Capítulo XXI
Macro les dijo a los hombres que permanecieran agachados mientras Fígulo y él les cortaban las ataduras. Los legionarios se frotaron las muñecas y los tobillos, flexionando dolorosamente brazos y piernas mientas esperaban. No dejaron de echar vistazos alrededor con preocupación en busca de alguna señal de que su intento de fuga había sido descubierto. El centurión les fue dando a cada uno de ellos una espada o daga del saco de las armas hasta que se terminaron. El soldado que desvariaba se quedó tumbado en el suelo tras haberlo soltado. No quiso aceptar la espada que Macro le ofrecía.
—¡Cógela! —le susurró Macro con fiereza—. ¡Agarra esta maldita cosa! La vas a necesitar.
El legionario se dio la vuelta, se hizo un ovillo y empezó a gimotear hasta dar paso a un estridente lamento que iba aumentando de volumen. Macro enseguida miró por encima del hombro hacia las brillantes hileras de tiendas, pero allí no había ningún movimiento. Volvió a darse la vuelta hacia el hombre tumbado en el suelo y le propinó un salvaje golpe con la bota entre los omóplatos. El legionario se puso rígido y soltó un grito. Macro se arrodilló junto a él inmediatamente a la vez que agarraba la espada que estaba en el suelo embarrado. Le puso la punta debajo de la barbilla al soldado y ejerció presión contra la carne.
—¡Cierra el pico! Un sonido más y será el último que hagas.
El legionario echó la cabeza hacia atrás de golpe con los ojos abiertos de pánico mientras sus manos escarbaban intentando agarrarse al suelo y escapar de Macro.
—¡Cállate, mierdoso! —exclamó entre dientes el centurión, furioso—. ¡Cállate!
—¡Déjelo, señor! —le susurró Cato—. Déjelo y ya está.
Por un momento Macro fulminó con la mirada al soldado y luego se puso de pie al tiempo que se volvía hacia Cato.
—No podéis dejarlo aquí. Podría decirles que estoy involucrado. Tendréis que llevároslo.
Cato asintió con la cabeza y Macro enfundó su espada sin hacer ruido.
—Pues levantémoslo.
—Señor, será mejor que se vaya de aquí.
—En cuanto os hayáis marchado. Venga, vamos hacia la empalizada.
—Pero eso nos llevará frente al campamento principal.
—Es mejor que tener que abrirse camino entre nuestras hileras de tiendas. Seguro que se dan cuenta de vuestra presencia, sobre todo con este pedazo de mierda inútil. —Macro agitó el pulgar para señalar al soldado que gimoteaba a sus pies. Cato bajó la mirada y por un momento sintió lástima de aquel hombre atormentado por el terror. Alargó la mano y sacudió suavemente el hombro del legionario.
—¿Cómo te llamas, soldado?
El hombre volvió la cabeza hacia la voz y Cato vislumbró una dentadura irregular en una boca de forma tosca.
—Próculo… Próculo Segundo.
—Llámame «señor» cuando hablemos, Próculo. ¿Entendido?
—S-sí, señor.
—Tienes que ponerte de pie. —Cato hablaba en voz baja, intentando inyectar todo el hierro posible a sus palabras—. No vamos a dejar atrás a nadie para que muera. Y ahora levántate.
Tiró con firmeza del antebrazo del soldado, lo ayudó a ponerse en pie y le dio a Próculo la espada que Macro había tirado a su lado hacía un momento.
—Toma. Y ahora agárrala bien… ¿Mejor?
—Sí, señor. Supongo que sí.
—Bien. —Cato dio unas palmaditas en aquel hombro musculoso—. Y ahora vámonos.
Los hombres recién liberados se levantaron del suelo y siguieron a Macro mientras el centurión se encaminaba hacia el terraplén sin hacer ruido. Cato miró a uno y otro lado pero no vio señales de que hubiera nadie en toda la longitud de la pequeña fortificación. Le dio un golpecito a Macro y le susurró:
—¿Dónde…?
