Capítulo XX

Bajo uno de los árboles que crecían a lo largo de la orilla del río había una zona de hierba fresca y Macro pasó rozando las ramas y se sentó en el suelo. Había dejado a su optio, Publio Sentio, supervisando a los soldados mientras montaban sus tiendas. El centurión Félix había sugerido que los oficiales fueran a nadar al río, pero a pesar del bochorno, ni Macro ni ningún otro lo había considerado apropiado cuando sus compañeros condenados estaban allí sentados a la vista de todo el mundo. Maximio se había puesto a trabajar en todos los requisitos necesarios para levantar un campamento separado; cualquier cosa para dar la impresión de una estoica y profesional continuidad en sus obligaciones, fueran cuales fuesen las circunstancias. Pero por muchos esfuerzos que les hubiera hecho hacer a sus hombres desde el amanecer, éstos seguían moviéndose con un pesado letargo que no ocultaba su estado de ánimo. La tercera cohorte tenía el ánimo deshecho y la silenciosa y tranquila presencia de los que esperaban ser ejecutados imperaba sobre ellos. Particularmente sobre los que habían sido designados para llevar a cabo la ejecución: veinte hombres, a las órdenes del centurión Macro.

Cuando el legado dio las órdenes, Macro se negó en redondo, horrorizado ante la perspectiva de aporrear a su amigo Cato hasta la muerte.

—Es una orden, centurión —dijo el legado con firmeza—. No puedes negarte. No es una opción.

—¿Por qué yo, señor?

—Son las órdenes. —Vespasiano levantó la vista con tristeza—. Tú asegúrate de que no sufra demasiado… ¿entiendes?

Macro asintió con la cabeza. Un fuerte golpe en el cráneo dejaría inconsciente a Cato y le ahorraría el sufrimiento de que le rompieran y aplastaran los huesos. A Macro se le cerró el estómago de un modo muy molesto sólo con pensarlo.

—¿Y el resto de los muchachos, señor?

—No. Sólo Cato. Si se lo ponemos fácil el general parará la ejecución y hará que otros terminen el trabajo.

—Entiendo. —Macro meneó la cabeza afirmativamente. Si hubiera alguna posibilidad de ser clemente con todos los condenados, haría lo que fuera sin dudarlo. Pero el legado tenía razón: sólo podía pasar desapercibido un pequeño acto de clemencia.

—Es una situación muy fea, centurión. Para todos nosotros. Pero al menos de este modo le ahorraremos lo peor a Cato.

—Sí, señor.

—Ahora ve a seleccionar a los hombres para el pelotón de ejecución.

Macro saludó rápidamente y agachó la cabeza para salir de la tienda, alegrándose de volver a estar fuera y llenando los pulmones de aquel aire puro y limpio. Nunca le habían pedido que hiciera algo que se rebelara tanto contra sus nociones de lo que estaba bien y lo que estaba mal. Por la mente de Macro cruzó una imagen de Cato, atado y arrodillado a sus pies. El muchacho levantaba la vista para mirar a su amigo mientras Macro alzaba el garrote… La sangre se le heló en las venas al pensarlo y Macro se dio un puñetazo en el muslo y regresó al campamento de la tercera cohorte.

La mayor parte de los hombres que seleccionó pertenecían a la centuria de Cato, fornidos veteranos que sin duda no dejarían de cumplir con lo que se les había ordenado por horrible que fuera. En aquel preciso momento se hallaban atareados preparando los mangos de pico que iban a utilizar. La madera debía tener la longitud y peso adecuados para asegurar que los golpes pudieran propinarse con una fuerza que causara un daño mortal. Los soldados realizaban su trabajo con bastante pragmatismo y Macro, veterano como era, no pudo evitar maravillarse ante la tranquilidad con la que se entregaban a su tarea, como si no se diferenciara en nada de cualquier otro servicio de los que les encomendaban. Había pasado demasiado tiempo con Cato, decidió con una sonrisa adusta. Antes de que el muchacho apareciera, Macro nunca se había cuestionado ningún aspecto de la vida militar. Pero ahora empezaba a ver las cosas con otros ojos y eso le inquietaba. Tal vez, tras la muerte e incineración de Cato, tuviera éxito en la vida. Volver a sumirse en la sencilla inconsciencia de cumplir con las obligaciones y eludir las cuestiones más importantes de la vida.

