Capítulo XIX

El secretario imperial abandonó el ejército en cuanto amaneció, acompañado por sus dos guardaespaldas y cuatro escuadrones enteros de caballería auxiliar. Después del anterior atentado contra su vida, Narciso no estaba dispuesto a correr más riesgos. Había transmitido al general la elocuente amenaza del emperador y sería portador de buenas noticias cuando llegara a casa. El ejército de Carataco había sido destruido y lo único que faltaba por hacer era reducir a los supervivientes. El comandante de las fuerzas nativas había agotado la buena voluntad de las tribus de las tierras bajas y en esa zona iba a encontrar escaso apoyo para proseguir las hostilidades. Toda una generación de jóvenes guerreros había sido sacrificada por la causa, y por todo el territorio las familias vertían lágrimas amargas por sus hijos, que yacían muertos y enterrados en campos alejados de su hogar. Tan sólo era cuestión de tiempo, se consoló Narciso, antes de que Carataco resultara muerto o capturado. Salvo por unos cuantos druidas alborotadores que hacían proselitismo de sus extrañas filosofías y prácticas religiosas desde la seguridad de oscuros santuarios, la provincia estaba prácticamente conquistada. Eso acallaría las críticas del emperador durante un tiempo.

La columna de caballos atravesó el vado con un chapoteo, rompiendo la serena superficie del agua. A ambos lados flotaba una fina bruma de un blanco lechoso que se alzaba a lo largo del río y que se derramaba por sus riberas. Los jinetes salieron del vado y ascendieron por el camino que conducía a Calleva. La capital arrebate sería un lugar seguro en el que pasar la noche ahora que la tribu había sido incorporada al reino de los regenses, gobernado por el leal y adulador Cogidubno. A aquel hombre lo habían comprado en cuerpo y alma y copiaba las costumbres de sus amos romanos con un raro entusiasmo. Tan sólo había costado la vaga promesa de construirle un palacio en cuanto los fondos lo permitieran.

Cuando pasó cabalgando junto al campamento de marcha de la Segunda legión, Narciso vio a cientos de hombres que trabajaban para levantar una empalizada a poca distancia de allí. Debía de tratarse de la tercera cohorte, caviló con una débil sonrisa de satisfacción. La dura sentencia que se les impuso a aquellos hombres serviría como un excelente ejemplo para sus compañeros de las cuatro legiones que había reunidas alrededor del vado. Mejor aún, satisfaría a los generales de salón del Senado allí en Roma, las cuales se sentirían complacidos al saber que las legiones seguían fieles a las duras y curtidoras tradiciones que les habían hecho ganar un imperio que se extendía por todos los límites del mundo conocido.

A un lado había un pequeño grupo de hombres que estaban sentados con las manos atadas a la espalda y bajo vigilancia. Levantaron la vista cuando el jinete pasó junto a ellos al trote. Narciso se dio cuenta de que eran los soldados condenados, los que al día siguiente iban a ser golpeados hasta morir por los hombres de su propia cohorte. La mayoría registraba una expresión ausente, hosca algunos. Entonces Narciso se sobresaltó al encontrarse con que estaba mirando un rostro que en otra época conoció muy bien por los corredores y pasillos del palacio imperial. Dio un tirón a las riendas y condujo a su caballo fuera del camino al tiempo que le hacía señas a su escolta para que siguiera adelante. Los guardaespaldas se colocaron silenciosamente en posición, uno a cada lado del secretario imperial, ligeramente detrás de él.

—Cato… —Narciso empezó a sonreír, pero el joven centurión le devolvió una mirada fulminante, con los ojos llenos de una furia despiadada—. ¿Te van a ejecutar?

Cato se quedó quieto un momento antes de asentir con la cabeza, una vez. Narciso, que estaba muy acostumbrado a decidir la suerte de unos hombres que rara vez eran más que nombres o números en una tablilla de notas, se sintió incómodo al verse frente a una persona a la que había visto crecer de niño a joven desgarbado. El hijo de un hombre al que una vez había llamado amigo. Ahora Cato moriría para mantener la fe en la inflexible disciplina de las legiones. Narciso se consoló pensando que, en este sentido, el muchacho iba a morir como un mártir, lo cual era muy lamentable, pero necesario.

Narciso tuvo la sensación de que debía decir algo, improvisar un pequeño discurso de despedida que consolara al joven de modo que comprendiera. Pero lo único que se le ocurría eran vacuas perogrulladas que los degradarían a ambos.

—Lo lamento, Cato. Tenía que hacerse.

—¿Por qué? —repuso Cato con los dientes apretados—. Cumplimos con nuestro deber. Debe decírselo al general. Dígale que cambie de opinión.

