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Escocia

Ocho años después

Era un día hermoso para encontrar un nuevo hogar. Y una nueva compañera de piso.

Salí de la escalera húmeda y vieja de mi edificio de apartamentos georgiano y me recibió un día asombrosamente caluroso en Edimburgo. Me miré los bonitos shorts a rayas blancas y verdes de tela vaquera que me había comprado unas semanas antes en Topshop. Casi no había parado de llover desde entonces y me moría de ganas de estrenarlos. Por fin el sol había salido y asomaba en la esquina, por encima de la torre de la iglesia evangélica de Bruntsfield, fundiendo mi melancolía y devolviéndome un poco de esperanza. Para ser alguien que había empaquetado toda su vida en Estados Unidos y había partido hacia el país natal de su madre cuando solo tenía dieciocho años, no me llevaba muy bien con los cambios. Ya no, al menos. Me había acostumbrado a mi enorme apartamento con su interminable problema de ratones. Echaba de menos a mi mejor amiga, Rhian, con quien había vivido desde mi primer año en la Universidad de Edimburgo. Nos conocimos en la residencia de estudiantes y congeniamos. Las dos éramos muy reservadas y nos sentíamos cómodas una en compañía de la otra, por el mero hecho de que nunca nos presionábamos para hablar del pasado. Nos hicimos muy amigas en primer curso y decidimos alquilar un apartamento (o un «piso» como lo llamaba Rhian) en segundo año. Ahora que nos habíamos licenciado, Rhian se había marchado a Londres para empezar su doctorado y yo me había quedado sin compañera de piso. La guinda del pastel era la pérdida de mi otro gran amigo, James, el novio de Rhian. Él había salido corriendo a Londres (un lugar que detestaba, podría añadir) para estar con Rhian. Y para colmo, mi casero se había divorciado y necesitaba que desocupara el apartamento.

Había pasado las últimas dos semanas respondiendo anuncios de mujeres jóvenes que buscaban una compañera de piso. Y hasta el momento había sido un palo. Una chica no quería compartir piso con una estadounidense. Me quedé con cara de alucinada. Tres de los apartamentos eran sencillamente… un asco. Estoy casi segura de que una chica pasaba crack, y el apartamento de otra tenía pinta de tener más tráfico que un burdel. Había depositado muchas esperanzas en que mi cita inminente con Ellie Carmichael iría bien. Era el apartamento más caro de mi lista, y se hallaba del otro lado del centro de la ciudad.

Estaba siendo austera en lo referente a mi herencia, como si gastar lo menos posible fuera a mitigar la amargura de mi «buena» fortuna. Pero me estaba desesperando.

Quería ser escritora y necesitaba el apartamento y la compañera de piso adecuados.

Vivir sola era otra opción, por supuesto. Podía permitírmelo. No obstante, la verdad auténtica era que no me seducía la idea de la soledad absoluta. A pesar de mi tendencia a guardarme el ochenta por ciento de mí misma sólo para mí, me gustaba estar rodeada de gente. A veces me hablaban de situaciones que no comprendía personalmente, y eso me ofrecía la oportunidad de ver las cosas desde otro punto de vista. Estaba convencida de que todos los buenos escritores necesitaban una perspectiva amplia. Por eso trabajaba en un bar de George Street las noches de los jueves y los viernes, pese a que no lo necesitaba. El viejo clisé era cierto: las camareras escuchan las mejores historias.

Era amiga de dos de mis colegas, Jo y Craig, pero en realidad solo estábamos juntos en el trabajo. Si quería tener un poco más de vida a mi alrededor, necesitaba una compañera de piso. Un aspecto positivo: el apartamento que iba a ver estaba a solo unas manzanas de mi trabajo.

Mientras trataba de contener la ansiedad de encontrar un nuevo domicilio, me mantenía atenta en busca de un taxi con la luz encendida. Miré la heladería, lamentando no tener tiempo de pararme y darme el capricho, y casi se me pasó el taxi que venía hacia mí desde el otro lado de la calle. Estiré el brazo, miré si había tráfico por mi lado y me alegré de que el taxista me hubiera visto y hubiera parado el coche. Me apresuré a cruzar la amplia calzada, logrando no acabar aplastada como un insecto verde y blanco en el parabrisas de un pobre desgraciado, y corrí hacia el taxi con la firme determinación de abrir la puerta.

