Capítulo XXIV

El general Plautio recorrió lentamente la zona donde habían estado retenidos los prisioneros, bajo la inquieta mirada de sus oficiales. No sólo estaban presentes los centuriones de la tercera cohorte, sino también el legado Vespasiano, sus tribunos superiores, el prefecto del campamento de la Segunda y la plana mayor de las otras tres legiones que aquella mañana habían esperado asistir a una ejecución. Sólo hablaban algunos de ellos, y lo hacían en un tono tan quedo que apenas se oía por encima del continuo golpeteo de las gotas de agua. El resto observaban al comandante del ejército con expresiones petrificadas al tiempo que se arrebujaban bajo la protección de sus capas. El calor de sus cuerpos hacía que la grasa utilizada para impermeabilizar los gabanes desprendiera un fuerte olor a moho, que a Vespasiano siempre le había resultado nauseabundo. Le recordaba la curtiduría de piel de muía que su tío poseía en Reate. Vespasiano recordó el horrible hedor aceitoso que flotaba sobre los humeantes talleres, así como la promesa que había hecho de no volver a entrar en ningún establecimiento que tuviera algo que ver con aquellos desdichados animales.

Vespasiano volvió a concentrar su atención en el presente y miró a Maximio y a los oficiales de la tercera cohorte. Era difícil no sentir lástima por ellos… por los demás centuriones. Habían estado muy mal dirigidos y no se merecían los duros castigos que les habían acaecido. Maximio, a pesar de sus años de experiencia, carecía del carácter y la serenidad necesarios en un comandante de cohorte. Un clásico ejemplo de ascenso desmedido y de las consecuencias derivadas de la peligrosa promoción de un hombre que sencillamente no estaba a la altura del puesto. Vespasiano lamentaba con amargura haberlo aceptado en la Segunda legión y se preguntaba cuántos de aquellos oficiales que se encontraban junto al comandante de la cohorte verían sus carreras arruinadas por los acontecimientos de los últimos días. Allí había buenos soldados, caviló el legado. Tulio era ya mayor y en dos años terminaría su período de servicio, pero tenía experiencia y no perdía los nervios, y nunca decepcionaba a sus compañeros. El centurión Macro era una persona formal y digna de confianza donde las hubiera y, en muchos sentidos, era el centurión ideal: valiente, con recursos y duro como el cuero viejo. Poco imaginativo, quizá, pero en un centurión eso era una virtud positiva. Sobre los otros dos, Vespasiano no estaba tan seguro. Antonio y Félix, recientemente ascendidos, tenían una excelente hoja de servicios y el prefecto del campamento de la Segunda los había recomendado muy encarecidamente para el ascenso a centurión. Al acordarse de su vacilante actuación en la vista disciplinaria, Vespasiano se preguntó si a Sexto lo habrían sobornado para recomendarlos. Habían demostrado su valía como legionarios, pero, ¿estaban listos para demostrarla como centuriones? El oficial que faltaba, el centurión Cato, fue el último de los hombres de Maximio que Vespasiano tomó en consideración. Había postergado deliberadamente el momento de pensar en el joven con la esperanza de que el general Plautio terminara de inspeccionar el terreno antes de que a Vespasiano le llegara el turno de pensar en él. La carrera de Cato había terminado y, pronto, muy pronto, también terminaría su vida. Aquella idea preocupaba profundamente a Vespasiano, pues se había dado cuenta enseguida de que había pocos soldados del calibre de Cato en su legión y, de hecho, en cualquier otra. En los dos años que habían pasado desde que el joven se había incorporado a la Segunda, Vespasiano lo había visto madurar para convertirse en un oficial de una valentía y una inteligencia extraordinarias. Cometía errores, sin duda, pero siempre aprendía de ellos, y sabía cómo sacar lo mejor de los soldados que tenía a sus órdenes. Siempre y cuando vivieran lo suficiente, los hombres como Cato constituían el cerebro y la columna vertebral del ejército profesional, y podían esperar terminar sus carreras en uno de los puestos más altos: centurión jefe, prefecto de campamento o, en caso de ser verdaderamente excepcionales, la prefectura de las legiones en Egipto, el cargo militar más alto al que podían acceder los hombres que no pertenecían a la exclusiva clase senatorial de Roma.