Narciso dijo que no con la cabeza.

—No. Es imposible. Lo siento, tengo las manos atadas.

Cato se lo quedó mirando un momento y a continuación empezó a reírse con amargura mientras alzaba las manos para que se viera la cuerda que anudaba sus muñecas. Narciso se sonrojó pero no encontró nada más que decir. Nada que sirviera para consolar a ese joven ni para justificar la necesidad de su muerte. Estaban en juego destinos más grandes que el suyo, y por mucho cariño que Narciso hubiera sentido por el muchacho en otro tiempo, nada debía interponerse entre el secretario imperial y su deber de proteger y fomentar los intereses del emperador. Así pues, Cato debía morir. Narciso chasqueó la lengua y dio un firme tirón de las riendas. El caballo resopló y dio la vuelta en dirección al camino.

Cato lo observó mientras se alejaba con una retorcida expresión de disgusto que le crispaba los labios. No soportaba haber tenido que suplicar un indulto delante de los demás. Pero trató de convencerse a sí mismo de que lo había intentado por ellos. Narciso representaba la última oportunidad de apelación pasando por encima del general. Ahora se había ido, ya se había perdido de vista en la columna de jinetes que trotaban camino arriba hacia Calleva levantando una nube de polvo que dejaban tras de sí.

Cuando los perdió de vista Cato se dejó caer al suelo y se quedó mirando la hierba entre sus pies descalzos. Mañana, a aquella misma hora, a él y a los otros cuarenta condenados a muerte los conducirían hacia un círculo desigual formado por sus compañeros y amigos de la tercera cohorte. Ellos llevarían unos pesados garrotes de madera y cuando se diera la señal se acercarían y golpearían a los prisioneros hasta matarlos, uno a uno. Cato, aquejado de una viva imaginación, proyectó la escena en su cabeza, nítida hasta en el más terrible de los detalles. La visión borrosa de los garrotes descendiendo, los golpes sordos y los crujidos de la madera contra la carne y el suelo empapado de sangre. Algunos de los hombres se ensuciarían, cosa que provocaría el abucheo de sus ejecutores, y cuando le tocara el turno a Cato tendría que arrodillarse en medio de la sangre, la orina y los excrementos en tanto que aguardaba a que le sobreviniera la muerte.

Era vergonzoso, humillante, y Cato esperaba tener la fortaleza de espíritu suficiente para morir sin un gemido, lanzando miradas desafiantes a sus asesinos. Pero sabía que no iba a ser así. Lo llevarían a rastras hasta la palestra, sucio y tembloroso. Tal vez no suplicara clemencia, pero gritaría al primer golpe, y chillaría durante el resto. Cato rezaba para que un golpe mal dirigido le diera en la cabeza enseguida, de manera que quedara inconsciente cuando al fin su cuerpo roto y maltrecho liberase a su espíritu.

Eso era hacerse ilusiones, se dijo a sí mismo con desdén. Los ejecutores habrían recibido instrucciones precisas para cerciorarse de que los brazos y las piernas quedaran destrozados antes de permitirles romper las costillas. Sólo entonces podrían dirigir sus garrotes contra su cabeza y acabar con el tormento. Sintió náuseas y la bilis se agitaba con inquietud en su estómago, por lo que se alegró de no haber comido nada desde primera hora del día anterior. El recuerdo de la comida que cocinó el esclavo de Maximio le hizo venir arcadas y Cato levantó las manos atadas para taparse la boca hasta que se le pasaron las ganas de vomitar.

Una mano se apoyó suavemente en su hombro.

—¿Estás bien, muchacho?

Cato engulló al instante el amargo fluido que tenía en la boca, se dio la vuelta y vio que Macro se hallaba de pie por encima de él con una sonrisa vacilante en su arrugado rostro. Una breve mirada le demostró que el resto de condenados estaban demasiado preocupados como para prestarle atención o tener curiosidad y enseguida dijo que no con la cabeza.

—No me sorprende. —Los dedos de Macro le apretaron el hombro mientras el centurión de mayor edad se colocaba de cuclillas junto a Cato—. Es un mal asunto. Nos han jodido bien. Sobre todo a ti y a estos de aquí… Mira, Cato. No sé qué decirte de todo esto. Apesta. Ojalá pudiera hacer algo para cambiarlo. Ojalá. Pero…

—Pero no se puede hacer nada. Lo sé. —Cato esbozó una sonrisa forzada—. Estamos aquí porque estamos aquí. ¿No es lo que dicen los veteranos?

Macro asintió con la cabeza.