—Están fuera de combate. Allí. —Macro señaló un pequeño bulto que yacía en el suelo cerca de la base del terraplén—. Tendríais que poder llegar al otro lado de la empalizada y el foso sin que os vea nadie. Al menos nadie de este campamento.
Treparon por la pendiente interior y al llegar a las cortas estacas de madera clavadas en lo alto del terraplén de tierra Macro se dio la vuelta e hizo señales con la mano para que descendieran. Hubo una breve y casi silenciosa conmoción cuando los soldados tropezaron unos con otros, entonces Macro regresó a la empalizada. Agarró una de las estacas con ambas manos, la empujó y tiró de ella varias veces mientras las venas se le hinchaban en el cuello. Finalmente, con un suave sonido de desgarro, sacó la estaca de la turba comprimida. La segunda estaca salió enseguida y se dejó con suavidad en el suelo al lado de la primera. Cato miró a su alrededor con preocupación, secándose la lluvia de la frente mientras recorría con la mirada las hileras de tiendas, atento a cualquier señal de alarma. Pero los legionarios de la tercera cohorte continuaban durmiendo, ajenos por completo al intento de fuga por parte de los condenados. Salió la siguiente estaca y se hizo un hueco lo bastante ancho para que una persona pudiera meterse por él. Cato se dio la vuelta y buscó la imponente figura de Fígulo.
—Tú primero, optio. Métete en el foso y dirígete a la esquina del campamento. Cuerpo a tierra.
Fígulo movió la cabeza en señal de afirmación y acto seguido se deslizó por el hueco, poniéndose enseguida boca abajo y arrastrándose por la empinada pendiente hacia el foso defensivo. Cato empujó al soldado siguiente y uno a uno se metieron por el agujero descendiendo sigilosamente y luego se desplegaron por el foso. Cato fue el último en marcharse. Se volvió hacia Macro y se estrecharon la mano con torpeza. Cato se dio cuenta de que lo más probable era que no viviera para volver a ver a su amigo, y la idea de no tener a su lado la curtida, tranquila y poderosa figura de Macro lo inundó de inquietud. Pero tenía que ser fuerte. Fuera cual fuese el futuro de aquella pequeña banda de fugitivos, éstos dependían de él. Cato se obligó a sonreírle al rostro moreno y reluciente que tenía delante.
—Gracias, señor.
Macro movió la cabeza en señal de asentimiento y empujó suavemente a Cato para que atravesara el hueco.
—En marcha. Tenéis que estar lo más lejos posible antes de que descubran que os habéis escapado.
—De acuerdo.
Cato se deslizó por la embarrada pendiente. Volvió a mirar hacia la empalizada, pero Macro se había ido. Cato avanzó poco a poco y se arrastró junto a la línea de soldados que estaban en el foso, empapados de barro. En torno a ellos la lluvia caía sobre la hierba con un siseo y las gotas golpeaban el agua encharcada en el foso con diminutas explosiones. Finalmente Cato se acercó a Fígulo y señaló hacia la esquina de la fortificación de la cohorte. Con el centurión en cabeza, los condenados avanzaron deslizándose por el suelo. Al llegar a la esquina, Cato levantó la cabeza y miró detenidamente a su alrededor aguzando la vista para captar alguna señal de los centinelas de las murallas del campamento principal. Unas cuantas formas poco definidas se movían con lentitud por las fortificaciones, pero tuvo la seguridad de que había oscuridad suficiente como para que no los detectaran si avanzaban despacio y con cuidado. El único peligro era Próculo. Bien podía ser que al soldado le entrara el pánico y delatara a sus compañeros. Cato miró a Fígulo por encima del hombro.
—Iremos por aquí. La hierba es bastante alta y nos proporcionará algo de cobertura. Haz correr la voz de que todo el mundo me siga y permanezca agachado.
—Sí, señor.
—Quiero que no te separes de Próculo. —Cato bajó la voz para que ningún otro soldado pudiera oírle—. Si le entra el pánico lo haces callar.
