Capítulo XXXI

—Hará que nos maten a todos. —El centurión Tulio señaló al comandante de la cohorte con un gesto de la cabeza. Maximio estaba dando instrucciones a los optios a cargo de las patrullas diarias. Cada oficial estaba al mando de veinte hombres y tenía asignado a un nativo para que hiciera de guía. Todos los nativos eran prisioneros y llevaban unas argollas de hierro encadenadas al cinturón de los guardias legionarios. Puesto que sus hijos estaban retenidos como rehenes, era poco probable que ofrecieran resistencia o que intentaran escapar o traicionar a sus amos romanos. Pero Maximio no corría ningún riesgo. No contaba con los soldados suficientes. El centurión Tulio daba golpecitos con una vara de vid contra su greba y emitía un apagado repiqueteo. Macro bajó la vista con irritación.

—¿Le importa?

—¿Qué? ¡Ah, perdona! —Tulio levantó la vara, se la metió bajo el brazo y volvió la cabeza para mirar al comandante de la cohorte—. Creía que habíamos venido a buscar a Cato y a los demás. No tenía ni idea de que además íbamos a intentar promover una maldita revuelta. De haberlo intentado no habría podido hacerlo mejor… el cabrón.

—Quizá sea lo que le han ordenado hacer —se preguntó Macro en voz alta.

—¿Qué quieres decir?

Macro se encogió de hombros.

—No estoy del todo seguro. Aún no. Pero parece una manera un poco rara de hacer que los lugareños nos ayuden.

—¿Un poco rara? —El viejo centurión meneó la cabeza—. Tú no estabas cuando perseguimos a esos nativos río abajo. Realmente perdió la cabeza. —Tulio bajó la voz—. Era como si estuviera poseído: salvaje, peligroso y cruel. Nunca tendrían que haberlo puesto al mando. Mientras él dirija la tercera cohorte tendremos graves problemas. Ya nos ha deshonrado. Mi servicio está a punto de terminar, Macro. Faltan dos años para que me licencien. Me lo he ganado, con una hoja de servicios intachable… hasta ahora. Aunque no consiga que nos maten, la diezma va a arruinar nuestras carreras. Los demás centuriones y tú aún sois jóvenes, todavía os quedan años por delante. ¿Qué posibilidades de ascenso crees que tendréis con eso en el historial? Mientras ese hijo de puta esté al mando estaremos jodidos, te lo digo yo. —Apartó la vista de Macro, la dirigió hacia el alejado comandante de la cohorte y continuó hablando en voz baja—. ¡Si por lo menos le pasara algo!

Macro tragó saliva, nervioso, e irguió la espalda.

—Yo que usted tendría cuidado con lo que dice. Es un tipo peligroso, de acuerdo, pero este tipo de conversación también lo es.

Tulio observó al otro centurión con detenimiento.

—Entonces, ¿crees que es peligroso?

—Podría serlo. Pero el que me da miedo es usted. ¿Qué está sugiriendo, Tulio? ¿Una daga afilada en la espalda en una noche oscura?

Tulio soltó una breve y poco convincente carcajada.

—Ya ha ocurrido otras veces.

—Oh, sí —dijo Macro con un resoplido—. Ya lo sé. Y también sé lo que les ocurre a los hombres de las unidades que son consideradas responsables. No me apetece terminar mis días en alguna mina imperial. ¿Y si lo matan, qué? Entonces estaría usted al mando. —Macro le dirigió una dura mirada al otro hombre—. Francamente, no creo que tenga las condiciones necesarias para el puesto.

Tulio bajó la vista antes de que Macro pudiera ver la apenada expresión de sus ojos.

—Probablemente tengas razón… Podría haberlo hecho antes, hace años. Pero nunca me dieron la oportunidad.

Precisamente, pensó Macro, e hizo una mueca de desprecio.

Tulio levantó la mirada.

—Macro, tú podrías tomar el mando.

—No.

—¿Por qué no? Estoy seguro de que los hombres te seguirían. Yo te seguiría.

—He dicho que no.

