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Lucano nunca estaba seguro de si sentía o no cariño por su padre. Una cosa sí era cierta: que sentía lástima por él. Los hombres sencillos y sin pretensiones podían ser admirados. Los hombres sabios podían ser honrados. Pero su padre no era ni sencillo ni sabio.
Los contables y archiveros ocupan un lugar importante en la vida, especialmente cuando son diligentes y conocen la importancia exacta de sus cargos, sin pretender que poseen dones especiales. No les favorece hablar de «hombres inferiores» en tono culto y superficial. Pero la madre de Lucano sonreía tan tierna y dulcemente cuando su esposo expresaba estos ridículos prejuicios, que su compasión anonadaba a su hijo.
Además existía la costumbre que Eneas tenía de lavarse las manos en leche de cabra frotando cuidadosamente el blanco líquido por todas las arrugas, grietas y coyunturas. A la edad de diez años, Lucano había comprendido que su padre no trataba únicamente de suavizar y blanquear sus manos sino que intentaba borrar las huellas de una anterior esclavitud. Esto irritaba a Lucano, porque incluso entonces sabía ya que cualquier clase de trabajo no degradaba a menos que fuese degradante en la mente de quien lo realizaba. Pero cuando Eneas agitaba delicadamente sus manos húmedas en el aire suave de Siria para secarlas; Lucano podía ver las zonas desfiguradas en las palmas y la desagradable gran cicatriz sobre el dorso de la grácil mano derecha y entonces una oleada de piedad le inundaba con un vago sentimiento de amor. Sin embargo, su comprensión era aún pueril.
Eneas alcanzaba su máxima estatura moral cuando, un poco antes de la cena, ofrecía la acostumbrada libación a los dioses. Lucano le contemplaba entonces con una veneración inexpresable.
La voz de su padre, suave, débil y fina por lo general, se hacía humilde y vacilante. Sentía gratitud hacia los dioses porque le habían liberado, porque habían hecho posible aquella pequeña y agradable casa, con sus jardines de palmeras, flores y árboles frutales, porque le habían levantado del polvo y concedido autoridad sobre otros hombres. Pero el momento más solemne, para Lucano, era cuando Eneas llenaba de nuevo la copa de vino y con una reverencia incluso mayor, ofrecía el rojo líquido, lenta y cuidadosamente, con palabras de casi inaudible suavidad «Al Dios Desconocido».
En aquellos momentos los grandes ojos azules de Lucano se llenaban de lágrimas. El Dios Desconocido. Para Lucano aquella libación no era sólo una antigua costumbre de los griegos. Era un saludo místico, un rito universal. Lucano contemplaba la caída de las gotas de rubí y su corazón se estremecía con una casi insoportable emoción, como si contemplase el derramamiento de sangre divina, la ofrenda de un inescrutable Sacrificio.
¿Quién era el Dios Desconocido, innominado? Eneas solía contestar a esta pregunta de su hijo: era una antigua costumbre de los griegos verificar aquel rito dedicado a Él y era necesario mantener las costumbres civilizadas de los griegos cuando se vivía entre bárbaros romanos, a pesar de que estos bárbaros dominaban el mundo. Sus arrugadas manos se unían en un inconsciente gesto de homenaje y su delgado rostro, insignificante y ordinario, adquiría distinción y gravedad. Entonces era cuando Lucano estaba seguro de que amaba a su padre.
Lucano había sido cuidadosamente educado por su padre acerca de los dioses, a quienes denominaba con nombres griegos y no con los groseros nombres que empleaban los romanos. A pesar de sus nombres poéticos y amables eran para Lucano hombres que habían crecido hasta transformarse en seres gigantescos e inmortales, dotados de las mismas cualidades de crueldad, lujuria, rapacidad, odio y malicia que los hombres. Pero el Dios Desconocido no parecía poseer los mismos atributos que el hombre, ni sus vicios o virtudes. «Los filósofos han enseñado que Él no puede ser comprendido por el hombre, —había dicho en cierta ocasión Eneas a su hijo—. Pero es todo poderoso, omnisciente y omnipresente, patente en todo cuanto tiene ser, sean vegetales, animales u hombres. Así lo afirmaban los inmortales pensadores de nuestro pueblo».
—El chico es muy serio para su edad —dijo Eneas en cierta ocasión a su esposa Iris—. Sin embargo, no hemos de olvidar que su abuelo, mi padre, era poeta y, por lo tanto, no debo censurar al niño.
Iris sabía que el abuelo poeta era una de las más patéticas invenciones de su esposo, pero asintió demostrando estar de acuerdo.
—Sí, nuestro hijo tiene alma de poeta. Aunque lo veo y oigo jugar alegremente con la pequeña Rubria; persiguen a las ovejas juntos y juegan al escondite entre los olivos; a veces sus ruidosas risas son escandalosas.
