Capítulo XXXVIII

Cato soltó la cantimplora y se puso en pie rápidamente al tiempo que gritaba las órdenes:

—¡A las armas! ¡A las armas! ¡Moveos!

En torno a él los legionarios se levantaron recogiendo sus forros y cascos, se los encasquetaron e intentaron desesperadamente anudarse las correas que habían desatado hacía unos momentos. Todas las incomodidades del calor y la sed se disiparon mientras se apresuraban a armarse. Desde el sendero llegaban los continuos gritos del centinela que corría para reunirse con sus compañeros:

—¡Ya vienen!

Los legionarios retomaron los escudos y las lanzas del polvoriento camino y los sostuvieron, listos para el ataque, mientras ocupaban sus posiciones arrastrando los pies. Cato desenvainó la espada y hendió el aire con ella para llamar la atención de sus soldados.

—¡Sexta centuria! ¡Sexta centuria, preparad las jabalinas!

Instintivamente, algunos de los soldados se llevaron la mano a sus espadas cortas, pero entonces soltaron las empuñaduras y levantaron las astas de sus jabalinas al tiempo que dirigían la mirada con preocupación camino abajo. Cato se dio la vuelta para mirar con ellos, deseando que los centinelas corrieran más deprisa. El primero de ellos llegó trotando, sin resuello debido al esfuerzo de la carrera hasta la centuria bajo el peso de la armadura y de las armas. Se detuvo delante de Cato y se inclinó hacia delante con la respiración agitada.

—¡Informa, hombre! —le urgió Cato con rudeza.

—Sí… señor. —El centinela se obligó a enderezarse y tragó flema para aclararse la boca—. Permiso para informar… el enemigo se está acercando, señor. A unos cuatrocientos o tal vez quinientos metros de distancia camino abajo.

—¿Cuál es su composición?

—Caballería e infantería, señor. Hay ocho o diez exploradores delante. Nos vieron y regresaron con el grueso del ejército.

—Darán su informe —rumió Cato—. Luego Carataco los mandará en masa para que nos den una paliza mientras se despliega el cuerpo principal.

Séptimo dio un resoplido desdeñoso.

—Pues pierden el tiempo. Aquí no pueden desplegarse en ningún sentido. Tendrán que combatirnos en un frente estrecho. Les hará más daño a ellos que a nosotros.

Cato esbozó una débil sonrisa al tiempo que volvía a mirar hacia el camino. No tenía sentido recordarle al optio que incluso unos miles de britanos podían tener la remota posibilidad de superar a unas cuantas decenas de legionarios.

—Quiero que vuelvas corriendo al encuentro del centurión Tulio. Lo saludas de mi parte y le dices que el enemigo está a la vista. Nosotros nos replegaremos poco a poco y retrasaremos a Carataco todo lo que podamos. ¿Entendido?

El legionario asintió con la cabeza. Cato levantó una mano para proteger sus ojos del sol mientras escudriñaba el sendero.

—¿Dónde está el otro centinela?

El legionario se dio la vuelta para seguir la mirada del centurión.

—Décimo intentaba calcular sus efectivos antes de salir detrás de mí. Mire, señor, ahí viene.

Una figura lejana salió disparada de un recodo del camino, con la cabeza gacha y el pesado escudo cabeceando mientras corría. Sus compañeros empezaron a lanzarle gritos de ánimo mientras Décimo corría con todas sus fuerzas. De vez en cuando su casco destellaba al volverse a mirar atrás. El primer jinete enemigo apareció por la curva cuando Décimo se hallaba todavía a unos ciento cincuenta pasos del resto de la centuria. Cato hizo bocina con una mano y se puso a gritar junto con el resto de sus soldados en tanto que el optio miraba con desaprobación. Cato se figuró que a un veterano como Séptimo no debía de parecerle nada bien que los oficiales se negaran a comportarse con fría distancia. Que se fuera a la mierda, pensó Cato. Había un momento y un lugar para el comportamiento estirado e inflexible, y no eran precisamente aquéllos.

—¡Corre, hombre! ¡Corre! ¡Tienes a esos cabrones encima!

Décimo arrojó su jabalina, pero siguió agarrando su escudo y corriendo. Tras él, los guerreros enemigos, más de treinta, espoleaban sus monturas, decididos a arrollar al romano antes de que pudiera ponerse a salvo en la compacta línea de escudos rojos que se extendía perpendicular al camino. Las puntas de sus lanzas destellaron al descender y quedaron alineadas detrás del hombre que huía de ellas.

—No lo conseguirá —decidió Séptimo—. Ya lo tienen.

—No —replicó Cato al instante—. ¡Vamos, Décimo! ¡Corre!

Al legionario no le quedaba mucha distancia por cubrir, pero aún era menor la que lo separaba de sus perseguidores.

