6
—Uno de nuestros grandes sabios en Babilonia, o Caldea, declaró en cierta ocasión que el hombre que se privaba a sí mismo de las cosas buenas del mundo, que Dios y los hombres toleran, será llamado a cuenta con severidad —dijo Keptah—. Esto es algo que los ascéticos moralistas de largos rostros y los intelectuales fariseos judíos niegan y, posiblemente, también lo negaría nuestro buen señor tribuno. Sin embargo, es la realidad. Esta forma de pensar no está reñida con la afirmación de Sócrates de que el desear lo menos posible es acercarse más a Dios. Se trata, como siempre te he dicho, mi joven Lucano, de interpretaciones individuales y lo que para un hombre es la felicidad, la moral o el bien, puede resultar para otro una cosa odiosa.
Lucano se echó a reír.
—No es extraño, Keptah, que Diodoro se queje siempre de que eres un sofista capaz de hacer una afirmación placentera y otra desagradable y que ambas resulten igualmente ciertas.
—Mi pequeño griego —dijo Keptah con indulgencia—, te lo he dicho otras veces: soy un hombre tolerante y por eso parezco complicado a los simples y a los maliciosos e indigno de confianza. Para ser un hombre sabio no sólo se deben conocer los argumentos propios, sino los de los demás. Me complace ver que puedes entender que una afirmación repugnante a nuestras propias creencias, puede ser tan cierta como otra que nos resulte completamente agradable. Todo esto, sin duda, pertenece a los negocios de este mundo, que yo, por mi parte, encuentro infinitamente divertidos.
Estaban sentados en la taberna favorita de Keptah, un lugar muy alabado por los hombres de negocio, los estudiantes, eruditos y comerciantes de las infinitas razas que habitaban en Antioquía. Fuera, en la calle empedrada con cantos negros, la luz brillaba hiriente y su estrechez palpitaba con blancas nubes de polvo, gruñidos de camellos y rebuznos de asnos, voces de hombres rudos, tableteo de ruedas y pasos de una multitud apresurada. Enfrente de la taberna se alzaban unos cuantos edificios de color amarillo blancuzco, que reflejaban el calor y la luz como un tembloroso espejo y ante los cuales desfilaban mujeres y hombres ataviados con los más diversos atuendos, rojos, negros, amarillos, verdes y escarlatas. Pero en la taberna reinaba la frescura y la tranquilidad, y el local, sombreado y lleno de olor a Vino, buenos quesos y excelentes pastelillos calientes, se mostraba acogedor. Escudillas de madera, llenas de picantes, negras y diminutas aceitunas de Judea, reposaban sobre las fregadas y blancas mesas, junto a uvas de las viñas locales —purpúreas y resplandecientes incluso en la semioscuridad—, granadas como globos de rojo fuego, pilas de dátiles que rezumaban miel y otras muchas frutas. Las toscas paredes de la taberna habían sido pintadas por un artista local que, aunque carecía de técnica, composición y delicadeza y lo había hecho con una cierta crudeza, compensaba estas faltas por medio del uso de un vivo colorido y una inocente ingenuidad. El suelo de ladrillos rojos contribuía a la frescura del lugar y a refrescar los acalorados pies de Keptah y su discípulo, mientras saboreaban sendas copas de vino fresco.
La cabeza de Lucano era un halo de esplendor en la sombreada frescura de la taberna y atraía la atención de hombres morenos que estaban instalados en otras mesas de la tienda. Uno de ellos, en especial, alto y atezado, tocado con un turbante al estilo oriental, parecía encontrar grandes atractivos en el muchacho. Su rostro delgado, astuto y vital, iluminado por un par de ojos de extraordinaria viveza y enmarcado en una fina y corta barba, parecía prendado en la contemplación del joven griego. Sus vestidos, rojo pálido y delicado verde, manifestaban a cualquier observador que era un hombre de buena posición confirmada por los muchos y deslumbrantes anillos que llevaba en los dedos. Sus criados permanecían cerca de la puerta abierta, bebiendo copas de vino y bien armados con dagas. Tenían un aspecto decidido y las piernas que asomaban por debajo de sus multicolores vestidos denotaban firmeza.
