Capítulo XXXVI

Media hora más tarde, Cato se metía bajo la parte trasera de la tienda de Maximio. Echó un vistazo a su alrededor y se sintió aliviado al ver que el lugar estaba vacío; los administrativos estaban realizando la inspección matutina con el comandante de la cohorte. Cato sostuvo el faldón de cuero de la tienda en alto y le hizo señas a Nepos. El legionario se metió bajo él rápidamente y se hizo a un lado para que el centurión no perdiera de vista a Tulio.

—Todo despejado. Le esperaré aquí, señor. Ahora será mejor que vaya a buscar a Macro.

Se le hacía extraño dar órdenes al veterano, y Cato se dio cuenta de que sería mejor mantener las formas con relación al código de comportamiento si quería que Tulio siguiera a su lado. Tal vez el anciano centurión ya no estuviera en la flor de la vida, y estaba claro que tenía los nervios destrozados, pero todavía conservaba el suficiente sentido común para entender lo que había que hacer. Cato sabía que debía ganarse todos los aliados posibles antes de osar enfrentarse al centurión Maximio.

Tulio asintió.

—De acuerdo. Tú mantente fuera de la vista, joven Cato.

Con un gesto de la cabeza, Cato le indicó que así lo haría y dejó caer nuevamente el faldón de cuero. Al echar un vistazo a su alrededor vio el arcón personal del comandante de la cohorte. Había una capa roja plegada por encima de uno de sus lados y sobre ella se apoyaba una espada. No era la espada exquisitamente trabajada que solía llevar, sólo era una de las reglamentarías, con un mango que con el tiempo se había desgastado hasta quedar suave y con un aspecto vítreo. Cato sonrió. Debía de tratarse de una reliquia de la época de legionario de Maximio, un lejano recuerdo. Un recuerdo de lo más útil. Cato desenvainó la hoja suavemente y a continuación dobló el extremo de la capa por encima de la parte superior de la vaina para ocultar la ausencia del arma.

Le pasó la espada a Nepos.

—Toma esto y escóndete ahí, dentro de los aposentos. Quédate en ellos y guarda silencio. Sal sólo si yo te llamo. ¿Entendido?

—Sí, señor.

—Bien. Ahora ve.

Mientras Nepos se alejaba sin hacer ruido, Cato echó un vistazo en busca de un lugar donde esconderse y volvió junto al arcón. Era de paredes altas y lo habían colocado en la parte trasera de la tienda para que no estorbara. Rodeó el arcón midiendo bien los pasos, se agachó detrás de él y se acomodó para esperar que Maximio regresara con sus oficiales. Era una suerte, reflexionó Cato, que la rutina de las legiones romanas fuera inmutable. El comandante de la cohorte volvería a su tienda para impartir las instrucciones matutinas a sus oficiales tan puntualmente como la noche seguía al día.

Fuera de la tienda, los sonidos de los legionarios ocupándose de sus obligaciones resultaban familiares y tranquilizadores después de los días de inquietud que Cato había pasado en los pantanos. No era la primera vez que tenía la sensación de que la legión se había convertido en su hogar y, mientras viviera, sólo se sentiría seguro y a salvo siempre y cuando estuviera bajo su manto protector.

En aquellos momentos había pocas posibilidades de que su vida fuera larga, decidió con amargura. Aunque Maximio no tratara de matarlo allí mismo, los guerreros enemigos que asaltaran el fuerte lograrían hacer lo que el centurión no había podido. Cato estuvo tentado por un momento de llamar a Nepos, echar a correr y abandonar el fuerte antes de que el comandante de la cohorte regresara a su tienda. Cato apretó los dientes y se golpeó el muslo con furia. Ya se había comprometido y tenía que enfrentarse a Maximio para contar con alguna posibilidad de evitar el desastre.

El tiempo pasaba con exasperante lentitud y Cato permaneció sentado, tenso y expectante, mientras aguzaba el oído para captar el primer sonido que indicara el regreso del comandante de la cohorte. En varias ocasiones oyó a Maximio bramar una orden o lanzar una enojada maldición mientras desarrollaba la inspección del fuerte. En cada una de ellas Cato se preparó para el trabajo que debía hacer y cada vez que resultó ser una falsa alarma su determinación se desmoronaba un poco más y se sentía un paso más cerca de sucumbir ante sus miedos y salir corriendo.

