14
Lucano leía el séptimo libro de Herodoto, en el que decía que Jerjes había llorado el día de su victoria. Entonces Artabano, tío de Jerjes, se había acercado a él y dicho: «Señor, primero felicítate a ti mismo y luego llora», a lo que Jerjes había replicado: «Me sentí invadido de piedad ante el pensamiento de la brevedad de la vida humana, al percibir que de todas estas multitudes, ni un solo individuo vivirá dentro de cien años».
Artabano había replicado: «En la vida tenemos otras experiencias menos lastimosas que ésta. El tiempo de nuestra vida es ciertamente tan breve como dices y, sin embargo, no hay un solo individuo que sea tan completamente feliz como para que en el transcurso de su vida, breve como es, no desee, no una vez sino muchas, el estar muerto y no vivo».
Sí, Lucano dejó el libro e inclinó la cabeza contra la mano contemplando sin ver el rayo amarillo y caluroso de un sol de verano que caía sobre sus pies vestidos de sandalias. En aquel tiempo estudiaba mucho en casa, huyendo de la clase tan pronto las lecciones acababan, para escapar de los esclavos, que persistían en inclinarse ante él, o tocar sus vestidos, o caer de rodillas ante él implorando su intercesión ante los dioses. Le horripilaba y repelía que él, extraño y desesperanzado en cuanto a Dios, fuese rogado que actuase de intermediario entre los sufrientes y Él. Huía de los ojos que le adoraban y de las manos alzadas. Deseaba gritar: «¡Os digo que Él os odia! Nos da la vida para que muramos en la oscuridad. Nos da la vida para que veamos la fealdad de la muerte. Nos da el amor a fin de que pueda destruimos. ¡Mejor adorar a Caronte que a Él!».
Pero no podía decir aquello aunque se estremecía desesperadamente en su corazón. Desde que había salvado la vida del pequeño Prisco, los esclavos creían devotamente que había sido tocado por la divinidad. Ya no podía ir al hospital, ni visitar esclavos enfermos en compañía de Keptah. Las cosas estaban así desde hacía seis meses. Pronto partiría para Alejandría, donde sería uno entre los muchos anónimos y desconocidos estudiantes, el hijo de un antiguo esclavo, el protegido de un romano de buen corazón. Entretanto mantenía su puerta cerrada contra aquellos que se acercaban humildemente a ella; se tapaba los oídos con las manos para no oír las inoportunas palabras que le dirigían a su madre y sus tristes y compasivas respuestas. Estudiaba dibujos de anatomía muerta con Keptah, pero no oía a los vivos. Cuando en una ocasión Keptah le había reprochado, exclamó frenéticamente:
—¿Debo decirles lo que creo, que Dios es su enemigo? Sin duda diré esto si me presionas a que hable con ellos… Y ¿para qué les servirá? No soy un embustero.
—Eres como un arquero parto que, retirándose, lanza dardos envenenados hacia atrás —dijo Keptah—. Te digo que Él te persigue y no escaparás a Él. Tus dardos no le herirán, pero Él persigue impulsado por amor, no por odio.
Sin embargo el médico comprendía con la más profunda piedad.
Una abeja entró zumbando a través de la abierta ventana y se posó sobre un libro cerca de la escuálida mano de Lucano. Sus doradas alas temblaban; atrevidamente exploró el rollo. Sus patas delicadas se movían nerviosamente. De pronto se lanzó y se posó sobre la parte de encima de los dedos de Lucano. Él vio sus enormes y brillantes ojos y suspiró. Se levantó gravemente y con lentitud se acercó a la ventana y dejó que la pequeña criatura volase desde allí siguiendo su brillante vuelo hasta que desapareció. Un gran dolor le dominaba y tenía los ojos secos. ¡Oh, los inocentes, que viven sólo para poder morir! Lucano apoyó la frente sobre el alféizar de la ventana y sintió una tremenda compasión y amor por todo lo que vive, es torturado, se marchita y cae en el polvo, desde una abeja hasta un hombre, desde una hoja a un niño, desde un árbol a un buey; desde una estrella a una araña. Deseó abrazar la vida con sus brazos, consolarla, murmurar amor y consuelo, y sosteniéndola así, retar a su Destructor.
