30
El pasadizo era estrecho y húmedo; pequeños regueros de agua corrían entre las sombrías piedras y un techo arqueado parecía presionar hacia abajo. Al final del mismo había una lámpara colgada de un gancho, débil y amarillenta y más allá de ella se abría otro pasadizo que se prolongaba formando ángulo recto. Reinaba allí un profundo y pesado silencio, roto sólo por el débil tintineo del agua.
Después que pudo controlar sus náuseas, Lucano miró a su alrededor y empezó a pensar… Parecía que hacía mucho tiempo que estaba esperando a Plotio. Frunció el ceño. Nunca en su vida había tenido sospechas de nadie ni enemistad. Pensó que su vida había discurrido demasiado protegida, excesivamente restringida, limitada al hogar y a los estudios. Había sido prevenido de la escena de aquella noche y de sus recientes experiencias que le habían abrumado. Había oído hablar de aquellas orgías; había visto una o dos versiones pequeñas de las mismas en Alejandría, las cuales le habían dejado indiferente porque no había tomado parte en ellas. «Si ahora me siento tan violento frente a estas cosas, ¿qué me ocurrirá cuando me lance de lleno a este rudo mundo? ¿Estaría otra vez como un niño?».
Le disgustaba pensar que había considerado a Tiberio César simplemente como un hombre poderoso, omnipotente, pero un hombre al fin. Pero era un terror, el dueño del mundo, marido de una arpía, señor de legiones, amo absoluto de todos los hombres. ¿Vengaría él a Julia? Además estaba Plotio, que era fiel al César. ¿Podía confiar en él? ¿Le habría conducido hasta aquel estrecho pasadizo a fin de matarle? ¿No estaría en aquel momento con Tiberio, aunque era casi la madrugada, considerando juntos aquel asunto? El hijo de Diodoro Cirino no podía ser ejecutado públicamente, como un criminal. Su muerte no tenía que presenciarla nadie, nadie tenía que enterarse, y aquel lugar y hora, eran perfectos. Su cuerpo podía luego ser arrojado al Tíber y se publicaría después que había muerto misteriosamente mientras permanecía bajo el cuidado personal del propio César.
Lucano no deseaba morir. Pensó en su madre, sus hermanos y hermana. Pensó en todo el trabajo que tenía que hacer. Se preparó para defenderse. ¡Maldito fuese el vino que había bebido! Se separó de la pared y flexionó sus músculos. Pensó de nuevo en Plotio, armado con su espada corta, que pronto aparecería en el pasadizo. Sólo él y Jacinto habían visto cómo Lucano rechazaba a Julia con violencia. Era incluso posible que Plotio no estuviese en aquel momento con César; también era leal a Julia y podía ser que estuviese consultando con ella como deshacerse del hijo de unos esclavos en la forma más rápida posible.
«Es grande y fuerte —pensó Lucano—, pero soy mayor que él y más fuerte. Si no tuviese la espada podría estrangularle, o por lo menos vencerle». Sin embargo, existía aquella espada. Lucano reflexionó con todos sus sentidos alerta. «Tendré que arreglarme para vencer a Plotio —se dijo—. Luego como pueda, encontraré la salida de este lugar abominable, no para volver junto a mi familia, a quienes pondría en peligro, sino para salir de Roma». Dio unos pasos hacia la linterna. ¿Por qué esperar a que Plotio volviese? Huiría ahora. Oyó el rechinar de la llave en la cerradura y se dio cuenta que era demasiado tarde.
Corrió hacia la puerta y se colocó contra la pared en forma tal que la puerta se abriese contra él y tuviese ocasión de saltar sobre Plotio antes de que el joven capitán se pusiese en guardia. Si Plotio entraba con la espada desenvainada, tendría que morir. Lucano vaciló. «Pero es mi vida, la vida de mi familia y mi trabajo lo que he de proteger», pensó con la velocidad de la luz. Recordó el mandamiento que José ben Gamliel le había enseñado: «No matarás». Pero no se había mandado que un hombre no se defendiese.
