Capítulo XVIII
El tribuno superior Plinio se llenó de aire los pulmones y gritó la orden:
—¡Centuriones… al frente!
Los soldados de la cohorte de Maximio se hallaban en el exterior de las tiendas de mando de la Segunda legión, formados en filas bien ordenadas. Eran visibles en la noche gracias al trémulo resplandor de decenas y decenas de antorchas que sostenían en alto los legionarios de la tercera cohorte, los cuales tenían asignada la misión de vigilarles. A diferencia de sus compañeros, los hombres de Maximio no iban armados, ni siquiera se les permitía llevar la armadura, sólo las túnicas. Estaban siendo sometidos a juicio, y tal vez serían expulsados del campamento como castigo por no haber podido tomar el vado la noche anterior. Algunos soldados parecían estar aterrorizados. Y no era para menos, pensó Cato mientras se dirigía hacia el tribuno superior. No tendrían refugio contra los elementos ni armas con las que defenderse de las patrullas enemigas que quisieran llevarse fácilmente unas cuantas cabezas de los invasores romanos. Al menos durante todo el tiempo que durara el castigo.
Cato se alineó con los demás centuriones detrás del tribuno y la escolta formó en ambos lados.
—¡Adelante! —gritó el tribuno, y el grupo marchó hacia la entrada de la tienda más grande. Los faldones estaban recogidos y de los pies de las lámparas de aceite del interior emanaba una luz de un tono anaranjado. A través de las portezuelas Cato vio que los escritorios de los administrativos se habían cambiado de sitio, formando una gran mesa colocada contra la parte trasera de la tienda y dejando un espacio abierto frente a ella. Se había dispuesto otro conjunto menos numeroso de mesas a lo largo de otro de los lados, allí donde unos cuantos administrativos ya estaban sentados y preparaban su material de escritura para registrar los pormenores de la investigación.
El tribuno Plinio hizo entrar a los centuriones y a su escolta en la tienda y les indicó que tenían que situarse formando una línea frente a la mesa vacía. La escolta formó tras ellos con las manos apoyadas en los pomos de sus espadas. Los administrativos estaban sentados detrás de sus tablillas, con los estilos en ristre, listos para empezar. Entonces todo quedó tranquilo y silencioso mientras aguardaban en aquella calurosa y viciada atmósfera a que los oficiales presidentes aparecieran. Cato, que nunca había presenciado un acontecimiento semejante, estaba asustado pero resuelto a no demostrarlo, y permaneció tan rígido como su vara de vid, con la vista clavada al frente. Mientras esperaba dejó que su mirada se deslizara a un lado y vio que Félix abría y cerraba el puño, una y otra vez. De pronto volvió levemente la cabeza y cruzó la mirada con Cato. Éste parpadeó un instante y miró hacia abajo haciendo un ligero movimiento con la cabeza. Félix siguió la dirección que le indicaba y pareció sorprendido al ver que se le movía la mano, casi como si perteneciera a otra persona. Detuvo bruscamente el tic nervioso y le guiñó un ojo a Cato a modo de agradecimiento antes de volver a mirar al frente.
Por su parte, Cato se sintió aliviado al encontrarse con alguien que estaba tan ansioso como él.
Se abrió un faldón lateral y el prefecto del campamento entró en la tienda. Se colocó a un lado con rapidez y bramó:
—¡Oficiales superiores presentes! ¡Todos en pie!
Los administrativos se levantaron al punto y se pusieron firmes junto con los demás hombres que había en la habitación en tanto que el legado y el general entraban en la tienda y se dirigían con brío hacia sus asientos. Se produjo una breve pausa antes de que Narciso los siguiera al interior y se sentara al lado del general. En cuanto hubo tomado asiento, el prefecto del campamento gritó:
—¡Descansen!
El general Plautio dio curso enseguida a los procedimientos.
