51

Al seguir adelante a la mañana siguiente, Lucano se sintió impresionado por el gran cambio del paisaje y las gentes de Galilea. Pasó a través de una pequeña aldea de pequeñas casas blancas, brillante cual luz cegadora bajo el sol de la mañana, rodeada por fértiles jardines y granjas, aunque más allá las montañas tenían su peculiar aspecto de aridez, resaltando sobre un cielo incoloro de ardientes fulgores. Los vestidos de hombres y mujeres que se divisaban al pasar por la carretera o atendiendo al ganado o las ovejas de caras negras, eran allí más alegres, y entre el púrpura oscuro y las ropas negras, vio algunas amarillas, rojas y azules. La gente era más alta que en Decápolis o en Judea y extremadamente rubios, con cabellos dorados o rojos y brillantes ojos azules o grises; su piel era pálida ligeramente sonrosada. Los hombres usaban hoces sobre los cardos y cactus, dispuestos a recobrar tierra para el trigo y los árboles, y a su alrededor brillaba un ambiente sencillo y rústico lleno de amable alegría. Los niños cuidaban de pequeños corderos a la vez que jugueteaban en pequeñas corrientes azules que se deslizaban del Jordán y reían al salpicarse en el agua y lanzar piedras al río. Las mujeres se sentaban en los escalones de las casas amamantando a sus hijos, hilando o riñendo a los revoltosos pequeños. Una paz profunda descendía de las montañas sobre el campo, además del calor.

Lucano abandonó el río para seguir la carretera que ascendía por un monte negro y pedregoso recubierto por pedruscos del mismo tono. Alcanzó la cima y se detuvo para que su caballo respirase, mientras contemplaba el valle y todo lo que le rodeaba. La escena le dejó boquiabierto y asombrado. Era como si hubiese estado laborando trabajosamente sobre una oscura montaña del infierno y se encontrase repentinamente frente al paraíso, inundado por un brillo inefable.

Porque en el fondo de una copa formada por montañas inclinadas, amarillentas con heliotropo, se extendía el mar de Galilea, brillante y con una quietud absoluta, celestialmente azul con oscuras sombras en su plana e incandescente superficie. Allí no solamente reinaba la calma, sino una paz ultraterrena, más que un completo silencio. Incluso mientras él miraba, el valle de las montañas se abrillantó y pareció enroscarse sobre el mar con anillos llenos de deslumbrante luz. Las silenciosas y purpúreas sombras sobre el mar se acentuaron sobre la azul extensión.

El río Jordán, de un verde esmeralda y rodeado por ricos y fértiles sauces y árboles, sombras y cálida tierra fecunda, se retorcía alejándose del mar. Ninguna voz o movimiento rompía la completa quietud, aunque sobre la negruzca ladera habían sido plantados campos de olivos y palmeras, así como viñas y árboles frutales. El follaje de los olivos tenía el aspecto de plata labrada, las verdes palmeras no se mecían en el aire inmóvil y puro, los granados soportaban sobre sus ramas cual joyas su roja fruta. Las ovejas dormían alrededor de los olivos, su lana parecía pálido oro. No se oía el menor grito de ningún pájaro en medio de aquella refulgencia aureolada. La paz más allá de toda comprensión, la luz que nunca permanecía sobre la tierra o el mar, parecía haber sido apresada allí eterna e inmóvil en un deslumbrante cristal.

Lucano permaneció sobre su caballo como una estatua por largo tiempo, respirando el nítido aire y la encajonada y suspensa paz. Luego vio Tiberíades, sobre el borde del agua, una pequeña ciudad construida por Herodes Antipas en honor a Tiberio, maldecida y evitada por los judíos, porque había sido levantada sobre el terreno de un antiguo cementerio que había sido llamado Rakkath. El negro basalto de las montañas había sido usado para construir la fortaleza romana que guardaba la ciudad, y muchas de las casa, aunque aquellas que estaban en el centro eran blancas y azafranadas con brillantes tejados planos.