Se dio cuenta de los sonidos de la casa. La risa de una niña. La niña era muy joven, la hija de la esclava que amamantaba al pequeño Prisco. Iris era ahora el guardián del hijo de Diodoro. Le había llevado a su casa pocas horas después de su nacimiento, junto con la nodriza y otra esclava. Era Iris quien mimaba a Prisco y le atendía, no dejándole ni un momento durante el precario mes de su vida. Fue Iris quien vio su primera desdentada sonrisa y oyó su primer murmullo afectivo. Le mecía sobre sus rodillas; dormía junto a su pequeña cuna. El menor ruido hacía que acudiese corriendo junto a él. Tejió sus vestidos y los cosió. Mecía su cuna cuando estaba inquieto, se inclinaba sobre él tranquilizándole. Lavaba su diminuto cuerpo. Nunca se separaba de él.
Lucano oyó la voz de su madre, y la gutural respuesta del pequeño niño. Frente a la ventana de Lucano pasó la aureolada cabeza; llevaba a Prisco en los brazos, cogido firmemente contra su pecho. El rostro del niño aparecía por encima de los hombros de Iris y sus ojos se encontraron con los de Lucano. El joven se estremeció porque el pequeño rostro era como el de Rubria y no podía soportar su vista, Prisco giró sus ojos alegremente, porque era un alma feliz, lleno de afabilidad hacia todos. A su pesar Lucano sonrió en respuesta. El niño echó hacia atrás su cabeza balbuceando feliz y tocó el oído de Iris. Ella le llevaba al fresco y pequeño jardín en la parte de atrás de la casa. Allí se sentaba bajo un gran árbol, murmurando y cantando hasta que el niño se dormía. El sol descendía hacia el oriente. Un aire claro difuminado con oro, se llenaba de susurros de vida secreta. El aroma de la tierra, las flores y la hierba se mezclaba con suave luz y en algún lugar de la casa una esclava canturreaba mientras hacía sus deberes. Las palmeras sonaban y se estremecían y los pájaros saltaban de árbol en árbol, reflejando la luz del sol en sus alas doradas.
Lucano salió al jardín. Iris había cogido una flor blanca y Prisco, sobre sus rodillas, estaba activamente examinándola. Era aún muy pequeño para su edad, pero tenía un cuerpo inquieto y atento, y sus ojos negros brillaban con el deleite de ver y existir. Estaba desnudo excepto un blanco pañal; su pequeño pecho era ancho y moreno. Unos rizos negros se curvaban alrededor de sus orejas, cuello y frente. A pesar de ser tan pequeño tenía una fuerza casi increíble para un niño de tan corta edad y nacido prematuramente. Parecía un diminuto guerrero, aunque su sonrisa era la sonrisa de Rubria, ganadora y dulce, con un toque de malicia en la expresión de sus ojos, cariñosos e inquisitivos como los de Rubria. Por esta razón, Lucano evitaba normalmente al niño. Prisco le vio antes que Iris y gruñó de nuevo feliz y agitó la flor como dándole la bienvenida.
Iris sonrió a su hijo, ocultando su constante ansiedad por él.
—Mira —dijo—, ¿no es como un arquero, o un luchador, o un corredor? Sus músculos son verdaderas armaduras.
La boca del niño tenía aún las huellas de la leche que acababa de tomar y jugueteaba sobre las rodillas de Iris a fin de que ésta riese y le sujetase. Lucano alzó un dedo frente a Prisco y éste lo cogió, lo examinó con intensidad y luego se lo llevó a la boca. Lucano sonrió. Sentía hacia el niño afecto de padre. Después frunció el ceño.
