3

Cogidos de la mano subieron las escaleras y entraron en la habitación de la niña. Dos lámparas ardían en la pequeña cámara y contribuían a crear una atmósfera pesada. Diodoro tosió, casi sofocado por el contraste con el aire fresco de la noche; miró a la pequeña y alta ventana abierta en la blanca pared, sobre la que bailaban las sombras del esclavo médico de la casa, Keptah, y la enfermera, que se hallaban inclinados sobre la cama. Las cortinas de seda estaban corridas, y Diodoro, con un gesto rápido y enérgico, las descorrió.

—¡Puff! —exclamó—. ¡Vais a asfixiar a la niña! ¿A qué diablos huele aquí?

Diodoro respiró profundamente el fresco que entraba por la ahora abierta ventana. Cogió las cortinas y las movió en abanico, haciendo que la brisa nocturna penetrase en la habitación.

—Si la niña no ha quedado asfixiada esto la reanimará —dijo.

Indicó a la enfermera que continuase moviendo las cortinas, la cual obedeció precipitadamente abriendo sus ojos con gran alarma.

Diodoro se acercó a la cama. Rubria le sonrió desde su almohada. Pero era una sonrisa dolorosa; movía su oscura cabeza con inquietud mientras extendía su pequeña mano hacia el padre. Él la tomó con fuerza entre sus morenas y recias manos y aunque su corazón temblaba al notar la temperatura de la niña, dijo con acento firme:

—¿Qué te pasa, hijita?

Sus ojos recorrían el pequeño rostro, notando los débiles rasgos en él, los secos y ardientes labios. La fiebre consumía a aquella pequeña y amada criatura. Bajo la sofocada carne la muerte realizaba su labor destructora, como una marea inexorable bajo las aguas rojas del sol. El terror se apoderó del corazón de Diodoro, oprimiendo todas sus aurículas y llenándolas con una angustia puramente física.

Keptah decía suavemente:

—Señor, he frotado los miembros de la niña con un ungüento de grasa de buitre mezclada con hiel del mismo animal. Es esto lo que huele tan mal. Pero he aprendido que es el tratamiento más eficaz para el dolor de los miembros y tendones.

Diodoro escuchaba el lento y tortuoso respirar de los jóvenes pulmones de Rubria; podía ver, a la luz vacilante de las lámparas, la palpitación de las torturadas arterias en la garganta de la niña y en sus sienes. Sosteniendo aún su mano colocó su propia mano derecha sobre el pecho de la niña. Los latidos del corazón llegaron hasta él rápidos y acelerados. La misteriosa enfermedad que tanto afligía los tiernos nervios de su cuerpo había ganado su corazón y estaba estrangulándolo.

Se inclinó sobre la niña, que, aunque joven, pudo ver el temor de su padre y deseó tranquilizarle. Débilmente murmuró:

—Estoy mucho mejor, padre. El dolor no es tan fuerte.

Él acarició los largos y oscuros cabellos que reposaban sobre la almohada con dedos temblorosos; estaban húmedos de sudor. Acarició las agitadas mejillas y la delicada curva de su garganta mientras murmuraba para sí mismo: «Que muera yo, pero se salve mi hija. Que mi cuerpo sea despedazado y arrojado al polvo, pero que mi hija se salve». Sintió que un grave y amenazador silencio se apoderaba de él.

El médico mezcló un brebaje en una copa y lo ofreció a Rubria para que lo bebiese, pero la niña empezó a hacer arcadas ante él. Diodoro apartó al médico y tomó la copa en su mano. Entonces la niña, obedientemente y dominando su asco, bebió con lentitud, parando con frecuencia para tomar aliento. Aurelia había empezado a frotar las partes inflamadas de los pequeños brazos y piernas, paciente y continuamente, y Diodoro contemplaba esta operación mientras sostenía la copa en la boca de su hija. ¡Qué tranquila estaba su esposa! Si sentía terror no lo dejaba traslucir. Rubria suspiraba ahora, bajo los efectos del masaje de su madre, y los espasmos fueron haciéndose menos violentos. La enfermera continuó abanicando la habitación con las cortinas y Keptah se alejó de las cama, inescrutable y silencioso.

Aurelia mojaba sus dedos una y otra vez en el ungüento contenido en un plato de plata, mientras continuaba friccionando a su hija. Sus cortos y blancos dedos se movían con fortaleza y decisión. Parecía saber cuándo debía presionar o cuando moverlos suavemente. Parecía moverse con firmeza frente a su enemigo, confiada y sin temor. El cuerpo de Rubria perdió rigidez, poco a poco, y aflojó su tensión agónica, menos dominado por el sufrimiento.

—Ah, ah —dijo Aurelia en un tono suave y acariciador—, lo echaremos fuera, ¿verdad?

Los músculos de sus brazos y redondas manos, subían y bajaban visiblemente iluminados por la luz de las lámparas. Estaba luchando, pero no había señales de lucha en su plácido rostro, en sus serenos y sonriente ojos. «Mi Aurelia —pensó Diodoro con un nuevo sentimiento de humildad— puede carecer de imaginación, pero es una mujer, y hay fuerza de ejércitos en las mujeres». Rubria mantenía aún su mano entre las de su padre, pero inconscientemente volvió su mirada hacia la madre, con la mirada confiada de un recién nacido. La túnica de Aurelia cayó hacia delante y Diodoro pudo ver las ricas curvas de su pecho, un pecho tranquilo y en calma. Brillaba de sudor, pero no se movía con respiración agitada por el temor.

Aún friccionando a su hija, Aurelia miró a su esposo y su sonrisa estaba llena de amor. Sus ojos marrones parecían decirle: «La salvaré para ti. No te entristezcas, querido». No había celos en su mirada. Lo único que le importaba era ahorrar a Diodoro una abrumadora tristeza. Las mejillas de Aurelia brillaban a causa de su pausado ejercicio y sus llenos labios se curvaron. Se había soltado el negro cabello para la noche y le caía en oscura catarata sobre sus redondos y jóvenes hombros.

El temor de Diodoro disminuyó. Se volvió hacia Keptah, el médico. Tenía a este esclavo en gran consideración y con frecuencia lo había prestado a sus amigos enfermos. Prisco le había enviado a la gran universidad de Alejandría porque había descubierto pronto que el muchacho tenía genio para la medicina. Al padre de Diodoro le había gustado como persona y había conseguido la promesa de Diodoro de que cuando Keptah alcanzase la edad de cuarenta y cinco años recibiría su libertad y bastante oro para asegurar su futuro. Diodoro pensaba cumplir esta promesa, pero aunque sentía respeto por su esclavo como médico, le disgustaba como hombre. Diodoro no tenía paciencia para aquel hombre sutil, ambiguo, sarcástico en el fondo, oscuramente enigmático y suavemente escéptico y silencioso. Porque Keptah, a sus cuarenta años, era todo esto. Nadie había sabido nunca su origen racial, aunque había algo de egipcio en su fino rostro melancólico, remoto, misterioso y oscuro, con una nariz aguda y ganchuda y una boca delgada y firme. Su cabello, corto como el de Diodoro, parecía pintado con un pincel oscuro sobre su largo y frágil cráneo. Era alto, escuálido, y bajo su túnica resaltaban sus anchos y flexibles hombros. Tenía unas manos morenas largas y flexibles, con uñas blancas y largas articulaciones. Diodoro creía que estas manos eran propias de un filósofo, pero Keptah, si tenía su propia filosofía, oculta y misteriosa, que Diodoro hubiese explorado con gran placer, había evadido ágilmente todos los intentos de su señor.