—Antes de empezar quiero que conste en acta que las exigencias de la situación requieren que pasemos por alto el procedimiento habitual para que la investigación termine cuanto antes. Para tal fin, requiero que se dicte sentencia en cuanto se haya completado el proceso de investigación, y que la ejecución de la misma se lleve a cabo lo antes posible.
Los oficiales de la tercera cohorte se miraron los unos a los otros con preocupación ante aquella restricción de sus derechos. Cualquier vista en una fortaleza permanente sería mucho más prolongada, pero allí en el campo era necesario que la justicia tomara una ruta expeditiva. Sin embargo, aquella falta de garantías, que incluso comprometía las más elementales normas de defensa, asombró a los centuriones.
Antes de que nadie pudiera protestar, el general continuó hablando:
—El motivo de esta investigación no es otro que el de averiguar si la actuación de los oficiales y soldados de la tercera cohorte de la Segunda legión cumplen con el nivel requerido de aquellos que sirven en nombre del emperador Claudio y del Senado y el pueblo de Roma. Las acusaciones que se han presentado ante el tribunal son que en los idus del pasado mes de agosto, el comandante de la cohorte, Cayo Norbano Maximio, no obedeció las órdenes, y dicha negligencia en el cumplimiento del deber permitió la huida de unos cinco mil soldados enemigos. Además, el centurión Maximio acusa al centurión Lucio Cornelio Macro de no presentar batalla al enemigo con la determinación suficiente al defender la isla del centro del vado. El centurión Maximio aduce también que la tercera cohorte no fue capaz de entablar combate con el enemigo con el valor y determinación suficientes en su subsiguiente defensa de la orilla más cercana del vado. Sin embargo, tras considerar detenidamente las declaraciones que se me han presentado, mi opinión es que la tercera cohorte y todos sus oficiales son igualmente culpables en lo que se refiere a los cargos especificados. Antes de que se dicte sentencia, ¿algún oficial desea tener la oportunidad de responder a las acusaciones?
El general Plautio levantó la vista y esperó a que alguno de los centuriones respondiera. Macro apretó la mandíbula con resentida furia al darse cuenta de que el centurión Maximio lo había traicionado. No se fiaba de sí mismo, por lo que no quiso hablar, ni volverse hacia la derecha y mirar más allá de Tulio hacia el hombre que con tanto descaro había mentido a sus oficiales en un esfuerzo por eludir la culpa de su incumplimiento del deber. Más imperdonable todavía era su intento de repartir aún más la culpa acusando a toda la cohorte de cobardía.
—¿Señor, me permite?
Todos los ojos se volvieron hacia Vespasiano.
—Puedes hablar, legado. Siempre y cuando seas breve y vayas al grano.
—Sí, señor, lo haré. Deseo que conste en acta que me opongo a todas las acusaciones que se han formulado.
Plautio abrió los ojos, sorprendido ante aquella demostración de patente rebeldía contra su criterio. Tragó saliva con nerviosismo antes de responder.
—¿En qué te basas?
Vespasiano sopesó sus palabras.
—Me baso en que las acusaciones abarcan un campo demasiado limitado. En tanto que no niego que la tercera cohorte no actuase con suficiente rapidez o valor al cumplir con su misión, el hecho es que lo único que se les había requerido en todo momento era defender el vado contra los fugitivos de la batalla principal. Una batalla que debería de haberse entablado frente a cualquiera de los otros dos vados. En ningún momento se previó que Maximio y sus hombres fueran a enfrentarse al ejército enemigo al completo. —Vespasiano hizo una pausa e inspiró profundamente antes de ir a la esencia de su acusación—. La pregunta que me gustaría incluir en el acta oficial es ésta: ¿qué motivo puede aducirse para el fracaso del ejército del general Plautio a la hora de obligar al enemigo a presentar batalla delante de los dos vados principales, tal como el general había planeado?
