Capítulo XXII
Macro estaba bien despierto cuando sonó la alarma. No había podido dormir desde que regresó a su tienda. Eso era una primicia para Macro quien, por regla general, y como la mayoría de veteranos, solía sumirse en un sueño profundo en cuanto su cabeza tocaba el cabezal. Pero la situación no era normal ni mucho menos. Cato estaba ahí afuera, con escasas posibilidades de sobrevivir, y el propio Macro se hallaba en situación de riesgo. En cuanto descubrieran a los ayudantes del intendente atados y amordazados en la tienda donde se guardaba el equipo quedaría claro que alguien había ayudado a escapar a los prisioneros. Si descubrían que estaba involucrado entonces él sustituiría a aquellos que se habían enfrentado a la ejecución. Pocas dudas le quedaban al respecto. A pesar del rango y de un historial ejemplar, a Macro lo matarían.
En aquellos momentos, a través del hueco entre los faldones de su tienda el primer matiz de luz tenue teñía el cielo de un gris apagado. Seguía lloviendo, no tanto como durante la noche, pero por encima de su cabeza persistía el continuo repiqueteo del agua contra el cuero y un húmedo susurro en el exterior. Sonó un grito en la distancia que llamaba a las armas a la centuria de guardia. Un pelotón de soldados pasó junto a su tienda, unas siluetas oscuras contra la luz que iba ganando intensidad y unos pies que se deslizaban y chapoteaban por el barro.
Macro decidió que era mejor que saliera fuera para que vieran que había respondido a la alarma. Su supervivencia dependía de que fingiera estar tan sorprendido como los demás. Balanceó los pies por encima del catre de campaña y alargó la mano para coger sus botas. Cuando los dedos se cerraron sobre el cuero bien curado se detuvo, las dejó y rápidamente sacó la cabeza fuera de la tienda.
—¡Tú! —señaló a uno de los soldados que pasaban corriendo—. ¿A qué viene todo este maldito jaleo?
El legionario se detuvo y se puso firmes con la respiración agitada.
—Los prisioneros, señor.
—¿Qué pasa con ellos?
—Se han ido, señor. Se han escapado.
—¡Y una mierda! ¿Cómo van a escaparse?
El legionario se encogió de hombros en un gesto de impotencia. No tenía ni idea y no tenía por qué saber los detalles.
Macro asintió con la cabeza.
—De acuerdo. Continúa con lo que estés haciendo.
—¡Señor! —El legionario saludó y a continuación se encaminó de nuevo hacia su estandarte, que ondeaba lentamente de un lado a otro en la distancia, por encima de las cumbreras de la línea de tiendas. Macro se lo quedó mirando mientras se alejaba y se fijó en lo difícil que le resultaba a aquel hombre avanzar rápidamente por el pegajoso barro que rodeaba las tiendas. Eso era bueno. Cualquier cosa que pudiera retrasar la persecución de Cato y sus hombres. Macro volvió a meter la cabeza dentro de la tienda, se acordonó las botas a toda prisa y se echó encima su pesada capa. Los pliegues de lana se habían engrasado hacía poco y repelerían la mayor parte del agua. Con un momentáneo remordimiento cayó en la cuenta de que los hombres de Cato no contaban con semejantes comodidades y estarían temblando bajo sus túnicas empapadas. Pero no había tenido tiempo de hacerse con nada más que las armas, y con ello Fígulo y él ya habían corrido un riesgo bastante grande. Cato tendría que arreglárselas con eso y dar gracias de estar vivo al menos, reflexionó Macro mientras se dirigía a grandes zancadas hacia los hombres congregados en torno al estandarte.
El centurión Maximio llegó al trote para reunirse con sus oficiales, con la capa hecha un fardo bajo el brazo.
—¿Cuál es el motivo de la alarma?
Tulio, al mando de la centuria de guardia, irguió la espalda y dio un paso al frente.
—Los prisioneros se han escapado, señor.
—¿Escapado? —Maximio se quedó atónito—. No es posible. Enséñamelo.