Al decir esto contemplaba cariñosamente como su esposo levantaba su alargada cabeza con importancia e intentaba fruncir el ceño.
—Espero que no abandone sus estudios. Con todo el respeto hacia mi patrono, me cuesta olvidar que es un bárbaro romano y que su hija no puede ofrecer a mi hijo ninguna diversión intelectual —y añadió rápidamente—: Sin embargo debemos recordar que sólo tiene diez años y la pequeña Rubria es aún más joven. ¿Dices que siempre juegan juntos, querida mía? No me he dado cuenta; claro que estoy siempre ocupado, desde que amanece hasta que anochece, en la casa del tribuno.
—Lucano ayuda a Rubria en sus deberes escolares. —Iris se echó para atrás un dorado rizo que caía sobre su frente—. Es una pena que el noble tribuno Diodoro Cirino no te emplee en enseñarla.
Eneas asintió y besó suavemente la frente de su esposa con agradecimiento.
—Pero ¿quién cuidaría entonces de los negocios romanos en Alejandría, de llevar el control, de supervisar a los encargados de los esclavos? ¡Ah, estos avarientos e insaciables romanos! Roma es un abismo en el que toda la riqueza del mundo se hunde sin un solo sonido, un abismo del que nunca ha surgido ni surgirá ni una nota de música.
Iris se contuvo de mencionar ante su esposo a Virgilio. Eneas solía compararle desdeñosamente con Homero.
A Eneas le ofendía que su patrono tan sólo fuese un rudo tribuno y no un augustal. Muchos de los tribunos romanos eran augustales pero no Diodoro, que despreciaba a los patricios y cuyo héroe era Cincinato. Diodoro poseía una educación considerable y un gran intelecto; era hijo de una sólida y virtuosa familia en la que habían habido muchos soldados, pero mantenía la actitud de desprecio de los militares hacia los hombres que prefieren las cosas del intelecto. Se aferraba a las viejas virtudes y afectaba ignorancia de cosas que conocía bien, hablando en los términos sencillos y rudos de un soldado para quien los libros eran despreciables. A su manera era tan afectado como el propio Eneas. Ambos eran falsos, se decía Iris a sí misma con tristeza, pero de una piadosa falsedad. Que Eneas transigiese con el soldado cuyo padre le había hecho libre y que Diodoro usase deliberadamente un lenguaje incorrecto e hiciese gala de malos modales, eran a fin de cuentas, cosas de poca importancia.
El padre de Diodoro Cirino, un hombre de recta moral y nobles sentimientos, había comprado al joven Eneas a un conocido, famoso por su extremada crueldad con los esclavos, una crueldad que era infame incluso para una gente endurecida y cínica. Se contaba de él que ninguno de sus esclavos carecía de alguna cicatriz, desde los que trabajaban sus campos, viñedos o molinos de aceite, hasta las mujeres más jóvenes que tenía en su casa.
A pesar de las leyes, no se privaba de sus ansias de matar, para satisfacer sus crueles deseos, o cuando un esclavo le caía en desgracia. Había ideado formas de tortura y asesinato que le proporcionaban un inmenso placer. Era un augustal de familia orgullosa aunque decadente, de inmensa fortuna y poder, también senador, y se contaba que hasta el propio César le temía.
Sólo un hombre en Roma se atrevía a despreciarle públicamente: el virtuoso tribuno Prisco, padre de Diodoro, querido por las multitudes romanas que, a pesar de su servilismo y adulación para con los señores, le honraban por sus virtudes militares y por su integridad. La plebe incluso le admiraba por su amabilidad y justicia en el trato de sus esclavos, hecho paradójico entre un pueblo par quien un esclavo era menos que una bestia irracional.
Eneas, el esclavo griego, había sido uno de los trabajadores de las tierras del Senador y nadie sabía seguro como Prisco había conseguido comprarle, excepto el propio Eneas, quien nunca hablaba de ello. El hecho es que Prisco había llevado a su casa al herido y quebrantado muchacho, había llamado a su médico para que le cuidase y le había asegurado un lugar en su casa, exigiendo de él tan sólo obediencia.
—Todos estamos sujetos a la obediencia —había dicho Prisco a su nuevo esclavo con severidad—. Yo obedezco a los Dioses y a las leyes de mis padres, y hay motivos para sentirse orgulloso de tal sujeción, porque es voluntaria y obligatoria para todos los hombres honorables. Un hombre sin disciplina es un hombre sin alma.