—Lo único que tenemos que hacer es asegurarnos de que la muerte de Maximio no parezca sospechosa.

Macro había alargado la mano de repente y había agarrado del hombro al hombre de más edad. Sacudió a Tulio para dar más énfasis a sus palabras.

—He dicho que no. ¿Lo ha entendido? Una palabra más y yo mismo le entregaré a Maximio. Hasta me presentaré voluntario para hacer de ejecutor. —Dejó que su mano se deslizara nuevamente a su costado—. No vuelva a hablarme de esto.

—Pero, ¿por qué?

—Porque es nuestro comandante. Nuestro trabajo no es cuestionarlo, sólo obedecer sus órdenes.

—¿Y si nos da órdenes que provoquen nuestra muerte? ¿Entonces qué?

—Entonces… —Macro se encogió de hombros—, entonces moriremos.

Tulio lo miró con una expresión asustada.

—Estás tan loco como él.

—Tal vez. Pero somos soldados, no senadores. Estamos aquí para hacer lo que nos digan y para luchar, no cabe debatir el asunto. Para eso nos alistamos en las Águilas. Tú y yo hicimos un juramento. Y no hay más que hablar.

Tulio lo miró fijamente y le dio en el pecho con el dedo.

—Entonces estás loco.

—¡Caballeros!

Ambos se dieron la vuelta alarmados al oír la voz de Maximio. Había terminado de dar instrucciones y empezó a andar hacia ellos sin que los dos oficiales se dieran cuenta de que se acercaba su superior. Al ver sus expresiones sorprendidas y alarmadas, un mohín cruzó fugazmente por el rostro de Maximio antes de que éste sonriera cordialmente.

—¡Dais la impresión de estar a punto de daros una paliza de muerte!

Tulio soltó una risita forzada y Macro se obligó a sonreír mientras que el centurión de más edad respondía:

—Un desacuerdo sin importancia, señor. Nada más que eso.

—Bien. ¿Y sobre qué discrepabais?

—En realidad no era nada, señor. Nada que valga la pena mencionar.

—Eso ya lo juzgaré yo. —Maximio volvió a sonreír—. De modo que explícamelo.

Tulio miró a Macro y agitó una mano que batió el aire entre ellos.

—Una diferencia de opinión, señor, una diferencia de opinión profesional. Yo decía que habríamos terminado con el enemigo mucho antes si hubiéramos tenido algunas de las unidades de la Guardia Pretoriana combatiendo con nosotros.

—Ya veo. —Maximio contempló inquisitivamente la expresión de su subordinado antes de volverse a mirar a Macro—. ¿Y qué piensa el centurión Macro?

—Él cree que los miembros de la Guardia son un hatajo de vagos holgazanes, señor —intervino Tulio antes de que Macro pudiera responder.

Maximio alzó una mano.

—Silencio. Creo que Macro puede hablar por sí mismo. Bien, ¿qué crees tú?

Macro fulminó a Tulio con la mirada antes de responder, extremadamente resentido con él por la situación en que lo había metido.

—Son buenos soldados, señor. Son buenos soldados, pero, esto… deben de haberse ablandado después de pasar tanto tiempo en Roma… señor.

—¿Entonces crees que los soldados de las legiones son una propuesta más dura?

Macro se encogió de hombros en un gesto de impotencia.

—Bueno, sí, señor. Supongo que sí… sí.

—¡Tonterías! —replicó Maximio con brusquedad—. No hay comparación. El típico soldado de la Guardia es el mejor soldado del Imperio, sin excepción. ¡Si lo sabré yo! Serví con ellos bastante tiempo. Tulio tiene razón. Si Claudio hubiera dejado a unos pocos cuando se largó de vuelta a Roma el año pasado, ahora todo habría terminado. La Guardia habría hecho entrar en cintura a Carataco a paso ligero. —Le lanzó una mirada fulminante a Macro, respirando con fuerza por los hinchados agujeros de la nariz—. Pensaba que un oficial con tu experiencia ya lo sabría. No hay comparación entre un miembro de la Guardia y el típico legionario de cagadero.