Lucano pensó: «Esto es lo que Él había conocido, y aquí es donde Él anduvo y enseñó y atrajo a los hombres hasta Él sin preguntar. Conocía este mar turquesa y estas montañas ambarinas sombreadas de violeta».

Empezó el lento descenso hacia el valle y el mar, por la pequeña y áspera carretera. Había llegado justamente al fondo cuando oyó sonido de cascos. Seis soldados con un centurión galopaban hacia él desde la fortaleza, armados y cubiertos con yelmos, y las lanzas de sus manos reflejaban la luz como una llama. El centurión cabalgaba en cabeza y le sonrió.

—Saludos al noble Lucano, hijo de Diodoro Cirino —dijo en latín, disfrutando con la sorpresa de Lucano.

Era un hombre escuálido, de mediana edad con un rostro de águila romana, ojos duros y una piel bronceada por el sol.

—Soy Aulo, el comandante de la fortaleza.

—Saludos, Aulo —dijo Lucano—. ¿Pero cómo supiste que yo llegaba?

—Tu amigo, Hilel ben Hamram, me escribió y me pidió que se te fuese dado todo honor y comodidad.

Lucano, aunque agradecido por la solicitud de Hilel, se sintió un poco violento. Había esperado encontrar una pequeña posada donde permanecer algunos días, meditando en aquel lugar santo, vagabundeando por donde él quisiese y explorando el territorio. Pero no podía elegir, decidió sonreír con gratitud a Aulo que le estaba contemplando. Aulo suavizó su rostro y dijo:

—Fui un joven subalterno bajo el heroico Diodoro y le amé como un padre, porque era un gran hombre lleno de virtud. Me encanta ahora poder contemplar a su hijo adoptivo.

Los soldados rodearon a Lucano y al centurión y trotaron hacia la pequeña ciudad, llegando a las puertas de la fortaleza. Se introdujeron en ella conduciéndole a un pequeño comedor donde les esperaban refrescos. Aulo ceremoniosamente separó una silla para su huésped. Reinaba una sombra azulada y gran frescura dentro de las negras paredes basálticas.

—No puedo ofrecerte alas de avestruz o las puntiagudas de faisanes, tales como se comen en Roma —dijo Aulo—; pero tenemos un excelente pescado de mar, pan húmedo moreno, un pato, frutas y vino del país —hizo una pausa y un guiño—. ¿Quieres que tomemos primero una copa de este excelente aguardiente sirio? Es un portento y hace al hombre olvidar sus cargas.

Lucano pensó que era temprano para tomarlo, pero aceptó con cortesía. El licor, de color ámbar en la copa, tenía un gusto acre y ardiente que quemaba la garganta y la lengua. Sin embargo, después de unos cuantos sorbos, se sintió excitado y rio y bromeó con el centurión. Su rostro enrojecido por el sol se puso más rojo, sus ojos azules chispearon, pareció de nuevo joven. Aulo le dijo que había contratado habitaciones para él en la mejor posada de Tiberíades, sobre la costa salpicada de basalto que daba al mar, donde estaría cómodo.

—Eres el huésped de Roma —dijo el centurión—. Es bien sabido que estás bajo la protección de César.

Aulo hizo una pausa.

En su carta Hilel había mencionado que Lucano se sentía atraído por el país como viajero y como médico, interesándole la medicina judía y que deseaba visitarlo. Debajo de su firma, Hilel había dibujado un diminuto pez. El sol se reflejaba en los pequeños ojos del centurión, que volvió a llenar la copa de su huésped y simuló hacer lo mismo con la suya. Había observado la misteriosa reserva de Lucano, y sabía que no hay nada mejor que un buen vino para soltar la lengua de un hombre.

Éste alabó el pequeño pez fresco que había sido asado sobre las brasas, sintiéndose encantado con el bien guisado pato relleno con hierbas y cebollas; la ensalada, la fruta y el queso eran sencillas pero frescas y de excelente sabor. El profundo silencio que les rodeaba y la comida disminuyó algo la normal taciturnidad de Lucano. Miró a Aulo con afecto.