Siempre que las vicisitudes de la guerra o las exigencias de la reputación que el emperador Claudio se estaba forjando no acabaran con ellos primero.

A Vespasiano le llamó la atención un movimiento junto a las fortificaciones y levantó la mirada con un sobresalto. Se había quedado tan ensimismado en sus pensamientos que por un momento había perdido el hilo de los movimientos del general y se había sorprendido al ver que éste ya había llegado al hueco de la empalizada. El legado se dijo que tendría que tener cuidado con eso. Dejar que su atención se desviara en presencia de sus superiores era una costumbre peligrosa.

El general Plautio se inclinó un momento para mirar por el hueco, luego se irguió y se asomó con cuidado a la empalizada para inspeccionar el foso del otro lado. Al final se dio la vuelta con cierta parsimonia y volvió andando hacia sus oficiales.

Sexto se inclinó para acercarse a su legado y le gruñó en voz baja:

—Ahora sí que estamos listos.

El general se detuvo a unos cuantos pasos de distancia de los silenciosos oficiales y paseó su mirada sobre ellos hasta que la posó en Vespasiano.

—¿Absolutamente todos?

—Sí, señor.

—¿Y no hay ni rastro de ellos?

—Todavía no, señor. Pero he enviado a todos mis exploradores y a mi cohorte de caballería bátava en su búsqueda. Informarán en cuanto encuentren algo.

—Ya me imagino —replicó Plautio con seco sarcasmo—. De lo contrario no tiene mucho sentido que andes por ahí con este tiempo, ¿no?

—Esto… no, señor. —Vespasiano se obligó a fijar la vista, luchando contra la tentación de bajar la mirada o desviarla de su comandante—. No mucho.

—Así pues, resulta que se han escapado cuarenta y tantos hombres sin que nadie de este campamento ni del campamento principal de la Segunda legión se diera cuenta. Me da la impresión de que es bastante inverosímil, lo cual implica dos posibilidades: o bien tus centinelas son tan ciegos como Tiresias o… a los prisioneros se les permitió escapar. Sea como sea, tus hombres son responsables de esta situación, legado.

Vespasiano inclinó ligeramente la cabeza. Plautio estaba siendo injusto. La noche había sido lluviosa y oscura y bien podría ser que los soldados de su campamento hubieran pasado por alto los movimientos en las fortificaciones de la tercera cohorte. Eso parecería una excusa y Vespasiano podía imaginarse perfectamente las silenciosas expresiones de desdén y miradas de reojo con las que sería recibida semejante explicación. Mantuvo la boca cerrada y le sostuvo la mirada a su general.

—Si hay que responsabilizar a mis hombres, entonces, puesto que soy su comandante, yo tengo tanta culpa como ellos… señor.

El general asintió con la cabeza.

—Tienes razón, legado. La cuestión es, ¿qué tengo que hacer yo al respecto? ¿Cuál sería el castigo adecuado para ti y tu legión?

Vespasiano se puso rojo de ira. Se daba cuenta de adónde quería ir a parar Plautio y tenía que actuar con rapidez si quería limitar el daño a su legión. Si el general quería más sangre, la moral de la Segunda recibiría otro golpe más. La desgracia de la diezma ya suponía una pesada carga en sus mentes, pero el hecho de que el castigo se hubiera impuesto sólo a la tercera cohorte había permitido que el resto de la legión evitara todo daño significativo en la reputación que se habían ganado con esfuerzo. Una reputación que se había forjado con la sangre de sus compañeros y que se había erigido sobre algunos hechos de armas espectaculares. Siendo su comandante, era lógico que Vespasiano se deleitara con el resplandor que irradiaban los logros de sus soldados, y sin embargo, pensaba más que nada en sus hombres, en lo avergonzados que se sentirían al convertirse una vez más en el blanco de la furia del general. Y todo ello gracias a los errores de Maximio y la tercera cohorte. Si Vespasiano quería conservar el espíritu combativo que les quedaba a sus hombres, iba a ser necesario hacer un sacrificio.

