Capítulo XXXV

—¿Está seguro de lo que dice, señor? —preguntó Nepos entre dientes mientras permanecían agachados en la crecida hierba que había apenas a un centenar de pasos de la puerta principal del fuerte. Las fortificaciones se alzaban grises e imponentes en medio de la fina niebla del amanecer. La atmósfera inquietante y amenazadora del valle tomó cuerpo en el momento en que los dos hombres aparecieron en el camino que conducía al pantano y vieron las estacas que bordeaban la ruta que tenían por delante, todas con una cabeza empalada. Nepos volvió la mirada hacia el centurión.

—Señor, si entramos ahí y nos entregamos seremos hombres muertos. Podríamos rompernos la cabeza contra la roca más cercana y ahorrarles la molestia de matarnos a golpes.

—Tenemos que avisarles —replicó Cato en tono firme.

—¿No podríamos limitarnos a darles los detalles a gritos y largarnos de inmediato?

—No. Y ahora cállate.

Cato respiró profundamente y se puso de pie. Se colocó mirando al fuerte al tiempo que hacía bocina con las manos y gritaba la señal que las patrullas daban a los centinelas al regresar.

—¡Nos aproximamos al fuerte!

Hubo un momento de silencio y luego llegó la respuesta.

—¡Avanzad y dadme la contraseña!

Cato miró a Nepos.

—Bueno, vamos.

El legionario se puso de pie a regañadientes al lado de su superior y entonces Cato avanzó con lentitud y cautela hacia la puerta. Ya oía al centinela que llamaba a gritos al oficial de guardia y se imaginó a la centuria de servicio despertándose de su sueño por los puntapiés de su centurión y optio. Se pondrían la armadura a toda prisa, tomarían las armas y subirían a las fortificaciones bajo un aluvión de insultos por parte de sus oficiales. Mientras los dos mugrientos y barbudos fugitivos salían con paso seguro de entre la niebla y caminaban por la hierba mojada de rocío, unas cabezas provistas de casco hicieron acto de presencia a lo largo del parapeto. Las jabalinas se agitaron por encima de ellos como altos juncos movidos por una leve brisa.

—Mierda… —susurró Nepos—. Ha sido una mala idea. Estamos muertos.

—¡Cállate! —le espetó Cato—. Ni una palabra más.

Se detuvieron antes de llegar al foso defensivo que se extendía a lo largo de las fortificaciones a ambos lados de la puerta.

—¿Quién diablos sois? —les gritó una voz desde la torre de entrada.

Cato tomó aire antes de responder, esforzándose por parecer lo más autoritario posible.

—Centurión Cato y legionario Nepos, de la Sexta centuria, tercera cohorte, Segunda legión.

Cato vio unas cabezas que se estiraban por encima de la baranda de madera de la empalizada para verlos mejor.

Un murmullo de excitación se extendió a lo largo del parapeto.

—¡Silencio ahí! —rugió una voz, y Cato vio aparecer la cimera del casco de un centurión por encima de la puerta. No podía distinguir el rostro en la oscuridad pero la voz era inconfundible. En cuanto los soldados se callaron Tulio miró hacia las miserables formas que estaban de pie a las puertas del fuerte y clavó los ojos en el hombre más alto y delgado. Por un momento ninguno de los dos oficiales dijo nada y una repentina y terrible duda consumió a Cato, que se preguntó si había sido un error estúpido presentarse ante el fuerte. Tal vez Nepos tuviera razón. Tendrían que haberse mantenido alejados, gritar la advertencia y salir corriendo para ponerse a salvo. El terror se disipó en un momento, cuando Cato se recordó a sí mismo que su único futuro radicaba en el ejército, fuera cual fuese el resultado.

—Centurión —gritó Tulio—, ¿qué demonios haces aquí?

La formalidad de su tono no pasó desapercibida a Cato y supo que Tulio le estaba dando una última oportunidad de escapar.

—Tengo que hablar con Maximio. Enseguida.

Tulio se lo quedó mirando un momento y luego se encogió de hombros antes de darse la vuelta para dar sus órdenes a los soldados que esperaban abajo junto a la puerta.

—Abridla. ¡Optio de guardia! Manda un pelotón para que arreste a esos hombres.

Con un fuerte chirrido de bisagras, las puertas se abrieron hacia adentro y de inmediato salieron ocho soldados con las espadas desenvainadas que, a paso ligero, rodearon a Cato y a Nepos. Sus expresiones no pudieron ocultar la sorpresa al contemplar a los dos fugitivos. Sorpresa y desagrado, notó Cato, y de pronto fue muy consciente de su aspecto mugriento y andrajoso y sintió vergüenza. Aun así, se irguió y, con toda la dignidad de la que pudo hacer acopio, marchó a través de la puerta, flanqueado por sus guardias. Había salido de una prisión para meterse de cabeza en otra, rumió con amargura, y no pudo evitar una mueca atribulada.