Aquella vez, la impresión y la sorpresa de los que se hallaban en la tienda fueron tan profundas que se hizo un largo silencio. Los hombres pasaban su mirada del general al legado, y de nuevo al general, aguardando la reacción de éste ante el franco ataque de Vespasiano. Cato notaba la tensión que había dentro de la tienda como la atmósfera que precede a una tormenta violenta. Plautio se quedó mirando fijamente al legado un momento y luego miró a Narciso. El secretario imperial sacudió levemente la cabeza. Plautio se dirigió a los demás hombres distribuidos por la tienda.
—Esta pregunta cae fuera del ámbito de esta investigación, y por lo tanto es irrelevante. —Miró hacia los administrativos—. No se incluirá en el acta oficial.
—Eso no es aceptable, señor.
—Es aceptable, legado. Invoco mi autoridad.
—Señor, no puede condenar a unos hombres por el hecho de no haber sido capaces de mantener la formación frente a fuerzas muy superiores.
Plautio sonrió.
—En todos los ejércitos existe un precedente de sacrificio heroico.
—Sí, así es —admitió Vespasiano—. Pero cuando la tercera cohorte no tuvo más remedio que enfrentarse a una situación provocada por aquellos que no supieron aprovechar el ataque, no hay duda de que se aplican principios distintos para cada uno, ¿no? Condenaría a estos hombres y a sus legionarios basándome en su incumplimiento del deber. Sin embargo, dejaríamos sin castigo a los que, estando indirectamente bajo sus órdenes, general, no atacaron con rapidez suficiente para cerrar la trampa que había ideado en un principio. Fue precisamente porque ellos incumplieron sus órdenes, general, que el enemigo consiguió eludir la trampa y caer sobre la tercera cohorte con abrumadora superioridad numérica.
El legado se había pasado, pensó Cato al tiempo que echaba un vistazo por la habitación. La cara de susto de los oficiales que estaban en la tienda fue una expresión elocuente de hasta qué punto Vespasiano había infringido los protocolos aceptados para una investigación como aquélla. El general fulminó a su subordinado con la mirada, tanto lo consumían la ira y la sorpresa que por un momento no supo cómo proceder. Entonces se aclaró la garganta y se dirigió a los administrativos.
—Anotadlo para que conste en acta. El legado ha presentado una queja sobre los procedimientos de esta investigación. En fecha próxima, todavía por determinar, se llevará a cabo una encuesta posterior para estudiar sus afirmaciones de incorrección. Ahora debemos ocuparnos del asunto que nos ocupa. Acusación tras acusación. Centurión Maximio.
—¿Sí, señor?
—¿Niega usted haber desobedecido las órdenes?
—Sí, señor.
—¿Sí?
—Marchamos hacia el vado tan rápido como pudimos, señor. Al llegar al fuerte decidí que sería peligroso seguir adelante mientras una columna enemiga amenazara nuestro flanco. Nos enfrentamos y destruimos a los atacantes y luego continuamos hasta el vado, señor. De acuerdo con las órdenes.
—¿Tomó su decisión de destruir de inmediato a los atacantes basándose únicamente en consideraciones tácticas?
—Por supuesto, señor —respondió Maximio sin la más mínima vacilación.
—¿Y alguno de sus oficiales trató de persuadirlo?
—Recuerdo que hubo ciertas discrepancias, señor. Había muy poco tiempo para explicar la situación a cada uno de los implicados. Por otro lado, cuando un centurión superior da una orden, la discusión ha de terminar ahí.
—Desde luego. —Plautio movió la cabeza en señal de asentimiento y volvió su mirada hacia Macro—. Por lo que a la segunda acusación se refiere, centurión Macro, ¿por qué el vado no estaba defendido de manera adecuada antes de que llegara el enemigo?
Macro apartó los ojos de Maximio, recompuso su lívida expresión y carraspeó ruidosamente.