La puerta se abrió rápidamente, el perfil de Plotio apareció y Lucano vio que no llevaba la espada desenvainada. Plotio, al no ver a Lucano tras de la puerta, maldijo con voz contenida y le llamó con ansiedad. Entró en el pasadizo y cerró la puerta tras él, la atrancó y luego dio media vuelta hacia el corredor. Entonces vio a Lucano, la palidez de su rostro y la tensión que le dominaba y comprendió. Le hizo un amplio guiño y dijo:
—¿De modo que estabas preparado mi querido Hércules? No me preguntes nada. He hablado con el César.
Hablaba con tono divertido.
—¿Qué dijo el César? —preguntó Lucano, no confiando del todo en él.
—¡Ah, vas aprendiendo! —respondió Plotio, moviendo su cabeza con admiración—. Sólo dije al César que careces de experiencia y que habías ofendido a la Augusta tontamente, la cual es notable por su falta de paciencia para sufrir ofensas. Te lo he dicho, no me preguntes nada. Tu vida corre el más mortal peligro. Sígueme.
Pero Lucano vaciló. Retrocedió con gesto belicoso ante Plotio.
—¿No estoy bajo la protección del César como invitado en su palacio? Tan sólo ha de dar la orden y ni siquiera la Augusta se atreverá a levantar su mano contra mí.
Plotio suspiró con impaciencia.
—¡Qué poco sabes, mi buen inocente! Julia no podría ordenar tu muerte abiertamente, teniendo en cuenta las circunstancias de tu presencia aquí. No, tu muerte ocurriría más disimuladamente y el César no podría impedirlo. Existe el veneno, lo has de comprender, o un accidente y luego tu cuerpo sería enviado con pesar a tu familia con una carta manuscrita del César. Julia tiene muchos espías y devotos en el Palatino, más que el propio César. Por lo tanto hay que protegerte. Mañana, disfrazado, abandonarás la ciudad en un buque que te estará esperando en el puerto. Bajo ninguna circunstancia debes volver a tu casa o llevarás allí la muerte, no sólo para ti, sino también para los que amas. Una vez a salvo se hará creer a Julia con habilidad que César se enfadó contigo y te ha desterrado.
Hizo una pausa y miró a Lucano que le estaba aún vigilando.
—Fue una suerte para mí que Julia no supiese que yo estaba escondido al final del pórtico —añadió luego—. Pero Jacinto no tuvo tanta suerte y ha sido el único testigo de su humillación. Sin duda estará muerto antes de la puesta del sol, cayéndose por unas escaleras, por ejemplo.
—¡Qué César, qué Augusta y qué ciudad! —exclamó Lucano.
Plotio le miró boquiabierto, luego movió la cabeza.
—¡Y qué inocente! —respondió.
—No me fío de nadie —dijo Lucano.
—Excelente, mi buen amigo. Seguiré hasta mis habitaciones y tú vendrás tras de mí. Me vi obligado a dejarte aquí por algún tiempo a fin de asegurarme de que mis colegas oficiales están durmiendo o de guardia. Pero dentro de pocos momentos habrá relevo de guardia y hemos de darnos prisa.
Lucano vaciló aún. Después de todo no conocía mucho a Plotio. Luego dijo:
—Te seguiré, pero déjame primero que te quite la espada.
Plotio le miró a los ojos y Lucano le desarmó. Luego el soldado inició una rápida marcha por el pasadizo y volvió hacia la derecha, seguido de Lucano que empuñaba la espada y miraba con precaución a su alrededor. En el pasadizo más alejado existían una serie de puertas de roble y débiles ronquidos sonaban tras ellas. El lugar era más seco, se percibían un olor a hierba procedente de algún lugar desconocido y llegaba el murmullo del viento exterior. Plotio se detuvo ante una puerta, abrió con una llave y entró haciendo un gesto a Lucano para que le siguiese. Cuando Lucano estuvo dentro, Plotio cerró con rapidez la puerta y la atrancó. Luego habló quedamente.
