Capítulo XIV

Los soldados de la Segunda legión habían pasado la noche a la intemperie, acurrucados junto a su equipo. Durmieron profundamente, agotados por la rápida caminata del día anterior y la construcción del campamento de marcha. Puesto que habían dejado las herramientas de atrincheramiento con el grueso del bagaje los hombres cavaron los fosos con sus espadas y apilaron el terraplén interior a mano. Unas estacas toscamente talladas sobresalían de la cara exterior del terraplén y había centinelas patrullando por cada uno de los lados del campamento.

Los soldados de la tercera cohorte eran los que estaban más exhaustos al haber tenido que librar una batalla aparte de todo lo demás. Aun así, había un puñado de ellos que no podían dormir y se agitaban inquietos sobre la hierba aplanada. Algunos porque no podían olvidar las terribles visiones y sensaciones que se les habían grabado en la memoria, otros porque lloraban la pérdida de amigos íntimos, asesinados ante sus propios ojos. Pero para Cato, la causa del insomnio era la preocupación por los días que estaban por venir más que por la jornada llena de incidentes que había transcurrido.

La huida de un importante contingente de enemigos prácticamente garantizaba que la agotadora lucha continuaría. Aunque Carataco no se contara entre ellos, seguro que uno de sus lugartenientes haría jurar a los supervivientes que seguirían luchando contra Roma, aguijoneados por la necesidad de vengarse por la pérdida de tantos compañeros. Se asegurarían de que se derramara más sangre, y Cato se preguntaba cuánta más podría absorber el suelo de aquellas tierras antes de hundirse en un mar de ella. Era una imagen descabellada, por lo que sonrió amargamente y se dio la vuelta, poniéndose la capa alrededor de los hombros y apoyando la cabeza en las grebas.

Pero peor aún que la huida del enemigo era el hecho de que la cohorte no hubiera cumplido con su deber. El centurión Maximio había metido la pata hasta el fondo. No tenía que haberse desviado de su misión para dar caza a la pequeña banda que había saqueado el fuerte de abastecimiento y masacrado a su guarnición. Debería haberse dirigido directamente al vado.

Bien sabía Maximio que lo llamarían para dar cuentas de su costoso error de juicio y, antes de que la cohorte se acostara para pasar la noche, convocó a sus oficiales para una reunión privada, fuera del alcance de los oídos de los soldados.

—Se harán preguntas sobre lo sucedido hoy —empezó a decir con la mirada fija en los rostros de sus centuriones, iluminados por la luz de la luna—. Cuento con vosotros para permanecer unidos en esto. Hablaré por nosotros y asumiré cualquier culpa que el legado intente achacar a la tercera cohorte.

Su expresión había sido sincera y Cato sintió al mismo tiempo una oleada de alivio por no ser él quien cargara con la responsabilidad, así como una vergonzosa sensación de empatía hacia el comandante de la cohorte que podía esperar un duro castigo. La carrera de Maximio había terminado. Tendría suerte si sólo lo degradaban a soldado raso. Ya de por sí, aquello era una grave caída en desgracia. Perdería su paga, su pensión y los privilegios que le reportaba su puesto actual y, además, los soldados que habían sufrido castigos en sus manos intentarían vengarse dolorosamente cuando se convirtiera en su igual.

—Lamento haberos conducido a esto —prosiguió Maximio—. Sois unos soldados magníficos que dirigís a un puñado de valientes. Merecíais algo mejor.

Se produjo un doloroso silencio antes de que Félix se inclinara hacia delante y agarrara al comandante de la cohorte por el brazo.

—Ha sido un honor servir con usted, señor.

—Gracias, muchacho. Sabía que podía contar con tu lealtad. Y con la lealtad del resto de vosotros, ¿no?

Los centuriones murmuraron su asentimiento, todos menos Macro, que permaneció de pie con fría formalidad y no quiso pronunciar ni una palabra. Si Maximio se dio cuenta de ello, no lo mencionó cuando estrechó los brazos de sus oficiales y les deseó las buenas noches.

—Recordad, hablaré en nombre de todos nosotros…

* * *

Las trompetas sonaron antes de la salida del sol y por todo el campamento de marcha los soldados se fueron despertando, con los músculos entumecidos. Los que estaban heridos se estremecieron del dolor por las punzadas que sentían bajo las vestiduras. Cato, que al final se había quedado dormido hacía tan sólo unas horas, no se despertó con los demás y sus hombres lo dejaron dormir, en parte por hacerle un favor pero sobre todo porque cuanto más durmiera más tardaría en empujarlos con sus órdenes hacia la rutina diaria. De manera que resultó que Macro lo encontró cuando el sol ya había salido y chasqueó la lengua al descubrir que su desgarbado amigo todavía dormía bajo su capa, con la boca abierta y un brazo estirado por encima de la mata de rizos oscuros de su cabeza. Macro le dio un empujón con la bota a Cato en el costado y le dio la vuelta.

