Capítulo XLI

—Esto se hace muy difícil de leer. —Vespasiano dio unos golpecitos con su grueso dedo en el rollo de pergamino que había frente a él en el escritorio—. Me imagino, caballeros, que sabréis lo que es, ¿no?

Cato resistió el impulso de mirar de reojo a Macro y asintió con la cabeza.

—¿El informe del centurión Tulio, señor?

—Exactamente. —Vespasiano miró afuera, hacia el campamento de la Segunda legión. Ordenadas hileras de tiendas de piel de cabra se extendían por los contornos, y detrás de ellas la reconfortante vista de las fortificaciones de un campamento construido a un paso del enemigo. Aunque Carataco y lo que quedaba de su ejército habían sido destruidos por completo, el legado no era un hombre displicente. Sabía que algunos de sus iguales podrían acusarlo de ser demasiado precavido, lo cual era irónico, dada la alocada carrera que había encabezado aquel día a través del corazón del pantanal. Pero, en general, Vespasiano estaba muy contento de ser cauteloso. Incluso prudente. Particularmente con las vidas de sus hombres.

Fuera, una luna creciente bañaba el mundo con una pálida luz de azulada plata y las estrellas titilaban benignamente en los cielos. Su distante frialdad diamantina quedaba contrastada allí en la tierra por las fogatas del campamento que relumbraban como rubíes vivientes. A pesar de haber luchado en combate aquel mismo día, sus hombres estaban bastante contentos y la cadencia de su conversación, salpicada por arrebatos de fuertes risas, flotaba por el campamento. Se le ocurrió que aquélla era la sensación que daba la paz. Después de casi dos temporadas de la campaña más sangrienta que sus hombres recordaban.

El único resto inmediato del conflicto de aquel día era el fuerte olor de los humeantes rescoldos de las llamas. Dicho olor se elevaba en el aire desde el silencioso contorno del campamento abandonado de la tercera cohorte, a corta distancia de allí. Los ingenieros del legado habían reparado la empalizada, a la que habían añadido un foso interior para retener a Carataco y a algunos centenares de sus hombres, todos los cuales habían sido hechos prisioneros. A Vespasiano le habría gustado dar un castigo ejemplar a los aldeanos por haber saqueado el campamento, pero los nativos habían huido al ver la legión, aunque sólo después de haber prendido fuego a la tienda de mando y a unas cuantas hileras de tiendas de los soldados. Unos daños mínimos considerando la oportunidad que había supuesto para los vengativos lugareños un campamento abandonado.

Es decir, abandonado por todos menos por el comandante de la cohorte y uno de sus centuriones. Habían pagado el precio de entretenerse en el campamento para terminar un despacho urgente, o al menos eso afirmaba el informe del oficial de más rango que había sobrevivido… corroborado por los dos hombres que se hallaban en posición de firmes frente al escritorio de campaña del legado.

Vespasiano tomó el rollo y se dio unos golpecitos con él en la barbilla mientras contemplaba a los dos centuriones y reflexionaba sobre el asunto. El hecho de que Tulio hubiera presentado su informe escrito en un rollo en lugar de utilizar las habituales tablillas enceradas indicaba que quería que lo ocurrido constara en los archivos de forma permanente. Dicha acción era sospechosa en sí misma; era la opción preferida por los hombres cuyo objetivo era cubrirse las espaldas.

Vespasiano arrojó el informe sobre la mesa.

—Me temo que no puedo creer ni una sola palabra de lo que pone aquí, caballeros. De modo que decidme, ¿qué ocurrió realmente?

Cato respondió por los dos.

—Ocurrió tal y como explica Tulio, señor. Nos ofrecieron la oportunidad de combatir.

—¿Sin ninguna perspectiva de remisión del castigo?

—Con el debido respeto, señor —Macro inclinó la cabeza—, cuando las vidas de tus compañeros están en juego, no te paras a discutir las condiciones. Luchas y ya está.

—Eso puedo aceptarlo. Pero este asunto de que Maximio se quedara atrás para terminar cierto papeleo… ¿De qué se trataba? ¡Ah, sí! De un despacho para mí.

Cato se encogió de hombros.

