Capítulo XV

El optio y los prebostes militares volvieron con Maximio al cabo de poco más de una hora. Tulio había llevado a cabo las órdenes recibidas y los legionarios estaban formados y listos para la inspección. Durante el poco tiempo que se les había concedido, los hombres se habían esforzado por ofrecer el mejor aspecto posible. Cuando Tulio vio que su comandante se acercaba, bramó la orden para que se pusieran firmes y los soldados juntaron los pies dando una patada y pusieron la espalda recta con la mirada fija al frente. Los centuriones se hallaban al frente de sus hombres y tenían junto a ellos a su optio y portaestandarte, uno a cada lado. Cuando Maximio y su escolta se acercaban, Cato vio que su comandante parecía tenso y afectado por el interrogatorio. Respondió al saludo formal de Tulio con un movimiento de la cabeza y luego, sin ni siquiera mirar a los soldados, ordenó a Tulio que les dijera que se retiraran.

—¡Cohorte! ¡Rompan filas!

Los hombres se dieron la vuelta y desfilaron hacia las hileras que habían formado con el equipo para dormir; Cato se fijó en sus expresiones de descontento y en los débiles gruñidos de resentimiento por haberlos hecho levantar y prepararse para una inspección. Era la manera que tenía el ejército de hacer las cosas, él ya lo sabía. Momentos de actividad febril, a menudo para mantener a los hombres en estado de alerta, listos para reaccionar al instante ante cualquier exigencia. Pero en aquel preciso momento todavía estaban cansados y hambrientos, y su resentimiento era comprensible. Aun así…

Cato alzó su vara hacia un par de soldados cuyas quejas habían llegado a sus oídos.

—¡Quietos ahí!

Los soldados, veteranos de aspecto duro, se quedaron callados, pero miraron brevemente al centurión con desprecio antes de darse la vuelta y alejarse. A Cato lo invadió por un momento una fría y amarga ira y tentado estuvo de volver a llamarlos y castigarlos por su insolencia. Los legionarios siempre deben respetar el rango, si no a la persona, y no podía pasarse por alto ninguna infracción. Pero para entonces los dos hombres ya se habían mezclado con el resto de la centuria que se alejaba de él y era demasiado tarde para que Cato actuara. Golpeó la vara contra la palma de su mano izquierda y se estremeció de dolor ante aquel autoinfligido castigo por su incorregible indecisión. Macro los hubiera tenido agarrados por las pelotas en un instante.

Cato se dio la vuelta y vio que los otros centuriones se dirigían hacia Maximio en tanto que, tras él, la escolta de prebostes militares se detenía y aguardaba. Cato fue paseando para reunirse con ellos y el desprecio hacia sí mismo de tan sólo unos instantes se tornó en preocupada curiosidad. Los centuriones se agruparon en un tosco semicírculo alrededor del comandante de su cohorte. Maximio todavía iba vestido únicamente con su túnica y estaba claro que se sentía incómodo por tener que dirigirse a sus oficiales uniformados y armados.

—El legado me ha tomado declaración. Ahora quiere hablar con el resto de vosotros uno a uno. El optio aquí presente nos llamará por orden de antigüedad. Ninguno de vosotros tiene que discutir con nadie su testimonio. ¿Lo habéis entendido?

—Sí, señor —respondieron los centuriones en voz baja.

Pulió levantó la mano.

—¿Sí?

—¿Qué pasa con los soldados, señor?

—¿Qué pasa con ellos?

—¿Será necesaria hoy su presencia?

—No. Puedes poner fin al estado de alerta. Haz correr la voz de que éste será un día dedicado íntegramente a revisar los equipos.

Tulio asintió con tristeza. Un día como ése era un privilegio que rara vez se concedía y en el que a los legionarios se les permitía pasar el tiempo dedicados al mantenimiento de su equipo, o a crear alguna chulería, o simplemente a descansar y conversar o jugar. A pesar de que esa medida llenaba de alegría a los soldados, a los centuriones les molestaba y se quejaban de que ablandaba a los hombres y de que en demasía los volvía negligentes. Lo que sí hacía, por supuesto, era que el oficial que daba la orden se ganara un poco de popularidad y buena disposición.

—Revisión del equipo. —Tulio asintió con la cabeza—. Sí, señor. ¿Quiere que se lo diga ahora?