—¡Vamos! ¡Vamos, despierta! El sol te está quemando los ojos.

—Ohhh… —gimió Cato al tiempo que dirigía la mirada hacia el cielo despejado con los ojos entornados antes de pasarla a los rasgos entrecanos de su amigo y de incorporarse de golpe con un culpable sobresalto—. ¡Mierda!

—¿Estás ya del todo despierto? —le preguntó Macro en voz baja al tiempo que echaba un vistazo a su alrededor.

Cato dijo que sí con la cabeza y estiró los hombros.

—¿Qué pasa?

—Muchas cosas. Circula el rumor de que el general ha ordenado una investigación por la cagada de ayer.

—¿Una investigación?

—¡Shhh! Baja la voz. También se dice que le impondrán un castigo ejemplar a quienquiera que se considere culpable.

Cato levantó la vista hacia él.

—¿Dónde ha oído eso?

—Me lo ha dicho uno de los administrativos del legado. Él se ha enterado por mediación de algún miembro del Estado Mayor del general.

—Ah, entonces debe de ser verdad —dijo Cato entre dientes.

Macro hizo caso omiso del tono sarcástico.

—A mí me parece bastante plausible. Van a necesitar a alguien a quien echarle la culpa, y ocurrió en nuestro territorio. De modo que guárdate las espaldas.

—Maximio ya habló de ello anoche. Va a asumir la responsabilidad.

—Eso es lo que dijo…

—¿No le cree?

Macro se encogió de hombros.

—No me fío de él.

—¿Hay alguna diferencia?

—De momento. Vamos, será mejor que te levantes.

—¿La legión ya está en marcha otra vez? —Cato esperaba que no. Le dolían terriblemente los músculos y la perspectiva de pasarse otro día recorriendo el terreno bajo un sol abrasador era casi insoportable.

—No. El general ha enviado a algunas cohortes montadas tras el enemigo. Vamos a descansar aquí y a esperar que lleguen los bagajes.

—Bien. —Cato se quitó la capa de encima, se puso en pie como pudo y estiró el cuello.

Macro hizo un gesto con la cabeza por encima del hombro.

—El esclavo de Maximio está preparando el desayuno. Ha traído algunas provisiones consigo. Te veo allí.

Los centuriones de la tercera cohorte estaban sentados en torno a una pequeña hoguera sobre la cual el esclavo freía unas cuantas salchichas gruesas en aceite de oliva. Una jarra de mulsum tibio descansaba cerca del fuego y de su pico emanaba un efluvio meloso que se alzaba formando volutas. El esclavo había llegado al amanecer y se había puesto a trabajar de inmediato tras haber caminado durante toda la noche para alcanzar a su amo. El aroma de la carne inundaba la atmósfera mientras la cacerola crepitaba y chisporroteaba. Los legionarios más próximos miraban hacia allí, oliendo el aire con las ventanas de la nariz ensanchadas, a sabiendas de que tenían que esperar varias horas hasta que llegara el equipo con su comida.

—¡Por los cojones de Júpiter! —gruñó el centurión Tulio—. ¿Quieres darte prisa con esas salchichas? Si tengo que esperar mucho más empezaré a masticar mi maldita bota.

—Ya están casi listas, amo —respondió con calma el esclavo, acostumbrado a la impaciencia de los centuriones.

Mientras aguardaban Cato miró hacia el otro lado del río. La orilla estaba cubierta de cuerpos bañados por el brillo sonrosado de la salida del sol. Por encima de ellos revoloteaba una arremolinada nube de aves carroñeras, atraídas por el hedor de la muerte. Había montones de ellas que ya se habían posado para arrancarles jirones de carne a los cadáveres. Pero ni siquiera eso pudo quitarle el apetito a Cato cuando el esclavo le pasó su plato de campaña con la humeante salchicha cortada en rodajas y rebanadas de pan. Los centuriones acometieron la comida cuyo calor en sus estómagos no tardó en revivirles el ánimo y, con la boca llena, empezaron a hablar sobre la batalla.

—¿Cómo fue en la isla, Macro? —preguntó Félix—. ¿Durante cuánto tiempo los contuviste?

Macro pensó en ello, intentando recordar los detalles.

—Una hora más o menos.

—¿Los rechazaste durante una hora? —Félix se quedó boquiabierto de asombro. ¿A todo el jodido ejército?