—Debemos hablar en voz baja. Nadie debe saber que estás aquí porque yo, como tú, no me fío de nadie.
Su pequeño dormitorio, iluminado por una sola y mortecina lámpara era sobrio y austero. Contenía sólo una cama tosca, una silla y una mesa sobre la que estaba la lámpara. De las encaladas paredes colgaban espadas y dos escudos, y en ellas se abrían varios nichos en los que habían cabezas de dioses que parecían de juguete. En una de las hornacinas, un poco mayor que las otras, estaba un busto de Diodoro, hábilmente esculpido en mármol, sobre el que pendía el estandarte de Roma, y Lucano lo vio inmediatamente. Pese a estar aún bajo los efectos del vino sintió que sus ojos se llenaban de lágrimas. Puso la espada sobre la mesa, miró a Plotio frente a frente y dijo:
—Sé que puedo confiar en ti —y señaló el busto—, tú amabas a mi padre.
—Si —dijo Plotio. Se acercó al pequeño busto y lo tocó con reverencia—; como mi padre le amaba y mi tío, el senador que murió a causa de sus colegas, porque amaba a su patria y era un hombre honrado… —hizo una pausa—. Así le amó Tiberio también.
Lucano se sentó sobre el borde de la cama. Su dolor de cabeza se hacía cada vez más insoportable y se sintió lleno de tristeza porque no podría ver otra vez a su familia; quizá nunca más. Sostuvo la cabeza entre las manos y gimió:
—Me gustaría un poco de agua, agua muy fría.
Plotio riendo suavemente, alzó un jarro del suelo y lo acercó a los labios de Lucano. El joven bebió con insaciable sed. Inmediatamente se sintió invadido por las náuseas y Plotio corrió con rapidez una oscura cortina y le empujó hacia la letrina que había detrás. Allí se retorció y vomitó el vino agrio hasta que quedó completamente exhausto. Pero su dolor de cabeza persistió. Cuando acabó de devolver volvió al dormitorio, donde Plotio esperaba aún armado y con el yelmo puesto. Se había colocado una capa sobre el uniforme y bostezaba como si aquello fuese la cosa más corriente del mundo.
—No te dejaré ni un momento —dijo. Se quitó el casco y lo puso sobre la mesa—. Ocuparás mi cama, y yo dormiré acostado en el umbral, envuelto en mi capa. No protestes. Tu carne es más delicada que la mía; soy militar y estoy acostumbrado a dormir en el suelo. He atrancado la puerta pero es posible, aunque no probable, que alguien nos viese cuando huimos del banquete de Julia.
—¡Y pensar que ni el propio César puede protegerme —dijo Lucano con desprecio— de una mujer indeseable!
—Durante ciertos momentos no parecía que la considerases indeseable —dijo Plotio mostrando su poderosa dentadura al sonreír con un gesto feliz—, recuerdo momentos en los que le devolviste sus besos con ardor e incluso, en una ocasión, recuerdo que la quitaste su sombrero cretense y te lo pusiste gravemente, en la cabeza con gran admiración de los invitados.
—¡Imposible! —exclamó Lucano horrorizado.
—Fue así, sin duda alguna.
Plotio se divertía a costa de Lucano. Alzó su mano con gesto de juramento y añadió:
—Te lo juro. También ofreciste a Julia en más de una ocasión hacerle una demostración de tus facultades de atleta, sólo que ni Jacinto ni Oris lo deseaban. Entonces declaraste que con ocasión de los Juegos Griegos, dentro de una semana, retarías a cualquier atleta a cualquier clase de ejercicio. Los invitados manifestaron su gran interés y Julia se sintió muy orgullosa.
Lucano recordó las brillantes y cálidas visiones que atravesaron su mente durante el banquete. Mientras Plotio hablaba recordó repentinamente y con vergüenza el aplauso de los invitados y débilmente, como en un sueño, se vio a sí mismo de pie y haciendo una reverencia. Gimió y apretó sus sienes entre las manos.