—Porque no había todos los efectivos que debería haber habido, señor. Por eso y por el hecho de que en el depósito sólo encontramos unas pocas herramientas de atrincheramiento en condiciones. Los asaltantes habían quemado el resto. Cuando llegué al vado no teníamos ni medios ni tiempo suficientes para preparar un foso y un terraplén. La mejor defensa que pude construir fue la de levantar una barrera en la isla y plantar estacas afiladas en el vado. Sólo teníamos un puñado de hachas y la mayoría de soldados tuvo que cortar la madera con las espadas.
—Está bien. Acepto que apenas hubo ocasión para preparar nada mejor. Pero, ¿por qué te replegaste antes de que el resto de la cohorte pudiera llegar al vado? ¿Habías sufrido muchas bajas?
—No, señor.
—¿Os flanqueaban?
—No, señor.
—¿Entonces por qué romper el contacto y retirarse? Me imagino que tienes una buena razón.
Macro pareció sorprendido.
—¡Pues claro que sí, señor!
—Continúa.
—El segundo ataque enemigo había despejado un tramo de nuestras defensas y estaban preparando un nuevo ataque sobre nuestra línea. Utilizaban infantería pesada formada en testudo, señor. En cuanto vi eso supe que tenía que ceder terreno, unirme al centurión Maximio e intentar retener la orilla a nuestro lado del río.
—¿En testudo? —Plautio esbozó una sonrisa—. ¿Afirmas que formaron en testudo?
—Sí, señor. Y además lo hicieron bastante bien.
—Oh, estoy seguro de ello, centurión. Lo bastante bien como para que salieras corriendo.
—No salí corriendo, señor —gruñó Macro—. Nunca lo he hecho y nunca lo haré.
—¿Qué fue lo que hiciste, entonces?
—Creo que los manuales lo designan retirada en combate, señor.
—Eso ya lo veremos… —El general Plautio miró sus notas—. Pasemos a la última acusación. Centurión Maximio, ¿dirías que tus hombres llevaron a cabo la defensa del vado con toda la eficacia con la que podrían haberlo hecho?
—Francamente, no, señor. No, no lo creo. Los muchachos estaban cansados, señor. Corrimos casi los dos últimos kilómetros hasta el vado y entramos inmediatamente en combate sin tiempo para recuperarnos. Los hombres estaban exhaustos y, bueno, en cuanto vieron los enemigos que había al otro lado esperando para cruzar y combatirnos…
—¿Sí?
Maximio bajó la vista a sus botas.
—Creo que se asustaron, señor. Los abandonó el espíritu de lucha. De modo que retrocedimos y esperamos refuerzos. No tuve alternativa. No tenía sentido echar a perder la cohorte si no estaba preparada para combatir —levantó la mirada con actitud desafiante—. Cualquier otro día…
—¡Centurión! —exclamó Plautio con brusquedad—. Nunca hay otro día. Sólo éste que estás viviendo. Tú y tus hombres no habéis estado a la altura de los acontecimientos.
El general hizo una pausa antes de pronunciar sentencia. Su intención iba más allá de lograr un ordinario efecto teatral. Los soldados debían tener unos momentos para prever su destino con un creciente sentimiento de terror.
—A la tercera cohorte se le negará el refugio durante seis meses. Se les negará el abrigo de los barracones. Sus estandartes se despojarán de cualquier condecoración. Quedarán suspendidos de paga y sus raciones se verán restringidas a agua y cebada. La sentencia se hará efectiva ahora mismo.
A pesar de la perspectiva de medio año de absolutas incomodidades, Cato sintió más vergüenza que otra cosa. Todas y cada una de las unidades del ejército sabrían que él, y los demás oficiales y soldados de la cohorte, habían faltado a su deber. Sus banderas desnudas serían insignias de deshonor allí donde fueran. Sabía que la sombra del juicio de aquella noche se cerniría sobre él durante mucho más tiempo que los seis meses de castigo; en los soldados, el recuerdo del delito siempre sobrevivía a la duración de la pena.