Entonces, por fin, volvió a oír a Maximio, que estaba muy cerca y que sin duda se disponía a entrar en la tienda.

—¡Tulio!

—¿Señor?

—¿Has dado instrucciones a los optios sobre las patrullas de hoy?

—Sí, señor. Antes de la inspección.

—Bien. Entonces sólo faltan los centuriones. Mira, ahí están. ¡A la reunión! ¡Moveos!

Cato se agazapó detrás del arcón y apenas se atrevía a respirar, mientras el pulso le martilleaba en los oídos. Las paredes de cuero de la tienda brillaron cuando Maximio atravesó los faldones para entrar en sus dependencias. Se oyó un resoplido cuando el comandante de la cohorte se sentó en una silla y luego la tienda volvió a brillar de nuevo cuando los demás centuriones, con la respiración agitada, se reunieron con él y con Tulio.

Sin ningún preámbulo, Maximio vociferó una orden.

—Tomad asiento, centuriones, se nos hace tarde.

Se oyó un breve murmullo mientras los oficiales se sentaban.

—¿Dónde está el centurión Cordo? —preguntó Maximio con rudeza—, ¿Tulio?

—Lo siento, señor. Lo ha mandado a la aldea para hacerse con algunos nativos. El canal de residuos del fuerte se está atascando y es necesario aumentar su capacidad, ahondarlo.

—No puede decirse que eso necesite la atención personal de un centurión, ¿verdad?

—Estaba disponible, señor. Y más que dispuesto a hacer el trabajo.

—Sin duda —rió Maximio—. Es un buen muchacho. Si todos mis oficiales tuvieran tantas ansias de tratar a esos bárbaros como las alimañas que son… Tú le dijiste que se fuera, Tulio, de modo que puedes ir a buscarle.

—Sí, señor… ¿Con su permiso?

—Vete.

Por un momento nadie dijo nada, hasta que Tulio salió de la tienda, entonces Maximio volvió a reírse.

—Aseguraos de no acabar como ése, muchachos.

Cato oyó que el centurión Félix se hacía eco del regocijo de su comandante. Entonces Maximio cortó de pronto.

—¿Qué pasa, Antonio? ¿Se te ha comido la lengua el gato?

—No, señor.

—¿Pues a qué viene esa cara larga?

—Señor…

—¡Suéltalo ya, hombre!

—Estaba pensando en lo que Cato dijo antes. Su advertencia.

—¡Una advertencia, ya lo creo! —exclamó Maximio con desdén—. Lo que pasa es que ya ha tenido bastante pantano. Ya viste el estado en que estaba. Esa mierda sobre la advertencia no era sino un subterfugio para engatusarnos y volver a la cohorte. De todos modos, ahora que ese cabrón está en nuestras manos y el resto del grupo sin duda están muertos, podemos dar por terminado nuestro trabajo aquí, llevárselo a Vespasiano e incorporarnos a la legión. Deberías celebrarlo, Antonio, en lugar de preocuparte como una vieja.

Cato oyó que Félix soltaba un resoplido de desdén antes de que el centurión Antonio murmurara su respuesta:

—Sí, señor…

—¿Qué diablos es ese olor? —Maximio husmeó—. Huele como si algo se hubiera deslizado hasta aquí, le hubiera dado una cagalera y hubiese muerto. ¿Qué es esa peste?

En la parte trasera de la tienda hubo un parpadeo de luz cuando la portezuela volvió a abrirse.

—¿Tulio? —Maximio pareció sorprendido—. ¿Ya? Entonces, dónde… ¿Qué significa esto? ¿Qué demonios está haciendo aquí Macro? ¿Por qué va armado?

Tomando aire una última vez para intentar calmar sus nervios, Cato se puso en pie.

—Señor, tiene que escuchar.

—¿Qué…? —Maximio giró sobre sus talones al oír su voz—. ¿Cato? ¿Qué demonios está pasando aquí? ¡Guardias!

Tulio meneó la cabeza.

—No servirá de nada, señor. Los mandé a buscar a Cordo; en su nombre, señor.

