Capítulo XXXVII

Macro agarró a Tulio por el hombro.

—Salga ahí afuera y encárguese de él.

—¿Y qué le digo?

—Cualquier cosa. Usted no deje que entre en la tienda. Si lo hace, todo habrá terminado para nosotros.

Tulio tragó saliva, nervioso, y, al cabo de un instante que necesitó para calmarse, se agachó para salir fuera.

—¡Cordo! Por fin, ya estás aquí. ¿Qué diablos te ha entretenido?

—Yo… estaba en la aldea, señor. —El tono era ofendido, rayando la insolencia—. Tal como usted ordenó. Los nativos han empezado con la zanja, señor.

—Buen trabajo. Bien hecho. Ahora tenemos otras cosas que hacer. La cohorte se pondrá en marcha. Tus órdenes son informar a todas las unidades para que se reúnan, totalmente equipadas.

—¿Todos los soldados, señor?

—Es lo que ha dicho Maximio.

—¿Quién va a supervisar a los nativos?

—Mándalos de vuelta al pueblo, y libera a todos los rehenes.

—Que libere a los… —Cordo empezó a alzar la voz antes de poder controlar su frustración—. Sí, señor. Me encargaré de ello.

—Bien. En cuanto lo hayas hecho, lleva a tu centuria por el camino que conduce al pantano. Empieza a trabajar para reforzar la puerta existente. Hemos de prepararla para un ataque en masa. Quiero el terraplén más alto y el foso más profundo, y más ancho. Tenemos que poder defenderla.

—¿Defenderla de quién, señor?

—Del enemigo, ¿de quién va a ser? Parece ser que Carataco planea atacarnos después de todo. Y ahora cumple con tus órdenes.

—Sí, señor… Pero primero debo informar al centurión Maximio. Perdóneme, señor.

En el interior de la tienda Macro y Cato intercambiaron unas miradas de preocupación y Cato apretó más el puño en torno a la espada del comandante de la cohorte.

—¡Ya informarás después! —replicó Tulio en tono desabrido—. Cumple tus órdenes o te pondré bajo arresto, maldita sea.

—No lo creo, señor —repuso Cordo con calma—. Veremos qué tiene que decir a todo esto Maximio.

—¿En nombre de quién te crees que doy las órdenes? —le gritó Tulio—. ¡Fuera de mi vista, gilipollas engreído! Vete antes de que te arreste por flagrante insubordinación.

Se hizo una pausa, durante la cual Cato y Macro se quedaron completamente quietos, nerviosos y tensos. Entonces Cordo cedió.

—Sí, señor.

—Y llévate a esos guardias contigo. Maximio quiere que todo el mundo se ponga a trabajar en las defensas en cuanto estén equipados. Será mejor que busques una carreta y te lleves contigo todas las herramientas de atrincheramiento que puedas.

—Sí, señor… como ordene el comandante Maximio.

—Así me gusta. Y ahora ponte en marcha.

Cordo gritó a los guardias que se pusieran firmes, les ordenó que dieran media vuelta y luego marcharon hacia la puerta principal. Las portezuelas de cuero se hicieron a un lado y el centurión Tulio entró con paso vacilante en la tienda de mando. Se desplomó en una silla, a un lado del escritorio.

—Bien hecho, señor —le dijo Cato con una sonrisa—. Una buena actuación. No se interpondrá en nuestro camino cuando realicemos nuestro movimiento. ¿Hay algún otro oficial que pueda causarnos problemas?

—No. —Tulio hinchó las mejillas—. Maximio ha cabreado de veras a la mayoría. Lleva semanas dando coba a los soldados y desautorizándonos frente a ellos. Los oficiales se alegrarían si se fuera. Pero nunca apoyarían un amotinamiento.

—Entonces no les daremos ninguno, señor. —Cato sonrió de modo alentador—. Si podemos mantenerlos ocupados todo terminará, de una manera u otra, antes de que se enteren de que la cohorte está a las órdenes de un nuevo comandante.