El extranjero se dirigió finalmente a Keptah, que ofrecía un raro contraste con él, vestido de una larga túnica de blanco lienzo, y expresándose en griego, con acento execrable, dijo:
—He estado oyendo tu discurso, señor, con gran interés. Permíteme que me presente a mí mismo: Soy Linus, el mercader de Cesárea, en Judea, y trato en sedas, jades y marfiles de Catay. Mi caravana está de paso hacia Roma.
Hablaba a Keptah, pero sus inquietos ojos permanecían con deleite fijos en Lucano, que, dándose cuenta de su presencia por primera vez, se ruborizó involuntariamente bajo aquella mirada codiciosa. El muchacho se movió con inquietud.
Keptah estudió a Linus fríamente y con deliberación, apreciando en particular su hipnótica mirada sobre Lucano. Pareció reflexionar. No era demasiado pronto, decidió finalmente, para permitir que Lucano aprendiese algo de los aspectos más repugnantes y oscuros de la vida. En consecuencia, respondió con cortesía:
—Yo soy Keptah, el médico del tribuno Diodoro, procónsul de Siria. —Vaciló un momento y luego continuó—: Has dicho que eres de Judea, ¿eres judío, señor?
El rostro de Linus cambió momentáneamente de expresión cuando se enteró de la posición de Keptah. El procónsul tenía una reputación muy mala entre los mercaderes que viajaban por las riberas del Gran Mar, y resultaba que éste era Keptah, su médico. Compuso el gesto y adoptó una expresión de respeto que no era del todo fingida. Sin embargo, se sintió complacido. Aquel muchacho de cabellos como el sol, era sin duda el esclavo del apreciado médico y por lo tanto la cosa aún podría ser tratada como había sospechado.
—¿Puedo ofrecerte una botella de vino, maestro Keptah —preguntó Linus—, junto con mis respetos?
—Sí, si te unes a nosotros —respondió Keptah con gravedad.
Linus se puso en pie rápidamente; era un hombre de gestos elegantes, alto y ágil. Al abrirse un poco sus ropas, Keptah pudo apreciar un collar de oro macizo, de delicado y extraño trabajo, colgando de su cuello, a la moda egipcia, pero que estaba ahora imponiéndose entre los jóvenes romanos más elegantes. Lucano, aún sonrojado y violento sin saber por qué, corrió un poco su silla para hacer sitio al mercader y mientras hacía esto sintió un pellizco en su rodilla, que interpretó como un mensaje de Keptah, que también le dirigió una rápida mirada como una orden, mandándole contener la lengua bajo cualquier circunstancia.
Para Linus no era sorprendente que un esclavo se sentase con tanta familiaridad con su señor, puesto que aquel muchacho era sin duda alguna el preferido del señor, el mimado y regalado, empleado sólo para ciertos propósitos. Ahora que estaba más cerca de él, se sintió aún más interesado. Conocía precisamente al senador romano que encontraría a este muchacho delicioso y no pondría reparos a su precio. Mil sestercios no sería mucho. Linus sonrió y la canina blancura de sus dientes resaltó contra la morena oscuridad de su astuta e inteligente cara.
—No, maestro Keptah, no soy judío —dijo—. ¡Que Baal lo impida! Soy de una raza más antigua: babilonio, aunque otras razas orientales importantes han contribuido también en la formación de mi sangre.
Lucano miró a Keptah, quien de nuevo le pellizcó por debajo de la mesa.
—Muy interesante —respondió imperturbable.
El tabernero se acercó a la mesa y Linus, con gesto señorial, pidió que trajese el mejor vino que tuviese, a lo que Keptah asintió con aprobación, diciendo a continuación:
—El Abraham de los judíos era babilonio. ¿Quizá has oído hablar de él; señor Linus?