Eneas era analfabeto, pero rápido y respetuoso y con una inteligencia despierta y ordenada. Prisco, que creía que todos los hombres, incluso los esclavos, debían tener la oportunidad de realizar sus máximas posibilidades, había permitido a Eneas sentarse en un rincón de la habitación donde su hijo recibía lecciones. En un período de tiempo sorprendentemente corto, Eneas había alcanzado a Diodoro; su memoria era asombrosa. No tardó mucho en sentarse por orden de Prisco, a los pies de la mesa en que se sentaba Diodoro y su tutor.
—¿Tenemos aquí a un erudito griego? —había preguntado Prisco al tutor con ironía.
Pero el tutor respondió sagazmente que Eneas no era un erudito sino un joven de clara inteligencia.
A la edad de veinticinco años, Eneas dirigía ya las posesiones de su dueño Prisco, mientras que Diodoro había abrazado la profesión de soldado y estaba de ayudante del procurador de Jerusalén. Eneas también se había enamorado de una esclava, la joven Iris, bella muchacha griega, favorita de la casa, doncella de la esposa de Prisco, educada personalmente por Antonia que sentía por ella el afecto de una madre por su hija. Prisco y Antonia había presidido los esponsales de los dos jóvenes y les habían hecho innumerables regalos, pero sobre todo, el inapreciable don de la libertad.
Después de la muerte de sus padres Diodoro Cirino volvió a la casa solariega y quedó encantado con su liberto Eneas, porque sus posesiones en Roma se hallaban en perfecto orden. Recordaba a su compañero de estudios como un «muchacho vulgar», sin ninguna característica sobresaliente, pero supo reconocer sus cualidades y su honradez, aunque le molestaba ver la petulancia y pequeñas arrogancias que empleaba en el trato con los esclavos que estaban bajo sus órdenes. Sin embargo Diodoro, como hombre inteligente y, en el fondo, compasivo, comprendió que en esta forma Eneas se desquitaba de los años de su propia esclavitud.
El solitario joven romano, que tenía entonces veintisiete años de edad, cinco menos que Eneas, se casó pronto con una joven de sólida familia romana, que poseía sus mismas vigorosas cualidades, pero sin su gran inteligencia. Poco después Diodoro fue nombrado gobernador de Antioquía, en Siria, y llevó consigo a Eneas y a Iris. Allí Eneas encontró un campo más amplio para aplicar su talento meticuloso y preciso en la administración y por primera vez tuvo su propia casa en una finca de los suburbios de Antioquía. Por las tardes soñaba con los hombres gloriosos de la antigua Grecia y se identificaba a sí mismo con ellos; leía poemas de Homero y los declamaba en alta voz ante su esposa e hijo. Su conocimiento intelectual, sin embargo, seguía siendo pequeño y escaso. Hablaba de Sócrates, pero los diálogos estaban más allá del alcance de su entendimiento. Sabía muy bien de los personajes menos famosos de Grecia y casi nada de los grandes estadistas de su nación. Servía a los dioses con la misma fidelidad que a Diodoro. Para él eran probablemente la representación de Grecia. Su amabilidad, delicadeza y esplendor le recordaba que sus homónimos romanos eran groseros, lascivos y brutales; alejados de toda sutileza y gracia, simples sombras agigantadas de los propios hombre romanos. Eneas encontraba en sus dioses refugio de las amargas memorias de su esclavitud; en ellos descubrió su propio orgullo porque incluso los romanos les honraban y construían templos y hacían distinciones entre ellos y sus propios dioses.
Eneas hubiese preferido Roma a Antioquía porque aunque desdeñase a la plebe romana, le gustaba el ajetreo de las calles concurridas, las excitaciones de la ciudad y su ambiente de poder. Antioquía era para él demasiado «extranjera», invadida constantemente por ruidosos marineros procedentes de cientos de lugares bárbaros y desconocidos. Sentía por ellos una gran aversión y su presencia le producía una profunda repugnancia. Sin embargo tenía su pequeña casa propia, acogedora, fresca, con brillantes cortinas de algodón, arcos y jardines y lo bastante alejada de la casa de Diodoro para que pudiera hacerse la ilusión de que era un terrateniente por derecho propio. Gran parte del placer que esta situación le proporcionaba se empañaba con frecuencia, cuando entraba en contacto con Diodoro y tenía que sufrir en silencio el expresivo y rudo lenguaje del romano.