Las trompetas empezaron a hacer sonar el toque de reunión por el fuerte y desde el exterior de la tienda llegaban los sonidos amortiguados que hacían los soldados al recoger su equipo y plegar las tiendas para correr al punto de encuentro que se hallaba justo delante de la puerta principal, en el interior del fuerte.

Cato se inclinó hacia Tulio.

—Será mejor que se vaya y asuma el mando, señor.

—Sí, sí, por supuesto. Antonio, ven conmigo. —El viejo centurión levantó la mirada hacia Cato—. En cuanto Cordo haya abandonado el fuerte mandaré a buscaros a Macro y a ti.

Macro se revolvió, incómodo.

—Si alguien pregunta, que lo harán, será mejor que tenga una buena razón para reincorporarnos. Al menos, será mejor que sea capaz de convencer a los soldados de que fue idea de Maximio.

—Dígales la verdad, señor —añadió Cato—. Dígales que Carataco se acerca y que la cohorte requiere que todos los hombres disponibles estén sobre las armas para combatir al enemigo. Y ése es el único motivo por el que Maximio ha accedido a soltarnos, temporalmente.

—De acuerdo… —Tulio mostraba una expresión vacilante—. Vamos, Antonio.

Macro esperó hasta que los dos centuriones abandonaron la tienda antes de volverse hacia Cato.

—No te hace sentir precisamente esperanzado, ¿verdad?

Cato se encogió de hombros.

—Con todo a lo que he tenido que enfrentarme estos últimos días, ahora mismo me siento como si llevara una buena ventaja en este juego.

—Tú siempre tan optimista —gruñó Macro.

—De todas formas, hay una última cosa que tengo que solucionar antes de que Tulio mande a buscarnos.

—¿Y qué es?

—Necesitamos que Nepos se quede aquí y vigile a Maximio y a Félix. Si se queda un momento de guardia, señor, le daré las órdenes.

—De acuerdo. —Macro se dirigió con sigilo hacia la portezuela de la tienda y miró con cuidado hacia el exterior. No había nadie por allí cerca, sólo se veían unas figuras distantes entre los huecos de las hileras de tiendas. Estaban formando, preparándose para salir marchando del fuerte. Macro volvió la mirada hacia Cato y vio que su joven amigo hablaba seriamente con Nepos, en voz baja. Macro no oyó lo que decían. El legionario parecía estar escuchando con atención y meneaba la cabeza.

—¡Tienes que hacerlo! —le dijo Cato con energía, y a continuación le dirigió una rápida mirada a Macro. Se volvió de nuevo hacia el legionario y bajó la voz mientras continuaba hablando. Al final Nepos asintió con un lento movimiento de la cabeza cuando Cato terminó de darle las órdenes. El centurión le dio unas palmaditas a Nepos en el brazo y le dirigió unas últimas palabras de ánimo antes de darse la vuelta y dirigirse sin hacer ruido hacia el otro lado de la tienda para reunirse con Macro.

—Nepos no parece muy contento.

Cato le lanzó una mirada inquisidora y luego se encogió de hombros.

—No le entusiasma quedarse atrás.

—Ya lo he notado.

—No me sorprende, ni mucho menos. —Cato sonrió—. Que te dejen solo cuando el resto de la cohorte va a abandonar el fuerte.

—Francamente —dijo Macro entre dientes—, no estoy seguro de a quién le toca la mejor parte. ¿Hay alguna posibilidad de que Nepos quiera intercambiar funciones?

Cato soltó una seca risa al tiempo que volvía la mirada hacia Nepos, que estaba agachado detrás, en los aposentos del comandante de la cohorte.

—¡Oh, yo diría que hay todas las posibilidades del mundo!

* * *

En cuanto la cohorte hubo formado tras la puerta principal el centurión Tulio les transmitió las órdenes del comandante de la cohorte y les explicó a los soldados que el centurión Félix se había presentado voluntario para ir a buscar al legado e informarle de la situación de la tercera cohorte. Tulio explicó que, puesto que la cohorte estaba muy corta de efectivos, Maximio había decidido que debía prepararse a cualquier hombre disponible para la inminente lucha. Por consiguiente, le habían dado a Macro el mando de la cuarta centuria, la unidad de Félix y Cato volvería a marchar de nuevo a la cabeza de la sexta centuria. En el momento adecuado, los dos oficiales aparecieron por entre las hileras de tiendas por detrás de Tulio y fueron presentados a los soldados de la cohorte. El asombro de los legionarios duró poco puesto que Tulio dio la orden de ponerse en marcha enseguida y, centuria tras centuria, los soldados de la cohorte salieron del fuerte marchando pesadamente hasta enfilar el camino que conducía al pantano.