—Oh, sí —respondió éste con descuido, y de nuevo hizo un guiño—. Cuando estoy en Judea soy judío, cuando en Siria, sirio; cuando me encuentro en Roma, soy romano, y cuando en Grecia, griego.
Se echó a reír con ligereza.
Keptah se sirvió unas cuantas aceitunas negras y respondió:
—Y cuando estás en África sin duda serás negro.
La sonrisa de Linus desapareció bruscamente. Su enjoyada mano descendió rápidamente hacia la daga. Keptah, con toda tranquilidad, escupió los huesos de las aceitunas sobre la palma de su mano y luego los arrojó al suelo. Enseguida añadió, con una excesiva admiración:
—Un hombre inteligente es un camaleón. Todas las cosas para todos los hombres. Veo que eres filósofo, como yo mismo cuando no me dedico a destilar pociones o atender a la familia del ilustre Diodoro. —Miró hacia arriba y sus enigmáticos ojos se fijaron en los del mercader, cuya mano se retiraba lentamente del puñal—. ¿Creo que he mencionado que soy el médico de la casa del procónsul de Siria, un romano de gran influencia y virtud? Y especialmente dispuesto para la disciplina y la espada.
Linus, que había estado dos o tres veces bajo la atención de Diodoro por causa de sus actividades poco legales, sonrió con tolerancia:
—Espero que te pague bien —respondió con cierta insinuación.
Keptah mantuvo su rostro inescrutable.
—Ah, sí. Tan bien como un caballero avariento puede permitirse a sí mismo, y mi señor es famoso por su tacañería. Es uno de los romanos «antiguos». Permanezco con él a causa del cariño que siento por su casa, aunque he recibido excelentes proposiciones de otras personas.
Linus respiró aliviado y se reclinó en la silla con un gesto elegante. Miró de nuevo a Lucano, que encontraba esta conversación incomprensible. El tabernero llegó con una botella de excelente vino cubierta de polvo que el hombre conservaba con reverencia, e hizo una inclinación. Keptah y Linus inspeccionaron la botella con ojos críticos, y luego hicieron un gesto de conformidad. El vino fue escanciado en copas de plata apropiadas, por su rareza, para la ocasión. Keptah sirvió un poco en la copa de Lucano y el muchacho pudo percibir la delicada fragancia de la bebida.
—En la casa de Diodoro no encontrarías un vino como éste. ¡Que los dioses bendigan su avaro bolsillo y bárbara lengua! —exclamó Keptah.
Linus, que conservaba desagradables y memorables recuerdos del procónsul, creyó descubrir cierto desprecio en el tono de Keptah y se sintió más confiado aún.
—Sin embargo —añadió el médico con una furtiva e irónica mirada hacia Lucano— es cuidadoso con los que le sirven bien y especialmente con su médico. Sentimos un mutuo respeto y nos apreciamos nuestro respectivo valor. Es por eso que ha designado para mi protección cuatro robustos y bien armados esclavos que esperan al alcance de mi voz ahí fuera, en la calle, guardando mi litera.
Los rojos labios de Lucano se abrieron asombrados ante esta mentira, pero Keptah saboreaba en aquel momento su vino con aire complacido de un epicúreo. Las oscuras cejas de Linus se alzaron en un gesto de repentina sorpresa, pero ni por un instante dudó de la veracidad de Keptah. «Este hombre es importante —pensó—; tiene un aire elegante y seguro, propio sólo de aquellos que están muy bien considerados». El tabernero, en atención al vino que habían solicitado, llevó un recipiente de bronce y un plato que colocó sobre la mesa.
—Ah —dijo Keptah en tono de aprecio—, cogollos de girasol en aceite y vinagre, con un discreto condimento de cebolletas y salsa. Éste es uno de los pocos platos romanos que puedo soportar. —Tomó un pedazo de pan y lo sumergió en el recipiente, llevándose luego a la boca lo que pudo extraer de él y comiéndolo con un gesto elegante—. Es cierto que los romanos no son gente civilizada, pero de cuando en cuando tienen sus inspiraciones.
