Capítulo XXXIV
—Ha matado a los hombres que se llevaron de aquí —dijo Cato después de que los guerreros lo hubieran vuelto a encadenar en su sitio y abandonaran el establo.
Fígulo movió la cabeza en señal de asentimiento.
—Ya me lo imaginaba. ¿Adónde le han llevado, señor?
—A esa granja. La que visitó tu amigo Mételo. Carataco quería que viera los cadáveres.
—¿Por qué?
Cato se encogió de hombros.
—Cree que la tercera cohorte es responsable de la masacre. No me atreví a decirle la verdad.
—¡Joder, eso espero!
Cato esbozó una breve sonrisa.
—Bueno, la cuestión es que yo había albergado la esperanza de que aún podría convencerlo. Pero ya no creo que haya una oportunidad real de conseguir la paz. Ahora va a combatirnos hasta el final… por mucha gente que muera en el proceso, tanto de los suyos como de los nuestros.
—¿De verdad creía que habría acabado cediendo? —preguntó Fígulo.
—Esperaba que lo hiciera.
Fígulo meneó la cabeza con tristeza.
—Usted no conoce demasiado bien a los celtas, señor. ¿No es cierto? Llevan la lucha en la sangre —sonrió—. Quizá yo mismo también la lleve. Mi abuelo era un guerrero de la tribu de los aedui. La última vez que se sublevaron contra Roma fue poco antes de que yo naciera. Aunque la tribu había sido derrotada, él nunca cedió. Ni él ni los demás guerreros que habían sobrevivido a la última batalla. Se escondieron en los bosques y continuaron la lucha hasta que se hicieron demasiado viejos para empuñar una espada. Entonces, sencillamente se murieron de hambre. Recuerdo que, cuando era niño e íbamos a cazar al bosque, de vez en cuando encontrábamos alguno de sus cadáveres. Un día mi abuelo llegó arrastrándose a nuestra aldea, enfermo y muerto de hambre. Mi madre a duras penas lo reconoció. Fue la primera y última vez que lo vi. La cuestión es que murió. Pero lo último que dijo, las últimas palabras que sus labios pronunciaron, fueron una maldición a Roma y a sus legiones. Carataco está cortado por el mismo patrón. Nunca se habría rendido, señor.
—La otra noche parecía estar a punto de hacerlo.
—No se engañe, señor. Fue sólo un lapso, una mínima sombra de duda y nada más. Y ahora luchará hasta la muerte.
Cato se quedó mirando fijamente a su optio por un momento antes de encogerse de hombros y apartar la mirada.
—Quizá. Pero tú te alistaste en las Águilas. Tal vez se le podría convencer para que él hiciera lo mismo.
Fígulo se rió en voz baja.
—Mi padre vio lo suficiente de Roma para saber que nunca sería derrotada. De modo que sirvió en las cohortes auxiliares y me educó para ser lo más romano posible. Tal vez más romano que la mayoría de romanos. Dudo que la familia de mi madre me reconozca, por no hablar ya de que me consideren uno de los suyos. Me alisté en las Águilas y luché por Roma, pero sigo entendiendo la mente celta y sé que Carataco nunca cederá ante Roma. Nunca. Ya lo verá.
—Pues será una pena. Un hombre tendría que saber cuándo está derrotado. Tendría que afrontar los hechos.
—¿Ah, sí? —Fígulo se volvió a mirar a su centurión—. ¿Y qué me dice de usted, señor? No parece que tengamos esperanza alguna de salir con vida de este lugar. ¿Está usted listo para ceder y morir?
—Eso es distinto.
—¿De veras?
Cato asintió con la cabeza.
—Él tiene responsabilidades. Carataco tiene el destino de mucha gente en sus manos. Yo sólo lucho por mí. Por mi supervivencia. Haré todo lo que pueda para sobrevivir.
Fígulo lo miró un momento y luego dijo:
—Usted no es tan diferente como le gustaría creer, señor. Él tiene que cuidar de su gente y usted de la suya. —Fígulo señaló hacia los otros soldados del establo con un gesto de la cabeza.