—No lo sé, señor —murmuraba ante las preguntas del tribuno, en un tono de voz suave y curiosamente acentuado—. Tan sólo soy un esclavo.

Esta ridícula parodia de humildad nunca dejaba de irritar al intelectualmente hambriento tribuno, que se sentía rechazado como un tosco y estúpido soldado. Diodoro sospechaba que Keptah se reía de él. Sin embargo, no tenía dudas de que era un hombre sabio y un gran médico.

Diodoro, mirándole ahora aparte, pero no ausente, recordó un extraño acontecimiento ocurrido en aquella casa unos meses antes.

El encargado de los esclavos había estado celebrando su cumpleaños en la sala de los esclavos. Diodoro, buen señor como en realidad era, y reconocido por los servidores fieles, había ordenado que buen vino y buena comida de su propia mesa les fuesen servidos aquella noche. Como regalo personal había dado al encargado una bolsa de monedas de oro. La fiesta no iba a ser limitada por ningún impedimento y Diodoro, que estaba leyendo ensimismado un oscuro tratado de ética, había tenido que abandonar el rollo de pergamino y había fruncido el ceño. Todo estaba en calma e iluminado por una lámpara en su biblioteca, pero el tumulto en las habitaciones de los esclavos era ensordecedor y llenaba el cálido aire de la noche. Después Diodoro había sonreído haciendo un esfuerzo de indulgencia. Teodoro, ya viejo, no tendría muchas ocasiones más para la hilaridad y las fiestas. Que bailasen las chicas guapas ante él, los muchachos presumiesen, el vino corriese, los huesos fuesen arrojados sobre el suelo de mármol y la música resonase sobre las paredes de la casa.

Pero el ruido se hacía cada vez mayor. La pequeña Rubria iba a ser molestada y también Aurelia, que se levantaba antes que sus esclavos. Había un límite para todas estas cosas, incluso la celebración de un cumpleaños. Diodoro no quería confesarse a sí mismo que el sonido de vida humana gozosa bajo la luna le molestaba, porque ¿no era él un austero romano que detestaba la frivolidad? Murmuró para sí mismo que debía parar aquel tumulto, y sus pasos eran ligeros y rápidos mientras se dirigía a las habitaciones de los esclavos.

La fiesta se había extendido al patio de los esclavos. Habían colocado lámparas sobre mesas sacadas de la sala e iluminaban oscilantes las palmeras, flores y humildes estatuas colocadas en los rincones alejados. La luz de la luna se mezclaba con la de las lámparas para iluminar la desenfrenada escena. Las esclavas jóvenes, especialmente aquellas que poseían un sonrosado y delicioso cuerpo, estaban desnudas; sus cabellos se enrollaban en sus cuerpos al compás de asombrosas y cimbreantes danzas, mientras sus rostros brillaban de lascivia, juventud y embriaguez. Trenzas de rubios, negros y castaños cabellos se agitaban como banderas sobre pechos y caderas desnudas. Los jóvenes, vestidos de faunos y sátiros, saltaban alrededor de las muchachas con gestos desvergonzados. Y la música subía y bajaba, parecía danzar y reír, incitar, inducir y estremecer. Reclinado sobre un blando diván como si fuese un señor, Teodoro contemplaba todo con placer e imponente lascivia, su blanca cabeza siguiendo el compás de la música y sus dedos retorcidos tamborileando.

La fragancia de las flores, las hierbas, vino, sudor, carnes asadas humeantes y pan, flotaba en el aire como una niebla. Las lámparas como si también estuviesen inspiradas, alumbraban con más brillo, y las luces y sombras se perseguían por el patio como danzas borrachas.

Diodoro quedó anonadado. ¿Dónde habían aprendido aquellos muchachos y muchachas semejantes danzas vergonzosas, aquellos gestos licenciosos, canciones y obscenos gritos en aquella casa discreta, comedida y decorosa? ¡Aquello era una bacanal! ¡No podía permitirse! ¡Diodoro, oculto en las sombras, se ruborizó! Hablaría con Aurelia por la mañana. Pero sin duda Aurelia estaba oyendo todo aquel escándalo. ¿Por qué no había llamado a un esclavo y ordenado con severidad orden y el fin de todo aquello?

Vaciló un momento. Teodoro estaba cantando con voz quebrada. Había empezado a palmotear. Luego, para sorpresa de Diodoro, el viejo había empezado a incitar a las jóvenes y muchachos a mayores excesos con palabras que su señor no hubiese imaginado nunca que él conocía. ¡Y qué palabras, por los dioses!

Más acostumbrado a la oscuridad y a la luz de las lámparas y la luna que al principio, Diodoro dejó vagar su mirada por el cuadro. Al otro lado del patio vio un suave movimiento, luego el brillo de una túnica blanca. Reconoció la alta y majestuosa figura de Keptah, el médico. Keptah nunca se juntaba con los otros esclavos en ninguna ocasión. Sin embargo, allí estaba contemplando el espectáculo como Diodoro. Él también debía sentirse solitario.

Keptah surgió de pronto de entre las sombras, manifestándose en su larga túnica de médico, erguido, tranquilo e incomprensible. La luz de una lámpara iluminó completamente su rostro y Diodoro casi no la reconoció, tan extraña, brillante, críptica y concentrada parecía. Keptah contemplaba los cuerpos saltarines, los ondulantes brazos, piernas, el flotante cabello, el exotismo de carne ardiente, el gozoso abandono de la juventud voluptuosa y ebria. Los pies de los danzantes se acercaban a él cada vez más. Algunas veces, quedaba tapado por las doncellas; luego ellas se retiraban, seguidas por los muchachos y chicos en un ritmo perfecto, que extendían sus manos en ondulaciones tras los amorosos pechos, los flotantes cabellos. Pero Keptah no se movía ni se retiraba. Había empezado a sonreír y Diodoro, viendo aquella sonrisa frunció el ceño. La luz sobre el rostro de Keptah se hizo trémula.

Entonces Keptah alzó su mano derecha. «Si piensa detenerlos es idiota», pensó Diodoro. Sólo un rayo podría hacerlo.

Keptah permanecía con su mano extendida y Diodoro podía apreciar la plana y oscura palma. No era un gesto de mando. El pulgar se curvaba sobre la palma en un gesto curioso y los dedos estaban separados. Diodoro estaba tan absorto en la contemplación de su médico que pasaron unos momentos antes de que se diese cuenta de que todo había quedado silencioso. Incluso los músicos habían dejado de tocas su salvaje música.

Diodoro parpadeó. Miró a su alrededor con incredulidad y la sorpresa más intensa se apoderó de él. Los bailarines se habían quedado detenidos en sus movimientos. Los flautistas y arpistas habían quedado rígidos, sus manos extendidas y quietas en el aire. La cabeza de Teodoro había caído sobre su viejo pecho. Sólo existía ahora un profundo silencio en el patio, roto por el silbido de las lámparas, el ruido de los insectos nocturnos, los cantos de distantes pájaros y el lejano ladrido de un perro. La luz de la luna iluminaba el patio; las lámparas se iban extinguiendo. Los danzarines permanecían quietos, sus piernas alzadas, los brazos extendidos, los rostros blancos y en trance. Esto podía ser la escena de una pintura mural, o un patio lleno de estatuas, la bacanal esculpida por un escultor loco.