—¿En mi nombre? —Maximio pasó la mirada de Tulio a Macro, luego la volvió hacia Cato. De pronto abrió los ojos hasta desorbitarlos—. ¿Qué es esto? ¿Un motín?

—No, señor. —Tulio levantó una mano y avanzó—. Tiene que escucharnos. Escuche a Cato.

—¡Antes os veré en el infierno! —espetó Maximio, y se puso en pie de repente—. ¡Antonio! ¡Félix! ¡Desenvainad las espadas!

—Quedaos donde estáis. —Macro saltó hacia delante y levantó la punta de su espada para colocarla cerca de la garganta de Félix—. Ni siquiera pienses en moverte. ¡Tulio! Vigílalo. —Macro señaló con un gesto de la cabeza al comandante de la cohorte. Pero fue demasiado tarde. Casi al mismo tiempo en que Macro terminó de hablar, Maximio ya estaba de pie, espada en ristre. Tulio vaciló y miró de Maximio a Macro con expresión de impotencia.

Cato se volvió hacia la portezuela que daba a los aposentos del comandante de la cohorte.

—¡Nepos! ¡Ven aquí!

El legionario entró precipitadamente y se preparó, con la espada de Maximio alzada y listo para golpear. Por un momento Cato se quedó mirando con nerviosismo al comandante de la cohorte, cuyos músculos temblaban dispuestos a dar un salto. Maximio entornó los ojos un momento y concentró su mirada penetrante en el legionario.

—¡Suelta el arma! ¡Es una orden!

La punta de la espada de Nepos descendió levemente y Cato se interpuso entre ellos, rompiendo la línea de visión de Maximio hacia el legionario.

—Si le obedeces eres hombre muerto. ¿Entendido?

Nepos asintió lentamente con la cabeza y Cato se dio la vuelta para situarse frente al comandante de la cohorte.

—Baje su espada, señor.

Maximio se quedó quieto un instante, la tensión en torno a sus ojos disminuyó y logró esbozar una sonrisa.

—Tienes ventaja, Cato. Por ahora.

—La espada, señor… bájela.

Maximio relajó el brazo y dejó que la hoja descendiera hacia su costado.

—Suelte la espada, señor —dijo Cato con firmeza—. No se lo volveré a repetir.

—¿Y dejarás que tus hombres me abatan? No lo creo.

Nadie dijo nada cuando Cato extendió la mano hacia el comandante de la cohorte. Cato notaba el corazón latiéndole en el pecho y una opresión en la garganta mientras intentaba dominar su miedo. Por un momento pareció que Maximio lo había calado y una sonrisa de desprecio se formó lentamente en los labios de aquel hombre mayor que él. Cato inclinó la cabeza hacia delante y se negó a que su mirada titubeara.

Al final Maximio asintió y envainó su espada.

—De acuerdo, chico. Oigamos lo que tienes que decir. —Maximio le dio la espalda a Cato y tranquilamente se dirigió a su escritorio—. Háblame sobre ese ataque.

Cato vio que las mejillas de Tulio se deshinchaban cuando respiró aliviado. Pero Cato sabía que aquello no había terminado todavía. Rápidamente se colocó detrás de Maximio, alargó una mano de golpe y le arrebató la espada a su comandante, sacándola de su vaina con un fuerte ruido áspero. Retrocedió y alzó la hoja apuntando a la espina dorsal de su superior. Maximio se quedó petrificado.

—Será mejor que la vuelvas a poner en su lugar antes de que sea demasiado tarde —dijo.

—Ya es demasiado tarde —replicó Cato.

Tulio empezó a avanzar.

—¿Qué demonios estás haciendo, Cato?

—Señor, no podemos fiarnos de él. Fingirá escucharnos y en cuanto salgamos de la tienda hará que nos arresten, o que nos maten aquí mismo. ¿Nepos?

—¿Señor?

—Átalo.

—¿Y qué me dices de éste? —Macro señaló al centurión Félix con su espada—. No va a alzarse contra su señor.

—Sí, Félix también. Tenemos que darnos prisa.