Muerto e incinerado…

¿Alguien tan despierto y animado como Cato? Eso no estaba bien, pensó Macro. Sencillamente, no estaba bien. El legado debía de estar loco para llevarlo a cabo. Quizá sí estuviera loco, pero además debía de ser un cobarde, puesto que le había endilgado a Macro el trabajo sucio, y Macro no se lo perdonaría jamás.

—¡Mierda! —exclamó entre dientes. Estaba enojado con el legado y enojado consigo mismo por haberse hecho amigo de Cato, para empezar. Macro partió un trozo de rama y empezó a quitarle metódicamente las hojas al fino tallo de sauce. Al otro lado del Támesis un grupo de soldados de las demás legiones se quitaba las túnicas para meterse en el agua. El moreno de sus rostros, brazos y piernas contrastaba intensamente con el blanco reluciente de sus torsos y muslos. Sus gritos de impresión por lo fría que estaba el agua y las risas y el jolgorio de los jugueteos mientras se salpicaban unos a otros llegaban hasta él cansinamente por la superficie del río. Aquello enojó más todavía a Macro y miró por encima de ellos hacia el lugar donde los soldados de las cohortes auxiliares rellenaban la última de las fosas funerarias, llenas hasta los topes de cadáveres que apestaban con el calor. El frío y la muerte coexistiendo con la vitalidad de aquellos soldados jóvenes y despreocupados. Macro arrancó otro trozo de rama de sauce y destrozó las hojas furiosamente.

Entonces reparó en que alguien bajaba andando hacia la orilla a unos cincuenta pasos de distancia río arriba. El enorme cuerpo de Fígulo se agachó en la hierba y de los labios del galo salía inclinada una brizna de paja mientras miraba hacia el río. Fígulo echó un lento vistazo a su alrededor y, cuando su mirada se clavó en el centurión sentado bajo el sauce, se puso en pie, vaciló un momento y echó a andar en dirección a Macro.

—Mierda —susurró para sus adentros el centurión.

Macro estuvo tentado de decirle a Fígulo que se perdiera. Había bajado al río con el objeto de tener un poco de tiempo para considerar las cosas detenidamente y a solas, y la perspectiva de hablar con el optio le ensombrecía el ánimo. Pero entonces cayó en la cuenta de que Fígulo también debía de estar aterrado por la suerte de Cato, por lo que Macro transigió y se obligó a sonreír mientras el optio se acercaba. Fígulo se puso rígido y saludó.

—Ya está bien, muchacho. De momento estamos fuera de servicio. Déjate de gilipolleces.

—Sí, señor. —Fígulo volvió a vacilar, a unos cuantos pasos detrás de la fina cortina de los zarcillos rebosantes de hojas.

Macro suspiró.

—¿Quieres decirme algo?

El optio agachó un poco la cabeza y la movió en señal de afirmación.

—Pues suéltalo, venga.

—Sí, señor.

—Y siéntate en la sombra antes de que el sol cueza tu diminuto cerebro.

—Sí, señor.

Fígulo levantó un brazo lleno de músculos y apartó las hojas, tapando el sol cuando por un instante se quedó de pie por encima de Macro, luego se agachó manteniéndose a un respetuoso paso de distancia de su superior.

—¿Y bien?

Fígulo levantó la vista de pronto y sus cejas, que parecían de paja, se juntaron en una expresión de descontento.

—Es el centurión Cato, señor. No tienen derecho a hacerle esto. No es justo, joder. Perdone mi lenguaje, señor.