—Así es como sucedió, señor. ¿Permiso para hablar con libertad, señor?

—Eso supondría un cambio de lo más refrescante, centurión. Adelante.

—Sospecho que el comandante de la cohorte sabía que nos dirigíamos a un combate desesperado. Creo que buscaba una salida.

—Entiendo. ¿Y el centurión Félix?

—Tal vez estaba intentando salvar a Félix. Maximio tenía sus favoritos, señor.

Vespasiano sonrió.

—Y luego estáis vosotros dos. Un fugitivo que huye de la justicia militar y un oficial que se niega a obedecer una orden. Yo diría que estaba en su derecho al no otorgaros ningún favor. ¿No estáis de acuerdo?

—Eso es lo que parece desde fuera —admitió Macro—. Pero tendría que haber estado allí, señor. Tenía que ver de qué manera dirigía la cohorte. Sencillamente no poseía las condiciones necesarias para el trabajo. Primero esa cagada en el Támesis por la que Cato y los demás fueron castigados. Eso no fue justicia, señor. Luego está la manera en que trataba a los lugareños. Dirías que intentaba incitarlos deliberadamente. Obligarlos a reaccionar. Yo diría que ese hombre estaba loco.

Vespasiano se revolvió en su asiento y carraspeó.

—Eso no es relevante, Macro, y tú lo sabes. Hay veces en que un oficial tiene que imponer la disciplina con dureza. Quizá Maximio hizo lo que creía necesario.

Cato tenía la mirada fija en el legado.

—A menos, claro está, que tuviera órdenes de provocar a los lugareños… —Entornó los ojos—. Es por eso por lo que la legión acampó en el extremo del camino del otro lado del pantano. Por esa razón usted marchó con tanta rapidez para relevarnos. Esperaba que Carataco saliera y luchara, señor.

—¡Silencio! —exclamó Vespasiano con rudeza, y prosiguió en un tono frío y amenazador—. Lo que piense el legado de esta legión no es de la incumbencia de sus centuriones. ¿Está claro?

—¡Sí, señor! —repuso Cato con frialdad.

—Bien. Entonces lo único que importa es lo que decida hacer con vosotros dos. —Vespasiano se echó atrás en su silla y los observó durante un momento sin ninguna expresión. Cato notó que le empezaban a sudar las manos cuando cerró fuertemente los puños detrás de la espalda.

—Una vez más habéis llevado a cabo un valioso servicio por vuestros compañeros y por el emperador —empezó diciendo Vespasiano—. Creo que es justo decir que vuestra actuación al bloquear la ruta del enemigo desde el pantano decidió el destino de Carataco. Y vuestra captura de su comandante, por sí sola, ya es suficiente para ganar la más alta de las condecoraciones militares. Por no mencionar un ascenso.

Macro le sonrió a Cato, pero éste tenía la sensación de que aquello era un mero preámbulo de algo mucho menos laudatorio.

Vespasiano hizo una breve pausa antes de continuar.

—Sin embargo, tengo que decir que tú, Cato, sigues estando bajo sentencia de muerte, y tú, Macro, eres culpable de insubordinación y amotinamiento, lo cual también supone una sentencia de muerte. Si hay que creer en el testimonio de otro de los oficiales supervivientes de la tercera cohorte, vosotros dos podríais haber tenido parte en el asesinato del centurión Maximio.

—¡Cordo! —espetó Macro—. Es ese cabrón de Cordo. Si…

—¡Espera! —interrumpió Vespasiano. Alzó una mano cuando Macro abrió la boca para seguir protestando. Un inopinado momento de discreción impidió que de los labios de Macro salieran más protestas.

—Como ya sabéis, no hay pruebas que respalden su testimonio. Obviando eso, no puedo ignorar el hecho de que corran innumerables rumores sobre la muerte de Maximio en la legión. De modo que vosotros dos me planteáis algo parecido a un dilema. No puedo haceros responsables del asesinato de otro oficial, no sin pruebas sólidas de vuestra participación. Por supuesto, estoy seguro de que podría obtener la autorización del general para un castigo sumario…

Hizo una pausa para dejar que la amenaza calara hondo.