—Nunca había comido una comida tan espléndida —dijo inclinándose hacia atrás en el banco para beber vino y disfrutar de la sensación de total bienestar.

Aulo sonrió; se preguntaba cuál sería la verdadera razón de Lucano para visitar aquel tranquilo lugar. Lucano había sido huésped de Poncio Pilatos, aquel vacilante y acosado patricio. Había comido con Herodes Antipas y sido un protegido de Tiberio. Era rico, el hijo adoptivo de una casa noble. Aulo no creía que estaba haciendo una simple visita turística y que buscase allí algo interesante para la medicina. Podía ocurrir que fuese un poderoso, hermoso espía. Aulo se rascó la barbilla y reflexionó. No solamente tenía que protegerse a sí mismo, sino a varios de sus soldados que le amaban.

Perezosamente Aulo introdujo su dedo en su copa y como si pensase en otra cosa, movió lentamente su húmedo dedo sobre la mesa y dibujó un tosco pez. Luego miró rápidamente a Lucano con sus agudos y penetrantes ojos negros. Lucano vio la húmeda imagen dibujada con vino. Sorprendido, su rostro cambió dulcificándose; devolvió la mirada de Aulo y luego deliberadamente mojó su propio dedo y trazó la misma imagen. Aulo extrañado y suspicaz, frunció el ceño. Luego dijo:

—¿Han vuelto las cosas a la normalidad en Jerusalén? Creo que hubo allí ciertos desórdenes desde la muerte de aquel galileo, Jesús.

Lucano miró a la pared pensativamente. Él también se sentía suspicaz. Luego abrió su bolso y extrajo sus anillos poniéndolos en los dedos. Los anillos reverberaron en la fría penumbra del pequeño comedor, y Aulo los miró con admiración.

—Este anillo me fue dado por César, cuando yo era joven. Nunca lo había usado hasta hace tres meses, cuando se lo di a Poncio Pilatos para que lo enviase al César. —Se detuvo un momento—. Pilatos había proscrito a los cristianos, que son hombres inocentes. Le pedí que la proscripción fuese suprimida y así fue. ¿Has oído de la supresión de aquella proscripción?

—Sí —dijo Aulo. Cruzó sus fuertes brazos sobre la mesa y sus ojos se encontraron directamente con los de Lucano—. No sabía que tú habías sido la causa de ello. —Lucano miró hacia abajo a los dos dibujos de los peces que se habían secado dejando su huella roja sobre la madera—. ¿Puedo preguntar por qué lo hiciste?

Pero Lucano dijo:

—¿Cuando Jesús estuvo en Galilea, le oíste tú personalmente?

—Sí, le oí.

El rostro del centurión era inescrutable.

—Yo le oí cuando era niño, el día que nació.

Y le contó brevemente lo que había conocido, observándole detenidamente mientras hablaba. El rostro de Aulo cambió lentamente y la exaltación empezó a brillar en sus ojos. Cuando hubo terminado, Lucano le mostró la cruz de oro que colgaba de una cadena alrededor de su cuello. Aulo se mantuvo silencioso durante algún tiempo, luego susurró:

—Que la paz sea contigo, Lucano.

—Y contigo, Aulo.

Viendo la expresión de Lucano supo que no tenía necesidad de temer por más tiempo. Se levantó e hizo un gesto indicándole que le siguiese, salieron a la luz deslumbrante. Aulo señaló un monte no lejano sobre el que se alzaba una pobre sinagoga hecha de basalto y rojas tejas en el plano techo, con las puertas pintadas de blanco.

—Allí habló Él con frecuencia. Yo, por supuesto, no podía entrar, pero escuchaba desde la puerta. Él, seguido por sus discípulos, permanecía de pie sobre la cuesta y hablaba a la gente. En cierta ocasión estaba sobre el monte abierto; yo permanecí entre la gente, pobres hombres y mujeres de la región, y le escuché.

