orgullo de mi juventud.

La mano de Diodoro descansaba aún sobre el hombro de Lucano y por primera vez la vida y la comprensión volvieron a los ojos del tribuno. No podía ver el rostro de Lucano, escondido en la sombra y la oscuridad. Pero dijo suavemente:

—Seguramente los dioses no rechazan la contrición y sin duda las sombras en las regiones de los muertos se dan cuenta del arrepentimiento.

Pero Lucano movió su cabeza, incapaz de hablar.

—Yo honré a mi padre —dijo Diodoro compasivamente—. No soy un hombre sin comprensión. Puedo imaginar lo que debe ser recordar que uno ha despreciado a su padre. —Se detuvo un momento—. Eneas era un hombre bueno y honrado y yo confiaba en él sin reservas. Si él ansiaba la sabiduría esta ansia no era despreciable. Tan sólo cuando un hombre no desea superarse es cuando es menos que un buen perro. Honremos a aquellos que saben en sus corazones que no son grandes, porque ellos respetan y reverencian la grandeza.

—Sí —dijo Lucano—, pero esto no me absuelve.

Diodoro mantuvo silencio durante algunos momentos, luego habló como si pensase en voz alta:

—Es bueno vivir en tal forma que cuando uno de los que amamos muere, no sintamos arrepentimiento. Pero ¿quién no siente arrepentimiento? ¿Quién no ha sido rudo, duro e insensible a veces? ¿Quién no ha sido humano, con todas las faltas? Por lo tanto, ¿por qué castigamos a nosotros mismos?, y exclamar en voz alta: «¡Si lo hubiese sabido, si sólo hubiese tenido cuidado, entonces quizá podría haber detenido la negra muerte con mis manos desnudas antes de que hubiese sido demasiado tarde!».

Una luz débil de asombro brilló en su atormentado rostro. Luego continuó:

—A menudo me he dicho a mí mismo que he sido poco vigilante, que no velé por mi niña con demasiado cuidado; que si hubiese sido más cuidadoso quizá ella no hubiese muerto. Pero ahora veo que los dioses tienen sus horas escogidas. No podemos hacer nada, sino rogar por las almas de los que nos han dejado; que ellos tengan paz y que sepan que nosotros les hemos amado y les continuamos amando.

Pero la sequedad interior de Lucano, se hizo más árida aún, y lo que Diodoro había dicho sonó en él como un eco sin significado.

—Sí, sí —exclamó Diodoro—. ¿Por qué me he apartado de la vida? ¿Por qué he sido menos que un bruto, que se lamenta, pero después vuelve a vivir? Sea como los dioses lo han querido. No necesitan respondemos, porque su naturaleza está más allá de nuestro entendimiento. —Movió su cabeza con vehemencia. Su mano apretó el hombro de Lucano—. ¡He dejado que mi pobre esposa llore sola en su cama y ella es la madre de mi hija y además espera un hijo! La he abandonado y cuando vino a consolarme me aparté de ella. ¿Ha sufrido ella? Lucano, sin duda los dioses compasivos te han enviado hoy. Si hubiese continuado meditando por más tiempo acaso me hubiese lanzado sobre mi propia espada.

«Yo la vengaré —murmuró Lucano para sí mismo—. La vengaré durante toda mi vida».

Diodoro miró al arrodillado joven, cuyo rostro pétreo y blanco estaba escondido con la capucha, y al tribuno le pareció que era un mensajero del Olimpo. Puso sus vigorosos brazos de soldado alrededor de los hombros del joven, como un padre que abraza a su hijo.

—No debemos pedir por más tiempo el ser absueltos de nuestros crímenes contra los muertos, sino de nuestros crímenes contra los vivos —dijo Diodoro—. Levantémonos, pues, como hombres, atendamos a nuestros negocios en la vida. Los vivos nos esperan.

Después, como Ulises y su hijo, lloraron juntos, y mientras las lágrimas de Diodoro le curaban de su pena, las de Lucano eran como un ácido que producía mayor irritación.

Lucano se dirigió a casa a través del húmedo bosque mientras decía para sí incrédulamente: «¿Qué le he dicho? ¿Qué mensaje le llevé? En verdad no dije nada. Hablé acerca de mi padre, por quien yo verdaderamente no me lamento, sino por quien siento solamente pesadumbre, pero cuando hablé mis pensamientos estaban con Rubria y no con Eneas, mi padre. Y es a ella a quien yo vengaré contra cualquier Dios que exista».

Diodoro acudió a la habitación de su esposa, donde ella yacía tristemente en su cama. Aurelia se levantó cuando entró su esposo, y al ver su rostro se arrodilló en su cama con un grito sollozante y extendió sus brazos hacia él, que la cogió entre los suyos mientras exclamaba:

—Perdóname, querida.

Y sus lágrimas se mezclaron con las de ella.

Iris, de pie ante su puerta en la tenebrosa y nebulosa oscuridad del atardecer, vio acercarse a su hijo y le esperó sin saludarle de lejos o darle la bienvenida. Él entró en la casa y se quitó la capa, y ella vio la palidez de sus labios, la dureza azul y pétrea de sus ojos; y le dijo:

—¿Has visto a Diodoro? Había rogado que fueses a verle, porque has recordado que él es para ti como un padre. Dime, ¿está aún quebrantado por la pena?

Los ojos de Lucano parpadearon:

—Hay algo que no comprendo y que quizá comprendía cuando era un niño no endurecido. Hablé con Diodoro. Hablé con él, pero no de Rubria, sino de mi padre. Y él se alzó y pareció como un hombre renacido. No me preguntes lo que le dije porque no lo recuerdo.

Iris había encendido una lámpara. Volvió su rostro hacia su hijo y a éste nunca le había parecido tan bella, tan vestida de dorada luz, tan parecida a una estatua esculpida por Fidias. Ella se acercó a Lucano y colocó suavemente una mano sobre sus mejillas.

—Aquellos que reciben un mensaje de los dioses no siempre comprenden el mensaje —dijo; y por primera vez desde que Eneas había muerto sonrió—. Otros escuchan y sus corazones responden.

Lucano nunca había respondido a su madre con rudeza, pero entonces lo hizo:

—Hablas neciamente —dijo—; hablas como una mujer, y las mujeres muchas veces hablan por nada. ¡Ah! —exclamó, y su voz cambió de tono—. Lo siento; no llores, madre. Tienes un corazón muy tierno. Pero yo no siento nada sino odio y deseo de venganza. Y alcanzaré a vengarme…

Se dirigió a su habitación, no desorientado, sino con un propósito definido. Tomó los rollos de libros de sus estanterías, encendió una lámpara y empezó a estudiar.