—No, tienes que irte con el optio. Ya se lo diré yo.

—Sí, señor. —Tulio volvió la mirada hacia los rostros impasibles de los prebostes militares. Maximio se dio cuenta de su expresión preocupada y les habló en voz baja a los oficiales.

—Tranquilos, no pasa nada. Hice lo que antes dije. Vosotros no tenéis que preocuparos por nada. Limitaos a decir la verdad.

—¿Centurión Tulio? —llamó el optio al tiempo que extendía el brazo hacia los prebostes militares—. Si es tan amable, señor.

Tulio tragó saliva, nervioso.

—Sí, por supuesto.

Tulio intentó desatarse torpemente las correas del casco mientras se dirigía a grandes zancadas hacia la escolta. Luego, flanqueado por ambos lados, se lo llevaron, el casco metido bajo el brazo. Cuando la escolta ya no podía oírles, el centurión Antonio se acercó al comandante de su cohorte.

—¿Qué ha pasado, señor?

Maximio se lo quedó mirando fijamente, con una expresión perpleja que no revelaba nada.

—Lo que me ha ocurrido… no tiene nada que ver contigo. ¿Entendido?

Antonio bajó la vista.

—Lo siento, señor. Es sólo que… es sólo que estoy preocupado. Nunca he experimentado nada parecido.

Maximio relajó los labios en una leve sonrisa.

—Yo tampoco. Tú limítate a responder a las preguntas que te haga el legado con toda la franqueza de la que seas capaz, y recuerda que eres un centurión de la mejor legión de todo el Imperio. Las únicas cosas de la vida que deben preocupar a un centurión son los bárbaros, las plagas, la escasez de vino y las mujeres locas de celos capaces de empuñar un cuchillo. Las preguntas —meneó la cabeza—, las preguntas nunca te harán daño.

Antonio sonrió. Los demás hicieron lo mismo; también Cato, que de niño había vivido en el palacio imperial el tiempo suficiente como para saber que la respuesta equivocada a una pregunta podía matar a un hombre igual que el más fuerte de los guerreros bárbaros.

* * *

Durante toda la mañana y parte de la tarde los centuriones esperaron junto a los restos humeantes de la hoguera que el esclavo había hecho para cocinar su comida. Al volver de su interrogatorio, Macro sacó la piedra de afilar de su morral de cuero y se puso a amolar los filos de su espada corta. No habló con nadie, ni siquiera con Cato, y evitó cruzar la mirada con los demás centuriones mientras se concentraba en raspar la piedra por la reluciente longitud de su hoja.

Mientras Antonio era interrogado, Tulio y Félix jugaron a los dados y la suerte parecía sonreírle a este último hasta el punto de atentar contra las leyes de la probabilidad. El hecho de que los dados fueran suyos empezó a alimentar la sospecha que crecía en la mente del normalmente confiado Tulio. Cato los observó divertido durante un rato. Él nunca apostaba en juegos de azar, y consideraba que los que lo hacían eran personas sin carácter. Cuando vivía en Roma, las minúsculas sumas de dinero que había apostado siendo niño siempre habían sido en las carreras del Circo Máximo, y sólo tras un exhaustivo estudio del panorama.

Maximio estaba sentado separado de los demás, de espaldas a sus soldados y oficiales, mirando hacia el vado y el terreno sembrado de cadáveres del otro lado. Cato sintió lástima por él a pesar de la dureza con la que el comandante de la cohorte lo había tratado durante el poco tiempo que habían servido juntos. Un soldado arruinado, sobre todo uno tan respetado como un centurión superior, era realmente una visión lamentable, y si la investigación arruinaba a Maximio, sería demasiado viejo para lograr nada más en la vida. En pocos años le darían la exigua pensión de legionario que a duras penas le alcanzaría para terminar sus días en alguna colonia de veteranos, bebiendo y rememorando los viejos tiempos. La jubilación de un centurión, en cambio, ofrecía la oportunidad de seguir sirviendo y el ascenso a magistrado. En aquellos momentos Maximio abrigaba pocas esperanzas de un futuro así.

Apartó la mirada del comandante de la cohorte y la dirigió hacia las cautivadoras aguas del río. A Antonio todavía lo estaban interrogando y en cuanto terminaran con él le tocaría el turno a Félix… De modo que había tiempo para que Cato se diera un baño. Se quitó todo lo que llevaba puesto menos la túnica y se volvió hacia Macro.

