Capítulo XXX

—¿Qué cree que harán con nosotros? —preguntó Fígulo en un murmullo. Estaban sentados en un establo para el ganado. Los ocupantes anteriores se habían mudado, pero no así la paja sucia en la que habían vivido, y la inmundicia fecal se endurecía sobre el barro y la mugre que se habían convertido en una segunda piel para los romanos.

Cato tenía los antebrazos apoyados en las rodillas y tenía la mirada clavada en sus botas.

—No tengo ni idea. Ni la más remota idea… Ni siquiera estoy seguro de que nos dejen con vida. No nos han hecho prisioneros muchas veces.

—¿Qué les ocurrió a los que sí hicieron prisioneros?

Cato se encogió de hombros.

—¿Quién sabe? Lo único que hemos encontrado han sido cadáveres… y trozos de cadáveres. Yo no me haría ilusiones.

Fígulo estiró el cuello hacia un lado y miró con los ojos entornados por un pequeño hueco que había en el entramado de ramas de sauce que constituía la pared del establo. Al otro lado de la pared, el resto del campamento enemigo se extendía por la isla: cientos de chozas redondas cercadas por una baja empalizada. Sólo había un acceso al campamento, a lo largo de un estrecho paso elevado que cruzaba las aguas poco profundas que rodeaban la isla.

El paso elevado se hallaba defendido por dos formidables reductos que sobresalían de la isla, a ambos lados de la puerta principal, la cual estaba construida con gruesos troncos de roble. En el interior de la puerta los supervivientes del ejército de Carataco descansaban y se lamían las heridas mientras esperaban a que su comandante decidiera el próximo movimiento.

Cuando condujeron a la pequeña columna de prisioneros romanos al interior del campamento, apareció una multitud de guerreros y unas cuantas mujeres y niños para burlarse y ridiculizar a aquellos hombres mugrientos y medio muertos de hambre que representaban a su temible enemigo. Al tiempo que intentaba protegerse la cabeza lo mejor posible de la lluvia de barro, excrementos y piedras, Cato echó un vistazo al campamento con un interés profesional. Los guerreros mantenían su equipo limpio y muchos de ellos todavía sudaban debido a la instrucción que estaban realizando antes de que llegaran los prisioneros. Cato abrigaba la esperanza de hallarlos desmoralizados y abatidos después del desastre casi total en el vado del Támesis quince días antes. Pero estaba claro que aquellos hombres estaban en forma y ansiosos por volver a la lucha.

Hicieron desfilar a los prisioneros por el campamento y los obligaron a soportar las habituales indignidades de la captura antes de conducirlos a aquel establo, donde permanecieron durante tres días, alimentados con las sobras y atados por las muñecas y los tobillos. El hedor ya existente en aquel pequeño espacio había empeorado gracias a la orina, los excrementos, los vómitos y el sudor de los prisioneros, que no podían moverse lejos de su posición sin molestar a los compañeros que tenían a los lados. Durante el día el sol caía de lleno sobre ellos y cocía la atmósfera cargada de fetidez que inundaba el establo, de modo que cada respiración les provocaba náuseas a Cato y sus hombres. En el exterior, los britanos se entrenaban duro, con el monótono repiqueteo y entrechocar de las armas, salpicado por los resoplidos y gritos de guerra de los que estaban decididos a luchar contra las legiones con todo su ser.

—No hay muchas posibilidades de que podamos fugarnos —dijo Fígulo al tiempo que volvía de nuevo la cabeza y se apoyaba contra la pared de mimbre. El optio bajó la mano e intentó cambiar de posición la argolla de cuero que tenía alrededor del tobillo para que no le molestara tanto—. Aun cuando pudiéramos sacarnos esto.

Cato se encogió de hombros. Hacía tiempo que había abandonado toda idea de escapar, una vez evaluada detenidamente la situación. Tres guerreros vigilaban el establo día y noche. Mientras que la pared no representaba un serio obstáculo para alguien decidido a abrirse camino por o sobre ella, la larga cadena que ataba a todos los prisioneros hacía imposible salir del establo.

Cato rechazó de su pensamiento cualquier consideración de huida y se concentró en el motivo por el que, para empezar, no les habían matado. No parecía tener ningún sentido. Serían inútiles como rehenes. ¿Qué significaba la vida de una veintena de legionarios para el general Plautio? Y el hecho de que fueran fugitivos de la justicia romana aún los hacía menos valiosos como moneda de cambio. Así pues, si no eran rehenes, ¿qué eran? El propósito alternativo de su cautiverio llenó a Cato de un horror que le oprimió la espina dorsal con gélido abrazo.