—Ya lo dije… —Había un inconfundible dejo de suficiencia en la voz del optio y Cato ardió de furia ante la insensibilidad del soldado. Los jinetes no atraparían a Décimo si él podía hacer algo al respecto. El centurión se volvió de espaldas al desesperado espectáculo y hacia el resto de sus hombres.

—¡Primera fila! ¡Jabalinas en ristre!

Los soldados tardaron un momento en reaccionar, tan absortos estaban en el destino de su compañero.

—¡Jabalinas en ristre, maldita sea! —les rugió Cato.

Aquella vez sus hombres alzaron las armas, dieron dos pasos al frente y echaron atrás los brazos con los que iban a arrojarlas. Décimo vio el movimiento y vaciló brevemente antes de abalanzarse hacia la línea de escudos. Justo tras él los britanos gritaron de cruel júbilo al darse cuenta de que ya no había ningún riesgo de que se les escapara su presa, que todavía se encontraba a unos treinta pasos de sus compañeros.

—¡Décimo! —le gritó Cato—. ¡Tírate al suelo!

La aterrorizada expresión del legionario reveló de pronto que había caído en la cuenta de cuáles eran las intenciones del centurión y se arrojó al camino, rodó una corta distancia hacia un lado y se cubrió el cuerpo con el escudo lo mejor que pudo mientras Cato le gritaba una orden a la primera fila.

—¡Lanzad… jabalinas!

Hubo un coro de explosivos bufidos y diez oscuras astas describieron una curva en el aire, pasaron por encima de Décimo y alcanzaron de inmediato a los jinetes que había tras él con una serie de golpes sordos cuando las puntas afiladas penetraron en la carne tanto de hombres como de bestias. Al punto, los agónicos relinchos de dos monturas y los resoplidos de las demás al intentar esquivar a los caballos heridos rasgaron la atmósfera. Uno de los hombres fue abatido por una de las armas que le atravesó limpiamente el pecho, cayó encima de Décimo y el asta de la jabalina se rompió con un fuerte chasquido. El soldado tembló un instante y luego murió.

El ímpetu de la carga se rompió y el enemigo no hizo otra cosa que arremolinarse en torno a la maraña de caballos heridos que se retorcían. Décimo vio su oportunidad al instante, empujó el cadáver para sacárselo de encima del escudo, se puso en pie rápidamente y se arrojó hacia la primera fila de la centuria, dejando el escudo atrás.

—¡Vamos! —Cato le hizo señas desesperadamente—. ¡Abrid un hueco!

Dos de los soldados se echaron a un lado arrastrando los pies y Décimo se dirigió hacia el espacio que apareció entre sus escudos. En el preciso momento en que Décimo alcanzaba a sus compañeros, Cato divisó algo borroso en el aire detrás de él y el legionario cayó dentro de las filas romanas con un grito de dolor. Cato se abrió camino hacia Décimo y se arrodilló. Tenía el asta de una jabalina ligera clavada en la parte posterior de la pierna, justo por encima de la bota, y la sangre manaba allí donde la fina punta de hierro había penetrado en la carne.

—¡Mierda! ¡Cómo duele! —masculló Décimo con los dientes apretados.

Al levantar la mirada Cato vio que los jinetes se habían retirado a una corta distancia en el camino y volvían a formar, listos para cargar de nuevo.

Séptimo apareció sobre ellos, miró la jabalina y le hizo un gesto con la cabeza a Cato.

—¡Sujétalo!

Agarró el asta con firmeza y, tras asegurarse de que el ángulo era el adecuado, tiró repentinamente de ella al tiempo que Décimo aullaba de dolor. La punta salió y del pinchazo manó un torrente de sangre. El optio examinó la herida rápidamente, le quitó el pañuelo del cuello al legionario de un tirón y se la vendó bien.

—¡Te está bien empleado! —le espetó Séptimo—. No tendrías que haber tirado el escudo. ¿Cuántas veces te lo han dicho en la instrucción?

Décimo hizo una mueca de dolor.

—Lo siento, señor.

—Ahora levántate. No nos sirves para nada con esa pierna. Vuelve a la cohorte.

El legionario miró a Cato, que inclinó la cabeza en señal de asentimiento. Con los dientes apretados, Décimo se puso en pie como pudo y atravesó cojeando las líneas que formaban sus compañeros. Empezó a bajar por el sendero e iba dejando un rastro de pequeñas salpicaduras de sangre que manaba del vendaje empapado.

Una voz gritó:

—¡Ahí vienen de nuevo!

Cato alzó su escudo y empujó hacia delante para situarse en la primera fila. Séptimo se apresuró a tomar posiciones en el extremo derecho de la centuria. Cato echó un vistazo a su alrededor y vio que sus soldados estaban preparados con denuedo para la próxima carga de los jinetes enemigos. Tras él, el portaestandarte de la centuria había desenvainado la espada y estaba inclinado hacia delante con expectación.