El optio Séptimo, a quien Maximio había nombrado para reemplazar a Fígulo, mantuvo el paso al lado de Cato. De vez en cuando miraba a su centurión con una expresión hosca y hostil que Cato podía comprender muy bien. Había estado disfrutando de su primera experiencia en el mando y había renunciado a ella dando muestras de una mala actitud a duras penas tolerable. Cato decidió que la mejor manera de lidiar con ese resentimiento era mantener al hombre ocupado.

—¡Los hombres se están rezagando, Séptimo! ¡Haz que cierren filas!

El optio abandonó la línea y empezó a insultar a gritos a los soldados que le pasaban por delante, golpeando con su bastón a cualquier legionario que dejara que se abriera un hueco entre él y el soldado que tenía delante. Los golpes eran innecesariamente salvajes, pero Cato se obligó a no intervenir. Lo último que necesitaba la centuria en aquellos momentos era un enfrentamiento entre sus oficiales. De momento tendría que dejar que Séptimo desahogara su rabia y frustración con los soldados. Mientras odiaran a Séptimo, puede que se sintieran inclinados a establecer una mejor relación con su recién readmitido centurión.

A Cato se le hacía extraño estar otra vez al mando de los soldados a los que había conducido hacia la batalla en el vado del Támesis. La última vez no había podido contener al enemigo y a resultas de ello Cato había sufrido la diezma. En aquella ocasión el fracaso los llevaría a todos a la muerte. ¿Y si sobrevivían a las próximas horas? Cato sonrió tristemente para sus adentros. Con independencia de cómo resultaran las cosas, seguía siendo un hombre condenado y se enfrentaría a una ejecución o, si le perdonaban la vida, lo más probable era que lo desacreditaran y lo dieran de baja del ejército. Con una punzada de ira, dejó de lado los pensamientos sobre el futuro. No debía apartar su mente del presente.

La sorpresa que causó en los soldados el indulto temporal de Cato fue aún mayor por el hecho de que lo hubiera ordenado el comandante de la cohorte, tan implacable y fanático en su búsqueda de los condenados durante los últimos días. Cuando Cato apareció en la zona de reunión, la mayoría lo miraron asombrados, pero unos cuantos rostros dejaron traslucir resentimiento y, lo que era peor, desconfianza. No había duda de que su mugriento semblante, el cabello enmarañado y apelmazado y la barba descuidada quedaban muy mal en el rostro de un hombre con el rango de centurión. Había recuperado su armadura de escamas y su arnés de manos del intendente de la cohorte, fuente de aún más resentimiento, puesto que el hombre había albergado la esperanza de vender el equipo por una bonita suma. Pero el rencor de los demás no era más que una pálida sombra proyectada sobre la sensación satisfactoria que tenía Cato. El hecho de tener otra vez puesta su armadura, una buena espada en el costado y un sólido escudo en el brazo resultaba algo natural y reconfortante. Era como si las anteriores semanas de sufrimiento, penurias y peligro hubieran quedado barridas como una capa de polvo bajo una tormenta de verano.

O, al menos, eso parecía.

—¡Señor!

Cato levantó la vista y vio que desde la cabeza de la columna se aproximaba un mensajero, el cual había empezado a cruzar la cima de una pequeña colina. El centurión se hizo a un lado cuando el mensajero se acercó a la sexta centuria.

—Señor, el centurión Tulio le saluda y dice que Cordo y sus hombres están a la vista.

Cato no pudo evitar sonreír ante la poco disimulada advertencia y movió la cabeza en señal de asentimiento.

—Dale las gracias de mi parte y haz saber a Tulio que estoy al tanto de la situación.

El mensajero frunció el ceño ante la rareza de la respuesta de Cato.