»Te digo, Lucano, que era imposible escucharle sin sentir el corazón emocionado. “¿Quién es Él? —me pregunté—. ¿Qué dioses hablaron nunca como Aquél? ¿Nuestros venales, caprichosos y crueles dioses? ¿Qué esperanza, paz, gozo o promesa trajeron jamás a los hombres, en su corrupción, y en el hundimiento de sus propios placeres divinos?”. Pero aquél hombre habló de la bondad de Dios, de su misericordia, del amor por sus hijos, de su incansable cuidado, de su vida eterna y bendita; de la piedad de Dios y de su deseo de que el hombre fuese hacia Él, no solamente para alabarle y postrarse ante Él temeroso, sino para gozarse con Él a través de toda la eternidad, participando de su propia felicidad. “¿Qué clase de hombre era aquél? —me preguntaba a mí mismo—. ¿Por qué hablaba con tal autoridad como quien trae un mensaje de un gran rey? ¿Por qué el pueblo le escuchaba con tanto gozo y amor, en silencio a fin de no perder una de sus palabras? ¿Por qué una multitud le seguía y permanecía a su alrededor sólo por tocar sus vestidos y mirar su rostro?”. En brazos de sus madres los niños reían llenos de alegría. Él les sonreía, su rostro resplandecía como el sol. Sin embargo, ¿por qué su apariencia podía estremecer a uno? Usaba los vestidos de un campesino galileo, con pobres sandalias de esparto y carecía de dinero, de esclavos y andaba a pie. Todo en Él era sencillez, pero desde el momento que apareció aquí todo se llenó de esta paz que observas. Esta profunda y santa paz que nunca ha abandonado esto. Un día, amigo mío, yo estaba escuchándole mezclado en la multitud, y Él enseñó a la gente una oración que debemos decir.

»“Padre nuestro, que estás en los cielos, santificado sea tu nombre, venga tu reino. Danos nuestro pan cotidiano y perdónanos nuestros pecados, porque nosotros también perdonamos a cuantos nos deben, y no nos dejes caer en la tentación”.

»Su voz resonó sobre las montañas como un trueno de verano y el pueblo oró con Él. Y cuando terminaron la plegaria, sus ojos repentinamente me encontraron, interrogantes y misericordiosos, me sonrió sobre las cabezas de la gente. Desde aquel momento fui suyo y hubiese muerto por Él con gozo. Pero no puedo explicar por qué razón, yo soy romano y Él judío galileo y carpintero. Aquel milagro no me ocurrió sólo a mí. Algunos de mis soldados le escucharon también y Él tomó sus corazones.

»Fui transformado. —Aulo suspiró—. El mundo de Roma dejó de ser importante para mí. Mis ansiedades y preocupaciones desaparecieron. Quedé en paz, lleno de gozo. La tierra ya no estaba poblada de enemigos sino de amigos. Sólo tenía el deseo de reformarme a fin de ser digno de yacer a sus pies y contemplarle para siempre. ¿Cómo puede explicarse esto? Uno ha de experimentarlo por sí mismo. Pero puedo decir esto: ha reflejado su propia luz en todas las cosas. A mis ojos nunca había sido tan intenso el plateado brillo de la luna, ni tan radiante el sol. Los hombres, para mí, dejaron de pertenecer a clases; uno no debía de honrar a los hombres por la simple posición o riqueza sino por su virtud. Más aún, todos los hombres son mis hermanos, incluso los más bajos. Algunas veces me pregunto: “Pero ¿eres romano, el dueño del mundo?”. Y esto no significa ya nada para mí. De nuevo me recuerdo a mi mismo: “Poseemos la dirección de toda la tierra”. Y una voz en mi alma responde: “La nación que busca la dirección de la tierra está condenada a morir, porque es una nación mala, sin que importen sus suaves pretensiones. Los hombres buscan la dirección sólo para dominar y esclavizar a todos los demás”.

Contemplaron el escenario que les rodeaba. La luz había cambiado. Las montañas, al morir el día, se bañaban en las diversas tonalidades de un púrpura profundo.