—¡Estandarte a retaguardia! —le gritó Cato con violencia. El portaestandarte puso mala cara, envainó la espada y se abrió camino hacia la retaguardia de la pequeña formación. Cato meneó la cabeza con enojo. El soldado no debía haber hecho eso. Su principal obligación era proteger el estandarte, no atacar al enemigo. Tendría unas palabras con el portaestandarte, si seguían vivos al día siguiente.

Los jinetes se abalanzaron hacia ellos con un grito salvaje mientras los cascos de sus monturas golpeaban el seco sendero con ruido ensordecedor. Por un momento Cato estuvo a punto de ordenar otra descarga de jabalinas, pero entonces se dio cuenta de que la centuria tenía que conservar cualquier ventaja en aquel trance de armas que iban a tener que soportar.

—¡Arriba los escudos! —gritó Cato—. ¡Segunda fila! ¡Pasad las jabalinas hacia delante!

Las puntas de hierro de las jabalinas avanzaron hacia los hombres de la primera fila como una oleada. Cato agarró una e inclinó la punta hacia los jinetes que se acercaban aceleradamente. A ambos lados de él, sus soldados sacaron las puntas de sus armas entre los escudos. Cato encorvó el cuello para que el borde del escudo le protegiera el rostro y se quedó mirando fijamente la carga que se avecinaba. En el último instante, antes de que sus caballos chocaran contra los romanos, los britanos iban profiriendo sus gritos de guerra con expresiones exultantes y enloquecidas. Se oyeron los golpes sordos de los cuerpos contra los escudos y los resoplidos de los legionarios que fueron empujados hacia atrás. Cato notó un tirón en el brazo cuando el ijar de un caballo se arrojó sobre la punta de hierro de su jabalina. El animal retrocedió, amenazando con arrebatarle el arma y Cato dio un salvaje tirón, con lo que se abrió un agujero ensangrentado en la piel lacia y brillante del animal. Algo brilló por encima de su cabeza y sólo tuvo tiempo de agacharse antes de que la punta de una lanza, que no le dio por muy poco, pasara como un latigazo y rebotara en el gorjal con fuerte ruido. A Cato se le fue la cabeza hacia atrás dolorosamente y se encontró mirando al rostro del jinete, petrificado en una salvaje sonrisa de dientes manchados bajo un oscuro bigote mustio. De forma instintiva, Cato le dio la vuelta a la jabalina y arremetió con ella contra los ojos de aquel hombre. Antes de que el golpe alcanzara su objetivo el jinete dio un brusco tirón a las riendas, hizo dar la vuelta a su caballo y desvió la punta de la jabalina de un golpe.

Por un momento Cato quedó fuera de combate y echó un vistazo a su alrededor. Había un caballo tumbado panza arriba que golpeaba el aire con los cascos mientras su jinete gritaba, aplastado bajo el peso del animal. Había otros dos enemigos en el camino, heridos de muerte, uno de los cuales se retorcía con las manos apretadas sobre una herida terrible que le había desgarrado el estómago. Pero no había caído ni un solo romano. Se recuperaron bajo el impacto y mantuvieron la pared de escudos en orden mientras, por encima de ellos, lanzas y broqueles repiqueteaban inútilmente contra la enorme superficie curvada de los escudos romanos.

Los jinetes enemigos prolongaron el ataque un poco más y luego su líder bramó una orden, con lo cual se retiraron de pronto y retrocedieron al trote una corta distancia, la justa para mantenerse fuera del alcance de las jabalinas. Tras ellos Cato divisó la cabeza de la columna enemiga que marchaba y doblaba el recodo en el que poco antes se habían apostado los dos centinelas romanos. Era hora de iniciar el repliegue.

—¡Retirada! ¡Optio!

—¿Señor?

—Llévate a la mitad de los hombres. Retírate unos cien pasos y forma una nueva línea. Deja un hueco para que podamos pasar por él cuando os alcancemos.

—¡Sí, señor!

Séptimo reunió a sus hombres y trotaron por el camino hasta que llegaron a un punto donde el espacio a ambos lados se hallaba nuevamente obstaculizado por matas de aulaga. El optio dio el alto a los soldados y los hizo formar.

Cato movió la cabeza con alegría y luego se dio la vuelta para evaluar su situación. Los jinetes se estaban preparando para volver a la carga, agarrando con más fuerza sus riendas y sus armas. En cuanto el primer hombre espoleó su montura para avanzar, Cato gritó una orden para que las jabalinas estuvieran listas. Los jinetes vacilaron al ver las mortíferas y oscuras astas que se preparaban contra ellos y entonces frenaron para alinearse, todavía fuera del alcance.