—Es extraño que Diodoro permanezca en Roma tanto tiempo. Da la impresión de que no piensa en su hijo. —Luego exclamó—: ¡Ay, tiene dientes!
—Cuatro —dijo Iris orgullosamente—. ¿No es maravilloso? —Su rostro era tan sonrosado y puro como el de una joven. Tras un momento añadió en forma abstraída—: ¿Diodoro? Sí, hace casi seis meses. Esta vez no volverá hasta que consiga permiso para abandonar Antioquía. Así me ha escrito. Me imagino —añadió con una débil sonrisa— que estará mareando a Carvilio Ulpiano sin piedad y acosando al Palatino. Ya no puede soportar Siria por más tiempo y está determinado a retirarse a sus posesiones. Creo que se ha transformado en la sombra de César porque es un hombre obstinado y tiene considerable influencia.
Acarició la ágil cabeza del niño. Diodoro había llevado las cenizas de su hija y su esposa a Roma para enterrarlas en el cementerio familiar. Iris sabía que aquél había sido un viaje doloroso y sin consuelo. Diodoro, después de la muerte de Aurelia, había enmudecido, había partido para Roma, y pasado muchas semanas antes de que escribiese brevemente para contarles acerca de sus planes y preguntar por su hijo. Su pregunta había sido indiferente, sólo había visto a Prisco unas pocas veces y no había manifestado ninguna emoción. Pero su última carta había sido más interesante. Estaba convencido de que Siria era maléfica para su familia. Cuando volviese sería tan sólo a fin de recoger su casa e instruir a su sucesor y luego abandonaría aquella maligna tierra para siempre. Su hijo sería educado en la tierra de sus antepasados, frente a la vista de las siete colinas, bajo la protección de sus dioses.
Había escrito sólo una línea respecto a Iris: «Confío que tú, mi antigua compañera de juegos, mi hermana espiritual, consentirás en volver conmigo, para continuar el cuidado maternal de mi hijo».
Iris suspiró. Esperaba mucho más que aquello. Su propio hijo estaría lejos, en Alejandría; aquel hijo tan torturado, atormentado, tan poseído por un dolor sin remedio, tan sombrío y desolado. «Ah, pensó, pero es joven, y tiene mucho que estudiar y que aprender». Se dio cuenta de que Lucano era como ella tanto en naturaleza como en apariencia: Paciente, delicado, profundo y calmosamente amante, reservado en el habla y la acción, viviendo una oculta aunque profunda vida, disciplinado y un tanto rígido de temperamento. Aún no había adquirido su presente flexibilidad, su gentil resignación, y profunda fe en que Dios era bueno y no malévolo.
Siempre se habían comprendido, más que hablando, por medio de elocuentes miradas, una ligera sonrisa, el más pequeño gesto, la menor inclinación de cabeza. Entre los dos, había siempre existido la más profunda comprensión hasta que Rubria murió.
Desde entonces Lucano se había retirado incluso de su madre y había permanecido frío y alejado. Hasta aquel día había rechazado interesarse por el niño que él había salvado, aunque Iris sospechaba tiernamente que era menos frialdad que temor a verse envuelto una vez más en un amor personal por algo, porque en el amor, creía él, existía un constante peligro y una amenaza de desastre.
Se sintió intensamente emocionada cuando Lucano repentinamente se inclinó a fin de poner su rostro a nivel con el del niño. Prisco se sintió encantado. Alzó la mano y cogió la nariz de Lucano.
—Tiene la mano de un gladiador —exclamó el joven— y unos talones de águila.