El general cerró de golpe su tablilla de notas y estaba a punto de ponerse en pie cuando el secretario imperial se inclinó hacia él y le puso una mano en el hombro.
—Un momento, general, si eres tan amable.
—¿Qué pasa?
Narciso se acercó más y le habló en voz muy baja para que sólo lo oyera Plautio. En la tienda reinó un silencio espectral cuando todos los demás se quedaron completamente quietos y aguzaron el oído para intentar captar alguna palabra de las que intercambiaban los dos hombres. Plautio escuchó un momento antes de que una expresión de horror atravesara su rostro, tras lo cual meneó la cabeza. Narciso hablaba con resolución, señalando con el índice al general para dar énfasis a lo que decía. Al final pareció que el general cedía, y movió la cabeza asintiendo con solemnidad. Se volvió hacia Vespasiano y le susurró algo. Vespasiano clavó la mirada al frente, hacia los oficiales de su tercera cohorte, con los labios fuertemente apretados.
El general Plautio volvió a recostarse en su asiento y cruzó las manos antes de dirigirse a los demás hombres de la tienda.
—En vista de la gravedad de la negligencia en el cumplimiento del deber por parte de la tercera cohorte, y como ejemplo para el resto del ejército que sirve en esta provincia y más allá, la sentencia ha sido revisada para que incluya una diezma. Las centurias lo echarán a suertes de inmediato. Las ejecuciones tendrán lugar pasado mañana al amanecer, ante una asamblea de unidades que representarán a cada una de las legiones. ¡Tribuno! Llévese a los oficiales para que se reúnan con sus hombres.
Mientras los centuriones salían en fila de la tienda del cuartel general, Cato observó sus expresiones al pasar. Maximio bajó la vista y no quiso cruzar la mirada con nadie. Tulio estaba lívido. Macro seguía enfadado y le comunicó su amargo resentimiento a Cato con un leve movimiento de la cabeza mientras marchaba con rigidez. Félix y Antonio parecían anonadados. Entonces Cato se dio la vuelta y se unió al extremo de la fila mientras la escolta los conducía al exterior. Estaba como atontado, y la dura realidad del mundo que le rodeaba parecía en cierto modo vaga y distante.
Diezma. Sólo había leído sobre ello: el más espantoso de los castigos de campaña que podía imponerse a los soldados de las legiones. Un hombre de cada diez, seleccionado por sorteo, sería golpeado hasta morir por sus compañeros. Las probabilidades hacían que se muriera de miedo.
Los centuriones fueron devueltos a sus puestos frente a sus centurias y los hicieron esperar a todos en silencio bajo el tembloroso resplandor de las antorchas de juncos hasta que salieron seis administrativos de la tienda de mando. Todos ellos llevaban un sencillo tarro de cerámica de Samos. Se desplegaron y cada uno de ellos se dirigió a una de las centurias de la tercera cohorte. Cuando estuvieron en posición, el tribuno Plinio dio un paso adelante.
—Todos los soldados de cada centuria tienen que sacar una ficha del tarro que tienen ante ellos. Si sacáis una ficha blanca volveréis a vuestra unidad. Quien saque una ficha negra será escoltado a un lado.
Un quejido de desesperación brotó de la tercera cohorte cuando se dieron cuenta de la naturaleza de su castigo.
—¡Silencio! —gritó el tribuno superior—. ¡Permaneceréis en silencio cuando un oficial superior se dirija a vosotros!
Fulminó con la mirada a los hombres aterrorizados que formaban frente a él.
—¡Empezad!
Los legionarios se acercaron por secciones a los administrativos para probar suerte. Al lado de cada uno de los administrativos había dos hombres de la primera cohorte, uno de los cuales sostenía una antorcha por encima del tarro para cerciorarse de que la ficha que sacara cada uno quedara perfectamente visible al salir y el otro escoltaría lejos de allí a los desafortunados. Cato se volvió hacia sus hombres.