—¿Señor?

—Tú dile exactamente lo que te acabo de decir.

—Sí, señor. —El legionario saludó, se dio la vuelta y echó a correr a lo largo de la cohorte hacia el centurión Tulio, que se encontraba a la cabeza de la columna. Cato sintió una punzada de preocupación por la necesidad de dejar la cohorte en manos del anciano oficial. Las cosas no se habían podido llevar de otra manera. Ya era bastante arriesgado sacar de escena a Maximio. Cualquier intento por parte de Macro o de Cato de asumir el mando de la cohorte estaba condenado al fracaso, de modo que debía de hacerlo Tulio, si no querían forzar demasiado la credulidad de los soldados.

Cuando la cola de la cohorte atravesaba la cima de la colina Cato miró hacia delante y vio las distantes figuras de Cordo y de sus hombres, los cuales trabajaban duro ensanchando el foso que discurría perpendicular al camino hasta adentrarse en el corazón del pantanal. El centurión interino portaba una capa roja para distinguirse de sus soldados y Cato se preguntó, por pasar el rato, si la había robado de los pertrechos de Macro, y si se había puesto la ropa del centurión con la misma facilidad con la que había asumido su puesto. Era un pensamiento impropio y Cato se enfadó consigo mismo por haberle dado expresión. Cordo se limitaba a obedecer órdenes. El hecho de que le produjera gran satisfacción obedecer al comandante de la cohorte no quería decir nada, se dijo Cato.

Las centurias recién llegadas se desplegaron a ambos lados del sendero antes de que se les ordenara dejar los escudos y las jabalinas en el suelo y dirigirse hacia la carreta para que se les entregaran picos y palas. Sus oficiales los pusieron a trabajar enseguida en el foso y el terraplén.

—Tus hombres no, Cato —le gritó Tulio cuando la sexta centuria se acercó marchando—. Quiero que vosotros avancéis por delante de la cohorte. Toma posiciones a unos ochocientos metros siguiendo el camino. Tendréis que ganar tiempo para que nosotros terminemos las defensas. En cuanto veas al enemigo, manda a un mensajero para que me lo haga saber.

—Sí, señor. ¿Durante cuánto tiempo hemos de retenerlos?

—Todo el que puedas. Si completamos el trabajo antes de que llegue Carataco te haré llamar mediante un mensajero. Entonces deja solamente a un pequeño piquete y retrocede hasta aquí con el resto de tus soldados. Nada de heroicidades, ¿entendido?

Cato asintió con la cabeza. Por detrás del hombro de Tulio, Cato vio que Cordo se acercaba a ellos a grandes zancadas. En cuanto el centurión inerino reconoció a Cato vaciló un instante.

—¿Qué demonios está haciendo aquí?

Tulio se dio la vuelta con enojo.

—¿Esa pregunta va dirigida a mí?

Cordo apartó la mirada de Cato y entonces se dio cuenta de que Macro estaba más allá, en tanto que su antiguo centurión empezaba a bramar órdenes a los legionarios de la cuarta centuria. Cordo entornó los ojos con suspicacia y se dirigió de nuevo a Tulio.

—¿Qué está pasando aquí? ¿Dónde está el centurión Maximio, señor?

Tulio hizo un gesto inequívoco con la cabeza en dirección al fuerte.

—Nos ha mandado delante. Ha dicho que vendrá enseguida.

—¿Ah, sí? —Cordo miró a los demás oficiales y cruzó la mirada con Antonio—. ¿Dónde está Maximio?

Antonio miró a Tulio, para tranquilizarse, antes de responder.

—En el fuerte, tal como ha dicho él.

—El fuerte… entiendo. De modo que mientras estamos a punto de atacar a un ejército que nos supera con creces en tamaño, el comandante de la cohorte está atendiendo unos cuantos detalles en el fuerte. Más o menos es eso… ¿no, señor?

Cato vio que Antonio ya no les ayudaría más y que Tulio no podría salir airoso durante mucho más tiempo. Así pues, se situó delante de Cordo con una mano en el pomo de su espada.

—Ya tienes tus órdenes, Cordo. Vuelve al trabajo.