Prisco balbuceaba de alegría. Soltó la nariz de Lucano y cogió el rizado cabello que caía sobre la frente del joven y tiró de él. Lucano se maravilló de su fuerza. He aquí un niño que sólo seis meses atrás había yacido en sus brazos como una rota marioneta, sin respirar y azul, flácido y tan blando como la cera. De pronto Lucano se sintió lleno de orgullo y afecto. Extendió sus brazos hacia el muchacho, y Prisco rápidamente se echó en ellos. El cálido, pequeño y firme cuerpo rompió el corazón de Lucano; besó los desnudos y morenos hombros, acarició los brazos y los codos. Besó los ojos, tan parecido a los de Rubria, y luego, muy tiernamente, la boca que era una pequeña réplica de la de ella. Sus párpados se sintieron invadidos por las lágrimas y sintió que se le hacía un nudo en la garganta. «¡Oh, que pueda amar de nuevo!», rogó a una deidad sin rostro.
Volvió el niño, pese a sus protestas, a los brazos de Iris; se alzó repentinamente y se alejó. Iris le siguió con una larga y triste mirada; sin embargo se sintió consolada.
A la mañana siguiente de llegar Diodoro a Antioquía, el tribuno ordenó que Keptah se presentase ante él. El médico penetró en la biblioteca de su señor y sus penetrantes ojos apreciaron instantáneamente el estado mental y físico de aquél. El rostro de Diodoro estaba gastado y más pálido. Los años parecían haberse acumulado sobre sus rasgos; aunque toda su persona parecía rodeada de una triste inquietud y parecía haber adquirido una madurez más dura. Era más romano que nunca, y menos sencillo que jamás había sido.
—Tengo buena salud —dijo abruptamente antes de que Keptah pudiera, ni siquiera saludarle—. No es necesario que tus médicos ojos me examinen de arriba a abajo. Dentro de cuatro semanas partiré para Roma con toda mi casa. Ya no eres un esclavo. Tengo entendido que has comprado viñas y olivos en los alrededores y que has efectuado algunas inversiones en la propia Roma. No tengo tiempo que perder. No te puedo mandar puesto que eres un liberto. Sólo puedo preguntarte: ¿Volverás conmigo a Roma?
—¿Es necesario preguntarme esto?, señor.
Diodoro no respondió durante unos momentos. Luego dijo con una nueva quietud en su voz.
—He aprendido una sola cosa en todos estos meses pasados en Roma: Un hombre nunca puede fiarse de otro; si lo hace es a costa de su propia seguridad y quien niega esto es o un mentiroso o un estúpido. ¿Quién fue el filósofo que dijo: «Sé amigo de todos pero no tengas intimidad con ninguno?». No es sólo, como algunos me han dicho en Roma, que el hombre es intrínsecamente malo y no es el mismo hombre hora tras hora, de día en día. Mi pregunta no era un insulto para ti. Estaba simplemente interrogando.
Keptah no respondió. Se sentía lleno de compasión hacia aquel hombre más delgado y menos vehemente, cuyos fieros ojos estaban aún sumidos y llenos de dolor. La animación había desaparecido del tribuno y su vitalidad estaba en decadencia. Sin embargo, aún quedaba ferocidad y sombría expresión en él.
—Pensé, cuando partí para Roma, que volvería a reunirme con mis viejos camaradas y que ellos me recordarían con afecto. No puedes imaginarte lo idiota que fui. Es cierto que me saludaron con afecto y mucho placer. Esto es debido a que se acordaron de que tengo mucha influencia incluso con ese Tiberio que por lo menos recuerda que soy un soldado excelente, aunque no parece que recuerde que soy un ser humano. Creí que encontraría algún alivio en Roma…
Hizo una pausa y una sombra oscura recorrió su rostro. Se levantó y llenó una copa de vino, luego hizo un gesto a Keptah de que se sirviese.
—En resumen, señor —dijo Keptah, después de haber bebido respetuosamente su copa de vino—, has descubierto que los hombres no son diferentes en Roma de lo que son en Siria, en Bretaña, en la Galia, en Judea, en Egipto o en Grecia.