—Bien —dijo Cato entre dientes—. ¡Embracen las jabalinas! ¡La sexta centuria se preparará para retirarse… marchen!

Los legionarios iniciaron la retirada en buen orden, dando la cara al enemigo al tiempo que retrocedían cuidadosamente para evitar tropezar y caerse. Los jinetes se quedaron mirando a los romanos por un momento y luego un coro de abucheos y rechiflas persiguió a los legionarios por el camino. Uno de los hombres de Cato empezó a responderles con insultos.

—¡Silencio! —gritó Cato—. No les hagas ni caso. No tenemos que demostrar nada. ¡No son nuestros soldados los que yacen muertos en el camino!

Las cinco secciones que Cato tenía a sus órdenes no dejaron de retroceder hacia Séptimo y sus soldados. Aun así, la distancia entre los romanos y la cabeza de la columna de Carataco se había estrechado considerablemente cuando Cato pasó por el hueco que Séptimo había dejado para él.

—Ahora me toca a mí replegarme —dijo Cato—. Bien puede ser que tengas a su infantería encima antes de llegar hasta nosotros.

—Eso parece, señor. —Séptimo movió la cabeza en señal de afirmación—. No se adelante mucho.

—No lo haré. Buena suerte.

—A la mierda la suerte —repuso Séptimo entre dientes—. Vamos a necesitar la condenada intervención divina para que nos saque de este atolladero.

—No te equivocas. —Cato sonrió—. No te separes de ellos, optio.

Séptimo saludó y se dio la vuelta para cerciorarse de que su línea estaba bien cerrada y dispuesta a resistir la inminente arremetida. Cato condujo a sus soldados más arriba del camino y al llegar a una curva dio el alto e hizo que formaran. A lo lejos, por encima de la baja extensión de juncos, árboles raquíticos y matas de aulaga, vio las lejanas figuras del resto de la cohorte que trabajaban sin descanso en la construcción del terraplén y la empalizada.

—¡Ya no falta mucho, soldados!

—Lo suficiente —replicó alguien entre dientes.

Cato giró sobre sus talones.

—¡Silencio ahí! Llegaremos. Lo juro.

Se dio la vuelta para ver cómo le iba al optio. Séptimo ya estaba en marcha y la última fila retrocedía lenta y pesadamente. A tan sólo una pequeña distancia de ellos los jinetes habían ido abandonando el sendero y la columna principal de infantería enemiga avanzaba con rapidez, ansiosa por acercarse a los odiados romanos para despedazarlos.

Hacia la cabeza de la columna había un carro de guerra. De pie en la plataforma, detrás del conductor, estaba Carataco con el pecho y la cabeza descubiertos y el enorme torques de oro alrededor de su cuello musculoso. Con una mano agarraba el asta de una gran lanza de batalla, casi el doble de alta que él mismo, en tanto que la otra descansaba tranquilamente en el guardalado del carro de guerra y, a pesar de la superficie del camino, llena de rodadas, el comandante nativo iba en su vehículo con un magnífico sentido del equilibrio y de confianza en sí mismo.

Carataco levantó su lanza y la clavó en el aire hacia los romanos que se retiraban con un salvaje gesto de mando. Al punto sus guerreros soltaron un enorme rugido y se abalanzaron con las espadas y las lanzas en alto y listos para atacar. Séptimo dio el alto a sus hombres, cerró filas y dio la orden para que arrojaran sus jabalinas. Era una medida desesperada y Cato se preguntó si el optio habría dejado que la desesperación dominara su sentido común. El efecto de la descarga en el confinado espacio del camino sería devastador, pero después de ello ya no habría más jabalinas, tan sólo espadas.

Las voces de mando de Séptimo a duras penas eran audibles por encima del ruido que hacía el enemigo.

—¡Lanzad… jabalinas!

Un oscuro y desgarrado velo se alzó por encima de los legionarios, describió una curva en el aire y luego cayó como un látigo sobre los nativos. Sus gritos de guerra se apagaron por un momento y a continuación Cato y sus hombres oyeron el sonido del impacto: un coro de repiqueteos y golpes sordos que rápidamente quedó ahogado por chillidos de dolor y maldiciones proferidas a voz en cuello. Séptimo les gritó a sus hombres que continuaran retrocediendo.

Hubo un breve respiro mientras los britanos se abrían camino con mucho cuidado a través de sus muertos y heridos desparramados por el suelo desde el que las oscuras astas de las jabalinas sobresalían en todas direcciones. Luego redoblaron nuevamente los gritos de batalla y el enemigo avanzó con decidido ímpetu. Mas el impacto de su ataque masivo quedó roto por la descarga y se abalanzaron individualmente sobre los anchos escudos y las hojas relucientes de los legionarios. Los primeros fueron abatidos sin dificultad y los soldados ni siquiera alteraron el paso mientras continuaban desplazándose hacia Cato. Luego, mientras los guerreros cargaban en masa contra su objetivo, Séptimo y sus hombres fueron disminuyendo el ritmo hasta detenerse y se vieron obligados a luchar para mantener la formación. A luchar por su supervivencia.