Diodoro se sentía más solo en Siria que en Roma. Su esposa Aurelia, una exuberante joven matrona, estaba por entero dedicada a su casa, sus esclavos, su esposo y su joven hija. Era devota y reverente a la manera de las antiguas matronas romanas. Pero carecía de educación, aunque no de astucia, y era poco refinada en comparación con el refinamiento natural, aunque secreto, de su esposo. Sus temas de conversación eran los esclavos, su hija, las últimas modas de Roma, el latrocinio de la servidumbre en la cocina, el clima de Siria y los platos que ella misma preparaba ante las miradas de las cocineras. No hay duda que era una mujer estimable y aunque estaba algo gruesa, su rostro redondo y sonrosado, enmarcado en una exuberante cabellera negra, y sus grandes ojos marrones hacían de ella una mujer bonita. Diodoro escuchaba su charla con satisfacción y luego se retiraba a la biblioteca, para sacar allí sus libros que tenía convenientemente escondidos y entregarse a la lectura hasta la medianoche, mucho después que todos los habitantes de la casa se hubiesen retirado a descansar. Sus aficiones predilectas eran la poesía, la historia y la filosofía. Leía en voz alta, para su deleite, poemas enteros, con voluptuoso abandono a la sonoridad de los cantos y frases.
Por la mente de aquel archimoral romano jamás pasó la idea de buscar placeres sexuales en los burdeles de Antioquía, ni unirse a otros romanos, compañeros de armas, en la ciudad para entregarse al juego, la lucha de gallos o la simple charla. El lugar de un hombre, después de su trabajo, era su hogar, aunque la conversación de su esposa fuese trivial. Bebía muy poco y sólo en la mesa porque creía que la embriaguez era uno de los mayores pecados; su única distracción era, por estas razones, el trabajo.
Aurelia tenía amigas entre las familias romanas de Antioquía, pero eran tan virtuosas y vulgares como ella misma. Criticaban juntas a las mujeres más emancipadas que pertenecían al círculo de sus conocidos y comentaban sus ligerezas con escalofríos. Desconocían por completo la depravación de su patria, su corrupción moral y sus vicios, las maneras y costumbres licenciosas y criticaban a otras mujeres por comportarse con una ligereza de costumbres que era en Roma corriente y hasta aceptable. Sus lares y penates era la cosa más importante en sus vidas y sus comadreos eran tan inocentes como pueden ser los de unas colegialas. Sin embargo eran felices; tenían sus hogares, sus hijos, sus maridos y eran industriosas y devotas.
Diodoro Cirino encontraba algún alivio en el trato con los soldados rasos de la guarnición en Antioquía y hablaba con ellos libremente sobre cuestiones militares, con gran humillación y violencia de sus oficiales más jóvenes. Éstos se consideraban a sí mismos exilados en aquel país, y soñaban con las delicias, placeres y vicios de Roma sintiendo hacia su superior un poco de asombro y secreto desprecio. No dudaban de su honradez, pero esto no les inspiraba respeto; le creían un tonto. Incluso su rígida justicia, que nunca quedaba empañada por la debilidad o el favoritismo, era, para ellos, inhumana. Castigaba a un oficial con la misma prontitud que a un simple soldado de infantería, sin tener en cuenta la importancia de su familia o influencias en Roma. Eneas simpatizaba con ellos y se unía a sus gestos cuando Diodoro daba alguna orden excesivamente rigurosa.
Un día las cosas habían ido demasiado lejos, Diodoro, rodeado de sus oficiales, contemplaba como los esclavos cargaban un barco romano con los frutos de Siria: miel, aceitunas, aceite de oliva, lana y otros muchos artículos. Aunque era en el mes de diciembre y las fiestas saturnales se acercaban, el sol calentaba con una intensidad desacostumbrada; el aire estaba saturado de humedad y las oscuras aguas parecían estar cubiertas de grasa encendida. Los capataces gritaban irritados y el chasquido de sus látigos sonaba incesantemente en el húmedo aire del día. Pero los esclavos, sudando profusamente, languidecían en su tarea. De pronto, emitiendo una maldición de impaciencia, Diodoro había abandonado la mesa instalada en el muelle donde Eneas anotaba cuidadosamente el número de barriles y fardos embarcados y había cargado sobre sus hombros una gran caja con la misma facilidad que si hubiese sido un pequeño corderito. Ascendió en dos zancadas por la plancha del barco y colocó la caja, con un movimiento rápido y preciso, en el lugar que correspondía entre los fardos. Después, se había erguido sonriendo con satisfacción.
Los oficiales parpadearon asombrados; Eneas miró delicadamente hacia otro lado; los soldados contemplaron a su jefe con asombro y los capataces y esclavos quedaron petrificados. Pero Diodoro, flexionando sus músculos y respirando profundamente, había exclamado:
—¡Vamos, el ejercicio es saludable para el alma!
Eneas, como buen griego, sentía un profundo desprecio y aversión por toda clase de trabajos manuales y este episodio le había hecho estremecer. Pero tanto él como los demás se sintieron anonadados cuando Diodoro dirigiéndose a los esclavos gritó:
—¿Sois hombres o gusanos enfermos? Esto ha de estar cargado antes de la puesta del sol o tendréis que trabajar a la luz de las antorchas. ¡Vamos, moveros como hombres decididos y acabemos de una vez!