En lugar de la manija, cogí la mano de una persona.

Desconcertada, seguí la mano bronceada masculina por un largo brazo hasta unos hombros anchos y un rostro que quedaba oscurecido por el sol que le daba desde atrás. El tipo, de más de metro ochenta, se alzaba sobre mí como todas las personas altas. Yo era una diminuta de metro sesenta y cinco.

Preguntándome por qué ese tipo tenía la mano en mi taxi, me fijé en su traje caro.

Un suspiro escapó de su cara en sombra.

—¿Hacia dónde vas? —me preguntó con voz bronca y atronadora.

Llevaba cuatro años viviendo en Edimburgo y el acento escocés todavía me provocaba escalofríos. Y el suyo sin duda lo hizo, a pesar de la pregunta lacónica.

—A Dublin Street —respondí maquinalmente, con la esperanza de que la distancia de mi trayecto fuera superior a la del suyo para que me cediera el taxi.

—Bien. —Abrió la puerta—. Yo voy en esa dirección, y como ya llego tarde, ¿puedo proponerte que compartamos el taxi en lugar de perder diez minutos decidiendo quién lo necesita más?

Una mano cálida me tocó la parte baja de la espalda y me empujó con suavidad. Desconcertada, de alguna manera dejé que me metieran en el taxi. Me deslicé por el asiento y me puse el cinturón mientras me preguntaba en silencio si había dado mi consentimiento con la cabeza. No creía haberlo hecho.

Al oír el sucinto «a Dublin Street» al taxista, torcí el gesto y murmuré:

—Bueno, gracias.

—¿Eres americana?

Ante la pregunta fácil, por fin miré al pasajero que tenía al lado. «Oh, vale».

«Uf».

El hombre del traje, de en torno a los treinta años, no era guapo al estilo clásico, pero había un brillo en su mirada y una mueca en la comisura de su boca sensual que, junto con el resto del envoltorio, emanaba atractivo sexual. Me di cuenta, por las líneas del traje gris plata perfectamente entallado que llevaba, de que hacía ejercicio. Se sentó con la desenvoltura de un tipo en forma, con un estómago plano y duro bajo el chaleco y la camisa blanca. Sus ojos azul pálido parecían desconcertados bajo unas pestañas largas, y por mi vida que no salía de mi asombro por el hecho de que tenía el pelo oscuro.

Los prefería rubios. Desde siempre.

Sin embargo, ningún rubio había logrado nunca que mi bajo vientre se encogiera de deseo a primera vista. Un rostro masculino y fuerte me miró: mandíbula marcada, hoyuelo en la barbilla, pómulos amplios y una nariz romana. La barba de dos días le ensombrecía las mejillas y tenía el pelo un poco alborotado. En conjunto, su aspecto descuidado contrastaba con el traje de diseño.

El tío levantó una ceja ante mi descarado escrutinio y el deseo que estaba sintiendo se cuadruplicó, pillándome completamente por sorpresa. Nunca había sentido atracción instantánea por los hombres. Y desde mis años alocados de la adolescencia, nunca había contemplado aceptar el ofrecimiento sexual de un hombre.

Y en cambio, no estaba segura de que pudiera rechazar una proposición del que tenía a mi lado.

En cuanto la idea destelló en mi cabeza, me tensé, sorprendida e incómoda. Mis defensas se elevaron de inmediato y adopté una expresión flemática y educada.

—Sí —respondí, recordando por fin que el hombre me había hecho una pregunta.

Aparté la mirada de su sonrisita de complicidad, simulando aburrimiento y dando gracias al cielo de que mi tez aceitunada contuviera mi rubor.

—¿Solo de visita? —murmuró.

Por más irritada que estaba por mi reacción al hombre del traje, decidí que cuanta menos conversación hubiera entre nosotros mejor. A saber qué tonterías podía decir o hacer.