Sacrificios humanos.

Carataco, al igual que todos los líderes celtas, mostraba deferencia hacia una autoridad que se situaba por encima incluso de los reyes que gobernaban las tribus de aquella isla: los druidas. Cato se había tropezado con ellos anteriormente y llevaba la cicatriz de una terrible herida que le asestó un druida con una hoz. Peor aún, tenía pruebas de lo que los druidas les hacían a los hombres, mujeres y niños que ofrecían como sacrificio a sus dioses. La imagen de ser descuartizado en un altar de piedra o de ser quemado vivo en una jaula de madera le obsesionó durante todas las largas horas que pasó atado a sus hombres en aquella prisión.

En cuanto a los demás, la mayoría compartían su presentimiento y permanecían sentados en silencio, moviéndose sólo cuando ya habían aguantado tanto tiempo en una misma posición que ésta se volvía insoportablemente incómoda. Incluso Mételo y sus compinches tenían la boca cerrada y aguardaban sentados el inevitable final. Sólo Fígulo parecía tener ganas de luchar, y observaba y escuchaba atentamente la rutina diaria del campamento circundante. Cato admiraba la determinación de su optio, por irrelevante que fuera, y no intentó persuadir a Fígulo para que dejara de preocuparse y aceptara su destino.

Al final del tercer día, un repentino y ensordecedor coro de vítores despertó a Cato de un sueño ligero. Hasta los guardias que había en el exterior del establo se unieron a él, hendiendo el aire con sus espadas en alto a cada grito que daban.

—¿Qué es todo este jaleo? —preguntó Cato.

Fígulo escuchó un momento antes de responder.

—Carataco. Es Carataco… Están gritando su nombre.

—Debe de llevar unos cuantos días lejos de su campamento. Me pregunto dónde habrá estado.

—Sin duda tratando de incitar más resistencia a nuestras legiones, señor. Estoy pensando que no tardará en quedarse sin aliados.

—Tal vez —replicó Cato de mala gana—. Pero eso no va a servirnos de mucho, ¿verdad?

—No…

Los vítores y aclamaciones se prolongaron largo rato antes de que los guerreros nativos se hartaran y volvieran a su entrenamiento y demás ocupaciones.

El sol se escondió tras lo alto de la pared y sumió en tinieblas a los prisioneros. Era la hora en que sus guardias entraban en el establo y les daban un cesto de sobras. Los hombres se movieron lentamente aguardando la oportunidad de intentar engañar al estómago en su doloroso sufrimiento a causa del hambre. Cato se dio cuenta de que se estaba relamiendo y mirando la puerta que cerraba el establo. Los tuvieron esperando un poco más de lo habitual y por un momento temió que aquella noche no hubiera comida. Entonces se oyó el suave ruido metálico de la cadena que aseguraba la puerta y ésta se abrió de un empujón. Un pálido haz de luz se extendió sobre el apestoso montón de inmundicia del establo, luego una sombra pasó sobre él, Cato levantó la vista y vio a un guerrero corpulento que se alzaba por encima de ellos, dirigiendo miradas fulminantes a las mugrientas criaturas encadenadas entre sí.

—¿Quién de vosotros tiene mayor rango?

Aunque el acento era muy marcado, su latín era lo bastante bueno para comprenderse y Cato hizo amago de levantar el brazo. Fígulo lo refrenó enseguida con una sacudida de la cabeza a modo de advertencia y se preparó para presentarse voluntario. Pero Cato habló primero.

—¡Yo!

El guerrero se volvió hacia Cato y enarcó las cejas.

—¿Tú? He preguntado por tu comandante, no por ti, pastorcillo. Venga, ¿quién de vosotros es?

Cato se sonrojó, enojado, y carraspeó para responder con voz lo más clara posible.

—Soy el centurión Quinto Licinio Cato, comandante de la sexta centuria, tercera cohorte de la Segunda legión augusta. ¡Soy el oficial de más rango de los que estamos aquí!

El guerrero no pudo evitar sonreír ante la ofensa que había suscitado. Miró a Cato de arriba abajo y soltó una carcajada antes de continuar hablando en su propio idioma.

—No tenía ni idea de que los soldados de vuestras legiones estuvieran a las órdenes de niños pequeños. ¡Pero si pareces un muchacho imberbe!