—Alardeaste —continuó Plotio cada vez más divertido—, acerca de un tal Bruno, que era semejante a un oso, que te había enseñado a luchar en Alejandría y a quien finalmente derrotaste. Aseguraste también que poseías una copa de oro, testimonio de que en cuestiones atléticas eras el mejor.
Lucano gimió con más fuerza. Era cierto. Plotio no podía saber aquellas cosas, si él mismo no las hubiese dicho.
—Y en cuanto al baile, aseguraste que eras un verdadero experto. Si Julia no te lo hubiese impedido, hubieses dado una espléndida exhibición allí mismo. —Plotio suspiró—. Personalmente hubiese disfrutado con la exhibición. Era evidente, sin embargo, que la Augusta deseaba, ver tus habilidades en privado. —Suspiró de nuevo—. Pero si hubieses decidido mostrar tus poderes en ese terreno, hubieses herido al César más allá de toda medida, no porque te hubieses acostado con su esposa —porque ella se ha acostado ya con tantos— sino porque cree que eres un hombre bueno. —Frunció un poco los labios reflexionando—. Ha comprendido todo, cuando le hablé hace un rato.
Lucano se frotó las sienes con las manos estremeciéndose.
—¿Por qué no se divorcia o la exila? ¿Es tonto ese hombre?
—Julia es la hija del viejo Augusto, y el pueblo amaba al padre, pero no ama a Tiberio.
Lucano se estremeció de nuevo. Sufría náuseas aún y sentía como si mil pequeños demonios golpeasen en su cráneo. Se sentía también profundamente avergonzado. Miró a Plotio y de repente los dos jóvenes rompieron a reír. Plotio apoyado contra la pared incapaz de contenerse y Lucano reclinado sobre el lecho. Su paroxismo era tanto más violento cuanto se veían obligados a ahogar sus risas entre sus brazos y manos. Cuando Plotio pudo contenerse añadió ronco a causa de su alborozo:
—Juraste que si Julia besaba tu guirnalda te comerías las rosas con espinas y todo. Pero ella susurró algo en tu oído que aparentemente te hizo cambiar de opinión. Me encantaría saber qué te dijo.
—¡A mí no! —exclamó Lucano. Entonces se dio cuenta que iba cubierto únicamente con su suave túnica azul porque en algún lugar había dejado su toga—. ¡Esperemos que me crea impotente y que no quise mostrarle mi impotencia!
Volvieron a reír. Lucano bebió un poco más de agua con todo cuidado. Plotio no le permitió apagar la lámpara. Se tendió ante la puerta sobre el suelo de piedra envuelto en su capa y quedó inmediatamente dormido. Pero cuando Lucano quedó solo fue incapaz de conciliar el sueño. Pronto estaría lejos de aquéllos a quien amaba, exilado. ¿Pero acaso no había deseado aquello? Dio vueltas en la cama inquieto. Hacía rato que había amanecido y oyó los pies apresurados de muchos oficiales que pasaban por el corredor antes de quedar dormido en una febril modorra.
Tuvo un sueño extraño y terrible. Vio a Roma en llamas; oyó el atronador sonido de cientos de miles de columnas que caían abatidas sobre el suelo. Escuchó los alborotados lamentos de la multitud. Los cielos negros se enrojecían sobre las cabezas y un inmenso olor de corrupción, como carroña quemada, se extendió sobre la ciudad. Vio Césares inflamados de maldad, con rostros corruptos o estúpidos, coronados con hojas de laurel o roble. Los pórticos caían envueltos en llamas, los templos se derribaban como si fuesen de papel y desaparecían. Los circos rugían llenos de fieras y los leones escapaban de sus jaulas y caían sobre el populacho que huía. Desde algún lugar se oyó una voz profunda y poderosa: «¡Ay, ay de ti Roma!», y su atronador sonido llenó todo el universo mientras las estatuas enrojecidas de los dioses explotaban en fragmentos rojizos, caían con las columnas, las blancas paredes se inflamaban como velámenes y se hundían, las Siete Colinas humeaban cual hogueras y el Tíber discurría como un río de sangre.