Diodoro no podía creerlo. Carraspeó y miró intensamente, frotó sus ojos y volvió a mirar. La noche era muy cálida, pero de pronto Diodoro se sintió mortalmente helado. Algo rozó el suelo; el sonido de unos pasos suavísimos. Saltó con un repentino terror y se volvió. Keptah estaba a su lado, sonriendo oscura y respetuosamente, y luego, haciéndole una reverencia, murmuró:

—Te estaban molestando, señor.

Diodoro se estremeció. Se retiró dos o tres pasos y silabeó:

—¿Qué les has hecho?

Los insondables ojos le contemplaron seriamente, pero en su hondura brillaba una chispa roja.

—¿Yo, señor? —dijo el médico alzando sus cejas como sorprendido ante alguna chiquillada—. Nada en absoluto. Te vi a través del patio y me pareció evidente que estabas disgustado. Por lo tanto mandé a esos locos que parasen y han parado.

—¿Qué les has hecho? —repitió Diodoro, y ahora su voz, pese al temblor, era alta y dura.

De nuevo Keptah le estudió con aquella burlona mirada de sorpresa.

—Algo que he aprendido como médico, señor.

Se volvió un poco y contempló la asombrosa escena ante ellos. La luz de la luna aquí y allá iluminaba un joven y marfileño pecho, un marfileño y detenido brazo, la curva de una blanca pierna.

—¿Te alarma, señor? —preguntó Keptah como si estuviese asombrado—. No es nada.

Diodoro levantó su brazo en un gesto de horror y amenaza involuntario.

—Libéralos al instante —gritó, y se apartó del médico, mientras que la superstición hacía estremecer su carne.

—¿Al abandono y al ruido, señor? —Keptah parecía sorprendido—. Dentro de poco amanecerá.

—¡Libéralos, maldito seas! —gritó Diodoro.

Estaba terriblemente asustado.

—¿A una mayor compostura? —preguntó la insidiosa voz con cierta ansiedad.

Diodoro guardó silencio. Keptah parecía reflexionar sobre la excitación de su dueño. Luego se encogió de hombros. Alzó de nuevo la mano y murmuró algo para sí.

La escena no cambió de repente. Lentamente, con movimientos interminables, los brazos y las piernas empezaron a moverse, a caer en silencio. Los cuerpos empezaron a cobrar vida, aunque con pereza. Como si se moviesen en sueños las cabezas empezaron a volverse, los pies a moverse, no bailando sino como encantados. La luz de la luna, fría e inmóvil, iluminaba los pesados cuerpos y miembros. Uno a uno los esclavos empezaron a salir del patio sin hablar, sin mirarse unos a otros, completamente ignorantes de la presencia de los demás. Era como contemplar una escena de total agotamiento y de inconsciencia animal. Para Diodoro era como una silenciosa y asombrosa pesadilla.

Ahora el patio estaba vacío. Sólo quedaban las lámparas, las mesas llenas, las sillas vacías. Los instrumentos de los músicos yacían en el suelo, como abandonados en una huida. Las lámparas empezaron a apagarse. La luna empezó a ocultarse lentamente y las palmeras crujían agitadas por el viento.

Keptah habló y a Diodoro le pareció que habían permanecido allí por un tiempo sin fin.

—Se olvidarán, señor. Creerán que se acostaron después de una noche de jolgorio y alegría. —Hizo un gesto de asentimiento—. ¡Qué afortunados son teniendo un señor tan indulgente!

La vestidura de Keptah caía a su alrededor en pliegues angulares. La luz de la luna permanecía en los hoyos de su rostro, poniendo de relieve las arrugas alrededor de su boca.

—Me has creído malo, señor —dijo—. Pero poseo saber. Existe una antigua leyenda que dice que el saber y el mal son una misma cosa. No es bueno saber. Es mucho mejor ser como un animal inocente. —Miró a Diodoro y el lugar de sus ojos eran como cuevas de insondable profundidad—. Pero —añadió— ¿quién de nosotros preferiría pasar sin el conocimiento del bien y del mal? No saber es no ser hombre. O dioses —añadió más suavemente.

Se alejó de allí y no produjo ningún ruido.

Fue como había dicho. Cuando Diodoro preguntó a Teodoro con cautela sobre la fiesta de la noche anterior, el esclavo respondió con alegría:

—Gracias a ti, señor, fue una noche gloriosa. Nunca han sido tus siervos más felices.

Dobló sus crujientes rodillas y besó las manos de Diodoro. El sol brillaba sobre su arrugada cara.

—Lo recordaremos siempre —añadió.

Entonces Diodoro ordenó que Keptah viniese a su presencia, el cual acudió con pasos que parecían deslizarse por el suelo.

—Anoche me hablaste del bien, del mal y del saber —le dijo—. Tu lenguaje fue muy oscuro.

Diodoro hizo una pausa. Miró a Keptah, no como un dueño mira a su esclavo, sino como un hombre mira a otro hombre.

—Sin duda estudiaste a Aristóteles durante los años que estuviste en Alejandría. Recordarás que el sabio habló de absolutos ¿Crees tú en los absolutos?

Keptah estaba ahora perplejo. Sabía que Diodoro había pensado largamente sobre su última conversación. En realidad conocía cuanto había que saber acerca del tribuno.

—No señor, no creo.

—¿Y por qué no?

—Porque, señor, no hay absolutos excepto en Dios.

—Pero Aristóteles fue un gran filósofo. ¿Pretendes contradecirle?

Diodoro se movió en su silla como afrentado. Keptah sonrió con su sutil sonrisa.

—¿Terminó la sabiduría con Aristóteles? —preguntó.

Diodoro frunció el ceño, pero quedó desconcertado.

—Entonces, ¿la última palabra no ha sido aún dicha?

—Aún no, señor.

Diodoro frunció aún más su ceño.

—¡No hay absolutos, ni últimas palabras!

Se sintió desalentado. Ya era bastante malo que la política fuese tan inestable, que la vida fuese tan caprichosa. Pero la filosofía sin duda y una filosofía como la de Aristóteles, era una cosa eterna e invariable. ¿Qué le quedaba al hombre para asirse en un mundo incomprensible sino la filosofía, la memoria de sus antepasados, los templos de sus dioses, la sabiduría? Miró de nuevo a Keptah y vio la extraña incertidumbre de sus ojos, la línea oscura de sus labios sin sangre.

—Dime —preguntó el tribuno—, ¿qué hiciste a los esclavos anoche?

—Fue tan sólo una especie de hipnotismo, señor —dijo el médico—. Una ilusión, si lo prefieres.

—¿Ilusión de quién?

Diodoro estaba airado. Keptah encogió sus hombros con un gesto delicado.

—¿Quién lo sabe, señor?

Diodoro le despidió con irritación. Los pensamientos que Keptah le inspiraba le turbaban, por lo que los suprimía siempre que podía. No los había pensado de nuevo hasta aquel momento.

Y ahora, considerando a Keptah, estaba más convencido que nunca de que su esclavo le tomaba, a él, el poderoso tribuno, por un hombre muy sencillo. Era, pues, una cuestión de simplicidad creer en la virtud, el patriotismo, la moral, el honor y el deber; Diodoro sospechaba que para el misterioso Keptah tal simplicidad era absurda. Pero sin duda, un hombre que no creía en nada absoluto era un hombre corrompido. ¿Estaría bien que tal hombre cuidase de Rubria? Pero… ¿quién en Antioquía o incluso en Roma era mejor médico que él?