—Puede ser —repuso Cato en celta—. Pero tengo edad suficiente para saber que vosotros los bótanos sois una mierda. ¿Cómo si no habría podido matar a tantos?

La sonrisa desapareció del rostro del guerrero, que clavó una gélida mirada en el joven centurión.

—Ten cuidado con la lengua, chico. Mientras tengas. Eres tú el que está de mierda hasta el cuello, no yo. Harás bien en recordarlo.

Cato se encogió de hombros.

—Bueno, ¿para qué me querías?

El guerrero se agachó, deshizo la argolla que rodeaba el tobillo de Cato y deslizó el brazalete de cuero para sacárselo de la pierna al centurión. Luego tiró de Cato con brusquedad para levantarlo y le rugió en la cara:

—Hay alguien que quiere verte, romano.

Cato quería retroceder ante los ojos abiertos como platos y los dientes que enseñaba el bárbaro, y supo que el tipo quería que se encogiera, que diera alguna muestra de miedo. Cato era igualmente consciente de que sus soldados lo estaban observando con atención; con miedo, sí, pero también para ver si era capaz de hacer frente al enemigo.

—Que te jodan —le dijo Cato en latín. Sus labios esbozaron una sonrisa y entonces le escupió en la cara al guerrero. Tenía la boca seca y fue aire más que saliva lo que le cayó al guerrero. Aun así, tuvo el efecto deseado y Cato se dobló en dos cuando el hombre le propinó un puñetazo en el estómago. Cayó de rodillas, doblado por la mitad y jadeando, pero en los oídos de Cato resonaban los gritos de apoyo y desafío de los legionarios. El guerrero agarró del pelo al centurión y tiró de él para que volviera a tenerse en pie.

—¿Qué te parece esto, romano? La próxima vez te aplastaré las pelotas como si fueran huevos. Y nunca más podrás hablar como un hombre. Vamos.

Arrojó a Cato al exterior del establo y cuando lo seguía vio que se acercaba un guardia con el cesto de comida para los prisioneros. Al acercarse el guardia a la entrada del establo, el guerrero arremetió con el puño y mandó el cesto volando por los aires, con lo que todas las sobras se desparramaron. Un grupo de pollos que merodeaba en la choza más próxima acudió correteando a toda prisa y empezaron a picotear los rancios bocados. El guerrero movió la cabeza con satisfacción antes de volverse hacia el sorprendido guardia.

—Hoy no hay comida para los romanos.

El guardia asintió y se agachó con cautela para llevarse el cesto mientras el guerrero agarraba con fuerza a Cato del brazo y lo arrastraba lejos, hacia el centro del campamento. Estaban preparando la cena y el olor de la comida inundaba la atmósfera, atormentando a Cato incluso cuando recuperaba el aliento poco a poco. A pesar del dolor de estómago seguía estando lo bastante alerta como para no dejar de mirar a su alrededor mientras lo arrastraban por el campamento. Allí había muchos guerreros, hombres de aspecto rudo levantaban la mirada cuando el guerrero pasaba entre ellos con su prisionero. La carne curada colgaba de unos soportes y los graneros estaban llenos casi hasta los topes. Estaba claro que aquellos hombres tenían la voluntad y las provisiones para continuar la lucha y actuar como un centro alrededor del cual podía acrecentarse la resistencia hacia Roma. Cato se dio cuenta de que si las legiones conseguían someter aquella isla al control del emperador, sería necesario destruir completamente a aquellos hombres. Desde luego, ése ya no era su problema, pues no era un soldado romano. Seguramente no iba a ser nada en un futuro próximo. Tal vez en aquellos momentos ya lo estuvieran arrastrando hacia su ejecución… un sacrificio para algún ritual nocturno de los druidas.

Al final, cuando la oscuridad rodeaba el campamento, a Cato lo empujaron a través de la abertura de una de las chozas más grandes y, con las manos atadas, cayó torpemente sobre las esteras de juncos que había esparcidas por el suelo. Rodó de lado y vio una pequeña hoguera que chisporroteaba en el centro de la choza. Sentado en un taburete junto al fuego había un hombre vigoroso con el cabello de color rubio rojizo sujeto hacia atrás, de manera que no le cubría la cara. Vestía una sencilla túnica y unos calzones que ponían de relieve la mole de músculos que cubrían. En unos brazos robustos, que terminaban en unos largos dedos entrelazados, se apoyaba una mandíbula barbuda. Un grueso bigote descendía formando una curva a ambos lados de sus apretados labios. El resplandor del fuego dejaba ver el rostro de un hombre de unos cuarenta años con una frente ancha y un entrecejo prominente. Alrededor de su cuello brillaba un torques de oro y Cato reconoció el diseño de inmediato. Sintió una oleada de terrible aprensión.