—Sí, señor. —Macro se sonrojó. Estuvo tentado de defenderse. De responder y justificar las palabras que Tulio había puesto en su boca. De contarle a Maximio la metedura de pata de hacía un año en la batalla frente a Camuloduno que casi les había costado la vida a sus afamados miembros de la Guardia. Pero Macro no se fiaba de continuar la discusión: en cuanto se le despertaba el espíritu rebelde no sabía lo indiscreto que podía llegar a ser. Sería mejor dejar que el sentimiento de agravio del comandante de la cohorte le resbalara como una de las olas infladas con restos flotantes que se deslizaban sobre la orilla en el hogar de su niñez, en las afueras de Ostia. Macro irguió la espalda y miró fijamente a los ojos a su superior—. Tal como usted dice, no hay comparación.

Maximio notó el tono irónico enseguida y le dijo a Tulio que se retirara con una cortante voz de mando. En cuanto ya no quedó nadie lo bastante cerca para oír su conversación, se volvió hacia Macro.

—¿De qué estabais hablando Tulio y tú exactamente?

—Como él mismo ha dicho, señor, era un desacuerdo profesional.

—Entiendo. —Maximio clavó una dura mirada en Macro y se mordió el labio inferior—. Entonces no tenía nada que ver con ese traidor al que buscamos, ¿no?

Macro notó que se le aceleraba el pulso y rezó para que no hubiera ni pizca de culpabilidad escrita en la expresión de su cara cuando contestó:

—No, señor.

—No estamos llegando muy lejos con esa línea de investigación, ¿verdad, Macro?

—¿Estamos, señor?

—Por supuesto. —Maximio echó un vistazo a su alrededor con recelo y luego bajó tanto la voz que apenas fue más que un susurro—. ¿En quién si no puedo confiar en este asunto, Macro? Tulio es una vieja. Félix y Antonio son demasiado jóvenes para confiarles secretos, y menos secretos que no puedan revelarse. Tú eres el único de mis oficiales en el que puedo confiar. Quiero que se identifique al traidor y que comparezca ante mí encadenado. Tú eres el hombre perfecto para este trabajo, Macro.

—Sí, señor. —Macro asintió con la cabeza—. ¿Qué quiere que haga exactamente?

—Sólo que hables con los soldados. Con simpatía y naturalidad. No fuerces la información. Di lo que haga falta decir, nada más, y limítate a escuchar. Luego me informas.

—Sí, señor.

—De acuerdo entonces. —Maximio se dio la vuelta e hizo un gesto con la cabeza hacia la última patrulla que se hallaba en posición de descanso junto a la puerta—. Hoy quiero que te los lleves tú. El guía dice que hay unas cuantas granjas pequeñas al este. Puede que valga la pena comprobarlas. Al fin y al cabo, la gente de Cato necesitará comida. Si hay señales de que los lugareños les han estado dando refugio, ya sabes lo que hay que hacer. Haz que sirvan de escarmiento.

—Sí, señor.

—El optio que hay allí, Cordo, es de la centuria de Félix. Es un buen soldado, puedes confiar en él. Bien, ¿has entendido tus órdenes?

—Sí, señor.

El comandante de la cohorte hizo una pausa para mirar detenidamente a Macro.

—Infórmame de todo a tu regreso… de todo.

Macro saludó.

—Comprendido, señor.

—Pues buena suerte.

* * *

A mediodía Macro dio la orden para que la patrulla se detuviera. Se apostaron centinelas a ambos extremos del camino y el resto de los soldados se dejaron caer al suelo, agradecidos, y echaron mano a sus cantimploras. El cielo era de un azul penetrante, excepto por unas cuantas nubes henchidas y aisladas que el aire se llevaba lentamente hacia el sur del pantano. Macro se moría por un poco de sombra y las miró con añoranza. El sol caía de pleno en la calmada atmósfera que se cernía sobre el pantanal y todos los hombres de la patrulla sudaban copiosamente. Macro tenía el forro de fieltro del interior del casco empapado y notaba las gotas de sudor que le bajaban por la frente y le caían por las mejillas. El calor era extenuante y los soldados se pasaron toda la mañana refunfuñando por la suerte que les había tocado hasta que a Macro se le agotó la paciencia y les ordenó que se callaran. A partir de ese momento habían marchado en silencio y su malhumor se había ido acrecentando de manera constante mientras el guía los conducía por los estrechos y sinuosos senderos, a través de apestosas aguas poco profundas y de matorrales de aulaga sin que se detectaran señales de vida.