—No.

—Entonces eres estudiante.

Discrepé del tono. «Entonces eres estudiante». Lo dijo como si estuviera poniendo los ojos como platos. Como si los estudiantes fueran el escalafón más bajo, personas sin ningún propósito real en la vida. Volví la cabeza para fulminarlo con una mirada mordaz y lo pillé contemplándome las piernas con interés. Esta vez, levanté las cejas hacia él y esperé a que apartara esos ojos preciosos de mi piel desnuda. Al notar mi atención, él me miró a la cara y se fijó en mi expresión. Esperaba que simulara que no había estado mirándome o al menos que apartara la vista enseguida. Y desde luego no esperaba que se limitara a encogerse de hombros y ofrecerme la sonrisa más lenta, pícara y sexy que me habían dedicado jamás.

Puse los ojos en blanco, luchando contra el calor entre mis piernas.

—Era estudiante —respondí, con un toque muy leve de sarcasmo—. Vivo aquí, tengo doble nacionalidad. —¿Por qué estaba dándole explicaciones?

—¿Eres en parte escocesa?

Apenas asentí con la cabeza, pero me regodeé en secreto por la forma en que pronunció la palabra «escocesa».

—¿Qué haces ahora que te has licenciado?

¿Por qué quería saberlo? Lo miré con el rabillo del ojo. Con lo que costaba el terno que llevaba, Rhian y yo podríamos habernos pagado la comida bazofia de estudiante durante cuatro años de universidad.

—¿Qué haces tú? Me refiero a cuando no estás metiendo mujeres en taxis contra su voluntad.

Su sonrisita fue la única reacción a mi pulla.

—¿Qué crees que hago?

—Creo que eres abogado. Prepotencia, sonrisitas de suficiencia, respondes a preguntas con más preguntas…

Prorrumpió en una risotada espléndida y profunda que resonó en mi pecho. Me miró con un destello en las pupilas.

—No soy abogado. Pero tú podrías serlo. Me parece recordar una pregunta contestada con otra pregunta. Y eso —dijo haciendo un gesto hacia mi boca, y sus ojos adoptaron un tono más oscuro al acariciar visualmente la curva de mis labios— es una sonrisita de suficiencia sin ninguna duda. —Su voz se había hecho más ronca.

Se me aceleró el pulso cuando nuestras miradas se encontraron y las sostuvimos mucho más tiempo de lo que es educado entre dos desconocidos. Tenía las mejillas calientes… y no solo las mejillas. Estaba cada vez más excitada con él y con la conversación silenciosa entre nuestros cuerpos. Notar que se me endurecían los pezones bajo el sujetador me sorprendió lo suficiente para volver a la realidad. Apartando mi mirada de la suya, me fijé en el tráfico que pasaba y rogué por que el trayecto en taxi acabara cuanto antes.

Al acercarnos a Princes Street y ver otro desvío causado por el proyecto de tranvía municipal, empecé a preguntarme si conseguiría escapar del taxi sin tener que volver a hablar con él.

—¿Eres tímida? —me preguntó, haciendo trizas mis esperanzas.

No pude evitarlo. Su pregunta hizo que me volviera hacia él con una sonrisa de perplejidad.

—¿Perdón?

Inclinó la cabeza para mirarme con los ojos entrecerrados. Parecía un tigre perezoso, observándome con cautela para decidir si era una presa que merecía la pena cazar. Noté un escalofrío cuando él repitió:

—¿Eres tímida?

¿Era tímida? No. Tímida no. Solo completamente indiferente. Lo prefería así. Era más seguro.

—¿Por qué piensas eso? —No mandaba vibraciones de timidez, ¿no? Hice una mueca al pensarlo.

Él se encogió de hombros otra vez.

—La mayoría de las mujeres se aprovecharían de mi aprisionamiento en el taxi con ellas: me hablarían hasta por los codos, me tirarían en la cara su número de móvil… y alguna cosa más.