Tulio se volvió hacia el descampado donde habían estado retenidos los prisioneros y sus hombres retrocedieron a trompicones para abrir paso a los oficiales. Se dirigieron hacia la zona de detención y se acercaron a los dos centinelas que Fígulo había dejado sin sentido. Estaban sentados en el suelo, bebiendo de las cantimploras de los soldados que los habían liberado.
—¿Qué demonios estáis haciendo? —gritó Maximio—. ¡En pie, maldita sea!
Los dos soldados, rígidos, se levantaron y se pusieron firmes con los demás legionarios cuando los oficiales se acercaron a ellos a grandes pasos. En un primer momento el comandante de la cohorte no les hizo caso y dirigió la mirada hacia la hierba aplastada donde habían estado retenidos los prisioneros. Dio tres pasos rápidos, se agachó para agarrar del suelo unos cuantos trozos de cuero cortado que observó detenidamente antes de sostenerlos en alto para que los vieran los demás oficiales.
—Los han cortado.
Macro tragó saliva y movió la cabeza en señal de afirmación.
—Alguien debe de haberles echado una mano.
—Eso parece. —Maximio se volvió hacia los dos centinelas—. Vaso, ¿qué ha pasado aquí?
El legionario de más edad se quedó mirando fijamente al frente, sin cruzar la mirada con el comandante de la cohorte.
—¿Y bien? —dijo Maximio en tono sosegado—. ¡Habla de una vez!
—Señor, este muchacho y yo fuimos sorprendidos. Saltaron sobre nosotros desde la oscuridad.
—¿Saltaron? ¿Cuántos eran?
—¡Dos, señor! —dijo el centinela más joven—. Y eran muy grandes, señor.
—¿Los reconocisteis?
—Estaba oscuro, señor… —respondió el más mayor—. No podría decirlo con seguridad.
A su compañero se le ensancharon los ojos.
—Reconocimos a uno de ellos, señor. A Fígulo.
—¿El optio Fígulo? —El comandante de la cohorte se rascó la mandíbula—. El optio de Cato. Esto tiene cierto sentido. ¿Qué hay del otro hombre?
Macro se obligó a permanecer muy quieto mientras esperaba que el veterano respondiera.
—No pude verlo bien, señor. Era más bajo que Fígulo, pero la mayoría de los soldados lo son, señor.
—Entiendo. —Maximio se volvió a mirar a Macro—. Quiero un informe de los efectivos de toda la cohorte. Descubre quién más falta. ¡Ahora mismo!
Macro se dio la vuelta para alejarse y empezó a buscar al trompeta de la cohorte. Tal como se esperaba, el hombre había acudido al estandarte de la centuria de guardia y el ancho arco de su instrumento de bronce estaba a punió, sujeto en su mano. Macro se acercó a él a grandes zancadas.
—¡Da el toque de reunión!
A medida que las intensas notas resonaban por las hileras de tiendas, los restantes soldados de la cohorte empezaron a amontonarse fuera, bajo la luz del día, y anduvieron con dificultad por el barro para unirse a las tropas que formaban junto al interior del terraplén. Los centuriones formaron frente a sus hombres en tanto que los optios llevaban a cabo un rápido recuento. Macro se hizo cargo de la centuria de Cato ahora que había perdido tanto a su centurión oficial como al interino.
Al cabo de un rato los oficiales informaron a Maximio.
—¿Sólo falta Fígulo? Pero los centinelas han dicho que eran dos.
—Quizá veían doble, ¿no? —dijo Macro con una sonrisa—. Estarían borrachos.
—A mí no me lo parecieron —comentó el centurión Tulio entre dientes.
—No —coincidió Maximio—. No lo estaban. Así pues parece que uno de los hombres que ayudó a escapar a los prisioneros se quedó atrás. Todavía sigue aquí.
—Tal vez no, señor —dijo Macro—. Pudo haber sido uno de los esclavos.
—Sí… es verdad. Manda a alguien para que haga un recuento de los esclavos.
Mientras esperaban, Macro se fijó en que su superior observaba el próximo amanecer con expresión preocupada. Entonces cayó en la cuenta del por qué y rápidamente dirigió la mirada hacia el campamento principal.