Cuando Lucano se despertó vio que la lámpara había sido llenada de nuevo y ardía con luz amarillenta. No tenía modo de saber qué hora era, pero sintió que era muy tarde. La habitación carecía de ventanas. Entró en el retrete; al final de la pétrea pared recordaba haber visto unos pequeños agujeros para la ventilación; se puso sobre la letrina y miró por los agujeros. Vio un bloque de vegetación, vislumbró cipreses de los que procedía una brisa soleada. Dedujo que había pasado el mediodía. Volvió al dormitorio y por primera vez vio que le habían dejado una comida compuesta de queso fresco, pan moreno, vino de soldado y un cesto de fruta. Con un apetito que le sorprendió, comió y bebió. Aquélla era la comida que él conocía.
Comprendió que tendría que esperar. Su seguridad dependía de fuentes poco dignas de confianza y muy astutas. Probó la puerta y comprobó que estaba cerrada por fuera. Corrió el cerrojo interior como medida de precaución. Luego paseó inquieto de un lado a otro en la pequeña habitación, mientras pensaba. Si no fuese por su familia le alegraría abandonar Roma y sus alrededores al instante.
Por fin una llave rechinó en la cerradura. Luego oyó la voz contenida de Plotio.
—Soy yo.
Quitó el cerrojo y se retiró hacia dentro rápidamente. Plotio entró, con sonrisa de comprensión. Traía un gran paquete en sus brazos que depositó sobre la cama.
—Mientras tú dormías como un niño, mi querido Lucano, yo he estado muy ocupado. Primero, por orden del César, el prefecto de los pretorianos colocó noticias visibles por el palacio diciendo que habías sido desterrado a primera hora de la mañana. Esto era para calmar la ira de la Augusta. —Su rostro cambió de expresión—. No me equivoqué. Jacinto fue encontrado muerto en su cama hace unas horas. Envenenado. Su amigo, Oris, está ahora en el Marmetino, acusado de haberle asesinado.
—¡Pero él no ha asesinado a Jacinto!
Plotio se pellizcó los labios y miró al techo.
—Tengo entendido que confesó… bajo tortura. Si Oris no hubiese estado borracho o dormido hubiese sido envenenado también. ¡Bah! Todos los hombres han de morir.
—¿Qué le ocurrirá a Oris?
—No puedes hacer nada, amigo mío. Te he dicho que he estado muy ocupado. He visitado tu hogar y ahí, en ese gran paquete, está tu instrumental médico, algunos vestidos, algunos regalos de tu madre y Keptah y tus libros de medicina. ¡Qué! ¿Vas a llorar ahora? Tu madre y Keptah comprenden. Ahí tienes cartas de los dos. —Luego añadió—: A pesar del edicto de destierro es posible que la Augusta tenga espías merodeando, no sólo en el palacio, sino en las puertas de la ciudad, dispuestos a caer sobre ti y matarte. Por lo tanto hace falta el disfraz.
Abrió el paquete y sacó de él unos toscos vestidos marrones, usados generalmente por los esclavos y capataces rurales y una peluca muy bien imitada de gruesos bucles negros. También un par de sandalias de suela de madera y un cinturón de cuerdas trenzadas.
—Irás a la puerta Esquilina donde te espera una humilde cabalgadura. Pero hasta la puerta tendrás que ir andando. Es un viaje largo. —Hurgó en el paquete otra vez y extrajo dos sacos de dinero. Vertió una dorada y tintineante corriente sobre la cama—. El más pequeño es de tu madre. El mayor del César, que te lo envía con sus saludos. Y aquí hay otro regalo de Tiberio que, ciertamente, debe amarte. —Plotio desenvolvió con reverencia un anillo de increíble magnificencia. Era muy grande y representaba la frente y escudo de Artemis con brillantes diamantes, insertos en el centro de una turquesa y todo engarzado en oro—. Observarás —dijo Plotio—, que es un anillo virginal.