Mientras los dos oficiales eran retenidos a punta de espada, Nepos les desató las botas apresuradamente y utilizó las recias tiras de cuero para atarles las muñecas y los tobillos con fuerza. Tulio y Antonio miraban, cada vez más anonadados.

—No puedes hacer esto —dijo Tulio entre dientes—. Es un motín. Mierda, vas a hacer que nos maten a todos.

—Ahora ya es demasiado tarde, señor —dijo Cato en tono suave—. Todos estamos involucrados. Macro, Antonio, usted y yo. Si ahora los dejamos ir nos ejecutarán a todos.

Maximio hizo que no con la cabeza.

—No es demasiado tarde para ti, Tulio. O para ti, Antonio. Detened a estos locos y no se os juzgará.

Cato miró a Tulio y vio que el viejo vacilaba.

—¡Tulio!, usted me ha liberado. Lo arregló todo para que Macro estuviera armado y lo trajo hasta aquí. Ahora ya no habrá clemencia para usted, señor. Hay mucho más en juego que nuestras vidas. Él no está capacitado para dirigir esta cohorte. Y menos cuando estamos a punto de ser atacados por Carataco. Señor, no pierda el coraje. Sus hombres lo necesitan.

Tulio pasó la mirada de Cato a Maximio, volvió a mirar al primero y se frotó el rostro.

—¡Maldito seas, Cato! Vas a acabar conmigo.

—Al final estaremos todos acabados, señor. Lo único que importa es asegurarse de que su muerte no sea inútil, señor. Si ahora lo soltamos, Maximio hará que nos maten como a perros. Si nos reserva para un juicio, moriremos encadenados cuando Carataco llegue. Pero si nosotros… si usted toma el mando, entonces cabrá la posibilidad de que alguno de nosotros sobreviva al ataque. O mejor aún, puede que incluso logremos terminar con Carataco de una vez por todas. Si eso ocurre es posible que el general Plautio pase todo esto por alto.

—¡Muchas posibilidades tenéis de que eso ocurra! ¡Y una mierda! —terció Maximio con desdén.

Cato no le hizo caso y concentró su atención en Tulio.

—Señor, si cambia de opinión ahora estará muerto. Si seguimos con nuestro plan puede que sobrevivamos. No hay más elección que ésta.

Tulio se mordió el labio, atrapado en la agonía de la indecisión. Al final movió la cabeza en señal de asentimiento.

—¡Bien! —Macro le dio una palmada en el hombro y a continuación se volvió hacia Antonio—. ¿Y usted? ¿Está con nosotros?

—Sí… pero si esto llega ajuicio quiero que quede claro que yo estaba obedeciendo vuestras órdenes.

Macro soltó un bufido de desdén.

—Gracias por el apoyo leal.

—¿Lealtad? —Antonio enarcó una ceja—. Ahora mismo escasea bastante. Yo sólo quiero sobrevivir. Si la elección es tal y como la ha descrito Cato, secundaros es sencillamente la mejor apuesta.

—A mí ya me vale —dijo Cato—. Nepos, lleva a estos dos a los aposentos de Maximio y átalos a la cama. Amordázalos también. Tienen que estar callados.

—Hay una manera mejor de mantenerlos callados —añadió Macro.

—No, señor. No es necesario. Todavía no.

En tanto que Nepos se llevaba a rastras a los dos oficiales atados el resto se agrupó en torno a la gran mesa que había en el centro de la tienda. Por un momento se hizo un silencio incómodo antes de que Cato se aclarara la garganta y se dirigiera a Tulio.

—Señor, ¿cuáles son sus órdenes?

—¿Órdenes? —El veterano parecía confuso.

—Usted es el oficial de más rango aquí presente —le apuntó Cato—. Tenemos que asegurarnos de que la cohorte esté lista para defenderse. ¿El plan, señor?

—¿El plan? Ah, sí. —Tulio ordenó sus pensamientos, miró por encima del escritorio en busca del mapa del pantano circundante que Maximio había esbozado basándose en los informes de las patrullas y en cualquier indicio que habían logrado obtener tras convencer a los aldeanos del lugar de que lo facilitaran. Las líneas esbozadas para señalar los pequeños senderos se entrecruzaban con el contorno del pantanal. Una línea más ancha indicaba la ruta principal a través del pantano, que conducía hacia el norte, hacia la cuenca alta del Támesis. Tulio colocó un dedo en el mapa.