Linus empezaba a impacientarse. Era un mercader y, por lo tanto, amigo de pocos rodeos. Extendió un dedo hacia Lucano y dijo:
—Maestro Keptah, ¿este muchacho es griego sin duda? El dorado cabello y la blancura del cutis, esos ojos azules, todo el aspecto de su expresión son encantadoramente griegos.
—¿Has visto muchos como él en Grecia? —preguntó Keptah afectando sorpresa—. No; los griegos son una raza baja de estatura y de complexión morena. Adoraban a los seres rubios por esta razón y los han inmortalizado en sus estatuas. Puedes estar seguro de que el ideal del hombre nunca se parece a sí mismo excepto en sueños. Sin embargo, este muchacho es griego, aunque sin duda sus antepasados descendieron a Grecia procedentes de las frías regiones del Norte o de la Galia, donde los hombres viven en bosques primitivos, se visten con pieles de animales y se adornan con sus cuernos. ¿Verdad que el chico es hermoso y a la vez de una infantil virilidad?
Lucano no podía comprender a su tutor y maestro y se sentía humillado e indignado. Además no sólo temía a Linus y le disgustaba su actitud sino que ahora le detestaba.
La forma de hablar de Keptah, como si Lucano no fuese humano y pudiese hablarse de él como se habla de un excelente caballo o perro, convenció a Linus de que el muchacho era un esclavo y el criado de Keptah.
—Un hermoso muchacho —contestó con complacida satisfacción—. ¿Cómo se llama y que edad tiene, maestro Keptah?
Keptah continuó bebiendo su vino entornando los ojos con reverencia, Linus esperaba. Sus joyas brillaban en la penumbra de la taberna.
—Tiene sólo trece años, aunque para esta edad es muy alto, como suelen ser los paganos. ¿Verdad que es un chico agradable?
Linus se sintió cada vez más complacido. El muchacho tenía trece años, por lo tanto, no había alcanzado la edad de la pubertad. El viejo senador romano quedó de pronto olvidado. Había señoras patricias, hartas de sus maridos y amantes, damas de gran riqueza, que encontrarían delicioso inducir al muchacho en la pubertad y luego introducirlo en sus propias camas para iniciar su inocencia en las artes del amor. No sería imposible conseguir que pagasen dos mil sestercios por un tesoro así para distraer su aburrimiento. Conocía a la esposa disoluta de un muy distinguido augustal, por ejemplo, bien entrada ya en la madurez, que se perdía por tales muchachos; quedaría fascinada por tal belleza y sería incapaz de resistir la compra. Linus se inclinó hacia Keptah y dijo en voz baja, pero que no se escapó a los oídos de Lucano:
—El noble tribuno es un hombre notable, como has dicho, por su tacañería. Permaneces con él por razones virtuosas, tales como la devoción y lealtad a su familia. ¿No es este muchacho uno de sus esclavos?
—No —dijo Keptah—. En cierta forma me pertenece. El tribuno lo ha dejado en mis manos como premio a lo que tú, amablemente, has llamado mis virtudes.
Los labios de Lucano volvieron a abrirse con una nueva ola de indignación, luego parpadeó a causa del pellizco que Keptah le proporcionó. Linus estaba radiante.
—Quizá, Keptah, podamos llegar a un acuerdo. Tengo clientes en Roma que se mostrarían encantados con este muchacho.
—¿De veras? —dijo Keptah—. ¿Un señor acaso, o alguna señora que ha explotado todos los deleites y se siente aburrida? —Se volvió hacia Lucano y preguntó con tono afectuoso—. ¿Te gustaría ir a Roma, Lucano?
—No —contestó Lucano.
Pero Linus le mandaba ya en tono perentorio sacudiendo sus dedos.
—¡Levántate, chico! ¡Quiero examinarte mejor!