Diodoro dejó su copa lentamente y sin hacer el gesto violento que solía. Se notaba la ausencia de su anterior énfasis y violencia en sus maneras y voz. Respondió:
—Tienes toda la razón. Pero estaba ausente de Roma desde hacía mucho tiempo y había olvidado. Te hablaré de esto más tarde. —Empezó a pasear abajo y arriba de la biblioteca con un pesado y arrastrado ruido—. ¿Por qué son la inteligencia y el intelecto tan raros? ¿Por qué hay que buscar estas cualidades como si buscáramos oro?
—Los dioses —dijo Keptah sombríamente— aún están celosos de la sabiduría. Es el fuego de Prometeo, que cuando arde en algún hombre los dioses le castigan, aunque sus prójimos le castiguen más aún. Se ha dicho también que no puedes enseñar al hombre nada; sólo puedes ayudarle a que lo encuentre dentro de sí mismo. Si carece de inteligencia entonces todas las exhortaciones, todas las lecciones, todo intento de mejorar sus medios, todo sacrificio y todo ideal no le arrancarán de su bestialidad. Porque si presumimos de que es inteligente porque tiene forma de hombre se volverá y lo negará con sus actos. Encuentro en esto una retribución justa.
Diodoro le miró con interés. Llenó otra copa de vino y la bebió de un trago. Después miró al fondo de la copa vacía y parecía dirigirse a ella al hablar, más que a Keptah.
—Necesito una madre para mi hijo.
El rostro de Keptah adquirió un aspecto de alarma.
—¿No has encontrado tal señora en Roma, señor?
Pensó en Iris con tristeza. Pero Diodoro era romano de pies a cabeza.
—He cometido una vil acción —dijo Diodoro como si Keptah no hubiese hablado.
Volviese hacia el médico y su rostro había adquirido un tono de dureza.
—¿Por qué confío en ti, un hombre que puede traicionarme mañana? ¿Tendré que sobornarte para asegurar tu lealtad y evitar que me critiques y difundas esto por toda Roma? ¿Puedo estar seguro de que no será repetido en los oídos de alguna prostituta cuando hayas bebido, si es que alguna vez bebes más de la cuenta? ¿Puedes garantizarme que no serás mi enemigo este año o el que viene? Después de todo creo que es mejor para ti que no vuelvas a Roma conmigo.
—Como tú quieras, señor —respondió Keptah, y en su voz vibraba una nota de ira.
Diodoro dejó la copa con algo de su antiguo fuego.
—Después de todo —dijo—, ¿quién aceptaría la palabra de un antiguo esclavo contra la palabra de Diodoro?
Keptah cruzó sus brazos sobre el pecho.
—Es verdad —dijo—, por lo tanto no necesitas confiarte en mí, señor. No he pedido tu confianza. Para tu propia paz mental, prefiero que no me la des.
—Sin embargo, me sentiré más seguro contigo como mi médico en Roma. ¡He oído tales historias!… Pueden, o no ser ciertas, pero se dice que Tiberio se ha librado de algunos hombres intransigentes e incluso de dos senadores, sobornando a sus médicos. Probablemente es mentira; Tiberio puede que sea un hombre de cabeza muy fría, pero el veneno no es la forma en que un soldado trata con enemigos, incluso si emplea espías. Sin embargo, lo sé por buenas fuentes, muchos ricos depravados, indeseables que ocupan altos cargos en Roma, han sobornado a los médicos de hombres, con cuyas esposas habían adulterado o de quien habían conseguido posesiones o alguna ventaja política. —Dirigió a Keptah una mirada sombría—. Cuando el escándalo se filtró, no fueron los sobornadores quienes recibieron el castigo. Los médicos fueron hallados en el Tíber poco tiempo después.
Keptah no pudo evitar el sonreír para sus adentros.
—El Tíber no me atrae como el lugar de mi sepultura, señor.
Diodoro rio sin alegría.
—¡Que las furias carguen contigo! No has comprendido aún. Necesito un amigo. ¡Y debo acudir a mi liberto para tenerlo! ¿No es esto irónico?