—¿Que lo haga callar?
—Haz lo que tengas que hacer. ¿Entendido?
—Sí, señor.
Cato se volvió, echó un último vistazo a las fortificaciones y luego fijó la mirada en el extenso bosquecillo de robles en el que se había fijado aquel mismo día cuando a los grupos encargados del forraje los habían mandado a por leña. Luego salió poco a poco a la hierba y avanzó con sigilo a cuatro patas, aguzando la vista y el oído, atento a cualquier señal de peligro. Tras él, el primer legionario salió del foso y lo siguió, arrastrándose. Uno a uno los condenados fueron haciendo lo propio con todo el cuidado posible y los corazones latiéndoles con fuerza. Fígulo hacía avanzar a la retaguardia, empujando a Próculo delante de él. Este último estaba aterrorizado y al mínimo sonido amenazador se detenía echándose al suelo para pegarse a la tierra con su trémulo abrazo antes de que un breve pinchazo de la punta de la espada de Fígulo lo hiciera avanzar otra vez.
Cato había recorrido casi dos tercios de la distancia que los separaba del bosquecillo cuando se detuvo y alzó la cabeza para volver la vista hacia el campamento de la Segunda legión. No había ninguna señal de alarma. Estaba a punto de volver a ponerse en marcha cuando notó una vibración bajo sus dedos abiertos.
—¡Alto! —exclamó entre dientes—. ¡Al suelo!
Los soldados se quedaron quietos mientras se pasaba la orden hacia atrás y entonces Cato aguzó el oído para descubrir el origen de las vibraciones, que cada vez eran más fuertes. A su alrededor la lluvia caía sin cesar, repiqueteando, y el sonido del viento bajo que agitaba las puntas de las largas briznas de hierba era como un débil rugido en sus oídos. Entonces apareció una forma oscura por la linde del bosquecillo al que se dirigían. Se le unió otra, a la que rápidamente siguió un continuo torrente de otras formas. El relincho de un caballo atravesó la llanura y llegó a oídos de los hombres que se escondían en la hierba. Cato se tumbó boca abajo poco a poco al tiempo que forzaba la vista para distinguir algún detalle. De repente los jinetes cambiaron de rumbo y parecieron dirigirse directamente hacia Cato.
—¡Mierda! —dijo entre dientes, y al instante la mano se le fue hacia el mango de la espada que se había metido en el cinturón. Entonces se dio cuenta de que los jinetes no podían haberlo visto. Estaba demasiado oscuro. Sin embargo…—. ¡Cuerpo a tierra! Pásalo. Cuerpo a tierra pero con las espadas listas y a mano. Que nadie se mueva si yo no lo hago.
Los legionarios se pegaron al suelo, abrazando la tierra, mientras la orden se susurraba a toda prisa por la delgada columna. Cato se volvió de nuevo hacia los jinetes, que se hallaban a no más de doscientos pasos de distancia. Al menos había dos escuadrones de exploradores, calculó. Más que suficiente para aniquilarlos. Y seguían acercándose, en dirección al campamento, totalmente ajenos a la presencia de los prisioneros huidos… al menos durante los próximos momentos, pensó Cato con amargura mientras se apretaba contra el suelo y la mejilla se le sacudía con la creciente vibración de los cascos de los caballos que retumbaban cada vez más cerca.
En la retaguardia de la columna Fígulo echó la mano hacia delante y agarró un pliegue de la túnica de Próculo.
—¡Por lo que más quieras! ¡Cuerpo a tierra, joder!
—¡No! No. Tenemos que correr. ¡Hay que escapar!
Próculo empezó a levantarse de la hierba y le pegó una patada al brazo que se aferraba a su túnica.
—¡Suelta!
Fígulo echó un vistazo a los jinetes que se acercaban e instintivamente se levantó detrás de Próculo. Se arrojó hacia delante, se echó encima de él y cayeron al suelo los dos. El optio le dio un golpe al legionario en un lado de la cabeza con el pomo de la espada y Próculo se desplomó en el acto. Fígulo no corrió ningún riesgo y se quedó tumbado encima del cuerpo inerte, con la espada colocada en la garganta del hombre mientras los jinetes se acercaban a ellos con un retumbo.