—¡Primera sección! ¡Al frente!
Los ocho hombres avanzaron hacia el administrativo. Éste alzó el bote por encima de los ojos para que los soldados no pudieran ver su interior y entonces el primero de ellos metió la mano dentro. Se oyó un apagado repiqueteo mientras sus dedos tanteaban las fichas.
—¡Sácala deprisa! —gruñó el legionario que sostenía la antorcha.
El hombre retiró la mano y le mostró la ficha al administrativo, un disco de madera de la medida de un denario.
—¡Blanca! —exclamó el administrativo, y el hombre se dio la vuelta y se alejó rápidamente, regresando a toda prisa con el resto de la centuria mientras las manos le temblaban de alivio.
—¡Blanca! —gritó el administrativo con el segundo soldado.
—¡Negra!
El tercero se quedó clavado en el sitio, mirando fijamente la palma de su mano como si en cualquier momento el disco se fuera a volver blanco delante de sus ojos.
—¡Vamos, tú! —El legionario lo agarró por el brazo y lo empujó hacia el pelotón de guardias que esperaban detrás del tribuno superior—. Allí. ¡Vamos!
El hombre fue dando trompicones mientras casi lo arrastraban lejos de sus compañeros. Echó una mirada por encima del hombro y cruzó su mirada con la de Cato. La petición de ayuda no podía ser más clara, pero Cato no podía hacer nada y sacudió la cabeza en un gesto de impotencia y miró hacia otro lado.
De modo que aquello continuó con un constante goteo de víctimas que fueron separadas del resto de la cohorte. Cato vio que le tocaba el turno a Maximio, quien sacó una ficha blanca y se dio la vuelta para alejarse, apretándola como si fuera un talismán de la suerte. Tal vez eso también fuera un presagio para él, decidió, y se volvió hacia su optio.
—Vamos, Fígulo. Sacaremos nuestras fichas con la siguiente sección.
Dos de los ocho hombres que tenían delante sacaron fichas negras, y Cato calculó rápidamente que sólo podía quedar una en el tarro. Una negra y veintiséis blancas. Las probabilidades eran buenas. Al mismo tiempo que se animaba al pensarlo, se sintió avergonzado de que dichas probabilidades habían mejorado a costa de las vidas de algunos de los soldados que había dejado ir delante.
Le tocó el turno a Fígulo y el enorme galo vaciló delante del tarro.
—Vamos, hijo —le susurró el legionario de la antorcha—. Que no vean que estás asustado.
—No lo estoy —replicó Fígulo entre dientes—. ¡No lo estoy, cabrón!
Dio un paso al frente, metió la mano en el bote, agarró la primera ficha que encontró y la sacó.
—¡Blanca! —gritó el administrativo, y a continuación se volvió hacia Cato.
El corazón le latía alocadamente y notaba los golpes de la sangre en las sienes; sin embargo, tenía frío y sentía el gélido aire nocturno en la piel, aun a sabiendas de que hacía calor. El administrativo movió el tarro hacia él.
—¿Señor?
—Sí, por supuesto. —Las tranquilas palabras salieron de sus labios como si fuera la voz de otro hombre y aunque Cato se moría por alejarse de ese tarro se encontró clavado frente a él. Su mano se alzó, pasó por encima del borde y empezó a hundirse en el interior. Cato se fijó en una pequeña fisura que bajaba desde un diminuto portillo del recipiente y se preguntó qué accidente lo habría causado. En aquel momento las puntas de los dedos rozaron el montoncito de fichas que quedaba en el fondo del bote. Su mano retrocedió por un instante, pero apretó los dientes, cerró el puño sobre uno de los discos de madera y lo sacó del tarro. Cato clavó la mirada en el rostro del administrativo al abrir la mano. El administrativo bajó la vista y una expresión de lástima cruzó por su rostro cuando abrió la boca.
—¡Negra!