—¿Y tú no has encontrado amigos entre tus camaradas de armas, y entre los de tu rango, señor? —preguntó Keptah.
—No —respondió Diodoro.
Se sentó y contempló por entre sus piernas el suelo de mármol.
—Veo que has respondido a mi pregunta. Sin embargo, para asegurar tu presencia con mi casa en Roma y mantenerte fiel, triplicaré tu estipendio y te daré una casa propia en mis propias posesiones.
—No —dijo Keptah—. No estoy en venta, señor.
Su voz se alzó con dura frialdad.
—Observo que Roma no te ha probado. Te ruego que recuerdes que confiaste en mí implícitamente antes de volver allí, que tu padre confió en mí y estaba profundamente unido a mí. Que el ama Aurelia me introdujo en su confianza y que nunca te he engañado, ni una sola vez en tu vida, excepto cuando creí, por razones de afecto que la verdad podría herirte. ¿Puedo retirarme, señor?
—No —contestó Diodoro. Continuó mirando al suelo. No era propio de un romano excusarse ante uno de menor rango que él, pero, sin embargo, dijo—: Lo siento.
Keptah se sintió conmovido y asombrado. Tomó una de las manos de Diodoro y la besó y dijo:
—Señor, tú sabes cuán profundamente honro a Dios. Si puedo ayudarte a que confíes en mí, aunque prefiero que no lo hagas por tu propio bien, juro por su más santo nombre que nunca te traicionaré, que en el mismo instante en que me hagas tus confidencias las olvidaré.
Diodoro le estudió.
—Entonces debo contarte la vil acción que he cometido, la mentira que he dicho en Roma, no sólo porque eras mi amigo, sino porque estoy confuso y porque… —Se detuvo y respiró profundamente—. Hay un senador que es amigo de Carvilio Ulpiano y sólo su riqueza y la despiadada reputación de vengativo y cruel de que goza, mantiene su secreto desconocido para todos, excepto para Carvilio. Tuve que discutir un cierto asunto con mi cuñado y durante la discusión me confió el secreto del senador. Sospecho, debo añadir, que el senador tiene alguna clase de poder sobre Carvilio que le arruinaría si no guardase silencio. ¿Te das cuenta de lo suspicaz que me he hecho?
Keptah se mantuvo esperando y en silencio. Diodoro se ruborizó lentamente.
—Hice lo que el senador había hecho. Él amaba a una esclava de su casa, una de las que tenía en sus posesiones de Sicilia. La libertó. Su mujer era estéril y por lo tanto se divorció de ella. Después solicitó que un genealogista inventase un buen árbol genealógico para su liberta y se casó con ella con todos los honores; hoy es una gran favorita en Roma y una matrona digna.
Keptah frunció el ceño.
—Comprendo, señor. Tú has solicitado los servicios del mismo genealogista y has inventado una descendencia griega distinguida para Iris.
Se sintió enormemente aliviado.
—Sí —dijo Diodoro sombríamente.
Keptah recibió la primera alegría que había sentido durante muchos meses. Luego su rostro se oscureció.
—Olvidas, señor, que toda tu casa sabe que Iris fue anteriormente una esclava. ¿Cómo puedes asegurarte que no trascenderá?
—En ese árbol genealógico —dijo Diodoro ignorando el comentario—, he hecho escribir que Iris fue raptada de su distinguida familia en Cos por tratantes de esclavos, que se sintieron atraídos por su infantil belleza, y que sólo después fue descubierto quién era ella realmente. Sus padres murieron de tristeza; después de su muerte se descubrió que habían dejado a su raptada hija una fortuna considerable.
Keptah consideró estas palabras críticamente.
—Bien, señor —dijo al fin—. Entonces no necesitabas haberme confesado que el árbol genealógico ha sido inventado. ¿Por qué lo has hecho?
Diodoro movió su cabeza lentamente.
—Ha habido sólo un hombre a quién no he podido mentir o a quien no mentiría. Extraño es que hayas tenido que ser tú… Prefiero, por causa de alguna perversión, que sepas la verdad.