—¡Cordo! —Macro le hizo señas con la mano para que se acercara—. Pregúntale cuánto nos falta por recorrer.

El optio asintió y se acercó al nativo a grandes zancadas. Éste último era un hombre bajito y fornido que iba vestido con una burda túnica de lana y unos calzones. Iba descalzo y con la cabeza descubierta y la tira de cuero que llevaba atada a modo de collar sin que le apretara le había rozado la piel y le había dejado un ribete supurante alrededor de su cuello rechoncho. El guía era un herrero y dependía de la fuerza de sus brazos para ganarse la vida, no de la de sus piernas, y con la marcha matutina había sufrido incluso más que los legionarios ataviados con la armadura. Aunque afirmaba conocer la ruta hasta las granjas que había diseminadas en medio del pantano, Macro sospechaba que había estado a punto de perderse en varias ocasiones. El hecho de que su familia estuviera retenida como rehén en una pequeña jaula en el campamento romano había supuesto un incentivo más que adecuado para encontrar el camino más directo lo antes posible. Pero en aquellos momentos se le veía agotado, agachado en el suelo, con el pecho agitándosele mientras recuperaba el aliento y mirando con ansia la cantimplora de la que su guardia romano estaba bebiendo.

El hombre se sobresaltó y dio un pequeño grito de alarma cuando Cordo le dio con la punta de la bota. El hombre se encogió y miró por encima del hombro, levantó la vista hacia el optio con los ojos entornados y Cordo le dio un pequeño tirón a la correa para obligarlo a ponerse en pie torpemente.

Cordo le habló con las nociones de celta que había adquirido en Camuloduno cuando la Segunda legión había estado acuartelada allí el pasado invierno. Entre el acento de Cordo y lo poco familiarizado que estaba el nativo con el dialecto, costó un poco que la pregunta se entendiera, y luego el guía señaló camino abajo y farfulló en su propia lengua hasta que Cordo le habló con rudeza e irritación al tiempo que le daba un buen tirón a la correa de cuero para interrumpir la ansiosa verborrea de aquel hombre. Dejó que el britano se dejara caer al suelo y le volvió a arrojar la traílla al legionario que estaba a cargo del guía antes de darse la vuelta y regresar de nuevo junto a Macro.

—¿Y bien?

—Cree que tendríamos que llegar en menos de una hora, señor.

—Mierda… —Macro se limpió la frente mientras intentaba calcular el tiempo. Una hora hasta allí, digamos dos horas mirando por el pequeño grupo de granjas y después seis horas de marcha de vuelta al fuerte. Habría anochecido antes de que consiguieran regresar… y eso con suerte. Ir dando tumbos por el pantano de noche era una perspectiva espantosa. Macro echó un breve trago de su cantimplora y se puso de pie cansinamente—. ¡Haz que se levanten, optio! Reanudamos la marcha.

Un coro de quejas y refunfuños de enojo se formó por todas partes.

—¡Cerrad la puta boca! —gritó Cordo—. ¡O me encargaré personalmente de que los dientes os salgan por el culo de una patada! ¡Arriba! ¡Arriba!