Macro lo miró de reojo.

—Sí, tienes que vigilar con eso. No es en absoluto propio de un oficial.

—Lo siento, señor. —Fígulo movió la cabeza con seriedad—. No volverá a ocurrir.

—Procura que así sea, joder.

Por un instante Fígulo puso cara de susto, entonces Macro relajó su expresión severa y sonrió abiertamente.

—Sólo te estaba tomando el pelo, muchacho.

—¡Ah! Bien…

La sonrisa de Macro se desvaneció.

—Por lo que a Cato respecta, me temo que no podemos hacer nada. Ordenes son órdenes. Tendrás que acostumbrarte a ello ahora que estás haciendo las funciones de centurión. ¿Cómo va?

Fígulo se encogió de hombros con tristeza y alargó la mano hacia una de las ramas de sauce antes de darse cuenta de que Macro le estaba quitando las hojas a una ociosamente. La mano se le quedó inmóvil y luego descendió hacia su costado cuando decidió que sería de mala educación imitar a su superior de forma tan descarada. De modo que sus dedos escarbaron para coger uno de los guijarros que había sobre la tierra seca y suelta donde la orilla se desmoronaba hacia la lenta corriente. La agitó en su mano y luego lanzó la piedra por encima del río, donde una pequeña explosión en la cristalina superficie señaló su caída. Observó cómo desaparecían las ondas antes de hablar de nuevo sin volverse hacia Macro.

—Tiene que haber algo que podamos hacer al respecto, señor.

—¿Cómo qué?

—Ir a ver al legado.

Macro dijo que no con la cabeza.

—No cambiará de opinión, te lo digo yo.

—Al general, entonces.

—Menos aún, no nos escuchará. Es probable que Plautio nos arroje con ellos sólo por susurrar una palabra de protesta ante él. Por otro lado —Macro se encogió de hombros—, ¿qué podríamos decir? ¿Que no es justo? Eso no servirá. Nuestra unidad está jodida, y de modo tal que da toda la impresión de que no tuvimos pelotas para hacer el trabajo. Nadie va a sacar del atolladero a la tercera cohorte.

—Pero no huimos. Maximio ordenó que nos replegáramos. Para empezar, es por esa razón por la que no llegamos al vado a tiempo. Es él quien tendría que cargar con la culpa, no Cato y los demás, señor.

Macro se giró hacia el optio.

—¿Crees que no lo sé? ¿Acaso piensas que me importan una mierda? Te lo estoy diciendo, Fígulo, la maldita legión entera sabe lo que pasa. Me sorprendería si no lo supiera todo el jodido ejército. Pero alguien tiene que pagar el precio de esta tremenda cagada y el destino ha elegido a Cato. No es justo, en eso tienes razón. Se trata simplemente de mala suerte. Me revuelve las entrañas tanto como a ti.

Ambos se dieron la vuelta para observar las figuras que nadaban en la otra orilla del río y luego Macro empezó a hacer garabatos en el polvo con el extremo del trozo de rama que había despojado de hojas. Carraspeó.

—Pero tienes razón. Alguien debería hacer algo al respecto…

* * *

Cuando el fresco anochecer se asentó en el terreno, Cato se encontró con que estaba temblando. Le dolía mucho la cabeza. Tanto a él como a los demás los habían obligado a permanecer todo el día bajo el sol abrasador y ahora se notaba tirantes y con un doloroso cosquilleo las partes de su piel que tenía al descubierto. Fue cuando el día ya había terminado que el cielo se encapotó y el aire se llenó de una bochornosa pesadez que amenazaba lluvia. Cato se lo tomó como una prueba más de que los dioses lo habían abandonado: atormentado por el sol durante el día y pasando frío y mojándose por la noche.

Uno de los esclavos del campamento trajo unas cuantas cantimploras de agua del río y les permitieron a todos tomar unos cuantos tragos para remojar sus secas gargantas, pero no les trajeron comida. Los condenados eran los primeros en quedarse sin raciones cuando éstas escaseaban. Tenía sentido, se dijo Cato. Era lo más lógico.