Lucano, incrédulo ante un tono de voz que nadie había empleado con él antes y asombrado, se refugió en un extremo de la silla y miró a Keptah. Pero el médico le devolvió la mirada en la forma alusiva e impenetrable que sólo él era capaz de adoptar y refugiado en su sombría expresión no dijo nada. Fue esta expresión lo que confundió por completo a Lucano y le hizo ponerse en pie más como un primer movimiento de huida que obedeciendo a la orden de Linus. El rostro de Keptah continuó inexpresivo; apoyó uno de sus largos y enjutos brazos sobre el respaldo de su silla, y los pliegues de su toga cubrieron el brazo contorneando un perfil que parecía cubrir un miembro de hueso.
Linus se acercó a Lucano, y los demás mercaderes, estudiantes y eruditos que se hallaban en la taberna, prestaron franca y curiosa atención al muchacho. «¡Por Venus! —pensó un romano tratante en aceites y perfumes— es ciertamente el mismísimo Adonis con cabello como el sol y unos ojos parecidos al invernal cielo azul del Norte. Es como una estatua, con la dulce firmeza de la juventud en el rostro y la delicada severidad de la inocencia en su boca. ¡Y qué frente! Parece hecha de mármol; esos pies están arqueados como pequeños puentes y su estatura sin duda proviene de los dioses».
El propio Linus se sintió sorprendido ante la estatura de Lucano y un poco desconfiado. Pero la corta túnica blanca del muchacho estaba bordeada con la pálida púrpura de la preadolescencia, y los ojos escrutadores de Linus, después de un momento de examen, vieron con claridad que a pesar de la estatura y anchura de hombros el muchacho era muy joven. Lucano miró violentamente cuando Linus extendió su morena mano y levantó la túnica para palpar las posaderas. Sus ojos azules relampaguearon con ira, y, sin embargo, un nuevo orgullo le mantuvo quieto y rígido, como si fuese una estatua.
—Ah —murmuró Linus pensativamente—. Pensaba en un califa rico como Creso si las posaderas hubiesen sido un poco más suaves y redondeadas. Pero esto es a todas luces un hombre en embrión, no un objeto de juego para un caballero persa.
Manejó a Lucano con el grosero interés de quien inspecciona un animal de raza que está a la venta.
Lucano, pese a que en su mente reinaba la confusión y la ira, se percató, por primera vez en su vida, de un mal profundo e inexpresable a causa de su infinita vileza. Oía los murmullos de Linus a medida que continuaba su examen y su carne se estremeció, quedó helada y hubiese sido incapaz de moverse por cuenta propia, como no hubiese podido hacerlo la estatua de mármol a que se parecía. Pero sintió su corazón encogido y su espíritu enfermo a causa del horror que sentía. Percibió abismos que nunca antes había pensado existiesen y las ardientes profundidades de obscenidad que reinan en el espíritu del hombre. En el hogar del virtuoso tribuno nunca había encontrado estas cosas ni había soñado que pudiesen existir. Tampoco se daba completa cuenta de las implicaciones que aquello comprendía, ni las entendía por entero. Era como un niño que corriendo y riendo por una gruta, descubre de pronto una escena licenciosa y aunque sin comprenderla por entero, recibe la impresión de que hay algo vergonzoso y secreto y se siente aterrado.
Las manos de Linus, a medida que palpaban, pellizcaban e inspeccionaban, ejercían sobre el muchacho un monstruoso efecto hipnótico. Se sentía degradado e incapaz de repeler la degradación; sintió que su humanidad era insultada, su integridad asaltada. Y, sin embargo, como una víctima muda, carecía de poder para resistirse. Tan sólo podía continuar mirando ciegamente a Keptah y sentir las náuseas de aquella increíble traición, el fuego de la ignominia y una furiosa ira en su pecho.
Linus, con una deslumbradora sonrisa, volvió a su asiento y dijo a Keptah:
—Quinientas monedas de oro.
Extrajo su bolsa de uno de los grandes discos de oro que formaban su cinturón alrededor de la estrecha cintura. Sacó de ella un brillante montón de deslumbrantes monedas.