Fue entonces, por razones que no conocía, que Diodoro se acordó de pronto de Lucano.

Metió la mano en su bolsa y tocó la piedra y el saquito de hierbas. Vio que Keptah le contemplaba sin demostrar que lo hacía. Dirigiéndose a él dijo con el acento avergonzado de un niño de escuela.

—Tengo aquí un amuleto.

Keptah alzó sus negras cejas y contestó cortésmente:

—¿Un amuleto? Ah, los amuletos poseen con frecuencia cualidades sobrehumanas.

Diodoro frunció el ceño. ¿Se estaba burlando de él otra vez? Pero Keptah estaba serio y esperaba cortésmente. Casi arrojó la extraña piedra a la mano del médico.

Keptah la estudió. Luego una expresión inescrutable cruzó su rostro. Volvió su espalda a las lámparas quedando en la sombra, y Diodoro miró por encima de sus hombros. En las manos de Keptah, en la semioscuridad, la piedra brillaba como si ardiese con un fuego interno e inextinguible. Proyectaba una luz frágil, pero constante, sobre los largos dedos oscuros de Keptah.

—¿Qué es? —preguntó Diodoro con impaciencia.

Keptah contempló la alarma de su dueño y la repentina congestión de su rostro con la secreta ironía que le era propia.

—Me la han dado esta noche —dijo Diodoro—, el hijo de mi liberto, el pequeño Lucano, para Rubria. Me dijo que la había encontrado: afirmó que los dioses o Dios, estaba en ella.

—El rostro de Keptah cambió.

—¿Lucano? —dijo.

Se quedó pensativo. Conocía el cariño que existía entre el joven griego y Rubria, un amor inocente y delicado. Conocía también el enorme poder de la sugestión. Se dirigió a la cama e imperiosamente, como si él fuese el dueño y Aurelia no más que una esclava, apartó a la mujer que, instintivamente, obedeció. Rubria estaba llorando suavemente, pero alzó los ojos hacia Keptah como temerosa. El médico sonrió a la niña y le mostró la piedra, que no era una piedra corriente, pero carecía de poder aparte de su belleza.

—Esto —dijo dirigiéndose a ella— es una piedra mágica encontrada por tu compañero de juegos Lucano. Los dioses han debido enviársela. Te ayudará, pequeña, si tú crees en ella, puesto que ¿acaso Lucano no la encontró para ti?

Rubria miró la piedra y la tocó tímidamente con un débil dedo. Empezó a sonreír. Keptah cambió su postura con destreza; presionó el redondo contorno de la piedra contra su costado izquierdo, en la región del inflamado bazo.

—Debe permanecer aquí —dijo a los padres y a la enfermera— por muchos días, hasta que la niña recobre la salud.

Miró a la niña con un gesto mandatario, y ésta parecía expectante igual que Diodoro y Aurelia.

Diodoro se frotó la barbilla, podía ser supersticioso, pero era también un hombre razonable y lógico. Se inclinó sobre su hija y estudió la piedra y vio cómo sus reflejos parpadeaban. Luego, con una mirada de sospecha, miró también a Keptah, que estaba luchando por conservar su gravedad.

—No creo en la magia —murmuró el tribuno.

Keptah luchaba con su casi incontenible deseo de reír, pero contestó:

—Señor, existe mucha magia en el mundo. Sólo se ha de creer para encontrarla.

El tribuno pensó que esto era una afirmación ambigua y frunció el ceño, pero Keptah parecía muy serio. «Bien —pensó Diodoro—, es posible que yo no sepa todo y además no soy médico ni tratante en magia como este charlatán». Su atención se volvió rápidamente hacia Rubria y movió la cabeza.

—¿Qué es lo que padece la niña? —demandó—. No has definido, más bien has estado evasivo, Keptah. Que si la sangre, articulaciones flojas, que si áreas irritadas en la carne, dificultad en la respiración, hemorragias en las encías e inflamación de las glándulas.

Keptah desvió la mirada.

—No es una condición mala —dijo con suavidad—, aunque difícil de curar.

Para él era imposible decir al padre que la niña tenía la enfermedad blanca que invariablemente era fatal; sentía una gran piedad por él.

—Pero ¿vivirá la pequeña Rubria? —preguntó Diodoro, y sus ojos se hundieron ante el simple pensamiento de la muerte.

Keptah le miró largamente antes de contestar y luego dijo:

—No está ordenado que muera ahora, señor, ni en un futuro inmediato.

Rubria, notando el contacto de la piedra de Lucano contra su joven carne, se sintió aliviada y Keptah no dejó de notar este detalle. «La fuerza del espíritu —pensó— puede con frecuencia mantener a la muerte a raya y la fe conseguir en ocasiones lo imposible».

Diodoro no se sintió satisfecho. El miedo aceleraba su corazón.

—Hablas evasivamente. ¿Ese amuleto la curará por completo?

—No lo sé, señor.

Los ojos misteriosos miraron a Diodoro con una expresión en la que el romano no podía reconocer una remota compasión.

—Entonces —dijo Diodoro con un gesto de enfado—, ¿sin duda morirá en el futuro?

—¿No es éste acaso nuestro destino común, señor?

Diodoro inclinó la cabeza sobre el pecho mordiéndose los labios. Entonces pensó en la diminuta bolsa de hierbas que aquel incomprensible muchacho, Lucano, le había dado. Con dedos temblorosos la extrajo de su bolso y la extendió con repentina rigidez hacia Keptah.

—Lucano también me dio esto y dijo que había que mezclarlo con vino caliente y dárselo a la pequeña Rubria.

Esperaba un nuevo gesto de burla por parte de Keptah, pero el médico recogió el saquito con rápido y delicado gesto. Lo abrió e inmediatamente la cálida y pequeña habitación quedó llena de un olor intenso, amargo, pero, sin embargo, agradable. Keptah alzó la bolsita hacia su nariz, cerró los ojos e inhaló el fuerte olor.

—¿Dónde, señor, encontró el muchacho estas hierbas y cómo las recogió?

—No lo sé —contestó el frenético Diodoro—. En los campos, me dijo. No me contó cómo las había elegido. ¡Dioses! ¿No va a tener fin este misterio? ¿Qué contiene la bolsa?

Keptah sonrió y cerró cuidadosamente la bolsa.

—Hierbas que no he podido encontrar yo mismo, aunque las he buscado por tiempo interminable.

Pasó sus huesudos dedos por la boca, como para calmarlos. Dio la bolsa a la enfermera y le ordenó que mezclase su contenido inmediatamente con vino caliente. Luego se volvió silenciosamente, se acercó a la cama y contempló en silencio a Rubria con la expresión de uno que acaba de ver un milagro.

Diodoro cogió al médico por un brazo:

—Lucano ha dicho que desea estudiar medicina, y yo le he prometido…

Se detuvo y sus fieros ojos se estrecharon con expresión pensativa mientras su mente sencilla se apresuraba.

—¿Sí, señor? —preguntó Keptah, apareciendo de nuevo como el esclavo irónico que aparentaba humildad.

—Le prometí que podría estudiar con la pequeña Rubria y que después… después… acaso podría estudiar… —Diodoro hizo una pausa y su feroz ceño se frunció—… le enseñarás tú, Keptah, y si crees que tiene capacidad para ser médico, entonces… —respiró profundo y heroicamente abandonó toda precaución— le enviaré a Alejandría.

Esperaba que Keptah manifestase incredulidad o diversión. Pero Keptah inclinó su cabeza con seriedad.