De nuevo se había inclinado sobre un barril y lo subió rodando por la plancha mientras los músculos de sus hombros y piernas resaltan como si fuesen a estallar. Era evidente que se estaba divirtiendo.
Los látigos pusieron a los esclavos en movimiento, pero estimulados por el ejemplo de Diodoro aceleraron su trabajo. El romano empezó a cantar roncamente una canción con ritmo de marcha y los esclavos rieron y cantaron con él. Mucho antes de la puesta del sol la nave estaba cargada. Ni un solo oficial, ni un soldado había participado en la tarea, porque Diodoro, con una mirada despectiva había rechazado sus ofrecimientos.
Después Diodoro había vuelto a reunirse con sus oficiales mientras se secaba el sudor con el pañuelo, que uno de ellos le había ofrecido y contemplaba con satisfacción el barco a punto de zarpar.
El capitán de la nave se había acercado a él con respeto y asombro y Diodoro le había dicho con rudeza:
—¡Di a los afeminados de Roma que Diodoro Cirino, hijo de Prisco, ayudó a cargar este barco! Diles, cuando veas como se perfuman con nardo y esencia de rosas, escuchan música y se entretienen con otras delicadezas, que hoy has visto a un romano trabajar tal como antaño trabajaban los romanos y tal como habrán de trabajar si Roma quiere sobrevivir y no perecer en medio de jarrones floridos, cantantes, vino y elegancias.
Después, volviéndose hacia sus oficiales —que estaban avergonzados por la actitud de su jefe— había maldecido violentamente y exclamado de nuevo:
—¿Dónde están vuestros callos y cicatrices, vuestros músculos y piel tostada? Sois todos muy delicados. ¿Sabéis lo que es la guerra, el trabajo y los hombres que viven con sobriedad y fortaleza? ¡Al infierno con todos vosotros! ¡Por Mercurio que sois menos hombres que esos pobres esclavos!
Estas palabras eran imperdonables. Los esclavos murmuraban entre ellos y los rostros de los romanos se oscurecieron amenazadores. Pero ninguno se atrevió a replicar. Diodoro era capaz de golpear el rostro de cualquier imprudente a la vista de todos; lo había hecho más de una vez, incluso ante soldados rasos y esclavos.
Por desgracia para ellos, Diodoro aún no había terminado.
—Cincinato dejó su arado para salvar a Roma y no se entretuvo ni siquiera en lavar sus manos o poner sandalias en sus pies cubiertos de polvo. Más ninguno de vosotros dejaría los brazos de una puta siria para salvar la vida de un hombre o mantener en su jurisdicción la ley de Roma.
Bruscamente se había vuelto hacia su caballo atravesando el muelle y se había lanzado a galope hacia su casa en los suburbios. Dejó atrás su carro para que un oficial lo condujese a sus establos y Eneas fue llevado en él hasta la casa.
Una vez en el hogar Eneas había contado a Iris el horripilante episodio, que su esposa había escuchado en silencio. Eneas esperaba que ella se sintiese anonadada, pero Iris se limitó a decir suavemente, con una de sus encantadoras sonrisas:
—El noble tribuno fue antaño mi compañero de juegos en la casa de Prisco. Siempre fue un chico ruidoso; algunas veces me llevaba sobre sus espaldas y pretendía ser Júpiter que, como un toro, raptaba a Europa.
Al ver la recelosa expresión del rostro de Eneas había añadido gentilmente:
—Ah, querido; éramos simples niños entonces.
A veces Eneas no comprendía a Iris y en esta ocasión contestó pomposamente:
—Veo que no alcanzas a ver las grandes implicaciones del episodio de hoy, Diodoro habla constantemente de disciplina y, sin embargo, ha humillado públicamente a sus oficiales ante los soldados y los esclavos. ¿Acaso esto no compromete su autoridad?
Iris comprendía que la ira de Diodoro no iba tanto contra los hombres que dependían de él como contra las costumbres modernas y corruptas de Roma, que para él eran insoportables. Sus hombres habían sido la causa inmediata que había precipitado la ira concentrada y sorda del tribuno. Por eso asintió ante las palabras de su esposo y dijo:
—Estoy segura de que no volverá a repetir una escena así.
—Nunca se puede estar seguro —respondió Eneas— con un hombre tan caprichoso. Confieso que nunca he podido entenderlo.