Los guardias se detuvieron en cuanto el grupo entró en el fuerte y la puerta se cerró a sus espaldas. Cato se dio la vuelta para mirar hacia lo alto de la torre de entrada y vio que Tulio se deslizaba hacia la escalera y descendía por ella. No había ninguna expresión en el rostro del veterano y Cato notó que la espontánea sonrisa de saludo desaparecía de sus labios. Tulio se detuvo a unos pocos palmos de Cato y meneó la cabeza.

—¿Qué coño crees que estás haciendo?

Cato carraspeó.

—Debo hablar con el centurión Maximio, señor.

Tulio se lo quedó mirando fijamente un momento y luego, sin desviar la vista, dio una orden:

—Optio de guardia.

—¿Señor?

—Saluda de mi parte al comandante de la cohorte. Dile que se le requiere en la puerta principal.

En cuanto el optio se hubo alejado al trote, Tulio dio unos pasos para acercarse a Cato y le habló en voz baja.

—¿A qué estás jugando, muchacho? En el instante en que Maximio te ponga los ojos encima eres hombre muerto.

—Todos seremos hombres muertos si no le aviso.

—¿Avisarle? —Tulio frunció el ceño—. ¿Avisarle de qué?

—Carataco. Viene hacia aquí con lo que le queda de su ejército. Tiene intención de aniquilaros… —Cato sonrió— de aniquilarnos, tiene intención de aniquilarnos.

Por detrás de Tulio Cato vio que el optio escarbaba la tierra con los pies para detenerse, al tiempo que una figura doblaba la esquina de una hilera de tiendas andando a grandes zancadas. Maximio apartó al hombre de un empujón y lanzó un bramido dirigido a los soldados de la puerta.

—¿Qué diablos está pasando? ¡Centurión Tulio! ¿Qué hacen esos malditos mendigos en mi fuerte? ¡No somos un albergue para vagabundos!

Tulio giró sobre sus talones y se puso firmes.

—Permiso para informar, señor. Son el centurión Cato y uno de sus hombres.

—¿Cato? —Maximio vaciló un momento y luego siguió avanzando mientras miraba a Cato con genuino asombro. Luego, en cuanto confirmó por sí mismo la identidad del centurión, Maximio sonrió con deleite. Se quedó de pie delante de Cato con las manos en las caderas y la cabeza ligeramente inclinada mientras evaluaba a los dos hombres que tenía delante. Arrugó la nariz.

—Apestáis.

—Señor, tengo que decirle…

—¡Cállate! —le replicó Maximio a voz en grito—. ¡Cierra la boca, asqueroso pedazo de mierda! Una palabra más y te corto el cuello.

Se volvió hacia Tulio.

—¡Arrójalos a la zanja de las letrinas y aposta una guardia!

Tulio enarcó las cejas.

—¿Señor?

—¡Ya me has oído! Haz lo que te ordeno.

—Pero, señor, el centurión Cato ha venido para advertirnos.

—¿El centurión Cato? —Maximio le hincó un dedo en el pecho a Tulio—. No es un centurión. ¿Lo entiendes? Es un hombre condenado. Un hombre muerto. No vuelvas a referirte a él por ese rango. ¿Me he explicado bien?

—Sí, señor —respondió Tulio—. Pero, ¿y la advertencia?

Maximio apretó los puños al tiempo que perdía el color de la cara.

—¡Cumple mis órdenes! ¡Si no quieres acabar como Macro ya puedes empezar a moverte, joder!

Tulio retrocedió.

—Sí, señor. Enseguida, señor.

El anciano centurión se dio la vuelta e impartió órdenes a la sección que había escoltado a Cato y a Nepos hasta el interior del fuerte, y se quedó a un lado en posición de firmes. A los fugitivos los agarraron del brazo y los condujeron a toda prisa lejos de la puerta y hacia el otro extremo del fuerte. Cato volvió la cabeza.

—¡Señor, por lo que más quiera, escúcheme!

—¡Centurión! —espetó Maximio—. ¡Haga callar al prisionero!

—¡Viene Carataco! —consiguió decir Cato antes de que Tulio se acercara a él de un salto y le propinara un fuerte manotazo en la mandíbula. Por un momento Cato quedó aturdido por el golpe y luego notó el sabor de la sangre y que la boca se le llenaba con una gota espesa. Bajó la cabeza a un lado y escupió antes de gritar una última advertencia.

—No…

Tulio alzó el puño.

—Está bien —farfulló Cato—. De acuerdo. ¿Qué quiso decir con lo de Macro?

Tulio echó un vistazo por encima del hombro y vio que Maximio ordenaba a los centinelas volver a su tarea, regañándolos con una diatriba contra una guardia descuidada. Tulio se volvió hacia Cato.

—Macro está arrestado.

—¿Arrestado? —Por un momento a Cato se le ocurrió la horrible idea de que se hubiera descubierto el papel que jugó su amigo en la huida de los prisioneros y, por si servía de algo, fingió no saber nada—. ¿Por qué lo han arrestado?

—Macro se negó a obedecer la orden de tomar represalias contra los nativos.

—¿Represalias?