Casi en el último momento la columna se fue alejando un poco de los soldados que estaban en la hierba y empezó a pasar junto a las figuras tendidas boca abajo, a no más de seis metros de distancia. Cato tenía la cabeza vuelta hacia un lado y apenas respiraba, en tanto que su mirada estaba clavada en las oscuras formas de aquellos hombres que, arrebujados en sus capas, azuzaban sus monturas hacia la promesa de una tienda seca y un refugio contra la lluvia y el viento. La columna pasó con un retumbo, completamente ajena de la presencia de los legionarios, si bien a Cato le pareció que nunca terminarían de pasar. Justo cuando empezaba a sentir un impulso casi incontrolable de levantarse y arrojarse contra los exploradores a caballo, la cola de la columna pasó al galope. Cato se quedó mirando al último jinete por detrás, vio que seguía cabalgando hacia el campamento, respiró hondo y liberó un poco la tensión que se había enrollado en torno a sus músculos apretándolos tan fuerte como el monedero de un intendente. Aguardó hasta que la cola de la columna de exploradores se alejó tanto que ya no pudo distinguir los detalles y entonces hizo correr la voz para que sus hombres continuaran avanzando hacia el bosquecillo.
Pasó casi una hora entera antes de que Fígulo se reuniera con los demás, que estaban agachados en las sombras oscuras bajo las empapadas ramas de los robles. Próculo había recuperado la conciencia, pero estaba aturdido y no protestó cuando el optio lo empujó hacia los demás. Cato volvió la vista hacia la fortaleza, pero no había signos de que ya se hubiera dado la alarma. Según sus cálculos no les quedaban más de cuatro horas al abrigo de la noche: tiempo suficiente, quizá, para poner unos dieciséis kilómetros a lo sumo entre ellos y los primeros perseguidores. Por lo que él recordaba, la orilla del pantano se hallaba a unos veinticuatro, kilómetros de distancia como mínimo. Les iría de bien poco.
¿Y después, qué?
Los peligros e incertidumbres del futuro pesaban como un saco de piedras en el corazón de Cato. Si los atrapaban los de su propio bando los ejecutarían rápidamente, y la lapidación o el ser golpeados hasta morir supondrían el menor de los sufrimientos que les infligiría un enojado general Plautio. Una lenta y agonizante muerte por crucifixión era más que probable. Y si el enemigo llegaba hasta ellos primero no había duda de que los romanos sufrirían algún bárbaro tormento: serían quemados vivos, desollados o arrojados a los perros. Y si conseguían eludir a los dos bandos se ocultarían en los pantanos y se verían obligados a comer cualquier cosa que encontraran o que pudieran robar. Luego vendría una prolongada inanición hasta que el invierno acabara con ellos.
Por un instante Cato estuvo a punto de dar la vuelta y aceptar la menos terrible de aquellas fatalidades. Pero entonces se maldijo por ser un idiota sin carácter. Estaba vivo, y eso era lo único importante. Y se aferraría a la vida con todas sus fuerzas, porque incluso la peor de las vidas era mejor que el infinito olvido de la muerte. Cato tenía poca fe en la otra vida prometida por Mitras, el misterioso dios del este que tanta secreta aceptación había encontrado entre los soldados de las legiones. La muerte era inapelable y absoluta, y lo único que importaba era desafiar su frío abrazo hasta que sus pulmones exhalaran el último aliento con un susurro.
Cato no se dejó afectar por sus morbosas reflexiones y se puso en pie, su cuerpo temblaba con la brisa cortante que le hería la carne.
—¡En pie! —exclamó, y sin esperar a que los demás obedecieran su orden, el centurión dio la espalda al campamento y emprendió el camino hacia el sombrío refugio de los pantanos situados al oeste.