A medida que caían más enemigos en la refriega, los legionarios empezaron a moverse de nuevo en dirección a Cato, sólo que esta vez no estaban cediendo terreno, sino que se veían obligados a retroceder. Al ver que se acercaban, Cato supo que sólo era cuestión de tiempo antes de que Séptimo perdiera a los hombres suficientes para que los supervivientes no pudieran mantener por más tiempo su formación. Luego los desbaratarían y los matarían. Cato se dio cuenta de que la retirada estilo salto de rana de la sexta centuria ya no sería posible. Ahora su única oportunidad era mantenerse unidos.

Cuando los hombres de Séptimo empezaron a pasar por el hueco que se había dejado abierto para ellos, Cato llamó al optio.

—Forma a tus hombres detrás de mí. Ya no podemos permitirnos el lujo de dividir la centuria.

Séptimo asintió con la cabeza y se dio la vuelta para desplegar a sus hombres en tanto que las cinco secciones todavía frescas a las órdenes de Cato retomaron el combate.

A la vez que empuñaba con más firmeza la espada y levantaba el escudo hacia delante y hacia arriba, Cato avanzó y se abrió camino a empujones hacia la primera fila. Al instante, un brutal golpe de hacha hizo que su escudo retrocediera de nuevo hacia él. Pero las legiones estaban entrenadas precisamente para aquel denso combate de cerca y Cato retrocedió con el hachazo. Luego pasó el peso de su cuerpo al pie que tenía más retrasado, se abalanzó contra el enemigo y notó que su escudo se estrellaba contra un cuerpo con un fuerte golpe sordo. Se oyó un resoplido de dolor y sorpresa y Cato hincó su espada al frente, por encima del borde del escudo, viéndose recompensado por el golpe de un impacto que le recorrió el brazo. Retiró la hoja y se fijó que la sangre goteaba a unos quince centímetros de la punta. Una herida mortal con toda probabilidad y, sorprendido, se dio cuenta de que ni siquiera había visto al hombre que la había sufrido.

Cayó otro golpe contra su escudo y en aquella ocasión unos dedos se cerraron sobre la parte superior del mismo, a pocos centímetros de su cara, y tiraron de él hacia atrás. Cato lo sostuvo con todas sus fuerzas y a continuación echó el casco hacia delante y le aplastó los nudillos al enemigo con la sólida abrazadera transversal de hierro que quedaba por encima de la frente. Los dedos se retiraron y Cato empujó el escudo hacia delante, que aquella vez sólo topó con el vacío, y a continuación dio un paso atrás y tomó aire.

—¡Sexta centuria! ¡Sexta centuria, ceded terreno! ¿Optio?

—¿Señor?

—¡Marca el tiempo!

—Sí, señor… ¡Uno!… ¡Dos!… ¡Uno!… ¡Dos!

Con cada orden los soldados de cada una de las filas retrocedían un paso con cuidado frente al enemigo, tras lo cual retomaban el combate. Cato se contentó con cederle el control del paso al optio. En cuanto el combate empezaba en serio, el mundo de los soldados enzarzados en una mortífera contienda se convertía en un arremolinado caos de armas que entrechocaban y hombres que gruñían, maldecían y gritaban su desafío y su agonía. El instinto, agudizado por incesantes años de entrenamiento, asumía el control y todo sentido del paso del tiempo se perdía en la salvaje intensidad de sobrevivir al momento.

No había muchas oportunidades de pensar con lucidez mientras Cato luchaba por seguir vivo, pero pudo echar algún que otro vistazo a Carataco, el cual se hallaba tan sólo a unos cuatro o seis metros de distancia, exhortando a sus guerreros a seguir adelante, bramando un grito de guerra que se oía claramente por encima de la cacofonía de la batalla y que conducía a sus hombres a nuevas cotas de ferocidad.

—¡Uno! —gritó Séptimo.

Si por lo menos pudieran matar a Carataco, logró pensar Cato mientras retrocedía un paso más. Asestó una cuchillada a un pie desnudo que se había alzado para propinarle una patada a su escudo.

—¡Dos!

Si Carataco caía, tal vez entonces el espíritu de lucha abandonaría a aquellos demonios, que no parecían conocer el miedo mientras se arrojaban contra la línea de escudos romanos. Los legionarios de la primera fila estaban empezando a cansarse y los dos primeros en morir fueron abatidos y asesinados en rápida sucesión. Sus lugares quedaron ocupados al instante por soldados de la segunda fila y el repliegue continuó bajo aquel ataque implacable. Uno a uno, cayeron más legionarios que se unieron a los nativos muertos y heridos pisoteados por la oleada de guerreros que bajaban en tropel por el camino.