La furiosa excitación de Diodoro había durado durante toda la comida. Le había contado todo a Aurelia y ella había asentido con sabiduría de esposa, aunque todo el asunto estaba más allá de su comprensión. Después de oír su relato había dejado pasar unos minutos en silencio y luego había dicho con ansiedad y como si su esposo no le hubiese dicho nada:
—Nuestra pequeña Rubria ha vuelto a toser y escupir sangre y se queja de dolores en las piernas y brazos. El médico ha ordenado que le demos friegas en la garganta y las articulaciones y hemos conseguido que al fin se durmiese, pero su rostro sigue sofocado. ¡Qué triste es ver sufrir a esta niña, que nunca ha gozado de salud y qué pena tengo, querido esposo, porque sólo he podido darte esta débil corderilla y no unos hijos fuertes!
Diodoro olvidó inmediatamente su ira, tomó a su esposa en los brazos y la besó. Aurelia no sentía repulsión hacia el fuerte olor a sudor que desprendía su esposo, sino más bien le confortaba su fuerza. Enlazó sus brazos alrededor de su cuello y dijo:
—Pero tengo sólo veinticinco años y puede que los dioses nos concedan aún algún hijo. He de ir pronto a Antioquía y ofrecer un sacrificio especial a Juno.
Rubria era la niña de los ojos de Diodoro, aunque creía que sólo él conocía esto. Suavemente ascendió las escaleras de mármol blanco que conducían a las habitaciones de su hija y silenciosamente corrió los pesados tapices de roja seda que cubrían la entrada.
La niña había conciliado el sueño gracias a la frescura del temprano anochecer y su aya vigilaba su sueño sentada junto a la cama. La pequeña ventana de la habitación era como un cuadro escarlata y sombras púrpuras penetraban iluminando los rincones de la habitación. Diodoro se inclinó sobre su hija y su indomable corazón desfalleció a la vista de la fragilidad de aquella criatura. Aquel color rojizo de su cara, ¿sería el reflejo del sol poniente o era causado por una fiebre siniestra y desconocida? Las largas pestañas negras de la niña temblaban ligeramente, resaltando sobre sus delgadas y enfebrecidas facciones; sus aniñados labios ardían. ¡Aquella tierna paloma tan dulce y querida, llena de alegría y vivacidad aún en el dolor! La tosca mano de Diodoro acarició la negra mata de cabello que reposaba sobre la blanca almohada, mientras rogaba desesperadamente a Esculapio que curase a su hijita.
«Te ruego, señor de los médicos, hijo de Apolo, que envíes a Mercurio en las alas de la compasión sobre esta niña y que tu hija Higea se muestre propicia a ella. Mercurio, acude pronto en su ayuda porque, ¿no es ella como tú, rápida como el fuego, veloz cual el viento y variable como un ópalo?».
Prometió sacrificar un gallo a Esculapio, que prefería este sacrificio, y un par de bueyes blancos a Mercurio, adornados con anillos dorados en sus morros. El terror se apoderó de él al acariciar de nuevo el cabello de Rubria y ver el temblor de las pequeñas manos que reposaban sobre la sábana. Había honrado a los dioses durante toda su vida y sin duda éstos no le arrebatarían aquella niña de su corazón. «Nunca he temido la espada o la lanza, ni a hombre o cosa alguna, —se dijo a sí mismo—, y sin embargo esta noche el miedo debilita mi valor». «No es que esta enfermedad sea algo nuevo; más bien parece como si mi alma temblase ante algún presentimiento».
Renovó sus oraciones añadiendo una dedicada a Juno, la madre de los niños. Los dioses de Roma nunca le habían parecido depravados, ni siquiera Júpiter, a pesar de sus aficiones por las doncellas. Se preguntaba perplejo si debiera rogar a Marte, su dios predilecto, el patrón de los soldados. Decidió que no; Marte no comprendería que un soldado considerara la vida de un niño más importante y preciosa que la misma guerra. Un ruego como el suyo posiblemente inspiraría la ira del dios de la guerra. Diodoro volvió a rogar fervientemente a Mercurio, el dios de las sandalias aladas y del caduceo.
Cuando volvió de nuevo junto a Aurelia ésta se hallaba en la antecámara de sus habitaciones, hilando lana con diligencia, a fin de tejer una manta para la niña. Sentada ante la rueca era la verdadera personificación de una antigua matrona romana, sus pies moviendo rítmicamente el pedal, la mano sobre el huso, el cabello recogido en un moño sobre su redonda cabeza y el rostro serio y absorto.
Sus blancos vestidos caían alrededor de su figura en modestos pliegues y las mangas cubrían la mitad de sus voluptuosos brazos. Diodoro veía en ella una figura confortante. En lugar de entregarse a inútiles lamentos por causa de la enfermedad, tejía telas de abrigo para la niña. Diodoro acarició su cabeza amorosamente, después sus labios. El activo pie no disminuyó su ritmo aunque Aurelia sonrió.
—¿Por qué no das un paseo por el jardín aprovechando la puesta del sol, querido? Encontrarás consuelo allí, como siempre.