Sus ojos bajaron a mi pecho antes de regresar enseguida a mi rostro. Notaba la sangre caliente bajo las mejillas. No podía recordar la última vez que alguien había conseguido avergonzarme. No estaba acostumbrada a sentirme intimidada y traté de sobreponerme.

Asombrada por su exceso de confianza, le sonreí de forma burlona, y enseguida me sorprendió el placer que me inundó cuando sus pupilas se dilataron ligeramente al ver mi sonrisa.

—Vaya, no te hace falta abuela.

Él me devolvió la sonrisa, de dientes blancos pero imperfectos, y sentí que su expresión descarada me provocaba un sentimiento desconocido en el pecho.

—Solo hablo por experiencia.

—Bueno, no soy la clase de chica que le da el teléfono a un tipo al que acaba de conocer.

—Ahhh. —Asintió con la cabeza como si hubiera comprendido algo sobre mí. Su sonrisa se desvaneció y sus rasgos parecieron endurecerse y resguardarse de mí—. Eres la clase de mujer que no tiene sexo hasta la tercera cita, de las que se casan y tienen hijos.

Hice una mueca ante su juicio precipitado.

—No, no y no.

¿Matrimonio e hijos? Me dio un escalofrío al pensarlo, y los miedos que se me subían a los hombros a diario resbalaron para atenazarme el pecho demasiado fuerte.

El hombre del traje me miró en ese momento, y fuera lo que fuese que captó de mi rostro lo hizo relajarse.

—Qué interesante —murmuró.

No. Nada de interesante. No quería ser interesante para ese tipo.

—No voy a darte mi número.

Sonrió otra vez.

—No te lo he pedido. Y aunque lo quisiera, no te lo pediría. Tengo novia.

No hice caso del vuelco de decepción que sentí en el estómago, y al parecer funcionó el filtro entre mi cerebro y mi boca.

—Entonces deja de mirarme así.

Él parecía divertido.

—Tengo novia, pero no soy ciego. Solo porque no pueda hacer nada no significa que no tenga derecho a mirar.

No estaba excitada por la atención de ese hombre. «Soy una mujer fuerte e independiente». Mirando por la ventana reparé con alivio en que estábamos en los jardines de Queen Street. Dublin Street estaba a la vuelta de la esquina.

—Aquí está bien, gracias —le dije al taxista.

—¿En qué lado? —me preguntó.

—Aquí —respondí un poco más bruscamente de lo que pensaba.

Dejé escapar un suspiro de alivio cuando el taxista puso el intermitente y el coche se detuvo. Sin otra mirada al hombre del traje, le pasé algo de dinero al taxista y puse la mano en la manija de la puerta.

—Espera.

Me quedé paralizada y miré al tipo del traje con cautela por encima del hombro.

—¿Qué?

—¿Tienes nombre?

Sonreí, sintiéndome aliviada ahora que estaba escapando de él y de la extraña atracción entre nosotros.

—De hecho, tengo dos.

Bajé del taxi, sin hacer caso del traicionero estremecimiento de placer que me inundó al oír su risa de respuesta.

***

En cuanto se abrió la puerta y vi por primera vez a Ellie Carmichael intuí que me caería bien. Era alta y rubia, y llevaba un vestidito de moda, un sombrero de fieltro azul, un monóculo y un bigote postizo.

Me miró parpadeando con unos ojos grandes, de color azul pálido.

Desconcertada, tuve que preguntar.

—Eh… ¿vengo en mal momento?

Ellie me miró un instante como si estuviera confundida por mi pregunta, más que razonable considerando su aspecto. Como si se le hubiera ocurrido de repente que llevaba un bigote postizo, lo señaló.

—Llegas pronto, estaba ordenando.

¿Ordenando con un sombrero de fieltro, un monóculo y un bigote? Miré detrás de ella a un recibidor espacioso y con mucha luz. Una bicicleta sin la rueda delantera estaba apoyada en la pared del fondo; había fotografías y un surtido de postales y recortes diversos enganchados a un tablero recostado contra un armario bajo de nogal. Vi también dos pares de botas y unos zapatos negros de tacón esparcidos sin orden ni concierto bajo una fila de colgadores desbordados de chaquetas y abrigos. El suelo era de madera noble. Muy bonito.