Cato volvió la vista a los hombres que quedaban agachados contra las paredes de mimbre. La mayoría se limitaban a mirar el suelo entre sus pies con expresión perdida. Ninguno de ellos hablaba y Cato se dio cuenta de que se habían resignado a morir. Y él no podía hacer nada para evitarlo.
Para Carataco era distinto. Él sí podía cambiar las cosas. Por eso tenía que hacer las paces, se lo debía a su gente, mientras aún respetaran su voluntad. Mientras aún estuvieran dispuestos a seguirle. A diferencia de aquellos pobres soldados, reflexionó Cato. Ellos habían traspasado los límites de la acostumbrada disciplina que los ataba a su voluntad. Sólo a Mételo parecía quedarle todavía algo de audacia, por vana que pareciera la situación. Estaba sentado, encorvado sobre la cadena allí donde ésta se unía al grillete del tobillo, dándole con el canto de una pequeña piedra. Cato se preguntaba qué creía el legionario que podría hacer si conseguía romper la cadena. Aún había tres guardias fuera del establo, y éste se hallaba en medio de un campamento enemigo repleto de miles de guerreros celtas. Cato meneó la cabeza, volvió a mirar a Fígulo y le habló en voz muy baja.
—Vamos a unirnos al resto dentro de muy poco tiempo. En cuanto Carataco haya aniquilado a la tercera cohorte.
—¿Está por aquí cerca?
—Sí. Antes vi a Macro y a una patrulla. Carataco dice que están acampados a las puertas del pantano. Parece ser que Maximio está arremetiendo contra los lugareños con un entusiasmo fuera de lo habitual. Carataco no se mantendrá al margen y dejará que ocurra. Además, tengo la sensación de que sus guerreros necesitan desesperadamente una victoria.
Fígulo se quedó callado un momento antes de responder.
—Por lo que he visto al volver aquí, nuestros muchachos van a verse superados en una proporción de cinco o seis por cada uno, señor.
—Más o menos —admitió Cato—. Si los pillan por sorpresa todo terminará muy deprisa.
—Sí… no podemos hacer gran cosa, señor.
—No. —Cato estaba cansado, y la impotencia de su situación lo aplastaba como un peso enorme. Incluso la conversación suponía demasiado esfuerzo. Al echar un vistazo a su alrededor notó el mismo desaliento y desesperación en el resto de sus hombres. Ellos también sabían que se acercaba el final y contemplaban sus muertes con la misma e impávida exasperación que su comandante.
Cuando cayó la noche sobre el campamento enemigo, las hogueras llamearon en los espacios abiertos existentes entre las chozas. El olor a cerdo asado no tardó en atravesar la empalizada llevado por el aire y sumarse al tormento de los que estaban encadenados dentro.
—Mataría un cerdo —gruñó Mételo, y unos cuantos soldados soltaron una risa irónica.
Cato puso mala cara y le respondió al legionario en tono brusco:
—Por eso es por lo que estamos aquí, precisamente. Por ti y tu maldito estómago…
* * *
A medida que iba transcurriendo la noche el campamento enemigo asumió un espíritu de celebración. Los guerreros celebraban un festín y, a juzgar por los sonidos de su jolgorio, pronto quedó claro que con la bebida se estaban poniendo furiosamente frenéticos. Unos cantos arrastrados, salpicados por rugidos de risa, inundaban la atmósfera. Los prisioneros del establo escuchaban hoscamente el barullo de los borrachos y Cato se preguntó si estarían reservados para servir más tarde de sangriento entretenimiento. Un gélido terror hizo que se le estremecieran los pelos de la nuca al recordar a los hombres que una vez había visto arrojar vivos a los perros de caza en la corte del rey Verica de la tribu de los atrebates. ¿Era preferible eso a ser encerrado en una jaula de mimbre y achicharrado sobre una hoguera? Por lo que Cato había oído, aquélla había sido la suerte de algunos prisioneros que habían caído en manos enemigas. No habría mucha clemencia para los romanos entre los miembros de las tribus que habían sufrido tan dolorosas pérdidas contra las legiones en combate.