Macro tomó mentalmente una nota aprobatoria del optio mientras éste subía y bajaba por el camino a grandes zancadas, arremetiendo contra cualquiera que se moviera con excesiva lentitud. Cordo era exactamente la clase de optio que a Macro le gustaba. Quizá no fuera tan inteligente como había sido Cato, pero era un firme defensor de la férrea disciplina que empujaba a los hombres a seguir adelante. El hecho de pensar en Cato le supuso un recordatorio poco grato del propósito de la patrulla. Macro apretó los labios e inconscientemente empezó a golpetear con la punta de su vara de vid contra la dura tierra del camino. Si encontraban a Cato y a los demás, ¿qué harían? Las órdenes eran llevárselos con vida, a ser posible. Pero vivos representaban una amenaza para Macro. Nada tendría de extraño que algunos de esos legionarios intentaran llegar a un acuerdo para revelar el nombre de la persona que los liberó a cambio de una sentencia menos severa. Seguro que algún maldito idiota lo probaba y, en cuanto Maximio supiera que se ofrecía semejante trato, o lo aceptaría y después lo incumpliría, o haría venir a los torturadores y le sacaría la información al indefenso legionario de un modo u otro.

Por otro lado, si Macro daba las órdenes para que los mataran allí en el pantano, se harían preguntas. Y no haría falta ser un genio para adivinar las razones ocultas tras su deseo de liquidarlos rápidamente.

Además, Macro no estaba seguro de estar dispuesto a eliminar a Cato y a Fígulo si caían en sus manos. Era una situación espantosa en todos los sentidos y aún tenía que llevar a cabo las sutiles órdenes que Maximio le había dado antes de ponerse en marcha.

Mientras la patrulla continuaba por el camino tras aquel guía con exceso de peso, Macro acomodó su paso al de Cordo.

—Una tarea espinosa.

El optio enarcó las cejas.

—Esto…, sí, señor.

—No nos vendría mal ir a tomar un baño cuando regresemos —dijo Macro con actitud pensativa en tanto que su subordinado intentaba dilucidar si aquello era una afirmación o una invitación.

—Un baño, señor. Sí. Justo lo que todos necesitamos.

Macro asintió con la cabeza.

—Sobre todo después de pasarnos el día pateando por este pantano de mierda. Si encontramos a esos cabrones, haré que lamenten el día que decidieron escaparse.

—Sí, señor. —Cordo escupió en el suelo para aclararse la garganta—. Ellos y el hijo de puta que, para empezar, los ayudó a escapar.

Macro le dirigió una rápida mirada.

—Quienquiera que sea.

—Sí, señor. Tiene que responder de muchas cosas, ya lo creo. —Cordo apartó de un manotazo una avispa enorme que se había mantenido en el aire frente a sus ojos.

—Sí, es cierto. —Macro hizo una de pausa—. Supongo que entiendes por qué tuvo que hacerlo el general. Ordenar la diezma, quiero decir.

—¿Usted lo entiende, señor? —Cordo frunció el ceño, pareció pensar en ello un momento y a continuación se encogió de hombros—. Tal vez. ¿Pero una diezma no es ir demasiado lejos?

—¿Eso crees?

Cordo hizo un mohín y asintió moviendo la cabeza.

—Por supuesto que sí, señor. Luchamos con uñas y dientes en el río. Ellos eran demasiados y nos hicieron retroceder, nada más. Así es como funciona. Hay combates que sencillamente no puedes ganar. No vas y desperdicias a cuarenta y tantos soldados para castigar a una cohorte por no lograr lo imposible. Eso es de chiflados.

—Supongo que sí. Pero eso no es excusa para que nuestro hombre vaya y los libere, ¿no es cierto?

—No. Pero lo hace comprensible. —Cordo lo miró fijamente—. ¿No está de acuerdo, señor?

—Supongo que sí. ¿Tú lo hubieras hecho?

Cordo desvió la mirada.

—No lo sé. Puede que lo hubiera hecho… si alguien no se me hubiera adelantado. ¿Y usted, señor?

Macro se quedó callado unos momentos antes de responder.

—Para un centurión no cabe dicha posibilidad. Nuestro trabajo es imponer la disciplina, no importa lo injusta que sea o cómo se aplique.

—¿Y si no fuera centurión, señor?

—No lo sé. —Macro miró hacia otro lado con una apenada expresión de culpabilidad—. No quiero hablar de ello.

Cordo dirigió rápidamente la mirada hacia él y luego se retiró un paso atrás en deferencia al rango de Macro.