—No falta mucho para que llegue el legado.
Maximio dio un resoplido y soltó una pequeña carcajada amarga.
—El legado, el general y la primera cohorte de cada una de las legiones. Vamos a ser el hazmerreír de todos.
—Dudo que el legado se ría mucho —añadió el centurión Tulio—. Se comerá nuestras pelotas como primer bocado de su desayuno.
Macro asintió con la cabeza.
—Eso si tenemos suerte.
En aquel preciso momento sonaron las trompetas desde el otro lado del río, anunciando el cambio de guardia que señalaba el inicio oficial del día. Al cabo de un instante resonó un toque más fuerte procedente de los trompetas de la Segunda legión. Maximio y sus oficiales intercambiaron unas miradas nerviosas; las cohortes seleccionadas para presenciar el castigo se estarían poniendo las túnicas a toda prisa y embutiéndose las armaduras. Dándoles tiempo para que formaran, cruzaran el río y tomaran posiciones en el descampado que había frente a las fortificaciones de la Segunda legión, Maximio y sus hombres disponían de poco más de media hora antes de que se descubriera la verdad. Luego la ira de los oficiales superiores del ejército caería sobre ellos como una avalancha de granito.
—¡Se acerca el legado! —exclamó el optio de la puerta principal—. ¡Guardia de honor, firmes!
Maximio hundió los hombros. Ya no había aplazamiento: tendría que enfrentarse a Vespasiano. Por un momento Macro sintió lástima por él y un poco de vergüenza por haber tramado la huida. Pero entonces recordó que el comandante de la cohorte era el único responsable de la desgracia de sus miembros y de la condena de Cato y los demás a una muerte que no merecían. La expresión de Macro se endureció cuando un amargo desprecio hacia el centurión superior se aferró a su corazón.
El optio que había en la puerta gritó una orden para que ésta se abriera y a continuación se apresuró a ocupar su posición frente a la sección que bordeaba la ruta hacia el pequeño campamento. Los troncos chirriaron cuando se tiró de las puertas hacia adentro y aparecieron el legado y unos cuantos miembros de su Estado Mayor que cabalgaban por el embarrado acceso al campamento.
Maximio se echó el flequillo a un lado y pestañeó para desprenderse de unas cuantas gotas de lluvia.
—Será mejor que nos lo quitemos de encima. Vamos.
Los centuriones de la tercera cohorte se abrieron camino con paso seguro hacia la puerta, abrumados por una palpable sensación de terror a la reacción del legado ante la noticia de la huida de los condenados. En torno a ellos la lluvia caía como con desgana, con la intensidad justa para que se sintieran lamentablemente incómodos, complementando perfectamente aquel clima de pesimismo.
Vespasiano pasó revista rápidamente a la guardia de honor y movió la cabeza en señal de satisfacción por su aspecto. Una o dos manchas de barro por encima de sus botas rebozadas de lodo, pero eso era aceptable. Se volvió hacia el optio.
—Muy bien. Ahora puedes decirles que se retiren.
—¡Señor! —El optio saludó, se dio media vuelta rápidamente hacia sus hombres y dio la orden a voz en cuello, como si se encontrara en el campo de armas y no allí, donde lo oían perfectamente. Los soldados dieron una patada en el suelo para ponerse firmes y en cuanto se terminaron las formalidades se marcharon a toda prisa para ir a ponerse a cubierto.
El legado se deslizó de la silla de montar y bajó al suelo con suavidad. Los cinco centuriones se irguieron y echaron los hombros hacia atrás.
—Buenos días, caballeros. Confío en que se hayan realizado todos los preparativos.
—Bueno, sí, señor…
Vespasiano notó la vacilación de aquel hombre enseguida.
—¿Pero?
Macro miró de reojo y vio que el centurión Maximio movía la cabeza de un lado a otro en un gesto de impotencia.
—Señor, lamento informarle de que los prisioneros han escapado.