—Jodidos romanos… —murmuró una voz en celta al otro lado de la pared de mimbre—. ¿Por qué tenemos que vigilarlos toda la noche?
—Sí —intervino otro—. ¿Por qué nosotros?
—¿Por qué nosotros? —lo imitó una voz. Por la forma en que sonaba, la de un hombre mayor, decidió Cato—. Porque sois unos niños pequeños y a mí me ha tocado quedarme para que no ideéis ninguna travesura, cuando podría estar allí poniéndome como una cuba con el resto de los hombres.
Había un claro resentimiento en el tono de voz de aquel hombre. Cato sintió una acelerada exaltación cuando le vino a la mente un plan que formó en el preciso momento en que el guardia de más edad terminó de refunfuñar y se quedó callado.
Cato tomó aire y gritó en celta:
—¡Eh, guardia! ¡Guardia!
—¡Cierra la boca, romano! —le espetó el viejo.
—¿A qué se debe la fiesta?
Se oyó una débil risita.
—¿La fiesta? ¡Pues se celebra en honor a todas las cabezas romanas que nuestros guerreros van a conseguir mañana!
—Ah, bueno… De modo que sólo están de celebración vuestros guerreros. Ni vuestras mujeres, ni vuestros niños… ni vosotros.
—¡Cierra el pico, romano! —gritó el otro guardia—. Antes de que entre ahí y te lo cierre yo. ¡Para siempre!
Hubo una pausa antes de que uno de los jóvenes continuara hablando:
—¿Por qué no podemos tomar un trago?
—Quieres un trago, ¿eh? —repuso el guerrero de más edad—. ¿De verdad quieres un trago?
—Sí.
—¿Crees que podrás aguantarlo?
—¡Pues claro que sí! —replicó el joven con indignación.
—Yo también —añadió su amigo.
—Vale, de acuerdo —el guerrero bajó la voz y adoptó un tono de complicidad—. Vosotros dos quedaos aquí y yo iré a ver lo que puedo encontrar.
—¿Y qué pasa con los prisioneros?
—¿Ellos? Están tranquilos. Limitaos a no perderlos de vista hasta que vuelva.
—¿Tardarás mucho?
—Lo que haga falta —respondió el guerrero con una risita al tiempo que se daba la vuelta y se alejaba a grandes zancadas rumbo a la escandalosa fiesta.
En el interior del establo, Cato notó que se le aceleraba el pulso y se retorció para darse la vuelta y buscar a tientas alguna pequeña rendija en el entramado de mimbre que tenía detrás de la cabeza. Metió los dedos y separó con suavidad dos de las varas, lo suficiente para poder ver el exterior. El guerrero desaparecía tras una choza situada a corta distancia. Más allá, los tejados de paja levemente inclinados de las cabañas circundantes se hallaban bordeados por el brillante resplandor de las hogueras y, aquí y allá, las chispas ascendían arremolinándose hacia el cielo de la noche. Cato estiró el cuello y apretó más el rostro contra el hueco. A un lado vio a los dos chicos a los que habían dejado de guardia. Se hallaban de pie junto al establo, armados con lanzas de guerra, y sus rasgos quedaban esbozados por las pinceladas de luz de las fogatas. Tal vez fueran unos muchachos, pero parecían perfectamente capaces de matar a un hombre si tenían que hacerlo. Cato se dio la vuelta de nuevo y agarró a su optio por el brazo.
Fígulo no estaba dormido, pero se había quedado ensimismado en sus pensamientos y se revolvió, nervioso.
—¿Qué? ¿Qué pasa?
—¡Shhh! —Cato le apretó más el brazo—. No hagas ruido. Uno de los guardias se ha ido.
—¿Y?
—Es nuestra oportunidad. Ahora o nunca.