El cielo tenía el brillo del oro, y el mar había adquirido el color del agua marina rayada con cobalto. Lucano percibió toda su emanación espiritual profunda, vasta e inmutable, como si invisibles seres celestiales se inclinasen sobre ellos cubriendo con sus alas el sol.

—Un día —dijo Aulo en voz baja— trajeron bastantes leprosos, hombres, mujeres y niños llorosos, pidiéndole misericordia; el pueblo se le alejó con temor. Pero Él les tocó poniendo sus manos sobre ellos y fueron curados instantáneamente. Se llenó de gozo la gran multitud y los que anteriormente habían estado afligidos por la enfermedad cayeron a sus pies y le besaron. Lo vi con mis propios ojos. Debes creerme.

—Te creo —dijo Lucano amablemente.

Aquella tarde Lucano escribió todo cuanto el centurión le había contado durante aquellas largas horas, todas las palabras que Cristo había pronunciado en Galilea, todas las cosas gloriosas que Él había dicho y hecho. Lucano recordó la piedra que había sido quitada misteriosamente del sepulcro donde Él había yacido después de su crucifixión, y cómo aquella piedra había sido removida, no por manos humanas. La piedra que había cerrado un corazón muerto sólo podía ser movida por el amor de Dios, y así volver de nuevo el corazón a la vida.

—¡Hazme digno de escribir sobre ti, de seguirte y concédeme tu gracia, oh Padre! —rogó humildemente.

Cuando Herodes había construido Tiberíades en honor de Tiberio, los judíos no entraban en aquel lugar despreciado. Pero Herodes había hecho coger a muchos galileos obligándoles a servir en las casas de la ciudad. Eran los desgraciados que habían visto, conocido y amado a Jesús, igual que aquellos de Canaan, Magdala y Cafarnaúm, ciudades cerca del mar. Qué alivio y gozo trajo sin duda a aquellas pobres y trabajadas vidas. Había hecho el destino soportable a aquellos que batallaban con el negro y tostado suelo, moviendo las sombrías piedras de la región, los cuales eran oprimidos por los romanos y por sus propios dueños.

La posada a la que Aulo llevó a Lucano era muy grande y agradable, y el posadero era un hombre amable que se sentía orgulloso de su sencilla mesa y de la limpieza de sus habitaciones. El edificio se alzaba sobre la orilla del mar, salpica de negras piedras de basalto que rodaban hasta el agua azul en suave desnivel. Grandes sauces de blancuzcos troncos se inclinaban sobre las pequeñas y desmayadas olas. Una terraza se extendía ante él. Se sentó en una silla. A su alrededor los otros huéspedes bebían y comían en pequeñas mesas; reinaba la ansiedad en su voz y en sus gestos. Muchos eran mercaderes. Se sintió complacido cuando se levantaron y entraron en la fonda para la comida de la tarde. Podía contemplar con tranquilidad las montañas cuyo tono púrpura era cada vez más intenso, reflejando inmóviles destellos en el mar. Momento tras momento la escena se hizo más silenciosa, más grande. Oscurecido el cielo hasta convertirse en un violeta intenso, el agua cambió. El sol abandonó la tierra, una luna creciente, deslumbrante y blanca, se alzó detrás de un monte, reflejando su imagen en el agua, y las estrellas danzaban no sólo en el cielo sino también sobre el mar. Desde una pequeña sinagoga del monte llegó hasta Lucano el cántico de oraciones, intensificado por la serenidad del ambiente.

Dios había visto y oído todo aquello. Había rezado en aquella pequeña sinagoga, había contemplado aquella misma luna, aquel agua color jacinto reverberando con las estrellas, aquellos sauces y los negros cipreses, aquellos matorrales y sus amarillas flores parecidas al lirio, aquellos ganados cerca del río color jade, aquellas palmeras y olivos rodeando Tiberíades, aquel valle gentil.

—Bendito soy yo, a quien Tú has dado vida suficiente para conocerte —dijo Lucano en su corazón—. No soy indigno, ten misericordia de mí, pobre pecador.