—Voy a nadar. ¿Viene?

Macro interrumpió su trabajo y levantó la vista con una expresión divertida.

—¿A nadar, tú?

—Bueno, cada vez se me da mejor.

—¿Mejor? ¿Te refieres a mejor en contraposición a no del todo incapaz?

Cato frunció el ceño.

—¿Viene o no?

Macro envainó cuidadosamente su espada.

—Creo que será mejor que venga para asegurarme de que no vayas donde no hagas pie.

—¡Ja Ja! ¡Maldita la gracia!

Cuando se pusieron en camino hacia la entrada del campamento más próxima al río, Maximio los llamó.

—No estéis demasiado rato.

Cato hizo que sí con la cabeza y al darse la vuelta Macro lo miró y alzó las cejas con una expresión de cansancio.

—A veces pienso qué ojalá volviéramos a estar con esos muchachos nativos de Calleva. Era una buena y sencilla manera de servir como soldado sin tener a los malditos superiores mirando por encima de tu hombro todo el tiempo.

—Me parece recordar haberle oído decir que se moría de ganas de volver a la legión, ¿no?

—Eso fue antes de este follón. Ya es mala suerte haber tenido que cargar con Maximio. Yo no lo pondría al mando ni de un comedor de beneficencia.

—A mí me parece bastante competente. Duro, demasiado duro a veces. Pero da la impresión de que sabe lo que hace.

—¿Y qué sabrás tú? —Macro meneó la cabeza—. Hace un par de meses que tienes el rango y todavía no sabes distinguir lo que está bien de lo que es una mierda. Y fíjate en los demás. Tulio ya no es joven. No sé cómo consiguió mantener tu ritmo ayer, supongo que debe de ser más fuerte de lo que aparenta —reconoció Macro—. Pero Félix y Antonio son demasiado jóvenes, demasiado inexpertos para el trabajo.

—Tienen cinco y diez años más que yo —señaló Cato.

—Cierto. Ya veces se nota. Pero al menos tú tienes cerebro y un buen ojo para el terreno. Si no hubiera habido tantas bajas el último año, habrían hombres mejores que esos dos tipos disponibles para un ascenso.

Al pasar junto a los guardias de la puerta Macro dejó de hablar y se puso firmes bajo el sol ardiente. A los dos centuriones se les permitió el paso por la autoridad de su rango y empezaron a descender paseando por la suave pendiente en dirección al río. La hierba de verano, larga y seca, susurraba contra sus piernas mientras se dirigían a un lugar situado a unos cien pasos del vado, río arriba y lejos de los cuerpos que aún obstruían la corriente. Por desgracia la variable brisa soplaba en dirección contraria y, de vez en cuando, cuando los sauces cercanos agitaban sus largos mechones de hojas, el nauseabundo hedor de la muerte flotaba sobre ellos.

Los dos centuriones encontraron un lugar donde la orilla descendía suavemente hasta el agua, se despojaron de sus túnicas y se desataron las botas. Macro se abalanzó hacia el agua y se tiró de una zambullida, levantando una cortina de agua en el aire. Salió a la superficie casi enseguida, sacudiéndose las gotas del pelo oscuro y muy corto.

—¡Mierda, está fría! —Se dio la vuelta y nadó dando unas cuantas brazadas fuertes por el río. Cato esperó a que se alejara de la orilla y caminó unos pasos por el agua. A diferencia del calor fatigante de aquel día de verano, el agua estaba helada y se adentró de puntillas hacia Macro, con los brazos levantados y estremeciéndose cuando la corriente le lamió el estómago. Más adelante Macro se dio la vuelta, flotando en el agua, y se rió.

—¡Tú, jodida viejecita! ¡Vamos, entra!

Cato apretó los dientes, relajó las rodillas y se dejó caer a la superficie. La impresión duró un momento, soltó un grito ahogado cuando el agua fría pareció oprimirle el pecho y luego se encaminó hacia su amigo. Daba torpes brazadas e intentaba desesperadamente mantener la cara fuera del agua mientras se acercaba a Macro luchando por mantenerse a flote.