—Mi legión no merece que se la considere responsable de los hechos de una cohorte deshonrada, señor. La Segunda ha tenido una actuación extraordinaria durante esta campaña. Han luchado como leones. Usted mismo lo dijo, señor, hace unos meses. Como leones. Si hay que castigar a alguna unidad, que sea la cohorte que permitió escapar a los prisioneros. Que sea la tercera la que asuma la culpa, señor.

El general Plautio no contestó enseguida, puesto que consideró la oferta del legado. Al final el general movió la cabeza en señal de afirmación.

—Muy bien, los que hayan permitido que sus compañeros escaparan al castigo tendrán que proporcionar un sustituto para cada uno de los condenados.

Mientras escuchaba, Vespasiano notó que se le empezaba a acelerar el pulso. No podía creer que se refiriera a otra diezma. Vespasiano se preguntó qué pensaría el enemigo de aquello. Dejad solos a los romanos el tiempo suficiente y seguro que se diezman hasta desaparecer y les ahorran el trabajo a los demás.

—Señor —Vespasiano habló con toda la calma de que fue capaz—, no podemos diezmar otra vez a la tercera cohorte. Como unidad de combate estarán acabados.

—Tal vez deberían estar acabados —replicó Plautio—. En cuyo caso una ejecución implacable podría animar a los demás a seguir luchando cuando llegue el momento y no limitarse a dar la vuelta y salir corriendo como esta escoria. Quizá la ejecución de esta otra tanda sí que dará el escarmiento que yo quería para el resto de mi ejército. Legado, esta cohorte nos ha costado la victoria final sobre Carataco. Su fracaso nos costará caro en los meses venideros. ¿Y ahora esto? ¿Qué otros perjuicios le causarán a mi ejército y a la reputación de tu legión? Lo mínimo que se merecen es otra diezma.

—Tal vez no. —A Vespasiano se le agolpaban las ideas en la cabeza. Sería inhumano someter a aquellos soldados a más castigos. Por otro lado, quizá todavía pudieran desarrollar una función útil. Pero tenía que verse que recibían un castigo, y un castigo duro. Miró a su general con un intenso brillo en los ojos—. Tal vez podríamos utilizarlos para hacer que los britanos salgan de ese pantano. Utilizarlos como cebo. Es peligroso, pero, tal como usted mismo dijo, señor, deben ser castigados.

—¿Como cebo? —el general Plautio parecía escéptico.

—Sí, señor. —Vespasiano movió la cabeza con ansiedad, dándose cuenta de que iba a necesitar algo más que ofrecer con entusiasmo la destrucción de su tercera cohorte para convencer a Plautio de que accediera al plan que apenas empezaba a esbozar en su mente.

—Señor, ¿quiere venir a mi tienda de mando para que podamos discutir mi plan con detenimiento? Necesito mostrarle un mapa.

—¿Plan? —repuso Plautio con recelo—. Si no supiera que no es así, diría que estabas enterado de esta fuga. Será mejor que no se trate de una de tus ideas descabelladas, legado.

—No, señor. En absoluto. Creo que será de su agrado, pues satisfará todas nuestras necesidades.

Plautio lo pensó un momento y Vespasiano se quedó esperando, tratando con todas sus fuerzas de no dar muestras del nerviosismo y la frustración que inundaban de una tensión insoportable hasta el último músculo de su cuerpo.

* * *

—Aquí lo tiene, señor —dijo Vespasiano al tiempo que desenrollaba el mapa de piel de cabra encima de su escritorio de campaña.