—¿Y qué vas a hacer con esto? —Fígulo alzó las manos y señaló con la cabeza las correas de cuero que ataban sus muñecas.
Cato no le hizo caso, alargó la mano, se levantó el borde de la túnica y empezó a rebuscar por el interior de sus sucios pañetes. Fígulo se lo quedó mirando y se encogió de hombros.
—Bueno, supongo que siempre hay tiempo para una última…
—¡Cállate! —Cato forcejeó un momento, luego retiró las manos y abrió una de las palmas para mostrar un pequeño pedernal en el que una esquirla había dejado un borde afilado a un lado—. Dame las manos.
—Fígulo estiró los brazos y Cato empezó a cortar enseguida las correas de cuero.
—¿De dónde lo ha sacado, señor?
—De la granja. Pensé que podría resultar útil. Venga, no te muevas.
—¿Lo ha tenido aquí escondido desde entonces? —Fígulo esbozó una sonrisa burlona—. Debe de haber sido incómodo.
—Ya te lo puedes imaginar… Ahora cállate y no te muevas.
Cato se concentró en cortarle las ataduras al optio, agarrando firmemente el pedernal por su lado liso en tanto que el extremo afilado se enganchaba y rasgaba las retorcidas tiras de cuero. Trabajaba con rapidez, consciente de que el guerrero más anciano podía regresar en cualquier momento a pesar del aliciente de la comida y la bebida. La primera correa se rompió y Cato se concentró en las dos restantes. La segunda cedió poco después con un agudo grito de dolor por parte de Fígulo cuando el pedernal resbaló y le cortó la piel.
—¿Qué ha sido eso? —Cato oyó decir a uno de los guardas.
—¿El qué?
—Parecía como si a alguien de ahí dentro le doliera algo.
Su compañero soltó una horrible risita.
—Si eso es lo que te ha parecido ahora, me muero por oírles cuando el druida les ponga las manos encima. Siéntate, descansa un poco. Vas a necesitarlo para mañana.
—De acuerdo.
Cato respiró profundamente y continuó, aquella vez con cuidado de no herir a su compañero mientras intentaba romper la última correa. Cuando el pedernal se hincó en el cuero, Fígulo tensó los músculos para partir la correa y la fuerte tensión de la tira de cuero hizo que el trabajo de Cato fuera mucho más fácil. El cabo de un momento las muñecas del optio se separaron de golpe cuando la correa se rompió.
—Ahora yo —susurró Cato al tiempo que le pasaba el pedernal—. ¡Hazlo deprisa!
Fígulo arremetió contra las correas con un borroso movimiento frenético y las manos y pies de Cato no tardaron en quedar libres. A la vez que se frotaba las muñecas doloridas, Cato hizo un gesto con la cabeza hacia los demás y el optio avanzó sigilosamente por el establo hacia el siguiente soldado y se puso manos a la obra. En cuanto volvió a circularle la sangre con normalidad y notó que las manos no le traicionarían cuando entrara en acción, Cato se dio la vuelta y miró de nuevo por el hueco en el mimbre. Los dos guardias que quedaban estaban agachados en el suelo a la entrada del establo y miraban con nostalgia hacia los sonidos del distante jolgorio.
Cuando el último soldado quedó libre, Cato les hizo señas. Sólo quedaban doce, y uno de ellos estaba tan atormentado y debilitado por la diarrea que apenas si podía tenerse en pie.
—No hay tiempo para los detalles, soldados —susurró Cato en tono perentorio—. Debemos atacar a los dos centinelas que hay fuera. En cuanto abramos la puerta nos abalanzamos sobre ellos. A continuación nos dirigiremos hacia los aledaños del pueblo.
—¿Y adonde iremos? —interrumpió Mételo—. El lugar está rodeado de agua. Sólo hay una salida.
—Hay unos cuantos botes en esa dirección —Cato señaló hacia el lado sur del campamento—. Los vi cuando nos acercábamos a la entrada de este sitio. Los cogeremos.
—¿Y luego qué, señor?