—Seamos breves. Comprenderás, maestro, que no puedo escoltar a este muchacho por las calles a la luz del día. —Tosió e hizo un guiño al críptico médico—. He tenido alguna pequeña diferencia con esos malditos soldados del procónsul y no deseo encontrarme con ellos otra vez. Aquí tienes cien sestercios. Entrégame el muchacho esta noche en la posada, en la calle de las Doncellas, y recibirás las restantes cuatrocientas monedas.
Todo el cuerpo de Lucano se estremecía como si hubiese sido rociado de fuego, y los pulsos en sus sienes palpitaban visiblemente. Uno de los mercaderes exclamó:
—¡Quinientos sestercios! Es un robo, señor. Yo te ofrezco mil.
Medio se levantó en su silla en su excitación.
Entonces Keptah habló con suavidad.
—El muchacho no está a la venta.
Linus se sonrojó indignado, e inclinándose hacia él dijo:
—¿Qué no está a la venta? ¿Qué no vendes este esclavo… por una fortuna? ¿Estás loco?
—Mil sestercios —repitió el otro mercader, acercándose a la mesa.
Los demás clientes de la taberna aplaudían, silbaban, protestaban y reían. Al oír la conmoción, el tabernero salió a la tienda a toda prisa, llevando con él una bandeja de pastelillos recién salidos del horno. Keptah, haciendo un gesto con el dedo para que se acercara, le dijo:
—Mi buen Sura. ¿Quieres acercarte, por favor, hasta la próxima calle y decir al joven capitán Sextus que Keptah, el médico del noble tribuno Diodoro, requiere su presencia aquí inmediatamente?
El tabernero hizo una reverencia y salió corriendo hacia la calle. Linus se puso al instante de pie jurando. Agitó su puño bajo la inmóvil nariz de Keptah. Los restantes parroquianos quedaron de pronto en silencio, esperando ver que pasaba.
—¡Maldito egipcio! —gritó Linus—. ¡Haré que te corten el cuello!
Hizo un gesto furioso y sus criados acudieron con presteza junto a él con los cuchillos desenvainados y dispuestos. Keptah, sin perder la serenidad respondió:
—No soy egipcio, mi querido amigo de muchas, abominables y desconocidas sangres. Ni soy hombre que desee la sangre de otros. Date prisa y desaparece de aquí antes de que llegue el capitán con sus hombres. No has comprendido. El muchacho es la niña de los ojos del procónsul, que le trata como si fuese su hijo y ha nacido libre en la casa de Diodoro.
Los demás parroquianos, desaparecieron de la taberna a toda prisa sin querer estar presentes cuando llegasen los soldados y temerosos de su brutalidad. Linus quedó solo con sus criados. Miró a Lucano, y sus delgadas manos se abrieron y cerraron en movimientos inconscientes como si deseasen apoderarse de él y llevárselo de allí al instante. Respiraba entrecortadamente. De pronto dio media vuelta y desapareció de la taberna con la velocidad del viento, sus ropas flotando alrededor de él y seguido por sus criados. Keptah y Lucano quedaron solos. El muchacho se sentó lentamente, su pálido rostro estaba perlado con gotas de sudor y una mirada helada brillaba en sus ojos airados.
Keptah, sin aparentar la más mínima preocupación, tomó un puñado de dátiles y empezó a masticarlos con aprecio. La pila de monedas de oro permanecía sobre la mesa y brillaba en la azulada penumbra. La atención de Keptah se dirigió entonces al muchacho, a quien sonrió:
—Ese mercader sinvergüenza, no se entretuvo en pagar la cuenta —comentó—. Sin embargo, dejó generosamente el dinero y yo la pagaré y me guardaré el resto. Sin duda que él dispuso las cosas así y yo no soy hombre que rehúsa un regalo.
—¡Cómo te atreves! —exclamó Lucano, y de nuevo era un niño a punto de echarse a llorar—. No sólo eres un embustero, Keptah, sino también un ladrón y un malvado.
Empezó a llorar y secándose las lágrimas con el dorso de la mano gimió:
—Me has traicionado. Me has avergonzado y degradado. Y yo creía que eras mi amigo y maestro.