—¡A todo el ejército no, gilipollas! —Macro agitó un dedo hacia el vado—. Sólo podían atacarnos unos cuantos cada vez. Y eso después de que apartaran las sorpresitas que les habíamos preparado. Dudo que estuviéramos en contacto ni una fracción de ese tiempo. Y fue más que suficiente.

Maximio lo estaba mirando con detenimiento.

—¿Por qué cediste terreno?

—En cuanto abrieron un hueco en la barricada, ¿qué otra cosa podíamos hacer? Y te diré algo más. —Macro agitó un trozo de su salchicha hacia él para enfatizar la cuestión—. Ahora esos cabrones están empezando a aprender unos cuantos trucos de los nuestros.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Tulio.

—¡Sólo que formaron un testudo cuando se acercaron para el segundo ataque!

—¿Un testudo? —Tulio meneó la cabeza—. No me lo creo.

—¡Es cierto! Pregúntale a cualquiera de mis hombres. Por eso tuvimos que retroceder. No había modo de detenerles. Si nos hubiéramos quedado allí nos hubiesen hecho pedazos enseguida.

—Igual que al resto de nosotros que estábamos en la orilla —dijo Maximio pensativamente—. Teníamos que ceder terreno o caer allí mismo. No hubieran tardado mucho en cosernos a puñaladas.

Los demás centuriones se miraron unos a otros con recelo y comieron en silencio hasta que Antonio levantó la vista.

—¡Eh! ¡Esclavo!

—¿Sí, amo?

—¿Queda más salchicha?

—Sí, amo. Queda una. —Miró a Maximio, esperando instrucciones—. Amo Maximio… ¿señor?

—¿Qué? —Maximio se dio la vuelta irritado—. ¿Qué pasa?

—La salchicha, señor. —El esclavo señaló con la cabeza al centurión Antonio, que sostenía su plato de campaña.

Maximio sonrió e hizo un gesto de asentimiento.

—Dásela. El chico está creciendo y tiene que comer.

—Gracias, señor —dijo Antonio con una sonrisa radiante y los ojos fijos con glotonería en la sartén que el esclavo movió hacia él. Antonio empujó el plato hacia delante, éste se enganchó con el borde de la cacerola y la salchicha saltó por encima y cayó al fuego.

—¡Vaya puta mierda! —Antonio fulminó con la mirada la salchicha que chisporroteaba en el centro de la hoguera y los demás se echaron a reír.

—¡Considéralo un sacrificio! —le dijo Maximio con una sonrisa—. Una ofrenda a… ¿a qué dios podríamos honrar?

—A la Fortuna —dijo Macro con seriedad—. Necesitamos toda la suerte que podamos obtener. Ahora mismo.

Señaló con un gesto de la cabeza por encima del hombro de Maximio y los centuriones se volvieron a mirar al pelotón de soldados que marchaban por entre las filas de hombres de la tercera cohorte que dormían.

—¡Prebostes militares! —Félix escupió en la hoguera—. Son muy capaces de arruinar un buen desayuno.

Se quedaron en silencio mientras el pelotón se acercaba marchando, conducido por un optio de la guardia personal del legado. Se detuvieron a una corta distancia del grupo que estaba sentado alrededor del fuego. El optio se adelantó.

—Centurión Maximio, señor.

—Sí.

—Venga con nosotros. El general quiere hacerle unas preguntas.

—Entiendo. —Maximio inclinó la cabeza un momento, como para serenarse, y luego la movió en señal de asentimiento—. De acuerdo… De acuerdo, bien. Vamos.

Dejó su plato de campaña en el suelo y se puso de pie; al tiempo que sacudía las migas de su manchada y ensangrentada túnica. Se obligó a forzar una sonrisa de circunstancias.

—Os veré un poco más tarde, muchachos. ¿Tulio?

—¿Señor?

—Llama a la cohorte por mí. Que se preparen para el servicio. Haré una inspección en cuanto regrese.

—Sí, señor.

El optio señaló con la cabeza hacia la pequeña colección de tiendas que había en el centro del campamento.

—Ya voy —respondió Maximio un tanto irritado ante los modales del optio.

Los centuriones observaron en silencio al comandante de su cohorte mientras éste se alejaba entre la doble fila de prebostes militares. Maximio irguió la espalda y avanzó a grandes zancadas como si estuviera en la plaza de armas.

—Pobre desgraciado —dijo Cato en voz bastante baja, por lo que sólo Macro lo oyó—. Para él éste es el final del camino, ¿no?

—Sí —respondió Macro entre dientes—. Si es que hay justicia.