Volví a mirar a Ellie con una enorme sonrisa, sintiéndome bien por toda la situación.

—¿Estás huyendo de la mafia?

—¿Perdón?

—Por el disfraz.

—Oh. —Se rio y se separó del umbral, haciéndome un gesto hacia el apartamento—. No, no, vinieron amigos anoche, y nos pasamos un poquito con la bebida. Sacaron todos mis viejos disfraces de Halloween.

Volví a sonreír. Sonaba divertido. Echaba de menos a Rhian y James.

—Eres Jocelyn, ¿no?

—Sí, Joss —la corregí. No había sido Jocelyn desde antes de que mis padres murieran.

—Joss —repitió ella, sonriéndome cuando yo daba los primeros pasos en el interior del apartamento de planta baja. Olía fantástico, fresco y limpio.

Como el apartamento que estaba dejando, ese también era de estilo georgiano, salvo que el edificio en el que me encontraba había sido todo él una casa, que posteriormente habían dividido en dos apartamentos. Bueno, en realidad, en la puerta de al lado había una boutique y las habitaciones de arriba pertenecían a esta. No había visto las habitaciones, pero la boutique era muy bonita, con ropa hecha a mano muy especial. El apartamento…

Buf.

Las paredes eran tan suaves que me di cuenta de que las habían enlucido recientemente, y quien había restaurado la casa había obrado maravillas. Los zócalos altos y las amplias molduras hacían honor al período de construcción. Los techos no se acababan nunca, igual que en mi apartamento. Las paredes eran de un blanco frío, pero esa uniformidad quedaba rota por objetos de arte coloridos y eclécticos. El blanco debería haber sido severo, pero el contraste con las puertas de nogal oscuro y el suelo de madera noble daba a la vivienda un aspecto de elegancia simple.

Ya me encantaba, y ni siquiera había visto el resto de la casa.

Ellie se apresuró a quitarse el sombrero y el bigote, volviéndose para decirme algo, pero se detuvo y sonrió con timidez antes de quitarse el monóculo que todavía llevaba. Por fin lo dejó sobre el aparador de nogal y sonrió con entusiasmo. Era una persona alegre. Normalmente evitaba a la gente alegre, pero Ellie poseía un encanto especial.

—Te enseñaré la casa antes, ¿vale?

—Buena idea.

Ellie se acercó a la puerta situada a mi izquierda y la abrió.

—El cuarto de baño. Está en un sitio poco convencional, ya sé, justo al lado de la puerta de la calle, pero tiene todo lo necesario.

«Oh… y tanto», pensé, entrando de manera vacilante.

Mis sandalias resonaron en las pequeñas baldosas de color crema del suelo, baldosas que cubrían cada centímetro del cuarto de baño salvo el techo, que estaba pintado de color mantequilla y tenía focos empotrados.

El cuarto de baño era enorme.

Al pasar la mano por la bañera de pies dorados, me imaginé de inmediato allí metida, con música sonando, velas encendidas y una copa de vino tinto en la mano mientras me sumergía en el agua y me olvidaba de… todo. La bañera ocupaba el espacio central. En la esquina de atrás, a la derecha, había una doble ducha con el grifo más grande que había visto. A mi izquierda, tenía un moderno cuenco de vidrio situado encima de una balda de cerámica blanca. ¿Era eso el lavabo?

Lo organicé todo rápidamente en mi cabeza. Grifos de oro, espejo enorme, secatoallas…

En el cuarto de baño de mi viejo apartamento nunca tuve un secatoallas.

—Caray. —Le lancé a Ellie un sonrisa por encima del hombro—. Esto es una pasada.

Ellie, casi saltando de puntillas, asintió y me sonrió con sus ojos azules y brillantes.

—Lo sé. No lo uso mucho, porque tengo uno en suite en mi habitación. Pero es un plus para mi potencial compañera de piso. Lo tendrá casi en exclusiva.