—Escúchame, Lucano —contestó Keptah en tono duro y tranquilo. Lucano retiró las manos de sus ojos y miró al médico—. Ya no eres un niño, porque has visto, oído y sentido el mal. Es bueno que lo vayas conociendo, porque el conocimiento del mal nos hace hombres, nos aparta de él. Ahora ya estás armado. —Movió unas cuantas monedas con un dedo—. Has nacido en un hogar virtuoso donde los esclavos son tratados con gran consideración. Nunca has visto que los tratasen con crueldad sino tan sólo con justicia. Este trato es excepcional. La casa de Diodoro no es, en este concepto, un hogar corriente. —Un brillo feroz y frío apareció en los ojos semicerrados—. Te han avergonzado; tu humanidad ha sido tratada ignominiosamente; tu dignidad de hombre, insultada. Has visto las cicatrices en las manos de tu padre, que fue antaño un esclavo y como, niño las has aceptado con serenidad, como algo corriente. ¿Has preguntado alguna vez a tu padre que significa ser esclavo, ser tratado como algo inferior a lo humano, inferior incluso a un perro o caballo valioso? ¿Le has preguntado alguna vez por su propia juventud ignominiosa, su vergüenza y amargura y por la época cuando su propia humanidad era pisoteada? ¿Sabes tú lo que es ser esclavo?
Lucano permaneció quieto. Una o dos lágrimas quedaban aún en sus pupilas. Luego dijo en voz baja:
—No, no. Perdóname. No comprendía. Era un niño y no comprendía. Me has enseñado.
Keptah sonrió tristemente.
—Aprender cuesta lágrimas, dolor y sufrimiento. Esto es justo porque el hombre no puede comprender a Dios cuando es joven, feliz e ignorante. Sólo puede conocer a Dios por medio del dolor, el suyo propio y el de los demás.
—Ningún hombre será para mí, a partir de ahora, esclavo, sino un ser digno. Odiaré la esclavitud con toda mi alma y corazón —respondió Lucano con voz temblorosa.
Keptah colocó su mano sobre el hombro del muchacho con un gesto protector.
—Te he expuesto al mal para que nunca más te encuentres sin defensa. He dejado que la vil atmósfera de la esclavitud te tocase para que nunca más transijas con ella. Y ahora, aquí tenemos a nuestro buen Sextus con dos de sus excelentes soldados. Ah, Sextus, espera un momento, por favor, y bebe un poco de este excelente vino con nosotros. Hemos sido molestados por un despreciable individuo y corremos algún peligro. Quisiéramos tu escolta. Nuestros asnos están atados a alguna distancia de aquí y seguramente las pobres bestias estarán ya impacientes.
—¿Qué diablura has suscitado hoy? —preguntó el joven capitán de buen humor y con tono algo cínico.
Se sirvió una copa de vino y la bebió de un solo trago, mientras la boca de Keptah se torcía en un gesto de censura.
—Bebes este vino como si no estuviera destilado de las propias viñas del cielo —dijo—, como si fuese el vino barato de tus cuarteles.
Sextus chasqueó la lengua, pensó un momento y luego contestó:
—No tiene un gusto demasiado excelente. Eres un malabarista, Keptah. —E hizo un guiño a Lucano; después, percibiendo la palidez del muchacho preguntó—: ¿Está el chico enfermo?
—Muy enfermo —respondió Keptah levantándose—, pero no morirá de esta enfermedad.
El tabernero se acercó tímidamente a él, y el médico, con un gesto espléndido, pagó su cuenta y la de Linus, añadiendo una moneda de oro extra como propina. El tabernero se sintió encantado.
—Bueno, señor —dijo—, siento que te hayan molestado, pero no ocurrirá otra vez.
—No hagas promesas imprudentes —contestó Keptah—. Hemos pasado una tarde muy instructiva.
Llenó su bolsa con las restantes monedas de oro y dijo:
—Y ahora, Lucano, vámonos.