Dadas las circunstancias, eso era casi lo único que tenía lógica. El hecho de que no hubiera hecho nada para merecer el castigo del día siguiente lo atormentaba más que cualquier otra cosa. Se había enfrentado al enemigo en batalla, donde un momento de descuido habría podido matarlo. Había emprendido una peligrosa misión para encontrar y rescatar a la familia del general del corazón de una fortaleza druida. Se había arriesgado a que lo quemaran vivo para salvarle la vida a Macro en aquella aldea de Germania hacía dos años. Todas y cada una de esas acciones habían estado cargadas de terribles peligros y las había emprendido conociendo el riesgo y aceptándolo. Una consecuencia razonable de todos los trances a los que se había expuesto hubiera sido que lo mataran en cualquiera de aquellas ocasiones. Era el precio que pagaban los de su profesión.

Pero, ¿y aquello? ¿Aquella ejecución a sangre fría pensada para que sirviera de escarmiento a los demás legionarios? ¿Un ejemplo de qué, exactamente? Un ejemplo de lo que les ocurre a los cobardes. Pero él no era un cobarde. Había pasado miedo más veces de las que se atrevería a admitir… terror, incluso, sin duda. El hecho de que hubiera seguido luchando, a pesar de dicho terror, era una forma de coraje, reflexionó él con seriedad. Sí, de coraje.

El combate en el vado no había sido una excepción. Había luchado con la misma voluntad, dominado por el mismo deseo de que lo vieran en primera fila, combatiendo junto al resto de sus hombres. Nada de haraganear tras la retaguardia de la línea bramando ambiguas palabras de ánimo y salvajes amenazas a aquellos cuya evasiva cobardía no estaba protegida por el rango. Salir elegido para que lo ejecutaran por un delito con el que no tenía nada que ver y mediante algo tan ciego e indiferente a sus virtudes como una lotería era la peor suerte que podía imaginar.

Las primeras gotas de lluvia cayeron como suaves pinchazos sobre su piel y luego golpetearon contra el suelo a su alrededor. Una brisa fresca agitaba la crecida hierba y hacía susurrar las frondosas ramas de los árboles a lo largo de la orilla del río. El joven centurión se colocó de lado y se hizo un ovillo para intentar mantener el calor. El roce de las correas de cuero que le ataban las muñecas y los tobillos le había dejado la piel en carne viva y hasta el más mínimo movimiento le resultaba doloroso. Intentó quedarse quieto y cerró los ojos, aunque aquélla fuera la última noche que pasara en este mundo. Cato había pensado con frecuencia que, ante la realidad de una muerte inminente, habría querido tomar conciencia de hasta el más mínimo detalle de cuanto le rodeaba y aprovechar hasta el último aliento de vida.

—Aprovecha el día —dijo entre dientes, y a continuación soltó una amarga risotada—. ¡Y una mierda!

Sus sentidos no eran dolorosamente conscientes del mundo, ni captaban la emoción de la vida; sólo sentía una ardiente furia por la injusticia de todo aquello y un odio hacia el centurión Maximio tan intenso que lo notaba ardiendo por sus venas. Maximio seguiría vivo, libre para redimirse finalmente por su fracaso en el paso del río, en tanto que a Cato lo llevarían al otro lado de un río totalmente distinto del que nunca volvería, por lo que nunca podría demostrar que era inocente de las acusaciones por las que iban a ejecutarlo.