—¿De dónde has sacado ese torques? —le espetó en celta.

El hombre enarcó las cejas sorprendido e inclinó la cabeza con una expresión de desconcierto.

—Romano, no creo que estés en condiciones de discutir tus gustos en joyería.

Cato se puso de rodillas como pudo y se obligó a calmarse.

—No, me imagino que no.

Las ataduras de sus muñecas le molestaban y Cato acomodó el trasero en el suelo, sentándose con las piernas cruzadas, de modo que pudiera apoyar los brazos. Entonces examinó al otro hombre con más detenimiento. Estaba claro que era un guerrero, y lo envolvía el aura serena de un comandante nato. El torques era idéntico al que Macro llevaba en torno a su grueso cuello. Macro se lo había quitado al cadáver de Togodumno, un príncipe de la poderosa tribu de los catuvellauni y hermano de Carataco. Cato agachó levemente la cabeza.

—Supongo que eres Carataco, rey de los catuvellauni, ¿no?

—A tu servicio. —El hombre inclinó la cabeza con falsa modestia—. Tuve dicho honor hasta que vuestro emperador Claudio decidió que nuestra isla supondría una buena adquisición para su colección de tierras de otros pueblos. Sí, fui rey… una vez. Lo sigo siendo, aunque mi reino se ha visto reducido a esta pequeña isla en los pantanos y mi ejército está formado por los pocos guerreros que sobrevivieron a nuestro último encuentro con las legiones. ¿Y tú eres?

—Quinto Licinio Cato.

El rey asintió con la cabeza.

—Tengo entendido que tu gente prefiere que se la llame por el último de los nombres de su lista.

—Entre amigos.

—Entiendo. —Carataco esbozó una tenue sonrisa—. Muy bien, puesto que el último nombre es el más fácil de usar, a partir de ahora tendrás que considerarme un amigo.

Cato no respondió, y evitó que su rostro mostrara expresión alguna puesto que intuía algún tipo de trampa.

—Cato, entonces —decidió el rey.

—¿Por qué has mandado a buscarme?

—Porque así lo quiero —replicó Carataco imperiosamente al tiempo que erguía la espalda y miraba a Cato con desprecio—. ¿Vosotros los romanos tenéis por costumbre hacer preguntas impertinentes?

—No.

—Ya me lo figuraba. Por lo que he oído, a vuestros emperadores no les hace ninguna gracia que la gente común y corriente se dirija a ellos de modo directo.

—No.

—Pero ahora no estamos en Roma, Cato. De modo que habla libremente. Con más libertad de lo que lo harías entre los tuyos.

Cato agachó la cabeza.

—Lo intentaré.

—Bien. Tengo curiosidad por saber qué hacíais exactamente tú y tus compañeros acampados en el pantano. Si hubierais sido legionarios armados os hubiera matado enseguida. De no ser por vuestro horrible aspecto y el puñado de armas que llevabais ya estaríais muertos. Así pues, dime, romano ¿quiénes sois? ¿Desertores? —Miró expectante a Cato.

Cato lo negó con la cabeza.

—No. Somos condenados. Condenados injustamente.

—¿Condenados por qué?

—Por dejar que vuestro ejército se abriera camino a la fuerza por el paso del río.

Carataco enarcó levemente las cejas.

—¿Estabais con esos soldados de la otra orilla?

—Sí.

—Entonces fuisteis vosotros los que atrapasteis a mi ejército. ¡Por Lud! Esos soldados de la isla nos combatieron como demonios. Eran pocos, pero mortíferos. Cientos de mis guerreros cayeron ante ellos. ¿Estuviste allí, romano?

—En la isla no. Dicha unidad la comandaba un amigo mío. Yo estaba con el grueso principal, en la otra orilla.

Carataco pareció atravesar a Cato con la mirada mientras recordaba la batalla.

—Ya casi nos teníais. Si hubierais resistido un poco más habríamos quedado atrapados y nos hubierais aplastado.

—Sí.

—Pero, ¿cómo ibais a resistir contra un ejército? Nos contuvisteis tanto como os fue posible. Ningún comandante podría esperar más de sus soldados. No me digas que vuestro general Plautio os condenó por no lograr lo imposible.