Mientras la patrulla proseguía la marcha cansinamente, Macro consideró la actitud de Cordo hacia los fugitivos. Si el curtido optio tenía simpatía por los condenados, ¿cuántos soldados de la cohorte sentirían lo mismo? Y Cordo había sobrepasado la mera compasión. El optio había dado a entender que habría estado dispuesto a ayudar a escapar a aquellos hombres. Y si aquél era el sentimiento común entre los soldados, el abanico de sospechosos era lo bastante amplio como para ofrecerle a Macro cierta esperanza de permanecer a la sombra. Sintió un alivio momentáneo de la carga de su complicidad en la huida. Al menos hasta que localizaran a los fugitivos.

* * *

—¿Es eso? —Macro señaló con la cabeza camino abajo, hacia las silenciosas chozas redondas. Una débil calima se agitaba por el sendero y hacía que pareciera que la choza más próxima flotaba en una cortina de agua.

¡Sa! —El guía movió la cabeza en señal de afirmación.

Los dos hombres estaban tumbados y atisbaban con cautela por entre unas matas de hierba que crecían a ambos lados del camino. Delante de ellos el sendero se abría a una amplia zona que se elevaba del pantano circundante y cuyo espacio estaba cubierto de campos de cebada en los que se intercalaban unos cuantos cercados, donde las ovejas se estiraban en cualquier sombra que podían encontrar y sus rollizos ijares se alzaban y descendían mientras las bestias descansaban. Macro vio que era un buen lugar donde establecerse. Oculto al resto del mundo y a los ojos de cualesquiera grupos de asalto de tribus hostiles. Si era preciso, el estrecho sendero que conducía a las tierras de cultivo podía cerrarse con barricadas para disuadir a los atacantes. Pero no habían dejado a nadie vigilando el camino, y no había señales de vida en las chozas.

Macro se pasó la mano por los sudados rizos oscuros que se le pegaban a la cabeza. Se había quitado el casco con cimera y lo había dejado con Cordo antes de avanzar arrastrándose con el guía. Había supuesto un enorme alivio liberar su cabeza de la opresiva y angustiosa incomodidad del casco y del forro de fieltro, que tenía tendencia a provocar picores cuando se empapaba de sudor.

Agitó el dedo y señaló nuevamente hacia el camino, lejos de la granja.

—¡Vamos!

Cordo y los demás estaban nerviosos e impacientes y levantaron la vista con expectación cuando Macro y el guía regresaron. Cordo le tendió el casco al centurión y Macro se puso el forro y luego el casco al tiempo que informaba sobre lo que había visto.

—No hay ningún movimiento. No hay señales de vida.

—¿Cree que es una trampa, señor?

—No. Si fuera una trampa querrían atraernos hacia ella, harían que pareciera un lugar pacífico e inofensivo antes de sorprendernos. Sencillamente parece desierto.

—¿O abandonado?

Macro negó con la cabeza.

—Hay cosechas, y vi unos cuantos animales. Entraremos en la granja en orden cerrado y mantendremos la formación hasta que parezca seguro.

Al tiempo que la patrulla marchaba entre las chozas redondas más próximas los legionarios mantuvieron sus pesados escudos en alto y lanzaban inquietas miradas hacia las entradas o cualquier otro lugar que pudiera ocultar al enemigo. Pero el silencio persistió y se sumó a la sofocante atmósfera de calor y gravedad que envolvía el paisaje.

Macro levantó la mano.

—¡Alto!

Por un momento se oyó el sonido producido por las botas de la patrulla y luego todo volvió a quedar en silencio. Macro señaló las chozas más grandes.

—¡Registradlas! ¡Dos hombres cada una!

Cuando los legionarios se separaron de los demás y empezaron a acercarse a las primitivas construcciones, Macro se dejó caer con cautela sobre un tocón de árbol lleno de cortes que servía a los granjeros como base para cortar leña. Cogió la cantimplora y cuando estaba a punto de quitarle el tapón se oyó un grito procedente de la choza más cercana.

—¡Aquí! ¡Aquí!