Cato lo miró a los ojos.
—Advertiremos a la cohorte y mandaremos un mensaje a Vespasiano.
Por un momento Cato temió que Mételo fuera a protestar, pero el legionario hizo un débil movimiento con la cabeza en señal de aceptación.
—De acuerdo, vámonos. Cuando se abra la puerta moveos… deprisa.
Cato se dio la vuelta y se abrió paso por los charcos y los montones de excrementos hacia el interior de la puerta. Estaba sujeta mediante un sólido perno de madera por el exterior, a corta distancia de la parte superior de la misma. Mientras los demás se agachaban en silencio, tensos y listos para saltar, Cato se levantó del todo poco a poco y al atisbar por encima de la puerta vio las espaldas oscuras de los dos guardias. Alargó una mano por encima del marco de madera y buscó a tientas la estaquilla que aseguraba la puerta. Mientras sus ojos permanecían fijos en los guardias, los dedos de Cato se deslizaron sigilosamente por la rugosa superficie de la madera hasta extender completamente el brazo. Entonces tomó aire y se puso de puntillas. Aquella vez las puntas de los dedos rozaron la parte superior de la estaquilla. Cato se estiró para llegar más lejos pero no pudo asir el trozo de madera y al final se retiró y se dejó caer de nuevo tras la puerta respirando profundamente.
—Mierda —musitó—. No la alcanzo.
—Inténtelo de nuevo —le instó Fígulo—. Súbase a mi espalda.
El optio se puso a cuatro patas y se apoyó con suavidad contra el interior de la puerta. Cato colocó una bota en el hombro del optio y volvió a encaramarse con delicadeza, haciendo caso omiso del gruñido de dolor de Fígulo cuando los tachones de hierro de la bota de Cato se le clavaron en la carne. En aquella ocasión Cato pudo ver claramente por encima de la puerta y alargó la mano con cuidado para asir la estaquilla y volvió a hacer fuerza. Estaba muy bien encajada en su sitio y Cato apretó los dientes y tiró de ella para sacarla. Entonces, por fin, se movió un poco, luego un poco más. Pero la segunda vez giró levemente con un débil chirrido. La mano de Cato se quedó totalmente inmóvil y su mirada se dirigió hacia los guardias con un parpadeo, justo a tiempo de ver que una cabeza se volvía hacia él.
Hubo un instante de terrible calma mientras el chico miraba hacia la puerta con desconcierto. Luego agarró la lanza, se dio la vuelta apresuradamente y le gritó a su compañero:
—¡Se escapan! ¡Levanta! ¡Detenlos!
Cato pasó los dos brazos por encima de la puerta, agarró la estaquilla y tiró de ella con todas sus fuerzas. El trozo de madera salió de golpe de su soporte y la puerta se abrió con estrépito al tiempo que los legionarios que había detrás se abalanzaban, trepando por encima de Fígulo y mandando a Cato por los aires. Cayó al suelo a los pies del guardia que lo había visto, rodó hacia un lado con el brazo levantado, listo para protegerse. Vio al joven guerrero que se alzaba por encima de él, hacia el cielo estrellado, y vio que echaba la lanza hacia atrás para arremeter contra su indefenso enemigo. Antes de que la punta de hierro empezara a descender, una forma oscura pasó volando por encima de Cato, se estrelló contra el chico y lo tiró al suelo. Más formas oscuras cayeron sobre el guardia y entonces se oyó un horrible sonido ahogado de asfixia, un breve golpeteo de extremidades y a continuación reinó el silencio. Cuando Cato volvió a ponerse en pie vio que el otro guardia se escapaba y corría hacia el brillo que bordeaba las chozas más cercanas.
—¡Detenedlo! —dijo Cato entre dientes.