Al caer la noche, mientras los rítmicos sonidos de la lluvia y el viento continuaban con toda su intensidad, Cato yacía tumbado en el suelo, temblando de manera lamentable mientras sucumbía a una oleada tras otra de pensamientos e imágenes horribles. En torno a él, la mayoría de los demás prisioneros se hallaba igualmente en silencio. Unos cuantos hablaban con voces quedas y apagadas y hubo uno que sufrió de ocasionales delirios llorosos después de que el sol hubiera atacado sus destrozados nervios durante toda la tarde. De vez en cuando llamaba a su madre y poco a poco se fue sumiendo en un entrecortado balbuceo. Cato advirtió que, más allá, el resto de miembros de la tercera cohorte se habían refugiado en las tiendas, tranquilos y en silencio. Los únicos sonidos de alegría los traía el aire desde las fortificaciones del campamento de la Segunda legión: algún que otro grito de triunfo o de decepción por parte de los hombres que jugaban a los dados, algunos estribillos de canciones débilmente coreados y los más fuertes gritos de los soldados que estaban de guardia al dar el alto. Había unos cien pasos de distancia y, al mismo tiempo, un abismo los separaba.

En las alturas, a través de una brecha en las nubes, las estrellas destellaban en un aterciopelado cielo sin luna, recordándole su mísera insignificancia en comparación con la magnitud del mundo que lo rodeaba. Casi había llegado a una especie de aceptación de su destino cuando tuvo lugar el primer cambio de guardia. Un rápido toque de trompetas en el campamento de la legión señaló el transcurso de la segunda vela de la noche y los dos legionarios asignados a la vigilancia de los condenados aguardaron con impaciencia a que los relevaran. La lluvia golpeteaba contra sus cascos mientras se arrebujaban en las capas engrasadas que llevaban sobre los hombros.

—Se están retrasando —gruñó uno de ellos—. ¿Quién dijiste que se supone que son?

—Fabio Afer y Nipio Kaeso, unos chicos nuevos.

—Unos reclutas de mierda. —El primer soldado escupió en el suelo—. Hoy en día no puedes confiar en los reclutas. Los cabrones no tienen ni puta idea.

—Tienes mucha razón, Vaso. Alguien debería darles una buena paliza. Si no fuera por esos mariquitas la maldita cohorte no estaría metida en este follón.

—Sí, una buena paliza es lo que necesitan. Mira, ahí vienen.

Dos figuras aparecieron de entre la oscuridad y el sonido de sus botas al rozar la hierba apenas se oía por encima del viento y la lluvia.

—¿Por qué coño habéis tardado tanto?

—¡Nos ha entrado cagalera! —respondió una voz, y se oyó la breve risa de su compañero mientras ambos se acercaban a grandes zancadas para relevar a sus compañeros.

—Un momento —dijo Vaso entre dientes al tiempo que miraba con los ojos entornados a las figuras que surgían ante ellos—. Ese tío grandote no es ni Kaeso ni Afer, de ninguna manera. ¿Quién anda ahí?

—¡Cambio de guardia!

—¿Quién eres?

Vaso había inclinado el casco hacia delante para inspeccionar a los recién llegados cuando un puño salió disparado de la oscuridad y le dio en la mandíbula con un fuerte crujido. Se produjo un cegador destello de luz en su cabeza y entonces se desplomó, inconsciente.

—¿Pero qué…? Eres Fíg… —La mano de su amigo descendió al instante para agarrar la empuñadura de su espada, pero antes de que ésta hubiera salido apenas cuatro dedos de la vaina él también cayó al suelo, estrellándose con un resoplido al exhalar el aire.

—¡Ay! —susurró Fígulo al tiempo que sacudía la mano—. Ese cabrón tiene la mandíbula como una piedra.

—La verdad es que cayó como una. —Macro dejó un saco grande en el suelo y se oyó un amortiguado repiqueteo de metal de su interior—. No me gustaría nada estar en el lado receptor de tu puño.

Fígulo se rió.

—Como esos mierdas a los que tumbamos delante de la tienda de intendencia.

—Sí. Muy divertido. Pero éste te ha reconocido. ¿Sabes lo que eso significa?

—Lo sé, señor. ¿Podemos seguir adelante?

—Sí… ¡Cato! —lo llamó Macro en voz baja—. ¡Cato! ¿Dónde estás?