Cato se encogió de hombros.

—Las legiones no toleran ningún fracaso. Hay que pedirle cuentas a alguien.

—¿A ti y esos otros? Eso sí que es mala suerte. ¿Qué es lo que os esperaba?

—Fuimos condenados a ser golpeados hasta morir.

—¿Golpeados? Eso es duro… aunque quizá no tanto como lo que te espera siendo mi prisionero.

Cato tragó saliva.

—¿Y qué es lo que me espera?

—No lo he decidido. Mis druidas tienen que preparar un sacrificio cruento antes de volver a la lucha. Unos cuantos de tus hombres podrían ir muy bien para aplacar a nuestros dioses de la guerra. Pero, como ya he dicho, todavía no lo he decidido. Ahora mismo sólo quiero ver cómo sois los soldados de las legiones. Para conocer mejor a mi enemigo.

—No diré nada —le dijo Cato con firmeza—. Debe saberlo.

—¡Tranquilo, romano! No tengo intención de torturarte. Simplemente quiero descubrir más cosas sobre las costumbres de los soldados que constituyen vuestras tropas. He intentado hablar con vuestros oficiales, ese puñado de tribunos que han caído en nuestras manos. Pero dos de ellos se mataron antes de que pudiera interrogarlos. El tercero era frío, altanero y despectivo, y me dijo que era un cerdo bárbaro y que prefería morir antes que sufrir la indignidad de hablar conmigo. —Carataco sonrió—. Tuvo lo que quería. Lo quemamos vivo. Mantuvo el control de sí mismo casi hasta el final. Luego gritó y gimió como un niño. Pero no le pude sacar nada, salvo un desprecio de lo más profundo y vil. Dudo que tus superiores me cuenten muchas cosas, Cato. En cualquier caso, es sobre los soldados de vuestras legiones sobre los que quiero saber más, comprenderlos; conocer mejor a los hombres contra los que mis guerreros quedaron hechos pedazos, como olas contra una roca. —Hizo una pausa y miró directamente a Cato—. Quiero saber más sobre ti. ¿Cuál es tu rango, Cato?

—Soy centurión.

—¿Centurión? —Carataco se rió—. ¿No eres un poco joven para ostentar semejante rango?

Cato notó que se ruborizaba ante aquel despreocupado desdén.

—Soy lo bastante mayor para haberlo visto vencido una y otra vez este último año.

—Eso va a cambiar.

—¿Ah, sí?

—Por supuesto. Sólo necesito más hombres. Mis efectivos aumentan día a día. El tiempo está de mi lado, y nos vamos a vengar de Roma. No podemos perder siempre, centurión. Incluso tú deberías darte cuenta de ello.

—Debe de estar cansado de combatirnos, después de tantas derrotas —comentó Cato en tono calmado.

Carataco fijó la mirada en él, más allá del resplandor del fuego. Por un momento Cato temió que su rebeldía hubiera sido exagerada. Pero entonces el rey movió la cabeza en señal de asentimiento.

—Ya lo creo que estoy cansado. Sin embargo, hice el juramento de que protegería a mi pueblo de cualquier invasor y voy a luchar contra Roma hasta mi último aliento.

—No puede ganar —le dijo Cato con delicadeza—. Debería darse cuenta.

—¿No puedo ganar? —Carataco sonrió—. Ha sido un año muy largo para todos nosotros, romano. Tus legionarios deben de estar agotados tras tantas marchas y combates.

Cato se encogió de hombros.

—Es nuestro estilo de vida. No conocemos otro. Aun cuando mi pueblo no está en guerra nos entrenamos para la siguiente, cada día. Cada batalla de entrenamiento sin derramamiento de sangre que libran nuestros soldados aumenta su apetito por la batalla real. Vuestra gente ha combatido con valentía, pero fundamentalmente son granjeros… aficionados.

—¿Aficionados? Tal vez —admitió el rey—. Pero ha faltado muy poco para que os derrotáramos. Incluso un romano orgulloso debe reconocerlo. Y todavía no estamos vencidos. Mis exploradores me informan de que vuestra Segunda legión está acampada al norte del pantano. Tu legado ha apostado una de sus cohortes al sur. ¡Imagínate! ¡Una cohorte! ¿De verdad es tan arrogante como para creer que una cohorte puede contenerme? —Carataco sonrió—. Creo que hace falta darle una lección a tu legado. Le demostraremos a él, y al resto de vosotros, romanos, que esta guerra está lejos de haber terminado.