Mételo, que se hallaba próximo a él, agarró la lanza del primer guardia y echó a correr. Entonces se dio cuenta de que el muchacho alcanzaría a sus compañeros antes de que pudiera atraparlo. El legionario se detuvo, echó hacia atrás el brazo con el que empuñaba la lanza, apuntó a la espalda del guardia, a unos veinte pasos por delante, y arrojó el arma. Cato no vio la trayectoria de la lanza en la oscuridad pero, al cabo de un momento, se oyó un golpe sordo, un explosivo jadeo y el muchacho nativo cayó de bruces. Mételo avanzó corriendo para asegurarse de que su enemigo estaba muerto y arrancó la lanza de la espalda del muchacho.
Los soldados se agruparon en torno a Cato en la oscuridad, con la respiración agitada y aguardando sus órdenes, con el rostro colorado por la exultación ante su huida y la perspectiva de que aún podrían salir con vida. Lo miraron, y por un momento Cato se quedo paralizado por la responsabilidad hacia las vidas de aquellos hombres. El momento pasó y echó un vistazo a su alrededor.
—Quitadles las armas. Luego llevad los cuerpos al establo.
Fígulo tomó la otra lanza y tras hurgar brevemente en los cadáveres, dos de los soldados tenían lanzas y uno empuñaba una daga. Metieron a los guardias en el establo y entonces Cato cerró la puerta, buscó la estaquilla y volvió a ponerla rápidamente en su lugar.
—Bien. Vámonos. —Cato se dio la vuelta para alejarse del corral y a punto estaba de llevarse a sus hombres cuando una voz gritó en su dirección. Giró sobre sus talones, pasando rápidamente la mirada de una choza a otra hasta que se fijó en una sombra que se acercaba a ellos con paso vacilante desde la fiesta.
—¡Tenéis suerte, chicos! —La voz arrastraba las palabras, pero Cato la reconoció como la del hombre de más edad que antes había dejado solos a los jóvenes que tenía a su cargo—. ¡Os traigo algo de beber!
Sostuvo en alto una jarra tapada mientras se dirigía al establo con paso inseguro. Entonces se detuvo, bajó la jarra y se quedó mirando fijamente.
—¿Chicos?
—¡Cogedlo! —exclamó Cato al tiempo que se abalanzaba hacia delante—. Antes de que ese cabrón los haga venir corriendo.
El guerrero arrojó la jarra hacia Cato y se dio la vuelta para salir disparado al tiempo que gritaba mientras corría. Tenía ventaja suficiente para que Cato comprendiera que era inútil salir tras él.
—¡Mierda! —dijo con un jadeo.
—¿Y ahora qué? —preguntó Fígulo entre dientes—. ¿Salimos de aquí a la fuerza?
—No tenemos ninguna posibilidad —dijo Mételo—. Caerán sobre nosotros en cualquier momento.
Cato se volvió hacia sus hombres.
—Nos separaremos. Corred como alma que lleva el diablo y nada de heroicidades, oigáis lo que oigáis. Alguien tiene que avisar a Maximio. Mételo, lleva a tus amigos en esa dirección. Fígulo y los demás vendrán conmigo. Que tengas suerte.
Cato dirigió un rápido saludo a Mételo y a los cuatro soldados que estaban con él y acto seguido se dio la vuelta y echó a correr, agachándose todo lo que pudo, hacia el extremo sur del campamento enemigo. Los sonidos del jolgorio ya se habían apagado y un débil traqueteo del equipo y unos apremiantes gritos revelaron entonces que el enemigo había sido alertado.
Mételo gritó desde la dirección en la que se encontraba el establo:
—¡Vienen a por nosotros! ¡Vamos muchachos, por aquí!
Mientras Cato corría en dirección contraria, zigzagueando entre las chozas, oyó que los gritos de Mételo y sus hombres se volvían más distantes y luego quedaban ahogados por los bramidos de los guerreros que les daban caza. Los angostos caminos que serpenteaban entre las cabañas no tardaron en desorientar a Cato y tuvo que detenerse un momento para intentar situarse en tanto que Fígulo y los demás echaban un vistazo a su alrededor con preocupación.
—¿Dónde está Lucio? —susurró alguien—. ¿Y Severo? Venían detrás de mí hace un momento.