El centurión interino lo miró con abierto desprecio.

—No recibo órdenes de hombres condenados, y mucho menos de niños condenados.

Cato se acercó más a él al tiempo que desenvainaba su espada y apoyó la punta del arma en la axila del soldado, todo ello sin que los demás legionarios lo advirtieran, gracias a los pliegues de las capas de los dos oficiales. El rostro de Cato se hallaba apenas a unos centímetros de la piel picada de viruela de Cordo y le llegó el ácido y rancio olor a vino barato del aliento del otro hombre, mayor que él.

—No vuelvas a hablar de este modo a un oficial superior —dijo Cato en voz baja aunque con los dientes apretados, y lo pinchó con la punta de la espada. Cordo se encogió y reprimió su dolor cuando la hoja le penetró en la carne. Cato sonrió y susurró—: La próxima vez que dirijas una palabra insolente, tanto a mí como a cualquiera de los centuriones, juro por todos los dioses que te arrancaré las entrañas. ¿Me has entendido? No hables, limítate a mover la cabeza.

Cordo le devolvió la mirada con ojos que ardían con el fuego de una fría furia y luego agachó la cabeza una sola vez.

—Bien. —Cato retiró lentamente su espada y empujó con cuidado al otro hombre con la mano que tenía libre—. Y ahora vuelve con tu unidad y lleva a cabo tus órdenes.

Cordo se puso la mano bajo la axila y se estremeció al tiempo que fulminaba con la mirada al joven centurión. Cato también lo miró y luego señaló hacia las defensas con un movimiento de la cabeza. Cordo captó la indirecta.

—Muy bien, señor.

—Eso está mejor. Ahora vete.

Cordo retrocedió unos pasos antes de dar media vuelta y dirigirse rápidamente y con grandes zancadas hacia los soldados de la tercera centuria. No miró atrás, y Cato lo observó el tiempo suficiente para cerciorarse de que Cordo hacía exactamente lo que se le había dicho. Tenso y temblando, Cato se volvió hacia Tulio y Antonio.

—Bien hecho, muchacho. —Un atisbo de sonrisa apareció en los extenuados rasgos de Tulio—. Ya no tendremos que preocuparnos por él.

—Al menos de momento, señor —replicó Cato—. Tendremos que vigilarle de cerca. Podría causarnos problemas. Lo cual me recuerda, ¿dónde están los guardias de Maximio?

—Junto a la carreta de suministros.

Cato miró hacia la carreta y vio a los seis soldados de pie junto a ella, con los escudos en el suelo y las lanzas apoyadas en los hombros.

—Me los llevaré conmigo. Si no le importa, señor.

—¿Para qué? —Tulio puso mala cara—. Aquí necesitamos a todos los hombres disponibles.

—Han hecho el juramento de proteger al comandante de la cohorte. Si Cordo se acerca a ellos puede que los convenza para que lo apoyen la próxima vez que intente enfrentarse a nosotros.

—¿Crees que lo hará? —preguntó Antonio.

—Si Carataco no llega para cuando hayamos terminado nuestras defensas, los hombres dispondrán de tiempo y harán lo que normalmente hacen en tales circunstancias: hablar. Dada la presencia de Macro y mía y la ausencia de Maximio, diría que les hemos dado mucho que hablar.

Antonio bajó la vista a sus botas.

—Estamos jodidos.

—Lo mire por donde lo mire —sonrió Cato—. Bueno, señor, ¿y los guardias?

—No puedes llevártelos —dijo Tulio—. Los necesito. Los pondré a trabajar aquí y mantendré a Cordo alejado de ellos. Ahora será mejor que tú y tus hombres bajéis por ese sendero.