—El problema es que vosotros dos os habéis convertido en héroes para los soldados de esta legión. Si se os ejecuta después de todo lo que habéis logrado, la moral de esta unidad quedaría gravemente dañada durante mucho tiempo. El comandante de esta legión no puede permitirse el lujo de llevar esta carga adicional sobre sus hombros. Pero, asimismo, no puedo permitir que continuéis sirviendo en esta legión mientras los demás soldados sean conscientes de vuestra posible complicidad en el asesinato de otro oficial. Ello supondría una terrible amenaza para la disciplina necesaria en la legión. No puedo tolerar que mis centuriones superiores vayan por ahí guardándose las espaldas todo el tiempo por si a algún legionario contrariado o, los dioses no lo quieran, a algún otro oficial, se les mete en la cabeza saldar una cuenta pendiente. No se os puede permitir que sentéis semejante precedente. ¿Os dais cuenta del problema?

Macro fue el primero en responder.

—¿Qué está sugiriendo, señor? ¿Va a darnos de baja?

En el rostro del centurión de más edad apareció una mirada de horror al darse cuenta de todas las implicaciones de una posibilidad como aquélla. No más vida en las legiones. No más posibilidades de hacerse con un botín, nada de una jugosa gratificación ni de un confortable y honorable retiro en alguna colonia provincial. Macro no conocía otra cosa que el servicio como soldado. Sin el ejército y sin ingresos, ¿qué podría hacer? ¿Mendigar? ¿Convertirse en guardaespaldas de algún niño mimado hijo de un senador? Las fugaces imágenes que surcaron a raudales su cabeza no prometían más que sufrimiento. La destrucción de su ser mediante un lento e implacable proceso de degradación.

El estado de ánimo de Cato era más reflexivo. Era joven. Había visto mucho más de la vida y de la muerte de lo que nunca se habría imaginado y tenía las cicatrices que así lo demostraban. Quizá ya tuviera bastante de esa vida y encontrase algo mejor. Algo más pacífico, más gratificante, algo con menos posibilidades de llevarlo a la tumba antes de tiempo.

—¿Daros de baja? —Vespasiano arqueó las cejas—. No. Sois demasiado valiosos para Roma para desperdiciaros de ese modo. Demasiado valiosos. Si una cosa he aprendido siendo legado es ésta. Mientras escaseen los buenos oficiales, los que destacan constituyen una mercancía poco común. Roma no puede permitirse el lujo de desaprovecharlos. Pero me temo que vuestra vida en la Segunda legión ha terminado. Podéis esperar ser transferidos a otra.

—¿A cuál, señor? —preguntó Cato.

—A ninguna de las unidades del ejército del general Plautio, eso seguro. Los rumores sobre vuestro pasado os perseguirán dondequiera que vayáis en esta provincia. De manera que os tendrán que asignar un nuevo destino. Vais a abandonar Britania. Os voy a llevar de vuelta a Roma, conmigo. Veré qué puedo encontraros en el Estado Mayor general del Imperio. Narciso me debe un favor o dos.

Cato no pudo ocultar su sorpresa.

—¿Va a marcharse de Britania, señor? ¿Por qué?

—Mi período de servicio ha terminado —respondió escuetamente Vespasiano—. Me lo notificaron poco después de tu huida. Dentro de unos días ya no seré legado de la Segunda. Está previsto que mi reemplazo llegue cualquier día de éstos.

—¿Por qué, señor? No puede ser que después de todos sus logros…

—Al parecer he perdido la confianza del general. —Vespasiano esbozó una sonrisa cansada—. Además, hay un montón de senadores haciendo cola para tener la oportunidad de obtener un poco de gloria. Yo no tengo mucha influencia en la corte de Claudio. Ellos sí. ¿De veras he de explicártelo letra por letra?

—No, señor.

—Bien. —Vespasiano asintió con la cabeza—. Y ahora, tengo otros asuntos que atender. He de arreglar muchas cosas antes de que llegue mi reemplazo. Disponéis de unos días para poner vuestros asuntos en orden en la Segunda legión. Pagad vuestras deudas. Haced que os reembolsen vuestros ahorros y despedíos. Podéis retiraros.