—Ayer seis de nuestros hombres fueron masacrados ante nuestros ojos. Maximio le ordenó a Macro que matara a sesenta aldeanos a cambio. Él se negó. De modo que Maximio lo puso bajo arresto y le dio su centuria a un optio, Cordo, una basura que se mostró encantado de llevar a cabo la orden.

Cato lo miró.

—¿Lo dices en serio?

—Totalmente. ¡Pero ahora cállate! —Por un instante Tulio se inclinó para acercarse y susurrar—: Ya hablaremos después. Hay demasiados oídos cerca de aquí.

Siguieron marchando en silencio hasta llegar al cobertizo situado sobre el canal de la letrina del fuerte. A medida que se iban acercando el olor se iba haciendo inaguantable, incluso después de la fetidez del establo en la que los britanos los habían retenido prisioneros. Tulio se dirigió a la trampilla de madera que cubría el canal entre la letrina y la rejilla por la que las aguas residuales se escurrían hacia la zanja de desagüe que bajaba directamente por la pendiente y se alejaba de las paredes del fuerte. Haciendo una mueca, levantó la trampilla y la apoyó contra la pared de la letrina.

—Entrad.

Cato miró hacia los asquerosos y oscuros sedimentos de allí abajo y movió la cabeza en señal de negación.

—No.

Tulio suspiró y se volvió hacia la escolta, pero Cato lo agarró del brazo.

—Hemos visto las cabezas en el camino que conduce al pantano. ¿Qué ha pasado aquí? —Cato vio que el anciano vacilaba—. Cuéntamelo.

Tulio miró a su alrededor con nerviosismo antes de responder.

—De acuerdo. Se ha vuelto loco… Maximio. Ha masacrado a los nativos a diestro y siniestro. —Tulio se frotó el mentón—. Nunca había visto nada igual. Es como si estuviera poseído…, un demonio. Eso es lo que Macro creía. Como si Maximio se estuviera vengando con los lugareños por toda la mierda que se le ha venido encima a la tercera cohorte.

—Tal vez —repuso Cato, y se paró a pensar un momento—. Pero me pregunto por qué el legado mandó la cohorte aquí. Ha de haber algo más aparte de darnos caza.

—¿Qué estás diciendo?

—Piénsalo. Perdimos el contacto con Carataco. El general tenía que encontrar alguna manera de hacerlo salir al exterior. Ahora está ocurriendo.

—¿Pero cómo iba a saber el general que Maximio se volvería loco y provocaría a Carataco para que atacara? No podía saberlo.

—Sí, sí que podía… si le ordenó a Maximio que empezara a asesinar a los lugareños.

Tulio meneó la cabeza.

—No. No hay ningún método en lo que está haciendo. Sólo locura.

—Está loco —afirmó Cato— si no se dispone a prepararse para el ataque. Al final del día, Carataco y miles de sus hombres se presentarán frente a las fortificaciones. Arden en deseos de vengarse, tomarán este lugar por asalto y matarán a todo el que encuentren en él. No tendremos ninguna oportunidad.

Tulio miró fijamente a Cato, esforzándose por ocultar su temor, y el joven oficial aprovechó su ventaja.

—La cohorte sólo puede salir de ésta de un modo. Según yo lo veo sólo hay una manera. Pero no servirá de nada a menos que pueda… que podamos convencer a Maximio.

—¡No! —el centurión Tulio meneó la cabeza—. No escuchará. Y va a cerciorarse de que yo sufra incluso por hablar así contigo. ¡Métete en el agujero!

—¡Por lo que más quieras, joder! —Cato lo apretó con más fuerza y tiró del anciano para que se diera la vuelta y lo mirara. Los legionarios se llevaron la mano a la espada—. ¡Escúchame!

Tulio alzó la mano que tenía libre.

—¡Tranquilos, muchachos!

Cato le dio las gracias con una inclinación de la cabeza y siguió hablando mediante un susurro desesperado.

—Eres un maldito veterano, Tulio, y no te dieron esos medallones que luces en el arnés por lo bien que llevas la contabilidad o por cubrirte el trasero. Si no tienes cojones para hacerle frente a Maximio, al menos deja que lo intente yo. —Sin dejar de mirar al viejo a los ojos, Cato relajó la mano y le dio un suave y tranquilizador apretón en el brazo—. Estamos hablando de la vida de más de un hombre. Si Maximio no escucha, seremos hombres muertos. Tú puedes cambiar las cosas, ahora mismo.

—¿Cómo?

—Despide a la escolta. Luego llévame a su tienda. Manda a alguien que vaya a buscar a Macro. Puede reunirse con nosotros allí. Hemos de que convencer a Maximio. Antes de que sea demasiado tarde. Y ahora, despide a estos soldados y escúchame.

Cato vio la indecisión reflejada en el rostro de Tulio y se inclinó para acercarse.

—Podemos sobrevivir a esto. O mejor aún, podemos salir de ésta con honor. Y lo mejor de todo es que podremos terminar de una vez por todas con Carataco.

—¿Cómo? —preguntó Tulio—. Explícame cómo.