«Hum», pensé ante el atractivo del cuarto de baño. Estaba empezando a comprender por qué el alquiler era tan astronómico. Claro que si tienes dinero para vivir en una casa así, ¿por qué marcharte?

Al seguir a Ellie a través del pasillo y hasta la enorme sala de estar, pregunté con educación.

—¿Tu compañera de piso se muda?

Hice que sonara como simple curiosidad, pero en realidad estaba escudriñando a Ellie. Si el apartamento era tan impresionante, entonces a lo mejor el problema era con Ellie. Antes de que ella pudiera responder, me paré en seco, volviéndome para asimilar lentamente el salón. Como en todos los edificios antiguos, los techos de las habitaciones eran muy altos. Las ventanas altas y anchas permitían que la luz del sol entrara a espuertas desde la ajetreada calle en esa encantadora sala. En el centro de la pared del fondo había una chimenea enorme que claramente solo se usaba como elemento decorativo y no para encender fuego, pero daba sensación de unidad a la elegante pero informal sala. «Eso sí, está demasiado llena de cosas para mi gusto», pensé al mirar las pilas de libros diseminados aquí y allá junto con pequeños elementos estúpidos… como un juguete de Buzz Lightyear.

Ni siquiera iba a preguntar por él.

La habitación atestada empezó a cobrar sentido cuando observé a Ellie. Llevaba el cabello rubio recogido en un moño torpe y una sandalia de cada par, y en el codo del vestido aún tenía pegada una etiqueta con el precio.

—¿Compañera de piso? —preguntó Ellie, volviéndose para sostenerme la mirada.

Antes de que pudiera repetir la pregunta, la arruga entre sus cejas desapareció y ella asintió, como si comprendiera. Bien. No había sido una pregunta tan difícil.

—Oh, no. —Negó con la cabeza—. No tenía compañera de piso. Mi hermano compró este piso como inversión y lo ha reformado. Luego decidió que no quería que yo tuviera que preocuparme de pagar un alquiler mientras estudio el doctorado, así que simplemente me lo cedió.

Buen hermano.

Aunque no hice comentarios, debió de ver la reacción en mis facciones. Sonrió y una expresión amable suavizó su mirada.

—Braden es un poco exagerado. Nunca regala nada sencillo. Pero ¿cómo iba a decir que no a esta casa? Lo único es que llevo aquí un mes y es demasiado grande y solitaria, y eso que mis amigos se pasan los fines de semana. Así que le dije a Braden que iba a buscar una compañera de piso. No le entusiasmó la idea, pero cambio de opinión cuando le conté a qué precio podía alquilarse. Es un empresario nato.

Supe de manera instintiva que Ellie adoraba a su (obviamente adinerado) hermano y que los dos mantenían una estrecha relación. Se percibía en el brillo de sus pupilas cuando hablaba de él, y conocía esa expresión. La había estudiado a lo largo de los años, afrontándola de cara y construyendo una coraza contra el dolor que me provocaba ver esa clase de amor en los rostros de otras personas, personas que todavía tenían familias en sus vidas.

—Da la impresión de que es muy generoso —repliqué con diplomacia; no estaba acostumbrada a que la gente me echara encima sus sentimientos íntimos nada más conocerme.

Ellie no pareció molestarse por mi respuesta, que no era exactamente amable ni invitaba a más explicaciones. Se limitó a seguir sonriendo, me sacó de la sala de estar y me acompañó hasta el fondo de un largo pasillo. Era bastante estrecho, pero al extremo se abría en un semicírculo donde habían colocado una mesa de comedor y unas sillas. La cocina en sí tenía unos acabados tan caros como el resto de las cosas del apartamento. Todos los electrodomésticos eran de primera calidad y había una enorme cocina económica moderna en medio de los muebles de madera oscura.

—Muy generoso —repetí.

Ellie soltó un gruñido ante mi observación.

—Braden es demasiado generoso. Yo no necesitaba todo esto, pero insistió. Simplemente es así. Basta con ver a su novia, le consiente todo. Estoy esperando que se aburra de ella como del resto de las anteriores, porque es una de las peores con las que ha estado. Es muy evidente que ella está más interesada en su dinero que en él. Hasta él lo sabe. Dice que el convenio le viene bien. ¿Convenio? ¿Quién habla así?