Cato empujó el escudo contra el rostro de un guerrero de cierta edad, no menos salvaje que sus compañeros más jóvenes, y retrocedió para salir de la primera fila.

—¡Ocupa mi lugar! —le gritó al oído de un legionario de la segunda fila, y el soldado empujó hacia adelante, con el escudo hacia fuera y la espada lista para hincarla en la refriega. El centurión se abrió camino a empujones a través de la densa concentración de romanos hasta encontrar a Séptimo, que estaba junto al portaestandarte de la centuria.

El optio inclinó la cabeza a modo de saludo.

—Una tarea difícil, señor.

—No puede serlo más. —Cato se obligó a sonreír, desesperado por dar la impresión de tranquila indiferencia profesional que Macro parecía conseguir con tan poco esfuerzo. Miró camino arriba hacia las fortificaciones de la cohorte, que en aquellos momentos se encontraban justo tras la última curva de su viaje de vuelta.

Séptimo siguió la dirección de la mirada de su centurión.

—¿Quiere que mande a un mensajero para que nos proporcionen más hombres, señor?

La idea de que más legionarios acudieran a toda prisa a apoyar su repliegue era una perspectiva reconfortante y tentadora. Pero Cato se dio cuenta de que una petición como la sugerida, aun en el supuesto de que Tulio accediera a ella, sólo serviría para poner a más hombres en peligro y debilitar a la cohorte allí donde sus soldados eran más necesarios: en las fortificaciones, negándoles a Carataco y a sus guerreros toda vía de escape del pantano.

Meneó la cabeza en señal de negación.

—No. Estamos solos.

El optio asintió lentamente.

—Está bien, señor. Pero no vamos a poder contenerlos mucho más tiempo. Si rompen la línea, estamos perdidos.

En aquellos momentos la línea no superaba los cinco en fondo y Cato sabía que si no podían llegar pronto a las fortificaciones, el enemigo sencillamente podría apartar a los pocos legionarios que quedaban. Tenía que actuar en aquel preciso momento y jugarse las jabalinas restantes en una última jugada.

Cato se volvió hacia su optio.

—Voy a dar la orden de utilizar las últimas jabalinas en una descarga. Cuando les caiga encima, nos replegamos. Si tenemos suerte podremos recorrer casi todo el camino que nos queda hasta la cohorte antes de que el enemigo ataque de nuevo. ¿Entendido?

—Sí, señor. ¿Es prudente? Utilizarlas todas, quiero decir.

—Quizá no lo sea. Pero será mejor que usemos las jabalinas mientras podamos, ¿no?

Séptimo asintió con la cabeza.

—¡Filas traseras! —gritó Cato con una voz ronca que chirrió en su seca garganta—. Preparad las jabalinas. Apuntad a lo lejos. ¡Apuntad a ese cabrón del carro de guerra!

La retirada se había detenido mientras los soldados de la primera fila rechazaban al enemigo, los de detrás, que todavía conservaban las jabalinas, abrieron rápidamente sus filas y echaron hacia atrás los brazos con los que arrojarían las armas.

—¡Recordad, apuntad a lo lejos! ¡Lanzad jabalinas!

Aquella vez el fino abanico de astas oscuras describió un arco hacia lo alto que brilló cuando alcanzaron el punto más elevado de su trayectoria, luego descendieron en picado para clavarse en la apretada concentración de hombres que había en torno a Carataco y a su carro de guerra. Cato observó aquella última descarga con una intensa mirada y vio que una jabalina le atravesó el hombro a Carataco, derribando al comandante enemigo sobre el fondo de su carro, con lo que desapareció de la vista. Por encima de los gritos de los heridos se oyó un profundo quejido procedente de las gargantas de los guerreros britanos cuando éstos se dieron cuenta de que su líder había sido alcanzado. La columna flaqueó cuando los que estaban delante se dieron la vuelta para ver lo que había pasado y luego empezaron a retroceder poco a poco hacia el carro de guerra, separándose de los romanos. Cato vio su oportunidad y la aprovechó.

—¡Replegaos! ¡Replegaos!

Los restos de la sexta centuria empezaron a alejarse del enemigo mientras los soldados de la retaguardia no dejaban de mirar detenidamente hacia atrás al dirigirse con toda la rapidez posible hacia la seguridad de la distante cohorte. Cato los condujo por el último recodo y por delante de ellos el camino llevaba directamente hacia las fortificaciones levantadas a toda prisa, a no más de unos doscientos pasos de distancia. La tentación de salir corriendo era abrumadora, pero Cato sabía que él y sus hombres debían retirarse de manera ordenada.

