Capítulo XXVI

El ejército del general Plautio levantó el campamento al día siguiente. Vespasiano observaba la actividad desde la torre de guardia de las fortificaciones de la Segunda legión, al sur del Támesis. Se había levantado temprano y se había apoyado en la baranda de madera, mirando cómo una multitud de figuras diminutas plegaban sus tiendas en el vasto campamento fortificado que se extendía por el paisaje al otro lado del río. Una neblina de agitado polvo ya se había mezclado con el humo disperso de las hogueras y flotaba sobre la escena, bañada por el brillo difuso de la primera luz del día. Unos pequeños destacamentos estaban atareados en desmontar la empalizada y recoger los cardos de hierro del foso al pie del terraplén. En cuanto terminaron, otros hombres arremetieron contra el terraplén con sus picos y empezaron a meter la tierra en el foso con las palas. En pocas horas el campamento de marcha estaría completamente desmantelado y no dejaría nada que pudiera ser utilizado por el enemigo.

Vespasiano ya había visto todo aquello en muchas otras ocasiones, pero lo que veía seguía llenándolo de satisfacción y orgullo. Había algo casi milagroso en la manera en que casi treinta mil hombres podían construir algo de las proporciones de una pequeña ciudad en tan poco tiempo, y luego desmantelarlo y ponerse en marcha antes de que el sol hubiera empezado siquiera a calentar la tierra. Claro que allí no intervenía ningún milagro, se recordó a sí mismo, sólo largos años de duro entrenamiento para asegurar la eficiencia con la que se llevaba a cabo aquel trabajo. Era la maquinaria de guerra de los romanos, y en ella se basaba el futuro del mayor imperio que el mundo había visto.

En el extremo más alejado del campamento una densa columna de hombres marchaba a través de un hueco en las murallas, allí donde la torre de entrada ya había sido derribada. Vespasiano entornó los ojos para distinguir los detalles puesto que unos diminutos centelleos de luz parpadeaban de un extremo a otro de la columna al reflejarse el sol en los bruñidos cascos. A medida que los soldados avanzaban pesadamente no tardó en levantarse una polvorienta bruma que engulló al grueso de los legionarios.

La Novena legión, con dos regimientos de caballería y cuatro cohortes de infantería auxiliar, se alejó del Támesis y marchó hacia el este para aplastar cualquier foco de resistencia entre los iceni y los trinovantes. En cuanto se hubiera logrado, el legado Hosidio Geta tenía la misión de construir una red de pequeños fuertes para patrullar las onduladas extensiones de ricas tierras de labranza y adentrarse en las vastas e impenetrables tierras pantanosas del extremo norte del reino de los iceni. En aquellos pantanos podía esconderse fácilmente un ejército, mucho mayor que los malogrados restos que seguían aferrados a Carataco, sin que las patrullas romanas lo descubrieran nunca.

Ahora que los britanos habían sido derrotados en el campo de batalla, Plautio era libre de dispersar sus fuerzas e iniciar el proceso de convertir el sur de la isla, devastado por la guerra, en una nueva provincia. Había que fundar colonias, erigir ciudades y construir una red de carreteras que las uniera todas. También era necesario establecer una red paralela de administradores y administrativos que dirigieran la provincia y asegurarse así el correspondiente pago de impuestos lo antes posible.

Ya entonces, escasos días después de la derrota de Carataco, el general había recibido instrucciones para nombrar a funcionarios locales que prepararan el trabajo preliminar para los recaudadores de impuestos que habían ganado los contratos de la nueva provincia. Había que hacer un inventario completo de los reinos de las tribus que ya habían pasado a estar bajo dominio romano. También había que ponerse en contacto con unos cuantos reinos clientes para determinar los tributos más apropiados que se suponía que tendrían que pagar al tesoro imperial.

Se trataba de una tarea delicada, puesto que algunos reinos clientes eran más importantes que otros desde el punto de vista estratégico. En tanto que no había ninguna posibilidad de que los cantii afectaran el resultado de la actual campaña, los iceni —una tribu más numerosa y más guerrera— limitaba con el flanco derecho del avance romano y era necesario tratarlos con prudente respeto hasta que se pudieran trasladar hasta allí efectivos suficientes para influir en ellos y ponerlos en su sitio. Más al norte, mucho más al norte, se hallaba el reino de los brigantes, gobernado por Cartimandua, joven reina de extraordinaria voluntad, la cual había decidido obtener más provecho aplacando a Roma que oponiéndose a ella. Al menos de momento. Pero con el tiempo, dichos reinos clientes se verían implacablemente sumidos en el Imperio y sujetos a su dominio. Por regla general, la presencia de una legión acampada ante sus puertas bastaba para disipar cualquier tentación de rebelarse contra el nuevo orden. Y si se resistían se les daría una rápida y sangrienta lección para inculcarles las realidades del susodicho nuevo orden. La expedición de la columna de Hosidio Geta al este era simplemente el primer paso en la anexión del territorio de los icenos a la nueva provincia.