—Si Cato está en lo cierto, es por aquí por donde vendrá Carataco con su ejército. Hay otro puñado de senderos que pueden utilizarse para entrar en el valle, pero no son adecuados para grandes contingentes. De modo que contamos con que venga por el camino principal. Ahí es donde tendremos que contenerlo. Reforzar la entrada ya existente y esperar que podamos retenerla.

Antonio levantó la mirada.

—¿Abandonar el fuerte? Pero eso es una locura, señor. Si son más que nosotros, ¿por qué no combatir desde unas defensas adecuadas? Es nuestra mejor posibilidad.

—No, no lo es —interrumpió Cato—. El centurión Tulio tiene razón. Hemos de intentar frenar su avance, impedir que salga del pantano y entre en el valle.

—¿Por qué?

—Cuando escapé de su campamento…

—¿Su campamento? —Antonio puso cara de asombro—. ¿Cómo demonios…?

Cato alzó una mano para que se callara.

—Se lo explicaré más tarde, señor. La cuestión es que mandé a mi optio hacia el norte con un mensaje para Vespasiano. A estas alturas tendría que haberlo alcanzado. De modo que Vespasiano sabrá la localización del campamento de Carataco. También sabrá que tiene intención de abalanzarse sobre la tercera cohorte, así como la ruta que es probable que tome. Conociendo a Vespasiano, lo verá como una oportunidad única de acabar con Carataco. Si envía a la legión por ese camino, podrá caer sobre la retaguardia de las fuerzas enemigas. Carataco quedará atrapado entre Vespasiano y la tercera cohorte y será hecho pedazos, siempre y cuando podamos contenerlo en el pantano. Y eso significa dejar el fuerte y tomar posiciones en el camino. Si nos quedamos en el fuerte Carataco podrá escapar hacia el sur en cuanto divise a las fuerzas de Vespasiano.

—Hay un montón de objeciones —comentó Antonio en voz baja—. Añadiré unas cuantas de mi propia cosecha: ¿y si Fígulo no lo consigue? ¿Y si Vespasiano no le cree? ¿Y si te equivocas? ¿Y si Vespasiano no actúa?

—Es cierto, podría ser que Fígulo no llegara a la legión —admitió Cato—. Pero hemos de esperar que sí. El hecho de que se arriesgue a ser ejecutado al volver a la legión debería contar para algo. Tenemos que confiar en que el legado vea la ocasión de terminar con esta campaña de una vez por todas.

—¿Y si no es así?

—Entonces resistiremos a Carataco, al menos un tiempo. Si causamos bastante daño puede que retroceda lo suficiente como para que nosotros podamos intentar volver al fuerte. De lo contrario… —Cato se encogió de hombros—, de lo contrario al final nos arrollará y hará pedazos a la cohorte.

—Gracias. —Antonio chasqueó la lengua—. Es la reunión más inspirada que haya celebrado nunca.

—La cuestión es —continuó Cato— que tenemos que situarnos en posición lo antes posible y preparar las defensas. ¿Señor? —Se volvió hacia Tulio—. Estamos listos para recibir sus órdenes.

—Un momento —interrumpió Antonio y movió el pulgar hacia los aposentos del comandante de la cohorte—. ¿Qué vamos a hacer con esos dos?

—Sugiero que los dejemos donde están, señor.

—¿Y cómo vamos a explicar la ausencia de Maximio a los soldados? ¿La suya y la de Félix?

—No vamos a hacerlo. Tulio puede dar las órdenes como si procedieran de Maximio. Es el ayudante. ¿Quién va a cuestionarlo?

—Si Maximio no hace acto de presencia, puede que lo hagan.

Cato sonrió.

—Para entonces tendrán otras cosas en que pensar.

Entonces oyó el ruido de pasos de unas botas de marcha que se acercaban a la tienda. Miró a Tulio.

—Viene alguien.

El centurión de más edad fue corriendo a la portezuela de la tienda, miró brevemente afuera y luego se volvió hacia los demás.

—Es Cordo, y trae con él a los guardias de Maximio.