—Señor, lo que has dicho está determinado.

—¿Qué diablos quieres decir con eso? —preguntó Diodoro con perplejidad—. Supongo que no hablarás otra vez de los destinos. ¿Acaso no han hablado Sócrates y Aristóteles de la libre elección de los hombres y ridiculizado lo que está establecido?

—Muchos filósofos no son sabios en todas las cosas —dijo el irritante Keptah en tono de calma—. Si un hombre tuviese que vivir únicamente por las teorías de los filósofos no sobreviviría, ni siquiera se mantendría cuerdo.

Sonrió abiertamente a Diodoro, como un padre compasivo sonría a un hijo obstinado.

La enfermera había traído una copa de vino caliente y Keptah mezcló en él las hierbas con gran destreza.

Los quejidos de la pequeña eran ahora más suaves, pero era evidente que aún sufría grandes dolores. Keptah dio la copa a Aurelia y ésta la colocó sobre los labios de Rubria con una sonrisa cariñosa. La niña bebió obedientemente entre profundos suspiros de sufrimiento. Keptah se mantuvo junto al lecho y observó a la niña con gran atención durante largos momentos.

Los quejidos se hicieron menos frecuentes y los ojos de la niña se agrandaron con asombro y tranquilidad. Su cabeza descansaba sobre las rodillas de su madre y de nuevo Diodoro sostenía su mano. Alzó la cabeza, como sorprendida ante la reducción de la angustia, y después empezó a respirar con regularidad profunda y lentamente como si suspirase.

—¡Oh, dioses! —murmuró Diodoro mientras sin pestañear sus ojos se humedecían con gratitud.

Como una marea roja, el rubor de la fiebre se retiró de las mejillas y los labios de Rubria y era reemplazado por una palidez fantasmal. Para los padres esto era excelente porque habían olvidado que aquella misma palidez había precedido su última enfermedad grave y que, unas semanas antes, había despertado su ansiedad. Keptah asentía para sí sombríamente.

—La niña se ha dormido —exclamó suavemente Aurelia.

Y así era: Rubria dormía, blanca como la muerte bajo sus oscuros cabellos.

—¡Sacrificaré a Esculapio no uno sino dos gallos! —exclamó Diodoro, sintiéndose débil a causa del alivio—. ¡Y a su mensajero, el glorioso y ligero Mercurio, dos hecatombes!

Se volvió hacia el médico y, olvidando que era el dueño de aquel inescrutable esclavo, tomó su mano, parpadeando para ocultar las lágrimas.

—Keptah, pídeme lo que quieras. Te será concedido por el trabajo de esta noche.

Keptah se mantuvo pausado, mientras Diodoro agitaba su mano «Sólo los oportunistas —pensó— buscan sacar provecho de lo que no es suyo». Pero los esclavos no tenían más ocasiones que la oportunidad. En un tono suave, sin mover apenas los labios, dijo:

—Mi libertad, señor.

Diodoro fue cogido por sorpresa. Cerró con fuerza su boca y miró oscuramente a su esclavo. En un tono de amenaza dijo:

—Ah, ¿te aprovechas de mi emoción, natural en un padre?

Keptah se encogió de hombros.

—Fuiste tú quien lo sugirió, señor, no yo —respondió.

El cabello de Diodoro se erizó con una de sus repentinas iras. Las aletas de su aguda nariz se agitaron. La sospecha volvió a aparecer en su mirada.

—¡Qué bribón más zalamero eres, Keptah! Sabes que prometí a mi padre darte la libertad cuando alcances la edad de cuarenta y cinco años y bastante oro para que vivas con comodidad. ¿Vas a hacerme romper la promesa de mi padre?

Keptah no pudo evitar una sonrisa ante semejante sofisma, y Diodoro, al verle sonreír, sintió crecer su ira y bastante vergüenza. Soltó la mano de Keptah, alzó los hombros con gesto obstinado y permaneció como un toro dispuesto al ataque. Intentó hacer bajar la mirada de su esclavo sin éxito. Pero Keptah se mantuvo tranquilo y digno, jugando distraídamente con un pliegue de su túnica.

Diodoro olvidó el sueño de su hija por un momento y gritó:

—¡Muy bien, sinvergüenza! Que sea así. Dentro de unos días irás conmigo al pretor. —Agitó su grueso dedo ante la cara de Keptah—. Pero sólo con esta condición: que permanecerás conmigo voluntariamente hasta que yo te despida.

—¿Creías que te iba a abandonar, señor? —preguntó Keptah como asombrado—. Además, ¿no me has ordenado que permanezca en esta casa y enseñe al hijo de Eneas?

Pero Diodoro no se había calmado. Bufaba intentando intimidar al otro. Keptah, sin embargo, no parecía intimidado.

—El pretor y tú, señor, sin duda os pondréis de acuerdo sobre un estipendio justo, que yo preferiría sugerir.

Diodoro estaba a punto de estallar de nuevo cuando sintió los dedos de Aurelia sobre su sudoroso brazo. Le estaba sonriendo, sus mejillas tenían otra vez el color habitual y un hoyuelo se formaba junto a su boca. Parecía una muchacha, sentada sobre el borde de la cama de la niña y su cabello húmedo caía sobre sus hombros y frente en rizos.

—Que nunca se diga que el noble Diodoro ha faltado a una promesa —murmuró.

Su apariencia, su amor, conmovieron en secreto el corazón de Diodoro. Pero era necesario no traicionar una flaqueza tan poco militar. Alzó sus brazos en un gesto de involuntaria rendición.

—Lo he dicho, por tanto que sea así —exclamó—. Debo también añadir que siempre he despreciado al hombre exigente, sea esclavo o señor. Keptah, te he respetado; ahora siento conmiseración por ti.

—La conmiseración de un hombre como tú, señor, vale más que el honor de otros hombres —dijo Keptah, y Aurelia rompió a reír divertida.

Keptah esperó la orden de que se retirase y cuando le fue dada hizo una profunda reverencia ante Diodoro y Aurelia y se dirigió al instante a su cerrada farmacia, donde componía sus pociones y ungüentos, y donde guardaba cuerpos disecados y órganos de animales, insectos, extrañas hierbas, capullos y substancias inorgánicas, acerca de las cuales nada sabían otros médicos salvo los que eran como él.

Esta farmacia era parte de sus propias habitaciones, alejadas de las de los demás esclavos. No era necesario recomendarles que se mantuviesen alejados de allí, sentían terror ante el aire abstruso y la compostura de Keptah. Más terror sentían aún por la magia encerrada tras aquella puerta. Murmuraban que visitaba los crematorios y extraía la sangre de los muertos antes de su incineración para usarla luego en sus remedios. Algunas veces flotaban olores repugnantes a su alrededor como un aura y con frecuencia las luces brillaban hasta mucho después de medianoche a través de sus ventanas. Algunos esclavos juraban que aquéllas no eran luces de lámparas sino chispas móviles como estrellas y que estas chispas con frecuencia flotaban en los dinteles de las ventanas como frías moscas de fuego.

Keptah compuso un líquido marrón oscuro como moho y con olor ultraterreno. Lo vertió en una probeta y mantuvo el recipiente en la mano. Estaba inmóvil en su farmacia, con las espectrales estanterías y tarros a su alrededor, tan quieto como una piedra, y sus ojos, repentinamente fijos en el cielo más allá de su ventana. Su corazón dio un vuelco, empezó a latir aceleradamente; luego se detuvo y reanudó sus movimientos trabajosamente.