—No soy virgen, aunque esto pueda sorprenderte —respondió Lucano con una risa ligera.
Se puso el anillo en un dedo y luego le dio vuelta a fin de que su riqueza quedase oculta en la palma de la mano. Extendió la mano para recoger las cartas de su madre y Keptah y se sentó para leerlas rápidamente. Eran breves, llenas de amor y confianza y no expresaban dolor ni temor. Su madre le explicaba que de cuando en cuando le enviaría dinero del legado de Diodoro; tenía sólo que escribir y ella le enviaría el dinero a cualquier ciudad.
Había también otra carta, escrita por una mano extraña y delicada y Lucano la abrió. Era de Sara bas Eleazar, breve también, pero ardiente y tierna:
Te amaré y querré siempre, querido Lucano. Quisiera, como Ruth, seguirte doquiera fueses y estar eternamente contigo. No te sorprendas cuando me veas porque sabré donde estás. Para mí no existe otro hombre y mis oraciones te acompañan. Sé que siempre buscarás a mi hermano Arieh y que algún día lo encontrarás para mí y en nombre de mi padre, a quien tú consolaste. Dios te bendiga y te guarde, cuide de tus idas y venidas, sea tu mano derecha, te proteja siempre y que su vara y cayado te consuelen.
—¡Qué! —exclamó Plotio—. ¿Estás llorando? Debe ser una carta muy emocionante. De una dama, sin duda.
—¡Tranquilidad! —respondió Lucano enjugando sus lágrimas.
Se puso en pie, para examinar sus instrumentos médicos y al abrir la cartera, un objeto dorado pendiente de una cadena cayó al suelo. Era la cruz de Keptah. Vaciló un momento y luego la cogió de su cuello. Los decididos ojos de Plotio se abrieron, luego se estrecharon.
—¡Una cruz de oro! —exclamó—, ¿qué es eso?
—No lo sé —respondió Lucano—, pero Keptah me dijo que es un antiguo símbolo, de Caldea, llamada Babilonia por los judíos, aquel gran imperio desaparecido. Es un símbolo que usaron también los egipcios, recibido de los caldeos, y lo pusieron en sus pirámides. Uno de sus faraones, que declaró que sólo existe un Dios y con ello se granjeó la ira de los sacerdotes, llevaba un símbolo como este colgado del cuello y sus seguidores también. El nombre del faraón es Aton, según creo; pero la cosa ocurrió hace mucho tiempo. Uso este símbolo porque me lo dio una muchacha que amé…
—Bien, enjuga tus lágrimas —respondió el práctico Plotio—. A la puesta del sol dejarás esta habitación y te dirigirás a las habitaciones de los esclavos con una escoba que encontrarás fuera. Así pasarás desapercibido. Entretanto debemos disimular la blancura de tu cutis con este aceite oscuro. Sé discreto. No hables a nadie; murmura palabras constantemente para ti a fin de que te tomen por tonto. Luego te deslizarás fuera del Palatino y te diriges a la Puerta Esquilina tan rápidamente como puedas. —Dio a Lucano una daga corta y afilada que éste debía llevar escondida bajo sus vestidos—. Nunca se sabe lo que puede ocurrir —manifestó.
Esparció el aceite oscuro sobre el rostro y cuello de Lucano, ajustó la negra peluca y le ayudó a vestirse sus ropajes rurales.
—¡Bien! —exclamó, retrocediendo para contemplar mejor su obra—. ¡Ni siquiera Julia, te reconocería!
Vaciló un momento y luego abrazó a Lucano como si fuese un hermano y besó sus mejillas. Luego dijo:
—Que los dioses te acompañen. No te digo adiós porque creo que nos encontraremos de nuevo.