Varias de las figuras tendidas en el suelo se habían erguido al darse cuenta de que estaba ocurriendo algo fuera de lo normal. Una oleada de nervioso entusiasmo se extendió entre los prisioneros y se oyó el murmullo de voces inquietas.

—¡Silencio ahí! —susurró Macro todo lo fuerte que se atrevió a exclamar—. Eso está mejor… ¡Cato!

—¡Aquí! ¡Estoy aquí!

—¡Baja la voz, muchacho! —Macro se abrió paso hacia la voz y entornó los ojos para ver el cuerpo inconfundiblemente alto y delgado de su amigo—. ¿Quieres que nos oiga todo el mundo? Los prebostes militares caerán sobre nosotros en menos que canta un gallo.

—¿Qué estáis haciendo aquí? —preguntó Cato asombrado.

—¿No te lo imaginas? Tú y el resto de esta gente vais a huir. Con Fígulo.

—¿Fígulo?

—Los centinelas lo han visto. Tiene que ir con vosotros. Vais a escaparos. Tú y cualquier otro que quiera salir de aquí.

—¿Escaparnos? —murmuró Cato—. ¿Está loco?

—Como una puta cabra. Pero también lo están los gilipollas que os metieron en esto. De modo que estamos en paz. —Macro desenvainó la daga—. Levanta las manos y acércamelas. No me gustaría ir y cortarte la muñeca.

Cato levantó los brazos enseguida, se detuvo y luego volvió a bajarlos.

—No.

—¿Cómo? —respondió Macro en voz alta, cosa que provocó un enojado siseo por parte de Fígulo, que estaba inclinado sobre otro de los prisioneros cortándole las ataduras con cuidado. Unas figuras desesperadas se amontonaron en torno al optio, con los brazos atados en alto hacia él.

Cato meneó la cabeza en señal de negación.

—He dicho que no. No puede hacer esto, Macro. ¿Y si descubren que nos ayudó a escapar?

—¿Ayudaros? Hice algo más que eso, creo.

—No va a salir de ésta.

—Tú dame las manos.

—No. Piénselo. ¿Adónde iríamos? ¿Qué pasa con usted si nos vuelven a capturar y hacen hablar a alguien? Lo matarán a usted también. Déjenos mientras tenga la oportunidad.

Macro dijo que no con la cabeza.

—Ya es demasiado tarde. Ahora levanta las manos.

Cato hizo lo que le pedía a regañadientes, y Macro lo agarró de las muñecas y toqueteó con los dedos buscando las correas. Las encontró, colocó la punta de la hoja bajo ellas con cuidado y empezó a cortar. Momentos después las correas se rompieron y Cato se frotó las muñecas.

—Toma. Coge el cuchillo y empieza a soltar a los demás. Tenéis que salir de aquí.

—¿E ir adonde?

—Lo más lejos posible. A algún lugar donde no puedan encontraros.

—¿Y luego?

—¡Quién coño sabe!

—¿Cree que un puñado de hombres desarmados llegará muy lejos?

—Desarmados no. —Macro sacudió el saco—. Os he traído unas cuantas espadas. Suficiente para andar por ahí.

Cato levantó la vista de las ataduras de los tobillos que estaba cortando.

—¿Ése es su plan?

—¿Tienes tú uno mejor? O eso o quedaros aquí y morir por la mañana.

—¡Vaya elección! —Cato meneó la cabeza. ¿Ser ejecutado al día siguiente o darse de bruces con una muerte certera a manos de las patrullas de búsqueda o del enemigo? La situación no había mejorado demasiado en los últimos momentos, y ahora Fígulo iba a sumarse a la lista de condenados. Macro también, si se descubría su participación en todo aquello. Las correas de los tobillos se rompieron y Cato se frotó la piel con energía.

—¿Y ahora qué?

—Dirigíos hacia el oeste. Hacia los pantanos. Es vuestra única oportunidad.