—¡No corráis, muchachos! ¡Mantened la formación!

Tras ellos se oyó un grito, una orden, y Cato reconoció la voz de Carataco que les bramaba a sus hombres que reanudaran el ataque. Ellos retomaron su grito con un rugido.

Cato le dirigió una mirada a su optio.

—No ha durado mucho.

—No, señor. —Séptimo sonrió compungido—. No hay mucha diferencia entre el típico celta y la perspectiva de un buen combate.

Por delante de ellos, Cato distinguió unas figuras que se apresuraban a guarnecer la fortificación que se extendía perpendicular al camino y se adentraba en el pantanal una corta distancia a ambos lados, terminando con un pequeño reducto en ambos flancos. Quedaban unos ciento cincuenta pasos por recorrer y al abrirse la puerta salió de ésta una luz débil. Cato miró hacia atrás y vio que los primeros guerreros enemigos aparecían precipitadamente por el recodo del camino con las armas en alto y las bocas abiertas mientras proferían sus gritos de guerra. Con un retumbo de cascos y un estrépito de ruedas, el carro de Carataco dobló la esquina dando bandazos. El comandante enemigo se hallaba de pie encima del eje, con una mano apretada contra su hombro herido y la otra agitando su lanza de batalla hacia el enemigo. Cato no pudo más que admirar su implacable determinación que no le evitaba ningún sufrimiento.

Cuando la sexta centuria logró salvar la mitad de la distancia hasta las fortificaciones, Cato volvió a mirar atrás y se horrorizó al ver que casi tenían al enemigo encima. Por delante, a ambos lados del camino, se hallaba el foso defensivo con estacas esparcidas en su interior. Luego el terraplén de tierra, donde el resto de la cohorte se inclinaba por encima de la empalizada dirigiendo desesperados gritos de ánimo a sus compañeros. Cato se dio cuenta de que sus soldados y él no iban a llegar a la puerta antes de que el enemigo chocara contra ellos.

—¡Alto! ¡Formad filas en la retaguardia!

Aun teniendo la puerta tan cerca que los tentaba, los soldados de la sexta centuria obedecieron la orden de inmediato. Se dieron la vuelta rápidamente, levantaron los escudos y cerraron filas para constituir una compacta formación defensiva. Pero en aquella ocasión, cuando el enemigo cargó contra su objetivo, los legionarios se tambalearon con el impacto. La línea de escudos fue impelida hacia el interior, con lo que uno de los hombres salió despedido hacia atrás. Antes de que nadie pudiera ocupar su lugar, un enorme guerrero celta irrumpió entre ellos haciendo girar un hacha por encima de la cabeza. Al cabo de un instante ésta descendió hacia el legionario que había sido arrojado al suelo. El soldado vio venir la hoja y levantó un brazo para protegerse el rostro. El hacha apenas tembló cuando le cercenó el brazo limpiamente, le destrozó el escudo y se hundió profundamente en su cráneo.

—¡Derribadle! —gritó Cato con voz ronca—. ¡Matadle!

Tres espadas se clavaron en el guerrero, que soltó un explosivo gruñido y cayó de rodillas mientras sus dedos laxos soltaban la mortífera hacha al morir. Pero antes de que los romanos pudieran llenar el hueco que se había abierto en su línea, otro guerrero avanzó de un salto y se plantó a horcajadas sobre su compañero caído, arremetiendo contra el legionario más próximo con su espada larga. El romano sólo consiguió girar lo suficiente para que el golpe cayera en la hombrera de su armadura laminada y se oyó un fuerte crujido cuando el impacto le rompió la clavícula.

Más guerreros enemigos irrumpieron de sopetón entre los soldados de la sexta centuria y Cato supo que ya no era posible mantener ninguna formación. Se arrojó hacia la densa reyerta, empujó a uno de sus hombres por la espalda y afirmó las piernas en el suelo para ayudar al soldado a ejercer presión hacia delante. Pero la fuerza de los guerreros enemigos era irresistible, alentados por Carataco cuyos rugidos los animaban. Cato notó que lo obligaban a retroceder, paso a paso, hasta que la centuria se vio a horcajadas en el foso mientras las fortificaciones se alzaban imponentes a sus espaldas. El hombre que tenía delante tembló, se sacudió y luego cayó hacia un lado, dentro del foso, y quedó empalado en las afiladas estacas que forraban el fondo del mismo. Luego Cato quedó en medio del combate, agachado, con el escudo cerca y sosteniendo la espada horizontal, lista para arremeter con ella.