¿Quién habla tanto?

Oculté una sonrisa cuando Ellie me mostró el dormitorio principal. Era tan caótico como su ocupante. Ella siguió parloteando un poco más de la obviamente insulsa novia de su hermano y me pregunté cómo se sentiría ese tal Braden si supiera que su hermana estaba divulgando su vida privada a una completa desconocida.

—Y este podría ser tu cuarto.

Estábamos en el umbral de una habitación situada al fondo del apartamento. Una enorme ventana en voladizo con alféizar y cortinas de Jacquard hasta el suelo; alucinante cama estilo rococó francés y un escritorio de nogal y silla de cuero. Un sitio perfecto para escribir.

Me encantó.

—Es precioso.

Quería vivir allí. Al cuerno, el precio. Al cuerno, la charlatanería de mi compañera de piso. Ya había vivido bastante tiempo con austeridad. Estaba sola en un país que había adoptado. Me merecía un poco de comodidad.

Me acostumbraría a Ellie. Hablaba mucho, pero era dulce y encantadora, y había algo amable por naturaleza en sus ojos.

—¿Por qué no tomamos una taza de té y hablamos un poco? —Ellie estaba sonriendo otra vez.

Segundos después, me encontré sola en la sala de estar mientras Ellie preparaba el té en la cocina. De repente, se me ocurrió que no importaba si me caía bien Ellie. Yo tenía que caerle bien a ella para que me ofreciera esa habitación, y sentí que la preocupación me roía las entrañas. Yo no era la persona más comunicativa del planeta, y Ellie parecía de las más locuaces. A lo mejor no me aceptaba.

—Ha sido difícil —anunció Ellie al volver a entrar en la sala. Llevaba una bandeja de té y unos snacks—. Me refiero a encontrar una compañera de piso. Poca gente de nuestra edad puede permitirse algo así.

Yo había heredado mucho dinero.

—Mi familia es rica.

—¿Oh? —Empujó una taza de té caliente hacia mí, junto con una madalena de chocolate.

Me aclaré la garganta, pero me temblaban los dedos en torno a la taza. Había empezado a notar un sudor frío y se me agolpaba la sangre en los oídos. Así era como reaccionaba siempre que estaba al borde de tener que contarle la verdad a alguien. «Mis padres y mi hermana pequeña murieron en un accidente de coche cuando yo tenía catorce años. La única familia que me queda es un tío que vive en Australia. Él no quiso mi custodia, así que viví en casas de acogida. Mis padres tenían mucho dinero. El abuelo de mi padre era un petrolero de Luisiana y mi padre había cuidado muy bien de su propia herencia. Todo quedó para mí cuando cumplí dieciocho». La frecuencia de mi pulso se redujo y el temblor cesó cuando recordé que Ellie no necesitaba conocer mi cuento de terror.

—Mi familia paterna era de Luisiana. Mi bisabuelo ganó mucho dinero con el petróleo.

—Vaya, qué interesante. —Sonó sincera—. ¿Tu familia se trasladó desde Luisiana?

Asentí.

—A Virginia, pero mi madre era de origen escocés.

—Tienes sangre escocesa. ¡Qué bien! —Me lanzó una sonrisa secreta—. Yo también soy escocesa solo en parte. Mi madre es francesa, pero su familia se mudó a St. Andrews cuando ella tenía cinco años. Es curioso, pero ni siquiera hablo francés. —Ellie resopló y esperó mi comentario.

—¿Tu hermano habla francés?