—Muy bonito —contestó Plautio con frialdad al mirarlo, y a continuación levantó la vista hacia el legado—. ¿Y ahora me explicarás qué es eso tan interesante sobre este mapa?

—Aquí. —Vespasiano se inclinó hacia delante y dio unos golpecitos con el dedo en una zona que había a un lado de la extensión del pantano, apenas señalada en el mapa.

—Sí… ¿y eso es?

—Es un valle, señor. Un pequeño valle. Un comerciante, uno de nuestros agentes, lo encontró y mandó un informe. He hecho que los exploradores lo inspeccionen y sí, el valle está ahí. Hay una pequeña aldea, montones de granjas y un sendero que lo atraviesa antes de cortar por el centro del pantano.

—Todo esto es muy interesante —reflexionó Plautio—. Pero, ¿de qué me sirve a mí? ¿Y qué relación tiene con el hecho de disponer de tu tercera cohorte?

El legado hizo una pausa. A él todo le parecía muy evidente, pero estaba claro que la oportunidad que se le había ocurrido con tanta claridad, al general se le había escapado. Tendría que exponer su plan con mucho tacto para no ofender a Plautio.

—Supongo que todavía vamos detrás de Carataco, señor.

—Por supuesto.

—Y se esconde en ese pantano. Probablemente tenga algún tipo de base avanzada escondida allí.

—Sí, eso ya lo sabemos, Vespasiano. ¿Y qué?

—Bueno, señor, me temo que no nos va a ser fácil encontrar dicha base, si es que la encontramos. Fíjese en el desastre que tuvimos en los pantanos del Támesis el verano pasado, señor.

Plautio puso mala cara al recordarlo. Las legiones se habían visto obligadas a romper la formación y entrar en los pantanos en pequeñas unidades. Poco familiarizados con la red de senderos que serpenteaban por la enmarañada y cenagosa maleza, varios destacamentos habían sido castigados por el enemigo, perdiendo a centenares de hombres. Fue una experiencia que nadie tenía ganas de repetir.

—No obstante, debemos sacar de ahí a Carataco —dijo el general—. No hay que darle tiempo ni espacio para reagruparse.

—Precisamente, señor. Por eso tenemos que mandar fuerzas al pantano para acabar con él. —Vespasiano hizo una pausa para permitir que la pequeña audiencia de oficiales de Estado Mayor intercambiara unas miradas desesperadas. Apenas pudo contener una sonrisa al ver que reaccionaban como él había previsto—. O podemos tentar a Carataco para que salga del pantano.

—¿Y cómo lo hacemos?

—Utilizando un cebo.

—¿Un cebo? ¿Te refieres a la tercera cohorte?

—Sí, señor. Dio a entender que eran prescindibles.

—Y lo son. ¿Cómo quieres utilizarlos?

Vespasiano volvió a inclinarse sobre el mapa y señaló de nuevo el valle.

—Los mandamos al valle para que establezcan un fuerte a escasa distancia del pantano. Se le ordena a Maximio que arrase el lugar, que trate a los lugareños con toda la dureza posible. No tardarán en insinuarle a Carataco que venga y los salve de sus opresores romanos. No podrá resistirse a su llamamiento por dos buenas razones.

»La primera, porque será una oportunidad para ganar más aliados. Si acude a rescatar a la gente de este valle, se asegurará de explotarlos al máximo. Esta clase de éxito menor siempre genera un renovado deseo de resistencia en los nativos. El ejemplo podría ser contagioso. En segundo lugar, nuestro explorador pudo añadir otra información muy útil a la situación. —Vespasiano pasó la mirada por los rostros que tenía ante él y la detuvo en el de Plautio.

El legado sonrió abiertamente e hizo caso omiso de la creciente sensación de frustración grabada en la expresión de su superior.

—Bueno, continúa, maldita sea —dijo Plautio.