Entretanto, el general Plautio asumiría el mando de las legiones Vigésima y Decimocuarta, así como de la mayoría de cohortes auxiliares, y avanzaría en dirección norte hacia el Támesis para establecer el otro extremo de la frontera de la nueva provincia e iniciar la tarea de construir rutas militares que enlazaran todas las fuerzas dispersas a lo ancho de la isla.

La tercera columna, a las órdenes de Vespasiano, estaba formada por su legión, la Segunda, cuatro cohortes de caballería bátava, dos cohortes de infantería bátava y dos unidades mixtas, más numerosas, de ilíricos. El general Plautio también le había prometido a su legado el uso de la flota britana con base en Gesoriaco, en la Galia, en cuanto el legado hubiera acabado con Carataco y pudiera proseguir su avance para someter las restantes tribus del sur que todavía abrigaban el propósito de desafiar a Roma. Pero Carataco se había escondido y a Vespasiano lo consumía la frustración ante la perspectiva de sacar de su agujero al astuto comandante britano. El verano ya tocaba a su fin y las hojas no tardarían en empezar a secarse y caer. Llovería mucho y los senderos se convertirían en pegajosos ríos de barro que reducirían la marcha de los pesados carros del tren de bagaje a un lento, agotador y mugriento paso de tortuga. Acabar con la amenaza de Carataco sería la última operación que Vespasiano iba a poder llevar a cabo antes de que finalizara la temporada de campaña.

Llevaba ya casi tres años dirigiendo la legión y tenía dudas sobre si se había distinguido lo suficiente para que su ejercicio del mando se prolongara mucho más. La cordial relación que había entablado con su general durante los dos últimos años ya no existía. En aquellos momentos ambos se trataban con patente hostilidad y Vespasiano estaba convencido de que Aulo Plautio lo sustituiría a la menor oportunidad. En circunstancias normales se dejaba que los legados permanecieran al frente de una legión de tres a cinco años antes de regresar a Roma y desarrollar sus correspondientes carreras políticas, pero a Vespasiano ya no le hacían mucha gracia tales ambiciones. ¿Qué sentido tenía un alto cargo político en el Senado cuando el verdadero poder de Roma se ejercía desde el palacio imperial? Y lo que era aún peor, el ascenso a cualquier puesto de verdadera importancia dependía del favor del secretario imperial del emperador, Narciso. Vespasiano se ponía enfermo sólo de pensar en darle coba a un liberto, a un griego decadente, además. Pero era lo bastante realista como para saber que los antiguos valores republicanos en los que tanta fe tenía puesta su abuelo eran en gran parte irrelevantes en el mundo moderno. Allí donde un día cientos de senadores habían debatido el destino de Roma, gobernaba ahora un emperador. Ésa era la realidad con la que debía vivir.

Desde el momento en que aceptó su nombramiento como comandante de la Segunda legión, Vespasiano se sintió como en su casa. La vida del ejército se hallaba libre del interminable engaño y obsequiosa prosternación que caracterizaban la vida política en la capital. Sirviendo con las Águilas se tenía un mayor control del propio destino y la mayoría de soldados ascendían desde la tropa por sus propios méritos. No se urdían intrincadas tramas de interesadas confabulaciones, ni conspiraciones en el seno de otras conspiraciones. En lugar de eso, a un soldado se le asignaba una tarea bien definida y se le dejaba que improvisara el mejor método para llevar a cabo las órdenes recibidas. Ello, por cierto, implicaba una angustiosa cantidad de papeleo, y Vespasiano nunca había tenido tan poco tiempo para descansar en su vida. No obstante, tras las pocas horas de sueño que lograba robarle al trabajo, se despertaba con un nuevo propósito y con la sensación de que estaba haciendo algo de auténtico valor, algo que realmente favorecía el destino de su gente y de la propia Roma.

Flavia estaría encantada cuando le llegara la hora de dejar la legión, reflexionó él con un vago sentimiento de culpabilidad. Su esposa siempre había considerado el puesto de legado como una lamentable formalidad que había que padecer antes de que su marido ascendiera a un alto cargo. Las incomodidades de la vida en la fortaleza del Rhine habían hecho que a ella se le quitaran las ganas de estar con el ejército para siempre, razón por la cual aguardaba con impaciencia en el hogar familiar en Roma. Aunque no estaba sola, pensó Vespasiano con una sonrisa. Tenía al pequeño Tito para hacerle compañía y, a juzgar por las diplomáticas frases de sus cartas, el chico se había vuelto muy travieso. El muchacho mantendría atareada a su esposa. Demasiado atareada como para que pudiera ocupar el tiempo en otra cosa.

La tranquila alegría de la mañana se desvaneció del todo cuando la perspectiva de un retorno al nido de víboras que era la política de Roma dominó los pensamientos de Vespasiano. Incluso allí mismo, en los confines del mundo conocido, rodeado por sus soldados, sentía que los tentáculos de la traición y el peligro se extendían desde el corazón del Imperio para envolverlo y aplastarlo. Él no podría llevar la sencilla vida de un soldado, reflexionó con amargura Vespasiano. Creer otra cosa sería idiota. La política formaba parte del aire que respiraban los de su clase y él no podía hacer nada para cambiar esa realidad.