—Qué va. —Desdeñó mi pregunta—. Braden y yo somos hermanastros. Compartimos el mismo padre. Nuestras madres siguen vivas, pero papá murió hace cinco años. Era un hombre de negocios muy conocido. ¿Has oído hablar de Douglas Carmichael and Co.? Es una de las agencias inmobiliarias más antiguas de la zona. Papá la heredó de su padre cuando era muy joven y empezó una empresa de construcción. También era propietario de unos cuantos restaurantes e incluso de varias de las tiendas para turistas de por aquí. Es un pequeño emporio. Cuando murió, Braden se lo quedó todo. Ahora todos le hacen el juego a Braden, todos los que quieren sacarle algo. Y todos saben lo bien que nos llevamos, así que también han intentado utilizarme a mí. —Su bonita boca se torció con amargura en una expresión que parecía completamente intrusa en su rostro.

—Lo siento.

Lo dije en serio. Comprendía cómo se sentía. Fue una de las razones por las que decidí marcharme de Virginia y empezar de nuevo en Escocia.

Como si notara mi absoluta sinceridad, Ellie se relajó. Nunca comprendería que alguien pudiera confiarse así a un amigo, y mucho menos a un desconocido, pero por una vez no me asustó la franqueza de Ellie. Sí, tal vez esperara que compartiera mis sentimientos de igual manera, pero en cuanto me conociera sabría que eso no iba a ocurrir.

Para mi sorpresa, se había hecho un silencio extremadamente cómodo entre nosotras. Ellie, como si acabara de darse cuenta ella también, me sonrió con dulzura.

—¿Qué estás haciendo en Edimburgo?

—Vivo aquí. Doble nacionalidad. Me siento más a gusto aquí.

Le complació la respuesta.

—¿Eres estudiante?

Negué con la cabeza.

—Acabo de licenciarme. Trabajo las noches de los jueves y los viernes en el Club 39 de George Street. Pero ahora mismo estoy intentando concentrarme en escribir.

Ellie se entusiasmó con mi confesión.

—¡Es fantástico! Siempre he querido ser amiga de una escritora. Y es muy valiente intentar hacer lo que de verdad quieres. Mi hermano cree que estudiar un doctorado es una pérdida de tiempo porque podría trabajar para él, pero a mí me encanta. También doy clases en la universidad. Es solo…, bueno, me hace feliz. Y soy una de esas personas espantosas que pueden salirse con la suya y disfrutar haciendo lo que les gusta aunque no les paguen mucho. —Hizo una mueca—. Eso suena terrible, ¿no?

La verdad es que yo no era de las que juzgan.

—Es tu vida, Ellie. Tienes la suerte de no tener problemas económicos. Eso no te convierte en una persona terrible.

Había tenido una terapeuta en el colegio secundario y casi pude oír su voz nasal en mi cabeza: «Dime ¿por qué no puedes aplicar el mismo proceso mental contigo, Joss? Aceptar tu herencia no te convierte en una persona terrible. Es lo que tus padres habrían deseado para ti».

Entre los catorce y los dieciocho años, había vivido con dos familias de acogida en mi pueblo de Virginia. A ninguna de las familias le sobraba el dinero, y yo pasé de una casa enorme y elegante y comida y ropa cara a alimentarme con un montón de espaguetis de lata y compartir ropa con una «hermana» menor que resultaba que tenía mi misma talla. Al acercarse mi decimoctavo cumpleaños, y con el conocimiento público de que iba a recibir una jugosa herencia, se me acercaron varios hombres de negocios de nuestra localidad que buscaban un inversor y esperaban aprovecharse de quien suponían que era una chica ingenua, y también un compañero de clase quiso que invirtiera en su sitio web. Supongo que vivir como vivía «la otra mitad» durante mis años de formación y luego sentir que me daba coba gente falsa más interesada en mi bolsillo que en mí eran dos de las razones de mi reticencia a tocar el dinero que tenía.

Sentada allí con Ellie, alguien en una situación económica similar que se enfrentaba con la culpa (aunque de una clase diferente), sentí una sorprendente conexión con ella.

—La habitación es tuya —anunció Ellie de repente.

Su erupción de vitalidad llevó una sonrisa a mis labios.

—¿Así de fácil?

Ellie se puso seria de repente y asintió con la cabeza.

—Tengo una buena sensación contigo.

«Yo también tengo una buena sensación contigo». Le dediqué una sonrisa de alivio.

—Entonces me encantará instalarme aquí.