—Y mientras deseabas confiarte en mí, me estabas amenazando.
Diodoro le miró con la irascibilidad que había sido característica de antaño.
—Para ser un sabio, eres muy obtuso. —Se puso en pie y anduvo de arriba abajo—. Carvilio Ulpiano también sabe la verdad. Pero no la dirá, ni siquiera a Cornelia, la hermana de mi difunta esposa. Por muchas razones.
Diodoro detuvo sus paseos. Habló con la espalda vuelta a su médico y en tono de voz muy bajo.
—He amado a Iris desde que éramos niños y estábamos juntos. Ella puede aún tener hijos. No puedo concebir el casarme con otra mujer, ni siquiera con una mujer de la mejor familia de Roma. Tú no conoces a las mujeres romanas. Han perdido toda su feminidad. Se han transformado en hombres fraudulentos y disolutos. Se mueven por Roma en sus literas doradas sin compañía y pueden citarte los últimos precios de la banca con la facilidad de banqueros… Muchas de ellas prefieren no casarse, pero tienen muchos amantes. ¡A tal degeneración ha llegado Roma! No deseo manchar mi boca con la lista de sus abominables prácticas. —Colocó sus manos atrás—. He tenido muchos sueños extraños en los que Aurelia se acercaba a mí sonriente; no como una sombra, como nos ha enseñado, sino en plena y juvenil plenitud, con amor en sus ojos y consuelo en sus manos. Me ha instado a que me case con Iris, a quien ella llamaba su hermana. —Se volvió hacia Keptah y le retó con sus agresivos ojos—. ¿Crees que soy supersticioso? ¿Aseguras con las palabras oscuras que sueles usar, que los sueños son tan sólo el cumplimiento de secretos deseos?
—Creo, en este caso —dijo Keptah seriamente—, que no eres supersticioso, que no estás tratando de racionalizar un deseo profundo por el cual te atormentas con conciencia de haber pecado. Antes de que Aurelia muriese, Iris se acercó a ella…
Y contó a Diodoro lo que Aurelia le había dicho a su liberta con tanta prisa y tanta esperanza.
Mientras Keptah hablaba el rostro de Diodoro cambió y palideció. Cayó sobre una silla. Después inclinó su cabeza sobre sus manos y gimió. Keptah se sintió alarmado. Había esperado alegría y alivio, pero Diodoro parecía haber recibido una mortal impresión.
—De modo —dijo con voz quejumbrosa— que a fin de cuentas no engañé a mi pobre esposa. Ella supo siempre que en el fondo de mi corazón yo le era infiel. Pero ella no supo cuánto luché contra ello; no supo cuánto la amé. ¡Lo que ella debe haber sufrido! ¡Qué soledad y tristeza! No fue bastante que su hija muriese. No fue bastante que ella tuviese que morir dándome un hijo. Yo debí quitarle lo que es más querido a una mujer. Y sufrió todo esto en silencio, con devoción y ternura.
—Estás equivocado —exclamó Keptah acercándose a él—. El ama Aurelia puede que no fuese una mujer instruida y sutil. Pero ella comprendía todo cuanto había que comprender. Era una mujer buena.
Deseó con excitación y piedad que Diodoro fuese menos complicado, menos inteligente y un hombre menos difícil, menos dado al hábito mórbido de inspeccionarse a sí mismo críticamente. Inventaba culpabilidad para sí mismo cuando no existía la menor culpabilidad.
Diodoro dejó caer pesadamente las manos desde su rostro, que quedó marcado con señales rojizas dejadas por la presión de sus dedos y, aunque no había llorado, sus ojos estaban congestionados. Muy quedamente dijo:
—Todo está bien. Pero ahora veo que nunca podré casarme con Iris. Mi conciencia no me lo permitirá. No la llevaré a Roma conmigo. Todo ha acabado. La vida ha terminado.