—Ha llegado —murmuró en voz alta. Luego, con excitación, repitió con voz temblorosa—: ¡Ha llegado! ¡Benditos sean mis ojos que han vivido para verlo!

Tanteó su pecho en busca de un pequeño objeto y lo sacó a la luz. Estaba hecho de oro y tenía una forma sencilla. Lo presionó contra sus labios inclinándose una y otra vez y repitiendo sin cesar:

—Santo, Santo, Santo.

Cayó de rodillas y su cabeza reposó sobre el pecho; apenas parecía respirar, apresado por algún encanto más allá del conocimiento de este mundo. El objeto que había extraído de entre sus ropas quedó colgando ante él de una cadena de oro y la luz de la lámpara se reflejó sobre él con tanta viveza que brilló como el sol agrandándose ante los transidos ojos de Keptah hasta parecer que abrazaba todo el universo.

La luna era una pálida y nebulosa sombra en el lejano cielo cuando Keptah salió por su puerta privada al patio. Las palmeras se mezclaban con el cielo y él se deslizó hacia la oscuridad, que parecía misteriosamente trémula con sombras de plata. Tenía necesidad de espacio abierto en el cual poder respirar. Se preguntaba a sí mismo, una y otra vez, notando el latido de su corazón en los oídos: «¿Me dejarán ellos ir? ¿Dejarán Ellos que mis ojos lo vean? Pronto seré libre, nada puede impedir que me vaya por algún tiempo». Cruzó las manos sobre su pecho y oró convulsivamente que Ellos consintiesen.

Anduvo por el enmarañado jardín hasta alejarse mucho de la casa y de nuevo percibió como cada hoja, cada brizna de hierba, estaba bañada en un plateado sobrenatural. Para él era un reflejo santo; algunas veces se detenía para sonreír y acariciar alguna gruesa y brillante hoja y luego mirar al cielo. Aquellos astrónomos que no eran caldeos como él, estarían ahora hablando temerosos de cometas, aunque no se esperaba ninguno. Pero su Hermandad sabía a que atenerse. Deseó estar con ellos; había orado en el pasado, que si la Estrella aparecía durante su vida él pudiese estar en aquella hora entre los miembros de su Hermandad. La Estrella había llegado, y había que recorrer una gran distancia a pie para llegar a Antioquía, donde la Hermandad estaría velando su gozosa vigilia, con oscuros ojos llenos de misterio y gratitud. Habían observado aquella vigilia por tanto tiempo que sus orígenes se perdían en el pasado desde los días de Ur, desde la época en que florecía Bit-Yakin, desde los días en que ellos habían venido a un distante desierto, cuando eran aún un pueblo sacerdotal —el Kalu— antes de que fuesen llamados babilonios por los judíos. «Ni a nuestros mayores sabios se les ha concedido saber la hora; sólo Él lo sabe. —Le habían enseñado a Keptah—. Ni siquiera los Santos en el cielo lo saben, solamente el más Santo entre los Santos, cuyo nombre sea bendito».

Keptah había llegado a un lugar abierto de los amplios jardines y se encontraba en la ribera baja de un estuario del río Orontes. El estuario era estrecho, pero rápido, más veloz entonces, como si corriese sin aliento para llevar las nuevas al río y luego a los mares cuyas aguas bañan el mundo. Las orillas estaban oscuras, aunque veloces lanzas de luz plateada las cruzaban. Pero la estrecha corriente estaba iluminada por una luz más intensa que la de la luna; su movible superficie de negro y blanco bailaba y corría, caracoleaba y reverberaba. Su voz era como una mezcla de flauta y tambor, aunque no soplaba el viento.

Allí Keptah, sobre la orilla, con su inescrutable rostro y vestiduras radiantes de luz, miró hacia el abierto cielo. La Estrella permanecía en los cielos, casi tan brillante como el sol, sus agudos rayos brillando con firmeza en la silenciosa oscuridad circundante. Había sido predicho que se movería y mostraría el camino. Mas aún estaba quieta.

«Entonces —pensó Keptah—, Ellos aún no han escogido a quienes han de seguirla».

Mientras contemplaba la estrella, enorme y brillante, empezó a orar humildemente arrodillado.

—¡Oh, Tú a quien el mundo tanto ha esperado, bendito sea yo por haberme sido concedido ver Tu Señal. Bendita la tierra que te ha recibido. Bendita aquella que te ha concebido en un lugar desconocido para mí. Bendito sea el hombre porque Tú le has redimido. Porque los lugares oscuros serán abiertos ahora y los lugares secretos revelados, y las puertas de la Casa del Señor permanecerán abiertas hasta el fin de los tiempos y la muerte no existirá ya más!

Un repentino sentimiento de increíble dulzura se apoderó de él, un éxtasis intenso, como si alguien profundamente adorado le hubiese sonreído, le hubiese reconocido y enviado un mensaje de amor. Las lágrimas rodaron por sus escuálidas mejillas y alzó sus manos al cielo en gesto de adoración e inspirada humildad. Murmuró en alta voz:

—He sido purificado. He sido salvado. Todo lo malo, o malicioso, o dudas que en mí existían han sido destruidas. He sido bañado en las aguas de la vida. Desde este momento en adelante soy un nuevo ser. ¡Bendito sea el nombre del Señor!

Una gran tranquilidad y serenidad descendió sobre él como una bendición. Una gran paz le rodeó. No importaba que no fuese elegido para ver con sus ojos a Aquel que había nacido aquella noche. Aquel que había nacido estaba con todos los hombres, en todos los lugares de la tierra, en aquella hora y para no partir nunca jamás.

La estrella brillaba demasiado para mantener la mirada fija en ella por mucho tiempo, y los ojos de Keptah se apartaron de ella. Permaneció de rodillas, en completa quietud, contemplando la rápida e iluminada corriente que corría ante él. Y entonces su mirada percibió un pequeño movimiento y fulgor brillante no lejos de él, en la parte baja del estuario. Poniendo toda su atención en ello descubrió una pequeña y rubia cabeza, hecha casi incandescente por la luz de la estrella.[1]

Pudo apreciar el delicado perfil del niño sentado sobre la ribera del estuario, un perfil levantado hacia el cielo. La elegante y larga nariz, la curva exquisita de mejilla y barbilla, la caída de los dorados cabellos, destacaban perfectamente como si una luz interna brillase en alabastro. «Es el muchacho, Lucano», pensó Keptah maravillándose.

Se levantó y silenciosamente descendió por la ribera hasta quedar detrás del desprevenido muchacho, que estaba contemplando la estrella. Sus ojos azules reflejaban su fulgor; sonreía con las manos cruzadas sobre las rodillas. Estaba sentado en absoluta quietud, como en un trance, sin pestañear, y su blanca garganta perfilada con tanta claridad y suavidad como si fuese de mármol.

Entonces Keptah habló con suavidad, a fin de no sobresaltar al muchacho.

—Lucano, ¿por qué estás fuera de casa tan tarde?

Lucano volvió la cabeza despacio y sonrió.

—Eres tú, Keptah. No podía dormir, así que me deslicé de mi dormitorio porque había visto la estrella a través de la ventana. Parecía como si me llamase y no pude desobedecer.

Su voz era serena y sin temor mientras miraba a Keptah con su acostumbrado respeto, aunque Keptah era aún un esclavo.

—Ciertamente, niño —dijo Keptah—, no podías desobedecer.