Un movimiento en la periferia de su campo visual le llamó la atención. Vespasiano volvió la cabeza y dirigió la mirada más allá del terraplén que tenía por debajo, hacia el lugar donde la tercera cohorte de su legión había terminado de echar abajo el campamento provisional y sus miembros formaban en columna de marcha. La vanguardia de la centuria seguida del grupo del estandarte, cuatro centurias más, una pequeña columna de bagaje a continuación y luego la retaguardia. Menos de cuatrocientos hombres. La cohorte parecía pequeña comparada con las extensas formaciones que había observado al otro lado del río, y Vespasiano la contempló con una curiosa mezcla de esperanza y profunda antipatía. Habían mancillado el buen nombre de su legión y sólo con su destrucción se disiparía la vergüenza. Con su destrucción o con alguna hazaña que los redimiera a ojos de sus compañeros y del resto del ejército. En ello residía la esperanza. De una forma u otra, el problema de la incómoda presencia de la tercera cohorte quedaría resuelto.

Si su plan funcionaba y Carataco salía de su escondite para morder el anzuelo, Vespasiano sabía que era casi seguro que Maximio y sus hombres fueran aniquilados sin piedad mucho antes de que sus compañeros pudieran cerrar la trampa sobre el enemigo.

El legado siguió observando mientras los centuriones llamaban al orden a sus soldados y luego ocupaban sus posiciones a la cabeza de cada centuria. El comandante de la cohorte inspeccionó la columna una vez más y a continuación se dirigió a grandes zancadas hacia el grupo del estandarte y se llevó la mano a la boca haciendo bocina. Al cabo de un instante llegó a oídos de Vespasiano el débil bramido de la orden de avance y la columna inició su ondulante marcha.

* * *

—Despacito y buena letra, señor —le dijo el optio en voz baja a Macro, y señaló hacia el campamento con un gesto de la cabeza—. El legado nos está dando un repaso.

Macro se volvió a mirar y vio la distante figura en la torre de guardia, captando los detalles de la túnica dorada que los rayos de sol bruñían y la capa roja abrochada sobre sus hombros. Incluso desde aquella distancia, la anchura de la cabeza y el grosor del cuello eran inconfundibles.

—¿Y ahora qué quiere? —dijo el optio entre dientes.

Macro soltó una débil risa de amargura.

—Sólo se cerciora de que nos vayamos.

—¿Qué? —El optio se volvió bruscamente para mirar a Macro y el centurión lamentó enseguida aquel comentario descuidado. Volvió la mirada hacia su optio.

—¿A ti qué te parece, Sentio? ¿Que el viejo nos quiere tanto que ha venido a decirnos adiós con la mano?

El optio se ruborizó y echó un vistazo por encima del hombro.

—¡Más erguida esa primera fila! ¡Sois legionarios, joder, no un puñado de gilipollas auxiliares!

El intento de Sentio por disimular su vergüenza no consiguió engañar a Macro, pero siguió dejando que su optio se desquitara con los soldados. No había nada malo en mantener a los hombres alerta. Puede que hubieran caído en desgracia, pero todavía eran legionarios, y Macro estaba decidido a no dejar que lo olvidaran ni un solo momento. Aun así, estaba muy preocupado por lo que se les vendría encima, y no sólo porque la cohorte fuera a tentar al peligro. Eso formaba parte del trabajo. Maximio se había mostrado algo más que cruel al darles instrucciones la noche anterior. Casi como si aquello fuera una oportunidad para descargar una terrible venganza contra los parientes lejanos de aquellos guerreros nativos a los que el comandante de la cohorte culpaba de arruinar su reputación.

Cuando la tercera cohorte llegara al pequeño y pacífico valle que se extendía a lo largo del pantano, tendría lugar un terrible juicio final para los nativos. Y no solamente para los hombres de la cohorte, reflexionó Macro. Si Cato y sus compañeros caían en manos de los britanos una vez que la cohorte hubiera iniciado su trabajo de exterminio, entonces los guerreros nativos se asegurarían de hacer que todo romano cautivo tuviera una muerte horrible y prolongada.

Mientras la cohorte marchaba de modo impasible por el sendero nativo que se alejaba hacia el oeste, Macro volvió la mirada hacia el campamento fortificado. No pudo evitar preguntarse si era aquélla la última vez que veía al resto de la Segunda legión.

Ya casi estaba seguro de que nunca volvería a ver a Cato con vida. Perseguido por los de su propio bando y ocultándose del enemigo, al final encontrarían al joven. Entonces Cato moriría con una espada en la mano, en el fragor de una breve y sangrienta escaramuza, o sería ejecutado a sangre fría. Probablemente ya estuviera muerto, decidió Macro. En cuyo caso no tardaría en reunirse con él en las sombras de la otra orilla de la laguna Estigia.