A ambos lados de él, legionarios y celtas se hallaban enzarzados en amarga y despiadada lucha. La disgregación de la formación romana significaba que ambos bandos estaban apiñados en apretada jauría, donde las armas de corte eran inútiles y las cortas espadas de las legiones se lucían. Los bótanos sabían que los romanos los superaban y la emprendieron entonces a puñetazos y arañazos contra ellos en tanto que dedos y puños trataban de aferrarse desesperadamente a cualquier trozo de carne romana que no contara con protección. Con un grito agudo un joven guerrero se lanzó sobre Cato, con una mano le asió el brazo que manejaba la espada y con la otra intentó agarrarlo del cuello. Por un instante Cato fue presa del pánico, sus músculos se quedaron petrificados en un terror impotente y luego el instinto de supervivencia hizo que soltara el escudo, cerró el puño que tenía libre y lo estrelló contra la mejilla del guerrero enemigo. El hombre se limitó a parpadear y continuó con su fanático esfuerzo por estrangular al centurión romano. Cato lo intentó una vez más, sin ningún resultado, entonces bajó la mano hacia la daga que llevaba en la cintura. La agarró, la sacó y la empujó hacia arriba y hacia delante, clavándola en el estómago de su atacante. La mirada de odio del joven se convirtió en una de sorpresa y dolor. Cato volvió a hincar la daga con todas las fuerzas que le quedaban, notó que ésta se desplazaba a un lado con un desgarrón y sintió que un cálido chorro le caía en la mano y el antebrazo en tanto que el enemigo relajaba los músculos y se iba deslizando, pero la presión de los cuerpos que tenía alrededor lo mantenía sobre él.

—¡Escapad! —les gritó Cato a los supervivientes de su centuria—. ¡Corred!

La aglomeración del tumulto se fue haciendo menos compacta a medida que los legionarios retrocedían o simplemente se daban la vuelta y salían corriendo hacia la pequeña abertura de aquella puerta de rudimentaria construcción. La batalla se convirtió entonces en una escaramuza en la que los romanos propinaban cuchilladas a diestro y siniestro mientras corrían para ponerse a salvo y los britanos los acosaban como perros de caza intentando derribar a su presa. Cato se dirigió hacia el portaestandarte y se tranquilizó al ver que Séptimo ya estaba a su lado y arremetía contra cualquier britano que osara acercarse demasiado. Luego los tres, espalda con espalda, se dirigieron hacia la puerta arrastrando los pies, recorriendo los últimos palmos de la estrecha rampa que pasaba entre las defensas enfiladas. Por encima de ellos sus compañeros no se atrevían a lanzar una lluvia de jabalinas contra los atacantes por miedo a darles a sus propios hombres.

Cato notó el poste de la puerta contra su hombro y empujó al portaestandarte hacia adentro.

—¡Tú también, optio!

—¡Señor! —empezó a protestar Séptimo, pero Cato lo interrumpió.

—Es una orden.

Con la espalda pegada al poste, Cato agarró de un tirón un escudo caído e hizo frente al enemigo. Uno a uno sus hombres se abrieron camino a la fuerza junto a él en tanto que el centurión propinaba tajos y estocadas con su espada corta para mantener a raya a los hombres de Carataco. Al final pareció que no había más romanos vivos frente a las defensas, pero Cato se sintió obligado a echar un último vistazo para asegurarse. Una mano fuerte lo agarró del hombro, tiró de él y lo metió dentro.

—¡Cerradla! —gritó Macro, y dos pelotones de legionarios empujaron la tosca madera con todas sus fuerzas mientras los guerreros enemigos se lanzaban contra el otro lado, haciendo lo imposible por abrirla. Pero los legionarios estaban mejor organizados, por lo que cerraron la puerta rápidamente y colocaron la tranca en su lugar en tanto que los troncos se sacudían bajo el impacto.

—¡Dadles su merecido! —gritó Tulio desde el terraplén, y Cato vio que los legionarios arrojaban una descarga de jabalinas tras otra contra los cuerpos apiñados al otro lado de la puerta. Los alaridos desgarraron el aire, luego los golpes contra la puerta cesaron y los gritos y chillidos del enemigo se apagaron.

Cato se agachó en el suelo con una mano apoyada en su escudo y la otra cerrada en un puño en torno al mango de su espada corta que utilizó para sostener su cuerpo exhausto.

—¿Estás bien, muchacho?

Cato levantó la mirada y le dijo que no con la cabeza a Macro.

—No me vendría mal un trago.

—Lo siento. —Macro sonrió al tiempo que cogía su cantimplora—. Lo único que tengo es agua.

—Pues tendré que conformarme.

Cato engulló varios tragos tibios y le devolvió la cantimplora a Macro. Luego se puso en pie lentamente y miró por encima del hombro de Macro.

—¿Qué pasa?

—Mire. —Cato señaló. Una fina columna de humo se alzaba en el aire en la dirección donde se hallaba el fuerte.