Una figura se levantó y retrocedió un paso en la dirección por la que habían venido.
—¡Quédate donde estás! —le espetó Cato entre dientes—. Ahora tendrán que correr el riesgo ellos solos. Como Mételo y los demás.
—Pero, señor…
—¡Silencio, soldado! —Cato echó un vistazo a las chozas y luego a la posición de las estrellas en el cielo nocturno—. Es por aquí… me parece.
—¿Le parece? —murmuró uno de los soldados.
Cato sintió que lo dominaba una oleada de furia.
—Cállate. Por aquí. Vamos.
Poco después pasaron junto a la última choza y se precipitaron por una baja ribera hacia el borde del agua. Las estrellas brillaban intensamente en el cielo nocturno y sus reflejos rielaban en la aceitosa superficie del agua que rodeaba el campamento.
Fígulo lo agarró del brazo.
—¡Allí!
Cato siguió con la mirada la dirección que señalaba el optio y vio las formas oscuras de unos pequeños botes arrimados a la orilla a unos cincuenta pasos de distancia.
—Eso nos servirá. Vamos.
Corrieron a lo largo del borde del agua hasta llegar a los botes, más de una docena. De uno de ellos surgían los inconfundibles sonidos de alguien que hacía el amor y Fígulo miró a Cato y se pasó un dedo por el cuello. Cato dijo que no con la cabeza. Ya había habido demasiadas muertes y le parecía aborrecible matar a una pareja de amantes concentrados en el tema. Resultaba que los gemidos, gruñidos y gritos de pasión eran lo bastante fuertes como para tapar cualquier sonido que hicieran Cato y sus hombres, por lo que metieron dos de las embarcaciones en el agua y las empujaron hasta que la fría corriente les llegó a los muslos.
—Optio —susurró Cato.
—¿Señor?
—Llévate a ese soldado. Salid de aquí como podáis. Luego dirígete hacia el norte. Busca a Vespasiano, explícale dónde está el campamento y dile que Carataco está a punto de avanzar contra la tercera cohorte.
—¿Y qué pasa con usted, señor?
—Yo iré a avisar a Maximio.
Fígulo meneó la cabeza, agotado.
—Será su funeral.
—Tal vez. Pero hay muchas más vidas en juego. Tú asegúrate de encontrar a Vespasiano. Si es rápido quizá pueda salvar a la tercera cohorte y obligar a Carataco a luchar.
—Sí, señor.
—Pues en marcha. —Cato alargó la mano y los dos hombres intercambiaron un saludo agarrándose por el antebrazo—. Buena suerte, optio.
—Para usted también, señor. Nos veremos en la legión.
—Sí… Marchaos.
Los romanos treparon a bordo de los dos botes en medio de un fuerte y abundante chapoteo. Una figura oscura se alzó en una de las embarcaciones de la orilla del río y una sarta de juramentos en celta los siguió en la oscuridad en tanto que los cuatro soldados se alejaban remando. En cuanto hubieron puesto cierta distancia entre ellos y el campamento de la isla, Cato echó un vistazo por encima del hombro. Un débil resplandor perfilaba los tejados de algunas chozas, divisándose el ondulante chisporroteo de las antorchas que se movían entre ellas. Pero no había señales de persecución.
—¡Lo conseguimos, señor! —rió el legionario que iba con Cato—. Escapamos de esos hijos de puta.
Cato aguzó la vista.
—Te llamas Nepos, ¿verdad?
—Sí, señor.
—Bien, Nepos, todavía no han acabado nuestros problemas. De modo que hazme el favor de mantener tu maldita boca cerrada y remar con todas tus fuerzas.
—Sí, señor.
Cato echó una última mirada hacia atrás y por un instante se preguntó si Mételo habría hallado una salida. De todos los condenados que habían escapado con él, ya sólo quedaban unos pocos. Y de él dependían las vidas de cientos de compañeros que no eran en absoluto conscientes del ataque que Carataco estaba a punto de lanzar contra ellos.