* * *

La sexta centuria marchó pesadamente a través de los postes de la puerta. A ambos lados los legionarios hicieron una pausa para verlos pasar y luego se apresuraron a volver al trabajo cuando sus oficiales les gritaron por haberse detenido. Macro se hallaba en lo alto del terraplén y saludó brevemente a Cato con la mano mientras dirigía a sus hombres para que empezaran a golpear las estacas que habían traído del fuerte y clavarlas para que hicieran de empalizada improvisada. La puerta estaba retirada del resto de las fortificaciones, situadas formando un ángulo respecto a ella, de modo que cualquiera que intentara asaltar la puerta se vería sometido a un ataque por tres frentes. Mientras su centuria marchaba alejándose de las líneas de defensa, el terreno a ambos lados del camino daba paso a zonas de barro y luego a calmas extensiones de aguas oscuras de las que se alzaban los pálidos tallos amarillos de los macizos de juncos, con sus cabezas emplumadas colgando inmóviles en la tranquila y cálida atmósfera.

Al llegar a la primera curva del sendero, Cato se detuvo para mirar atrás hacia el resto de la cohorte y reparó en la distancia que había hasta la puerta. Era esencial que se familiarizara con la topografía. Si el enemigo caía sobre ellos antes de que Tulio los llamara, Cato y sus hombres llevarían a cabo una retirada en combate. El peso de su armadura y equipo hacía imposible que dejaran atrás al enemigo que, en cualquier caso, estaría sediento de sangre romana. Dispondrían de una pequeña ventaja sobre Carataco y los britanos y luego la sexta centuria tendría que combatir casi a cada paso en su retirada hacia la cohorte, la cual se esforzaba frenéticamente por terminar de construir las defensas. Les iría de muy poco… si lo conseguían. Pero si su sacrificio les proporcionaba a Tulio y a los demás tiempo suficiente para terminar las defensas, puede que la tercera cohorte fuera capaz de resistir a Carataco y su ejército. Al menos el tiempo suficiente para que Vespasiano llegara por el pantano, cerrase la trampa sobre el enemigo y lo aplastara.

Cato sonrió al pensarlo. Ello supondría el fin de cualquier resistencia significativa contra el gobierno de Roma y los dos bandos podrían seguir adelante con la tarea de convertir aquel lugar atrasado y bárbaro en una provincia romana. Estaba harto de matar a los guerreros nativos, con más coraje que sentido común. Eran buenos soldados y, con el liderato adecuado, serían unos firmes y valiosos aliados de Roma. Todo aquello era posible una vez derrotado Carataco… Entonces la sonrisa se desvaneció de labios de Cato.

Sólo derrotarían al enemigo si Vespasiano llegaba a tiempo para aplastarlo contra las defensas de la tercera cohorte. Pero era posible que Vespasiano no llegara a tiempo. De hecho era posible que el legado ni siquiera estuviera yendo hacia ellos. Incluso era posible que Fígulo no hubiera podido llegar a la Segunda legión, no digamos ya haber podido convencer a Vespasiano para que condujera a sus hombres por un estrecho sendero que atravesaba el corazón de un pantanal controlado por el enemigo.

Cato se dio cuenta de que desde el principio había dado por descontado la voluntad del legado de asumir riesgos calculados para conseguir resultados significativos. Entonces lamentó no haberse dirigido él mismo hacia el norte a buscar al legado, pues no confiaba en que su optio expusiera las razones con elocuencia. Pero ello hubiera significado mandar de vuelta a Fígulo a la cohorte con la tarea, mucho más difícil todavía, de convencer a Maximio para que se enfrentara al enemigo, o de que encontrara la forma de sustituir al comandante de la cohorte si éste se mostraba obstinado. Cato no podía estar en dos sitios a la vez y no se fiaba de nadie más para hacer ninguna de las dos cosas por él. Se trataba de ese tipo de problemas inextricables por los que el hecho de ser oficial suponía toda una pesadilla. La indecisión ya era bastante mala, pero él no dejar de hacer hipótesis sobre el acontecimiento era pura tortura. Ojalá pudiera aceptar las consecuencias de sus decisiones, pensó Cato, y limitarse a seguir adelante. Como Macro.