Por un momento el legado se quedó petrificado, se formó una arruga en su ancha frente y luego el caballo sacudió la cabeza y tiró de las riendas que el hombre todavía tenía en la mano, rompiendo el hechizo.
—¿Escapado? ¿Cuántos?
—Todos, señor —respondió Maximio con un estremecimiento.
—¿Todos? Esto es una sandez, centurión. ¿Cómo pueden haberse escapado todos? Estaban vigilados, ¿no es verdad?
—Por supuesto, señor.
—¿Entonces?
—Unos cómplices dejaron sin sentido a los guardias, señor. Los ataron, liberaron a los prisioneros y se escabulleron por las fortificaciones.
—Confío en que habrás mandado a algunos hombres tras ellos, ¿no?
Maximio dijo que no con la cabeza.
—Acabamos de descubrirlo, señor. Se dio la alarma al alba.
El legado apretó un puño junto a su costado. Cerró los ojos y apretó los párpados por un instante, mientras reprimía la furia que había provocado en él la confesión del comandante de la cohorte. Entonces dijo:
—¿No crees que sería prudente enviar a algunos hombres a buscarlos ahora mismo?
—Sí, señor. Enseguida, señor. Tulio, encárgate de ello inmediatamente.
Mientras el centurión se alejaba al trote para cumplir la orden, Vespasiano chasqueó los dedos y le hizo señas a su tribuno superior. El oficial bajó al punto de su silla y se acercó a él a paso rápido.
—Plinio, ¿esa patrulla de exploradores tenía alguna información fuera de lo normal?
El tribuno Plinio pensó un momento y a continuación lo negó con la cabeza.
—No, señor. Nada fuera de lo habitual.
—Bien, de acuerdo, quiero que regreses al campamento y hagas que vuelvan a encaramarse todos a la silla de montar. Tienen que rastrear la zona sur, oeste y este del río. Si encuentran a alguno de los desertores tendrán que hacer todo lo posible por traerlos de vuelta vivos para que afronten su castigo. Si oponen resistencia los exploradores tienen mi permiso para matarlos allí mismo. ¿Entendido?
—Sí, señor.
—Pues ve y ocúpate de ello.
El tribuno volvió corriendo a su caballo, se arrojó sobre su lomo y tiró de las riendas hacia un lado, espoleando su montura hacia el campamento principal. Los cascos lanzaron unos gruesos goterones de barro contra el legado y los centuriones de la tercera cohorte, y Macro se echó hacia atrás cuando un terrón le dio en la mejilla.
—Perdone, señor.
Macro se dio la vuelta y vio al hombre al que había destinado para que informara sobre el número de efectivos en el campamento de la cohorte.
—¿Sí?
—Sólo hay un hombre del que no se sabe nada. El optio Fígulo. El resto de los legionarios y esclavos están aquí en el campamento.
—¿Estás seguro? —Macro enarcó sus oscuras cejas.
—Sí, señor. Pero eso no es todo. Encontramos a algunos de los ayudantes del intendente atados en la tienda del equipo. Faltan unas cuantas armas, señor.
—Muy bien, puedes retirarte.
Macro intercambió una breve mirada de consternación con el centurión Maximio.
—¿Algún problema, centurión Macro? —preguntó Vespasiano—. Es decir, ¿algún problema más que añadir al decálogo de despropósitos de esta mañana?
Macro asintió con un movimiento de la cabeza.
—Sí, señor. Parece ser que solamente Fígulo ha desertado con los demás. Pero nuestros centinelas afirman que fueron dos los hombres que les saltaron encima. Al parecer el segundo hombre sigue en el campamento.
—Pues será mejor que lo encontremos —replicó Vespasiano tranquilamente—. Creo que el general Plautio querrá la cabeza de otra persona como compensación. Mejor que sea la de este cómplice que una de las vuestras, ¿no estáis de acuerdo, soldados?
No hubo respuesta a eso y los centuriones hicieron frente a su legado con unas expresiones desconsoladas y agotadas. Tras ellos Tulio conducía a un pelotón de soldados por el hueco que se había abierto en la empalizada y, completamente armados, se deslizaron por él con torpeza hacia el foso del otro lado y siguieron las marcas que habían dejado los prisioneros y que desembocaban en la esquina del campamento.