Su voz era firme y segura.
Diodoro pensó en sus libros. Precisamente aquel día había recibido, por un mensajero especial, un rollo que contenía la Filosofía de Filón. Se rumoreaba que Filón era superior a Aristóteles. Diodoro no lo creía, pero sentía curiosidad y excitación. De pronto sintió un gran peso y tristeza en su corazón y decidió seguir el consejo de su esposa. El libro podía esperar; se sentía demasiado inquieto par poderle dedicar su entera y penetrante atención.
Salió al patio. Una rojiza curiosidad se extendía por entre las palmeras; el perfume del jazmín ascendía a oleadas en el cálido aire del anochecer. Los naranjos y limoneros mostraban su cargazón de dorados y verdes frutos. El zumbido de los insectos llenaba el aire y, repentinamente, un ruiseñor rompió a cantar hacia el purpúreo cielo. Las piedras blancas colocadas en los bancos de exóticas flores estaban inundadas con sombras de heliotropos y una tenue luz iluminaba los arcos de las columnatas que rodeaban el patio. Una fuente, en cuyo centro se alzaba un fauno de mármol, rumoreaba suavemente mezclando su canción con la del ruiseñor. El color púrpura y escarlata de la puesta del sol se reflejaba en la taza de la fuente, que hervía viva con brillantes peces diminutos. Las palmeras rumoreaban ahora movidas por la refrescante brisa que procedía del mar y a través de las móviles hojas de una, Diodoro pudo ver el radiante parpadeo de la estrella vespertina. Los troncos de los árboles resaltaban contra las altas paredes del patio, semejantes a grisáceos fantasmas.
Ningún sonido procedía de la casa que se alzaba a espaldas de Diodoro; los pilares de la misma quedaban difuminados en la media luz y parecían hechos de materia insustancial más que de mármol. Diodoro descubrió repentinamente que el silencio le oprimía, la voz del ruiseñor no le extasiaba como solía hacerlo; era una voz que no le consolaba, sino que más bien le producía melancolía; el sonido de la fuente parecía murmurar penas inhumanas. Diodoro, asaltado de nuevo por su soledad, pensó en Antioquía y en las fiestas que justamente habían empezado en honor de Saturno. Terminarían como siempre, en un desenfreno general, pero al menos allí encontraría el sonido de hombres y mujeres. Pensó en cabalgar de nuevo hasta la ciudad y llamar a su lado a unos cuantos de sus oficiales, aquellos que menos repugnancia le producían. Pero sabía que les aburriría; ellos querían participar en las exaltadas diversiones y su presencia sólo serviría para inhibirles. «Si al menos tuviese un amigo —pensó el solitario tribuno—. Uno sólo con quien pudiese hablar, a fin de ahogar la voz del miedo que suena en mí, uno con quien compartir una copa de vino y discutir las cosas que a mí me preocupan. Un filósofo, o un poeta, o simplemente un hombre sabio».
Oyó un pequeño sonido, casi un simple roce, y volvió sobre sus pasos hacia la fuente.
La luz del sol poniente iluminó por un instante las rumorosas cimas de las palmeras y puso al descubierto la dorada cabellera de un niño que con la cabeza inclinada sobre la taza de la fuente, absorto, no se había percatado de la presencia de Diodoro.
Moviéndose en silencio Diodoro avanzó hacia el niño, que estaba sentado sobre la hierba con su mirada fija en la ventana de Rubria. Cuando Diodoro llegó al lado opuesto de la fuente, exclamó para sí: «Pero si es el joven Lucano, el hijo de mi liberto Eneas». Sintió su corazón embargado por una indefinible nostalgia y pensó en su antigua compañera de juegos, Iris, con su áureo cabello, sus maravillosos ojos azules, sus carnes suaves y blancas, su redonda barbilla y elegante nariz griega. Oyó, como a través de un largo y brumoso corredor, el sonido de su risa infantil, las preguntas que sobre él lanzaba de continuo. Iris no había existido para él, ni siquiera como recuerdo de una compañera de juegos, desde el momento de su matrimonio con aquella pretenciosa y precisa mediocridad que era su esposo Eneas. Pero ahora recordaba que cuando había estado alejado del hogar en sus campañas, antes de la muerte de sus padres, Iris había brillado como una estrella en su mente, la dulce e inteligente Iris, la joven esclava de su madre, su doncella predilecta para quien había sido como una madre.