Se sentó junto a Lucano y juntos contemplaron la estrella. «No es posible que él lo sepa, —se dijo a sí mismo—. ¿Le diré lo que significa?». Esperó una respuesta y ésta vino completa y firme: «No». Pero también llegó una orden, y un conocimiento siguiendo a la palabra. Keptah estudió al muchacho con curiosidad. Recordó como Lucano tenía una forma de andar silenciosa, de aparecer de no se sabía dónde cuando cuidaba de esclavos enfermos y cómo contemplaba sus curas desde alguna puerta o cortina a una distancia indecisa y ansiosa. Su presencia había irritado con frecuencia a Keptah. Los chicos eran pequeños animales inquisitivos; les gustaba contemplar la violencia o el dolor como si algún sentimiento de salvaje primitivismo les fuese excitado; Keptah había considerado a Lucano de esta forma hasta aquella noche.

—Es una estrella extraña, ¿verdad? —dijo, y esperó una respuesta con atención.

—Sí —contestó Lucano—. Es extraña y hermosa. Siento que nos está diciendo algo.

Su voz era más la de un joven que la de un niño, y Keptah, que le había oído hablar pocas veces anteriormente, se percató de aquella voz por vez primera.

—¿Y qué crees, Lucano, que nos está diciendo?

Lucano permaneció en silencio. Sus rubias cejas estaban contraídas.

—No lo sé. Pero sé que algún día me será revelado.

Keptah asintió para sí mismo. Rodeó con su moreno brazo los hombros del muchacho y le atrajo hacia sí.

—Lo sé —murmuró.

Volvió al muchacho hacia sí, y el chico, sorprendido, le miró avergonzado y atentamente. Keptah estudió el hermoso y sereno rostro, los firmes rasgos bajo la delicada expresión, la ardiente curva de la boca y la pasión en los ojos azules.

—Voy a ser tu maestro —dijo, y sonrió—. Así lo ha ordenado el gran Diodoro esta noche.

El rostro de Lucano expresó sorpresa y alegría.

—Después —continuó Keptah— serás enviado por el señor a Alejandría para posteriores estudios.

Lucano tomó la mano de Keptah y la besó con vehemencia.

—Soy tu esclavo, noble Keptah —exclamó, y apretó la atezada mano contra su pecho en un gesto emocionante y exaltado. Keptah colocó su otra mano sobre la cabeza del muchacho, como bendiciéndole.

—¿Nunca me has temido, Lucano?

—No. —El rostro del muchacho expresaba asombro—. Sólo te he honrado en mi corazón, señor.

Keptah se echó a reír un poco tristemente.

—No me llames «señor», Lucano. El noble Diodoro no lo aprobaría. Tiene un sentido inmenso de las distancias.

Pensó en Diodoro con tristeza y sin su acostumbrada diversión. «Es cierto que hay cosas mayores y más eternas que esas absurdas y rígidas “realidades”. Pero me equivoqué y fui cruel la noche en que los esclavos bailaban tan alocados en mi intento de desilusionarle. Estuvo bien que no alcanzase éxito».

La estrella brillaba con esplendor sobre el hombre y el muchacho, sus rayos, cada vez más anchos, eclipsando todas las estrellas y planetas mayores, descendían siguiendo la curva del cielo y hacia la luz del amanecer. Keptah la contempló de nuevo, olvidando a Lucano quien fijó su mirada en aquel esculpido y oscuro perfil oriental.

Lucano preguntó:

—¿Quién eres tú, Keptah?

Keptah no respondió durante un largo momento, como si estuviese preguntando y contestando a sí mismo. Luego, sin mirar al muchacho, empezó a hablar.

—Soy caldeo, según me dijeron hace años, porque yo no lo sabía al principio ya que llegué a la casa de Prisco cuando era un niño pequeño y un esclavo. Mi padre era Kalu, es decir, un sacerdote, pero quién fue mi madre es cosa que ignoro aún. Hicimos un viaje cuando aún estaba en los brazos de mi madre; mi padre sabía cosas misteriosas y marchaba de viaje hacia… un país lejano. —Contempló la brillante estrella—. Él creía, equivocadamente, que había sido establecido que él viese… —se detuvo y empezó a moverse con inquietud—. En el camino hacia aquel país la caravana en la que él, mi madre y yo viajábamos fue asaltada por ladrones y tratantes de esclavos. Mis padres fueron asesinados. Yo, un niño entonces, fui vendido como esclavo con el resto de los hombres y mujeres; Prisco me compró y me condujo a su casa en Jerusalén y luego a Roma.

Lucano esperó a que continuase, pero Keptah mantuvo silencio. Su críptico rostro tenía un aire majestuoso revestido de una pena fría y contenida.

—¿Quién te contó esto, Keptah, si ni incluso el noble Diodoro lo sabe?

Keptah miró con rapidez al muchacho y se echó a reír con ternura.

—¿De modo que has estado preguntando al señor a mis espaldas, eh? —Su risa cesó de pronto—. No te sientas violento, muchacho; no me ofende que lo hayas hecho. —Suspiró—. Deja que esto sea suficiente para ti, Lucano. Me lo contaron, pero nunca podré decirte quién. Pero puedo hablarte de Caldea o Babilonia, de mi pueblo, lo cual me ha sido encomendado que te cuente aunque la razón de esto no esté clara para mí. Somos un pueblo tan antiguo que incluso los judíos, que pretenden ser también muy antiguos, carecen de leyendas acerca de nuestro origen. Pero dimos un Abraham a los judíos que ahora le llaman padre Abraham. Llegamos primero a la tierra de Ur procedentes de un lugar del que no se guarda memoria, y allí tuvimos, en la antigüedad, la capital más floreciente, sabia, urbana y madura que ha existido en la tierra desde entonces; su nombre era Bit-Yakin. Pero cuando uno alcanza tanta sabiduría, si esta sabiduría es sin Dios, uno se corrompe… ¿Por qué miras así, muchacho?

—No es nada —murmuró Lucano. Pero Keptah le ordenó hablar con sus penetrantes ojos y el muchacho dijo, un poco entrecortadamente—: Estoy pensando en el Dios Desconocido de los griegos.

—Ah, sí. Es el mismo —dijo Keptah abstractamente. Luego continuó—: Al principio y durante siglos, Bit-Yakin recordó a Dios y floreció, fue poderosa y hombres sabios de todas las latitudes acudían a ella para estudiar bajo los Kalu; algunos misterios les eran participados con cautela a la vez que sabiduría. Los hombres sabios llevaron aquellos misterios cuando volvieron a sus países y Egipto fue uno de ellos; también un hombre llamado Moisés se familiarizó con aquellos misterios y a través de los Kalus, que habían sido enviados a Egipto para enseñar al joven príncipe egipcio más cosas de las que sabían los sacerdotes de Egipto entonces. ¿Has oído hablar de Moisés, Lucano?

—Sí, los judíos me lo han contado en Antioquía. Él dio los Mandamientos de Dios a los hombres.

Keptah asintió y dijo con ironía:

—Y los hombres durante siglos se han ocupado asiduamente en violarlos todos.

Lucano temió que Keptah se había olvidado de él, puesto que de nuevo se mantuvo silencioso por un largo tiempo, por fin volvió a hablar.