—¡Menos mal que decidí venir! —exclamó Macro con una sonrisa cuando Cato se detuvo y se quedó flotando allí cerca—. Te hace falta algo más que un poco de práctica.

—¿Acaso alguna vez tengo oportunidad de practicar?

—Vamos, te enseñaré cómo se hace.

Macro hizo todo lo que pudo para intentar enseñarle a su amigo los rudimentos de un buen estilo y Cato hizo lo que pudo para intentar sacar el máximo provecho de ello, con el impedimento del miedo a que el agua se cerrara por encima de su cabeza por un instante. Al final Macro abandonó y se sentaron en el bajío mientras el río fluía en torno a sus estómagos y el sol les calentaba la espalda.

—Podría acostumbrarme a esto —murmuró Cato.

—Yo no lo haría…

Cato se volvió hacia su amigo.

—¿Por qué? ¿Alguien ha dicho algo que debería saber?

—No. Es sólo que el legado parece tener prisa. Creo que está ansioso por cerrar esta investigación lo antes posible e ir a por Carataco. Tiene que salvar su reputación.

—¡No puede ser! No fue culpa suya que la cohorte no estuviera en posición a tiempo para evitar que Carataco cruzara.

—Cierto, pero la cohorte pertenece a su legión. La reputación del legado también se verá afectada. Puedes estar seguro de ello. Es una oportunidad demasiado buena para que sus rivales la desaprovechen.

—¿Rivales?

—¡Oh, vamos, Cato! No seas tan estúpido. A Vespasiano lo han nombrado pretor, y no ha sido un camino fácil alcanzar ese rango. Alguien me dijo que lo pasaron por alto la primera vez que optó por uno de los puestos de edil. A cada paso del camino hay más senadores en busca de menos puestos. Esa gente apuñalaría a sus hijos en los ojos si eso les sirviera para tener más oportunidades de ascender el siguiente peldaño. Será un milagro si ningún miembro del Estado Mayor del general intenta cargarle este lío al legado. Lo cual significa —Macro miró a Cato con tristeza—, significa que Vespasiano mirará de encontrar la manera de echarle la culpa a otros.

—¿A nuestra cohorte?

—¿Ya quién si no?

—Pobre Maximio.

—¿Maximio? —Macro se rió con amargura—. ¿Qué te hace pensar que cargará él con la culpa?

Cato se sorprendió.

—Dijo que lo haría. Dijo que era su responsabilidad.

—¿Y tú lo crees?

—Sí —respondió Cato con seriedad—. Si no hubiera ido tras esos asaltantes, él…

—No, idiota. ¿Crees que asumirá la responsabilidad por ello?

Cato consideró la situación un momento.

—Dijo que lo haría. Dio la impresión de que era honesto al respecto.

—¿Y qué te hace pensar que no actuará sobre la misma base que el legado? Maximio también tiene mucho que perder, aunque no vaya en busca de un alto cargo. Es un centurión superior, ¿no?

Cato asintió con la cabeza.

—Lo mismo se aplica a él que a Vespasiano. Para Maximio, el siguiente nivel en el escalafón es un puesto en la primera cohorte de la legión. Cinco puestos y nueve aspirantes. No hace falta ser un genio para darse cuenta de que habrá cierta competencia por parte de los demás comandantes de cohorte. Si Maximio se queda por el camino no van a verter muchas lágrimas por ello. De manera que Maximio hará todo lo posible por echar la culpa a otra persona. ¿Y quién crees que será esa persona?

—¿Usted?

—Has dado en el clavo —dijo Macro con pesimismo—. El problema es que ahí se termina la cadena de mando. Yo no tengo la posibilidad de echarle la culpa a otro. A menos, claro está, que intente achacárselo a Carataco, que para empezar no tendría que haber estado allí, maldita sea.

—Podría intentar…

—Cállate, Cato. Sé buen chico. —Macro se levantó para salir del río y se dirigió con un chapoteo hacia su túnica, que estaba tendida en la orilla—. Volvamos al campamento. Pronto te tocará a ti el turno de ser interrogado.

—Sí —contestó Cato al tiempo que lo seguía hacia la orilla—. Será mejor que piense lo que voy a decir.

—No intentes hacerte el listo, hazlo por mí, ¿eh? Tú sé sincero.

Cato se encogió de hombros.

—Como quiera.