Un legionario salió de la oscura entrada de la choza andando de espaldas, con el brazo levantado para taparse la nariz y la boca. Macro soltó la cantimplora, se levantó de un salto y fue corriendo hacia el soldado. Al llegar a la choza un fétido hedor a putrefacción asaltó su olfato y aminoró el paso involuntariamente. El legionario se dio la vuelta cuando notó que se acercaba el centurión.

—¡Informa!

—Cadáveres, señor. La choza está llena de cadáveres.

Macro apartó al legionario, tragó saliva y entonces, haciendo una mueca por el mal olor, agachó la cabeza, se asomó a la choza y se quedó a un lado para dejar que la luz penetrara en la oscuridad del interior. El lugar era un hervidero de moscas que zumbaban y Macro vio unos diez cuerpos amontonados como muñecas rotas en el centro de la choza. El centurión apoyó el escudo contra el marco de la puerta, se metió dentro, pasó por encima de los cadáveres y se arrodilló, conteniendo a duras penas el impulso de vomitar. Había tres hombres, uno viejo y arrugado, y el resto eran niños, retorcidos de forma grotesca y cuyos ojos sin vida miraban desde unos rostros perfectos bajo los cabellos alborotados de los jóvenes celtas.

Una sombra cayó sobre los rostros de los muertos y Macro volvió la vista hacia la entrada y vio a Cordo que vacilaba en el umbral.

—Acércate, optio.

Cordo avanzó con renuencia tapándose la boca con la mano y se acuclilló al lado de Macro.

—¿Qué ha ocurrido, señor? ¿Quién lo hizo? ¿Carataco?

—No. No, ha sido él. —Macro meneó la cabeza con tristeza—. Mira las heridas.

Todos los cadáveres aparecían muertos de una estocada, o de una serie de estocadas, el clásico golpe mortal de una espada de legionario.

—Los guerreros celtas suelen dar golpes cortantes. Dejan que sea el impacto de sus pesadas hojas lo que mate.

Cordo lo miró con el ceño fruncido.

—¿Entonces quién lo ha hecho? ¿Una de nuestras patrullas?

—No. No lo creo. Pero de todas formas son romanos.

Los dos oficiales intercambiaron miradas de apenado entendimiento, luego Cordo volvió a mirar los cadáveres.

—¿Dónde están las mujeres?

Antes de que Macro pudiera responder se oyó otro grito. Se levantaron y abandonaron a toda prisa la fétida atmósfera de la choza, enormemente aliviados al irrumpir de nuevo al aire más limpio del exterior. Macro engulló varias bocanadas de aire para expulsar el hedor a muerte de sus pulmones. A corta distancia uno de los legionarios le hacía señas a Macro con su jabalina.

—¡Más cadáveres, señor! ¡Aquí dentro!

Cordo, que iba varios pasos por delante de él cuando llegaron a la choza, echó un rápido vistazo al interior y, tras una corta pausa, retiró la cabeza y se volvió hacia el centurión.

—Son las mujeres, señor.

—¿Muertas?

Cordo se hizo a un lado.

—Véalo usted mismo, señor.

Con una sensación de tristeza que hastiaba el alma, Macro escudriñó el interior de la choza. En la penumbra vio tres cuerpos desnudos, uno de los cuales era el de una niña. Las mujeres de más edad tenían el rostro magullado y las habían matado con las mismas estocadas. A una de ellas le faltaba un pecho y junto a la piel moteada del que le quedaba se elevaba una masa coagulada de sangre seca y tejido destrozado. Mientras miraba aquella escena, Macro sintió que un horrible peso le aplastaba el corazón. ¿Qué había ocurrido allí? Sólo los hombres de Cato podían haber hecho eso. Pero seguro que Cato no lo habría permitido. Al menos el Cato que él conocía. En tal caso eso sólo podía significar que Cato ya no controlaba a sus hombres. O (un pensamiento sombrío cruzó por la mente de Macro) tal vez el motivo por el que los hombres de Cato se hallaban fuera de control era porque Cato ya no estaba allí para comandarlos.