Vespasiano sacudió la cabeza.
—La situación es lamentable, centurión Maximio. No solamente estás con la mierda hasta el cuello por esta total y absoluta cagada, sino que además me has arrastrado contigo… Gracias.
No había nada que Maximio pudiera decir. No tenía sentido disculparse, y pronunciar una sola palabra hubiera empeorado el peso de la vergüenza con el que cargaba. De manera que se quedó mirando fijamente a su legado sin decir nada hasta que éste se dio la vuelta con aire cansino y montó en su caballo. Desde su montura, Vespasiano miró a los centuriones con una expresión desdeñosa en sus labios.
—Voy a darle la noticia al general antes de que haga marchar a las cohortes desde el otro lado del río para presenciar el castigo. No sé por qué pero dudo que Aulo Plautio se vaya a tomar la noticia con calma. Será mejor que os aseguréis bien de todas vuestras responsabilidades.
Vespasiano hizo dar la vuelta a su caballo para alejarse y lo condujo de nuevo a través de la puerta y por el lodoso camino que conducía al campamento principal. Su escolta de oficiales de Estado Mayor salió tras él. Cuando rodeaban la esquina del campamento de la legión, un escuadrón de exploradores a caballo iba galopando en sentido contrario. Dieron un brusco giro y cabalgaron por el espacio que había entre los dos campamentos, dirigiéndose hacia el lugar donde Tulio y sus hombres seguían el paso de los soldados por la alta hierba hacia el bosquecillo de robles. Un movimiento distante en una suave pendiente que se veía al otro lado del campamento principal llamó la atención de Macro, que divisó las oscuras figuras de otro escuadrón que galopaba cuesta arriba y que se desplegaba para explorar el terreno hacia el oeste.
—Será mejor que encontremos a Cato y a los demás enseguida —dijo el centurión Félix entre dientes—. ¿En qué dirección crees que habrán ido?
—Hacia el oeste —respondió Antonio con seguridad—. O hacia el sudoeste. Es la única dirección que tiene sentido.
—¿Derechos al corazón del territorio enemigo? —Félix meneó la cabeza—. ¿Estás loco?
—¿Adonde pueden ir si no? Si van hacia el este nuestros muchachos los pillarán en algún punto. Si no, nuestras tribus aliadas los verán e informarán de su presencia. La única oportunidad que tienen es ir hacia el oeste. Además, en esa dirección está ese maldito y enorme pantano. Es el mejor lugar para esconderse.
—¡Tonterías! Se estarían arrojando a manos de Carataco, y ya sabes qué les hace a los romanos que captura.
—Sigo diciendo que es su mejor alternativa —dijo Antonio con firmeza, y se volvió hacia Macro—. ¿Tú qué crees?
Macro se lo quedó mirando en silencio y luego se obligó a mirar con toda tranquilidad a los jinetes que desaparecían por encima de la colina que había más allá del campamento principal. Se aclaró la garganta para no delatar la terrible inquietud que lo carcomía por dentro.
—Hacia el oeste. Como tú has dicho, es su mejor opción. Es su única oportunidad.
Félix dio un resoplido de desprecio ante aquel criterio y se volvió hacia Maximio.
—¿Y usted que dice, señor? ¿Usted qué cree?
—¿Qué creo? —Maximio volvió la cabeza con expresión distante y frunció el ceño—. ¿Que qué creo, dices? Creo que no importa una mierda la dirección que hayan tomado. El daño ya está hecho y nos la vamos a cargar. Esto va a marcar la hoja de servicios de todos los oficiales de esta cohorte como una cicatriz. Eso es lo que creo.
Fulminó con la mirada a los tres centuriones frunciendo los labios con amargura. Macro fue el último en el que fijó su mirada.
—Os diré qué más creo. Si alguna vez descubro quién ayudó a escapar a esos cabrones haré que despellejen vivo a ese hijo de puta. En realidad, lo haré yo mismo.