—Porque los hombres son hombres, se hacen orgullosos, especialmente cuando alcanzan fama. Incluso muchos de los Kalus se volvieron orgullosos, y cuando ocurrió esto perdieron su sabiduría, porque habían olvidado de donde venía el conocimiento de los misterios. Así que se transformaron en charlatanes en lugar de sacerdotes, y en nigromantes porque recordaban las palabras ocultas de la magia y las usaban para malos fines y ganancias. Aquellos sacerdotes, dedicados a tan burda magia, no fueron ya astrónomos, médicos, científicos y sacerdotes. Eran hombres malvados, ocupados en vulgares adivinaciones, que transmitieron a sus hijos. Y cuando el sacerdocio decae, decae el pueblo, y así toda Caldea, traicionada por sus sacerdotes, fue lentamente corroída por la corrupción. Quedó transformada en nada y cayó en manos de los enemigos. Si una nación carece de Dios, esta nación por fuerza ha de caer, pero cuando una nación tiene Dios, entonces todos los poderes del mal y todos los ejércitos no pueden conmover sus fundamentos; no, ni incluso aunque el mundo entero se alzase contra ella.

Keptah miró a la estrella y sus labios se movieron en silencio por unos momentos. Luego continuó:

—Así que los Kalus fieles, de los cuales quedaron pocos, abandonaron Caldea llorando y fueron a otros muchos países. Son los hombres sabios de Oriente, los médicos, astrónomos, adivinos de los elegidos, astrólogos, científicos y metafísicos. Sólo ellos saben quienes son: sólo ellos sabrán siempre quiénes son, porque sospechan de la humanidad, por razones muy convincentes. Forman una oculta Hermandad y eligen a quienes deben entrar en ella.

Keptah dedicó entonces toda su atención a Lucano y pensó para sí «¿Por qué habré estado tan ciego?». Luego añadió:

—Esta historia no la aprenderás en Alejandría y debo encargarte que no la repitas a oídos indiscretos, Lucano.

Su voz sonó dura y autoritaria.

—No la repetiré, pero la recordaré —dijo Lucano con sencillez.

Keptah se suavizó.

—Lo sé, muchacho. No existe corrupción en ti. Pero déjame continuar. Caldea o Babilonia, se corrompió y enorgulleció tanto que dejó de reverenciar a los Kalus y dejó de llamarse la tierra de los hombres sabios. Miró hacia sus vecinos con codicia de oro, esclavos y tierras y empezó a llamarse a sí misma la tierra de los Kaldi-Kâsch, que significa «conquistadores». De modo que guerreó, conquistó, esclavizó y oprimió, y puesto que las naciones guerreras han de morir, Caldea murió, porque la guerra es, por encima de todos las cosas, la más necia y abominable de todas ante la mirada de Dios, la más impía, porque destruye lo que el Santo ha creado con amor, y porque degrada al hombre al nivel de una hormiga irracional que obedece sin saber por qué obedece y lucha sin saber por qué lucha. Porque en la guerra ciertamente, el hombre lucha por nada.

Contempló la seriedad y concentración mental de Lucano por largo tiempo. Luego, como obedeciendo una orden, extrajo el objeto de oro de su pecho y lo mostró sobre su palma abierta.

—Mira, muchacho, y dime que es esto.

Lucano contempló el objeto que Keptah mantenía en su palma y se estremeció.

—Es una cruz, el signo de la infamia, porque en ella ejecutan los romanos a los criminales de peor clase.

La cruz de oro palideció en la mano de Keptah y adquirió un tono blanco y brillante a la luz de la Estrella. Parecía poseer incandescencia propia.

—Es la luz del mundo —dijo Keptah—. Un día lo sabrás. Durante siglos, tantos que los hombres han perdido la memoria de ellos y han sido enterrados en el polvo, este signo fue conocido por los Kalus por lo que es. No puedo decirte su significado porque está prohibido. Los Kalus lo llevaban sobre sus pechos antes de que los judíos fuesen una nación o un pueblo, antes de que Egipto tuviese faraones, antes de que Grecia naciese, antes de que Rómulo y Remo fuesen amamantados por una loba. Algunos de los sabios egipcios llevaron este signo a su patria desde Caldea sin saber su significado, y puede ser visto hoy en las pirámides, un signo oculto que nadie, aparte de los escogidos de Caldea, conoce. Los sacerdotes de Grecia sabían algo de él, vagamente, aunque sin comprender nada, y bajo su influencia elevaron los altares al Dios Desconocido.

Una emoción incontrolable estremeció a Lucano. Sus ojos se llenaron de lágrimas. La cruz parecía ensancharse en la mano de Keptah. Lucano alargó su mano y la tocó con un dedo tembloroso, y fue invadido de pronto por un sentimiento de inefable dulzura y amor.

—¡Mira! —exclamó Keptah, y Lucano miró.

Keptah señalaba al cielo. La grande y maravillosa Estrella se movió hacia el este, inflexible, como guiada por un propósito. Lucano miraba con profunda admiración. El sonrosado tono del alba yacía bajo ella como un lago y la estrella reflejaba sus rayos sobre él de modo que reverberaba. Keptah lloraba.

—Los elegidos han sido escogidos —murmuró para sí—. Se han puesto en camino y yo no he sido elegido.

Contemplaron la Estrella hasta que lentamente descendió en el rosado mar del amanecer y desapareció para ellos dejándoles desolados.

—Ha desaparecido —dijo Lucano.

—No —contestó Keptah, secando sus ojos en la manga—, nunca se perderá, nunca hasta el fin de los tiempos.

Contempló la cruz que tenía en la mano y pensó: «Y escupirán sobre ésta, la despreciarán, la ignorarán y ridiculizarán, la degradarán y blasfemarán, pero nunca será olvidada, nunca arrinconada ni desvanecida, a pesar de las iras de las razas aún no nacidas, a pesar de la guerra, la sangre, la agonía, la oscuridad y el fuego de los últimos días y la última insensatez de desesperanzada furia de los hombres».

Se volvió hacia Lucano, y por un momento sintió envidia. «Bendito tú, niño, —dijo para sí mismo. Y luego pensó—: Bendito yo, que tengo que enseñarte».

La fría austeridad volvió al rostro de Keptah. El alba traslúcida, de color amapola, se extendía tras de los grandes árboles; las palmeras murmuraban mecidas por el aire matutino. Keptah dijo:

—Rubria padece la enfermedad blanca y nunca llegará a mujer. ¡Vamos, hombre! No llores tanto ni tan fuerte y no te sientas tan abrumado. ¿Por qué lloras? La vida no es una cosa agradable para infinidad de nosotros. Nacemos oscuramente, vivimos oscuramente y nos morimos en la oscuridad; al final todos partimos a través del mismo dintel por el que entramos. Sin embargo, lo que te he dicho no debes repetirlo al tribuno Diodoro, si no quieres romper su corazón antes de tiempo.

Lucano se cubrió el rostro con las manos y Keptah movió la cabeza compasivamente. Para la juventud, la muerte es imposible, el supremo e increíble horror. Miró al cielo de color perla donde la Estrella había estado y suspiró.

—Has de decirme dónde encontraste las hierbas que aliviaron el dolor de la pequeña Rubria.

—Las encontré en los campos y tras los riachuelos y supe que eran buenas, Keptah.

La voz del muchacho era un murmullo temeroso.

—Son buenas. Has de encontrar más, para librarla de su sufrimiento, y yo las disecaré y pulverizaré; destilaré su esencia porque son inapreciables.

Se levantó, alto, huesudo y remoto, y Lucano se levantó también.

—Ha amanecido —dijo Keptah— y tu madre estará buscándote. Vete muchacho, y no hables de lo que te he contado porque si lo haces no te enseñaré nada más.