—Sí, señor. Resulta que el noble al que pertenece este valle es pariente lejano de Carataco. Dudo que se quede allí mirando sin hacer nada mientras pasamos a cuchillo a sus familiares. Lo más probable es que intenten contraatacar. Cualquier cosa para desestabilizar nuestro control de la zona. Cuando ataque estaremos preparados. Si podemos tentarlo para que salga de su madriguera, hay muchas posibilidades de que mi legión pueda acabar con él.

Plautio meneó la cabeza.

—Haces que parezca fácil. ¿Y si Carataco se niega a morder el anzuelo?

—Entonces asegurémonos de que sale para combatirnos, señor.

—¿Cómo?

—No pueden quedarle más de dos o tres mil hombres, y habrá un continuo flujo de desertores hasta que pueda proporcionarles otra victoria. Carataco tendrá que entablar combate y, por lo que a nosotros concierne, cuanto antes, mejor. Así que pongámosle las cosas más difíciles todavía. ¿Ve cómo el pantano describe una curva en su extremo norte?

Plautio examinó el mapa y movió la cabeza en señal de afirmación.

—Yo podría cubrirlo, señor. Si me permite apostar algunas fuerzas de bloqueo en todos los caminos y senderos que conducen al pantano desde el norte y con la tercera cohorte bloqueando el sur, al final tendríamos que conseguir estrangular las líneas de suministro de Carataco. Sin comida y sin que los grupos encargados del forraje puedan salir, Carataco y sus hombres no tardarán en estar hambrientos. Entonces, o se mueren de hambre o luchan. Y lucharán, por supuesto. Y cuando salgan y se enfrenten a nosotros, estaremos preparados. Suponiendo que muerdan el anzuelo.

—¿Y qué pasa si no lo muerden y tú llegas demasiado larde para salvar a la tercera cohorte?

Vespasiano se encogió de hombros.

—Entonces esperemos a que hayan cumplido su cometido.

Y que enterraran la vergüenza que de otra forma hubiera acompañado a la Segunda legión y a su comandante, pensó él. A Vespasiano lo acometió un sentimiento de culpabilidad ante aquella indiferente reflexión que implicaba la muerte de casi cuatrocientos hombres. Pero sobrevivirían, y recuperarían algo del honor perdido. Existía una ligera posibilidad de que la mayor parte del daño que había causado Maximio quedara reparado por una batalla muy reñida y una gloriosa conclusión de la campaña.

Uno de los oficiales de Estado Mayor del general levantó la mano.

—¿Qué ocurre, tribuno?

—Aunque Carataco salga del pantano para atacar a la tercera cohorte es probable que no podamos atraparlo. Sencillamente nos echará encima a una retaguardia con la intención de ganar tiempo para que sus hombres puedan esconderse de nuevo. Entonces volveremos a estar como al principio, con una cohorte menos, claro.

—Sí, es una posibilidad —asintió Vespasiano con aire pensativo—. En tal caso sólo tendremos que hacer que se muera de hambre. Sea como fuere, si actuamos ahora, no tiene nada que hacer. La ventaja de obligarlo a entrar en combate es que podemos terminar con él lo antes posible y evitar que intente conseguir más apoyo por parte de las tribus que todavía se encuentran más allá de nuestro alcance. —Vespasiano se volvió hacia el general—. Y ello proporciona a Maximio y a sus hombres una tarea útil al tiempo que son castigados.

El general frunció el ceño.

—¿Castigados?

—Sí, señor. No espero que sobrevivan cuando Carataco vaya a por ellos, y menos después de lo que le harán a su gente.

—Entiendo. —El general Plautio se rascó la mejilla mientras consideraba el plan del legado—. Asegúrate de que comprenda la necesidad de ser lo más cruel posible.

Vespasiano sonrió.

—Dado el humor del que están tanto él como sus hombres, dudo que tenga que persuadirlos demasiado. Diría que tendrán muchas ganas de desquitarse con los nativos.

—De acuerdo entonces. —Plautio se apartó de la mesa y estiró la espalda—. Haré que mi personal redacte las órdenes ahora mismo.