Cato se encogió de hombros.

—Admito que hubo ocasiones en las que el éxito de nuestra campaña parecía no estar claro. Pero, ¿ahora…? —Meneó la cabeza—. Ahora sólo os espera la derrota.

Carataco frunció el ceño y por un momento pareció apenado antes de responder.

—Tengo edad suficiente para ser tu padre y aun así tú me hablas como si fuera un niño. Ten cuidado, romano. La arrogancia de la juventud no se tolera mucho tiempo.

Cato bajó la vista.

—Lo lamento. No quería ofenderle. Pero, con todo mi corazón sé que no puede ganar, y que debe terminar el sacrificio innecesario de la gente de estas tierras. Ellos os lo suplicarían.

Carataco alzó el puño y señaló a Cato con el dedo.

—¡No te atrevas a hablar en nombre de mi pueblo, romano!

Cato tragó saliva, nervioso.

—¿Y en nombre de quién habla usted, exactamente? Sólo un puñado de tribus permanecen leales a su causa. El resto ha aceptado su destino y ha llegado a un acuerdo con Roma. Ahora son nuestros aliados, no los suyos.

—¡Aliados! —El rey escupió en la hoguera con desprecio—. Esclavos es lo que son. Son peor que los perros que se alimentan de las sobras de mi mesa. Ser aliado de Roma es condenar a nuestro reino a una muerte en vida. Mira si no al idiota de Cogidumno. He oído que tu emperador ha prometido construirle un palacio. Uno que sea digno de un rey cliente. De modo que cuando muera condenará a su pueblo a convertirse en propiedad de Roma, sólo para pasar el resto de sus días en una jaula dorada, despreciado por tu emperador y por su propia gente. Esa no es manera de vivir para un rey. —Miró con tristeza al refulgente corazón de la hoguera—. Ésa no es manera de gobernar para un rey… ¿Cómo puede vivir con tanta vergüenza?

Cato se quedó callado. Sabía que lo que decía Carataco sobre los reyes clientes era verdad. La historia del crecimiento del Imperio estaba plagada de cuentos sobre reyes que habían aceptado gustosos su condición de cliente y que se habían obsesionado tanto con las chucherías que les habían puesto delante que quedaron ciegos a la suerte de su pueblo. Pero, ¿cuál era la alternativa?, pensó Cato. Si no se era un rey cliente, ¿entonces qué? Un vano intento de resistencia y luego el frío consuelo de una fosa común para aquellos reyes y sus pueblos que valoraban la libertad respecto a Roma más que la propia vida. Cato sabía que debía tratar de hacer entrar en razón al rey, de poner fin a la carnicería sin fin que ya había empapado de sangre aquellas tierras.

—¿A cuántos de tus ejércitos ha derrotado Roma? ¿Cuántos de tus hombres han muerto? ¿Cuántas aldeas y poblados fortificados ya no son más que montones de cenizas? Tienes que hacer un llamamiento a la paz, por tu gente. Por su bien…

Carataco meneó la cabeza y siguió mirando fijamente al fuego. Ninguno de los dos habló durante un buen rato. Cato se dio cuenta de que habían llegado a un punto muerto. A Carataco lo consumía el espíritu de resistencia. El peso de la tradición y los códigos guerreros con que lo habían imbuido desde la cuna lo arrastraban irremediablemente por el camino de la trágica autodestrucción. No obstante, era consciente del sufrimiento que su modo de actuar implicaba para los demás. Cato vio que su argumento sobre el padecimiento innecesario de las gentes había dado en el blanco del espíritu del rey. Carataco era lo bastante imaginativo y empático como para eso, comprendió Cato. El camino sin salida se rompería sólo si el rey aceptaba que la derrota era inevitable.

Al final Carataco levantó la vista y se frotó la cara.

—Estoy cansado, centurión. No puedo pensar. Tendré que hablar contigo en otro momento.

Llamó al guardia y el hombre que había escoltado a Cato desde el establo entró en la choza agachando la cabeza. El rey, con un breve movimiento de la cabeza, le indicó que había terminado con el romano y a Cato lo levantaron tirando de él bruscamente y lo empujaron hacia la oscuridad del exterior. Él volvió la vista atrás y, antes de que la cortina de cuero volviera a deslizarse frente a la entrada, pudo ver al rey: inclinado hacia delante, la cabeza apoyada en las manos, sumido en una pose de soledad y desesperación.