Él, un tribuno joven, ambicioso y osado, procedente de una familia intachable, había incluso soñado en casarse con Iris. Sus padres, estaba convencido, a pesar de su amor por Iris, hubiesen muerto de humillación si su hijo hubiese condescendido a casarse con una esclava y si ella hubiese respondido a su proposición con «Donde tú estés, Cayo, allí estaré yo, Caya». Y sin embargo, cuando recibió la noticio de su muerte, estando destinado en Jerusalén, su primer pensamiento, después de haber pasado el primer momento de tristeza, había sido para Iris. Había vuelto a Roma y había encontrado que ella no sólo era libre sino que estaba casada y encinta, y desde aquel instante había alejado sistemáticamente el recuerdo de ella de su mente. Sin duda su soledad había empezado entonces, aunque él creyó que era la nostalgia que sentía por volver al servicio activo en Oriente.
El patio estaba ahora cubierto de una suave sombra de púrpura en la que destacaba la cabeza inclinada de Lucano como una dorada luna de verano. Diodoro podía apreciar su bello perfil y pensó: «Es la misma cabeza de la niña Iris». Nunca le habían interesado los niños, excepto su hija Rubria, y, aunque había deseado hijos, había pensado en ellos como jóvenes soldados y como herederos suyos. Ahora contemplaba a Lucano, esforzando sus ojos en el coloreado crepúsculo, y de nuevo su corazón palpitó inundado de ternura.
Lucano permanecía sentado, silencioso e inmóvil, contemplando aún el borroso cuadro de la habitación de Rubria. Usaba una túnica blanca y delgada; sus largas piernas, tan blancas que parecían alabastro, estaban dobladas bajo su cuerpo. En sus manos sostenía una gran piedra de extraña forma y tonalidad, variante en la luz del atardecer. Toda la actitud de lucano parecía de arrobada adoración, aunque se mantenía en perfecta inmovilidad. Sus sonrosados labios estaban entreabiertos y las cuencas de sus ojos estaban llenas de un extraño azulado. Parecía como si estuviese escuchando algo y Diodoro, supersticioso como eran todos los romanos, le contemplaba con un cierto temor nervioso y con escalofríos en la piel.
Habló de pronto en voz alta, dirigiéndose a Lucano.
—¿Eres tú, Lucano?
El muchacho no se inmutó. Tan sólo se movió un poco volviendo su extasiado rostro hacia Diodoro. No se puso en pie; se mantuvo quieto y sentado allí con la piedra entre sus manos. Parecía como si no hubiese visto al tribuno.
Diodoro iba a hablar de nuevo, más ásperamente, cuando el muchacho sonrió y pareció darse cuenta de su presencia por primera vez.
—Estaba rogando por Rubria —dijo, y su voz era la misma voz de Iris cuando era joven.
Diodoro dio la vuelta alrededor de la fuente, vaciló, luego se sentó sobre sus talones y miró atentamente al muchacho que estaba sentado frente a él en completo abandono y tranquilidad. El tribuno había cambiado su pesada ropa militar, nada más llegar a casa, por una túnica suelta de lienzo blanco, la cual recogía con un sencillo cinturón de piel repujado en plata. Bajo el suave material del vestido resaltaba su moreno cuerpo, cuadrado y sólido, y sus recias piernas de poderosos músculos. Dobló sus fuertes brazos sobre las rodillas y contempló a Lucano que le sonreía con sencilla serenidad.
Lucano no sentía temor ni asombro frente al soldado. Contemplaba el fiero rostro oscuro, rígido y firme, con la misma tranquilidad con que hubiese mirado a su padre. La aguda y saliente barbilla del soldado, o los penetrantes y firmes ojos negros protegidos por negras y espesas cejas no le anonadaban. Pero Diodoro, enfrentado con la misma imagen de la niña que una vez conoció, se daba cuenta de su propia personalidad, su redonda cabeza cubierta de crespo cabello negro, corto y sin brillo y la ruda fuerza de su disciplinado cuerpo.
«El chico no tiene nada que hacer en este patio», pensó Diodoro automáticamente. E inmediatamente se sintió avergonzado por el recuerdo de Iris. Pero ¿qué había dicho? «Estoy rogando por Rubria». Los niños eran compañeros de juego, como lo habían sido él e Iris. Diodoro suavizó su voz:
—¿Estás rogando por Rubria, muchacho? Ah, ella necesita tus oraciones, la pobre.
—Sí, señor —contestó Lucano con seriedad.
—¿A qué dios ruegas? —preguntó Diodoro.
«Sin duda —pensó—, los dioses se sienten conmovidos por las oraciones de los inocentes». Y este pensamiento alivió un poco su dolor.
—Al Dios Desconocido —contestó Lucano.
Las oscuras pestañas del tribuno parpadearon con sorpresa. Lucano estaba diciendo:
—Mi padre me ha enseñado que Él está en todos los sitios en todas las cosas. —Extendió la extraña piedra hacia Diodoro con sencillez y añadió—: He encontrado esto hoy. Es muy hermosa, ¿verdad? ¿Crees que Él está aquí y me oye?