Trató de apartar de sí cualquier otro pensamiento. Se dirigió al trote hasta la cabeza de su centuria y continuó unos cien pasos más allá para escrutar la ruta que tenían por delante. El sendero seguía el terreno alto, si es que se le podía llamar así, y bordeaba las sombrías charcas y cenagales que se extendían a ambos lados. Allí donde el terreno era seco se amontonaban los árboles raquíticos y las matas de aulaga. Más allá, amplias extensiones de juncos limitaban la visión, de modo que si el enemigo se aproximaba no lo advertirían con mucha antelación. De mal talante, Cato se dio un golpe en el muslo con el puño apretado. La tensa frustración bullía en su pecho mientras se adentraba en el pantano con sus hombres, esperando todo el tiempo que al siguiente recodo del camino se vieran cara a cara con Carataco y sus guerreros.

Apenas Cato calculó que habían marchado unos ochocientos metros, ordenó detenerse a la sexta centuria. La unidad pasó de la columna a formar una línea de seis en fondo con una primera fila de doce soldados que ocupaban el ancho del camino y cuyos flancos estaban protegidos por densas y espinosas matas de aulaga que le desgarrarían la piel a cualquiera que intentara abrirse camino entre ellas. Se destacaron dos soldados a unos cien pasos por delante para que montaran guardia.

Cato se volvió hacia sus hombres y recordó brevemente la primera vez que se puso frente a ellos como su rehabilitado centurión. Recordaba muchos de los endurecidos rostros que tenía delante y volvió a sentir la confianza de que se desenvolverían bien cuando se enfrentaran al enemigo.

—¡Descansen! —ordenó—. Pero quedaos donde estáis.

Cato entornó los ojos y levantó la vista hacia el cielo brillante y notó el sudor escociéndole bajo la pesada túnica militar, que a su vez soportaba encima la pesada armadura de escamas. Tenía la garganta pastosa y se notaba los labios secos y ásperos al roce de la punta de la lengua.

—Podéis echar un buen trago de las cantimploras. Lo más probable es que luego estemos demasiado ocupados para poder utilizarlas.

Algunos de los soldados se rieron con aquello, pero la mayoría se quedó mirando fijamente al frente hasta que Séptimo bramó la orden de romper filas. Los soldados dejaron sus escudos y jabalinas en el suelo y se acuclillaron en la dura y seca tierra del camino. Algunos echaron mano de sus cantimploras enseguida, en tanto que otros se desataron los pañuelos que llevaban al cuello para limpiarse el sudor que les resbalaba por la cara.

Séptimo se acercó a Cato.

—¿Los muchachos pueden quitarse el casco, señor?

Cato miró camino arriba. Todo parecía estar muy tranquilo y no había ninguna señal de alarma por parte de los dos centinelas.

—De acuerdo.

Séptimo saludó y se dio la vuelta para dirigirse a los soldados que descansaban.

—Bien, muchachos. El centurión dice que podéis quitaros el casco. Tenedlo a mano.

Se oyeron gruñidos de alivio por todas partes mientras los soldados se desabrochaban a tientas las ataduras de cuero y se quitaban de la cabeza los voluminosos y pesados cascos. Los forros de fieltro estaban tan empapados de sudor que se quedaban pegados a la cabeza de los legionarios, los cuales tenían que quitárselos separadamente. Debajo, el cabello mojado se les pegaba a la cabeza como si acabaran de tomar un baño de vapor en un gimnasio.

Cato dirigió una última mirada a los centinelas y a continuación se dejó caer en el camino a corta distancia delante de sus soldados. Sus manos forcejearon con las correas de cuero del casco, se lo quitó, se lo puso en el regazo y pasó los dedos por la fina capa de polvo que cubría la parte superior del mismo. Lo dejó a un lado y cogió la cantimplora que colgaba del talabarte. Cato acababa de sacar el tapón del cuello de la cantimplora y la tenía a medio camino de sus labios cuando se oyó un grito distante. Se dio la vuelta de inmediato para mirar camino arriba, igual que varios de sus hombres. Uno de los centinelas corría hacia ellos por el sendero. Cato vio que el otro soldado seguía observando algo en la distancia. Al cabo de un momento, dio media vuelta y echó a correr con todas sus fuerzas tras su compañero.

El centinela más cercano iba señalando con la jabalina por encima del hombro mientras corría y en aquellos momentos su advertencia fue claramente audible para todos y cada uno de los soldados de la sexta centuria.

—¡Ya vienen!