—Eso es. Pero sólo se aplica cuando la situación está fuera de control. Esto podía haberse evitado… debería haberse evitado. El maldito general la ha cagado y quiere que otro cargue con la culpa. Hijo de puta.

—Sí —repuso Cato en voz baja—, es un verdadero hijo de puta, ya lo creo… ¿Alguna vez ha visto llevar a cabo una diezma?

—Dos veces. Ambas unidades se lo merecían —recordó Macro—. Echaron a correr y nos dejaron jodidos a todos los demás. Nada que ver con esto.

—Supongo que nunca se ha anulado una diezma, ¿no? —Cato levantó la vista, tratando de mantener su rostro inexpresivo—. Me refiero a si alguna vez ha oído que suspendieran alguna.

Por un momento Macro sintió la tentación de mentir. El más mínimo consuelo que pudiera ofrecerle a Cato tal vez le hiciera más soportable el tiempo que le quedaba. Pero Macro sabía que mentía mal, carecía de habilidad para semejante engaño. Además, le debía la verdad a Cato. Aquella carga era lo que hacía que las amistades fueran verdaderas.

—No. Nunca.

—Entiendo. —Cato bajó la vista—. Podría haberme mentido.

Macro se rió y le dio unas palmaditas en la espalda a Cato.

—A ti no, Cato. A ti no. Pídeme cualquier otra cosa, pero eso no.

—Vale, de acuerdo. Sáqueme de aquí.

—No puedo. —Macro desvió la mirada hacia el río—. Lo siento. ¿Quieres que vaya a buscar un poco de comida decente? ¿Vino?

—No tengo hambre.

—Come algo. Te calmará las tripas.

—¡Que no tengo hambre, joder! —espetó Cato, y lo lamentó enseguida, pues sabía que Macro sólo quería ofrecerle un poco de consuelo antes de que amaneciera. No era culpa de Macro, y en un momento de comprensión intuitiva se dio cuenta de que Macro habría tenido que hacer acopio de valentía moral para ir a hablar con su amigo condenado. No iba a ser una discusión fácil. Cato levantó la mirada—. Aunque no me vendría mal una jarra de buen vino.

—¡Así me gusta! —Macro le dio una palmada en la espalda y se puso en pie cansinamente—. Veré qué puedo hacer.

Macro empezó a alejarse del condenado a grandes zancadas.

—¡Macro! —lo llamó Cato, y el veterano miró por encima del hombro. Cato se lo quedó mirando brevemente mientras que en su mente atormentada se arremolinaban horribles miedos—. Gracias.

Macro frunció el ceño y le respondió con un movimiento de la cabeza antes de darse la vuelta y alejarse. Cato se lo quedó mirando un momento, luego echó un vistazo a su alrededor y se fijó en el cambio de guardia que se estaba produciendo en la entrada del campamento de la Segunda legión. La rutina diaria de la vida militar continuaba igual que antes, una rutina que ya hacía casi dos años que lo había atrapado en su duro abrazo y que lo había convertido en un hombre. Ahora aquel mismo ejército lo había expulsado y, en cuanto amaneciera, lo mataría. Cambió la centinela y el centurión que entraba de servicio recibió la lista de guardias. Cato les envidió la interminable rutina que los mantendría ocupados durante todo el día, en tanto que él sencillamente permanecía sentado en el suelo, prisionero de sus pensamientos, aguardando a que todo terminara.

Los guardias que había en la puerta se pusieron firmes de repente cuando una figura a caballo emergió del interior del campamento. Cuando el jinete salió al brillante resplandor anaranjado del sol naciente, Cato vio que se trataba del legado. Bajó a caballo por uno de los lados del campamento y se dirigió hacia los hombres de la tercera cohorte, que trabajaban duro para excavar sus defensas.

Vespasiano los miró al pasar. Luego, al llegar junto a las acurrucadas formas de los condenados, vigilados por dos legionarios, el legado fijó la vista al frente y espoleó su caballo al trote. Unos cuantos de los condenados se apoyaron para mirar a su comandante. Ya no estaban sujetos a la disciplina militar ahora que la legión los había repudiado. El día anterior se hubieran levantado de un salto para ponerse firmes y saludar a su paso, pero hoy eran criminales, prácticamente estaban muertos, y cualquier muestra de respeto hacia el legado no haría otra cosa que insultarlo.

Ésa era la diferencia existente en tan sólo unas horas, pensó Cato con ironía. Al menos para los condenados. Vespasiano era libre de vivir el resto de su privilegiada existencia hasta el final, y al cabo de unos días sin duda se olvidaría de que Cato y sus compañeros hubieran formado parte de su vida. Por un momento Cato se dejó llevar por una oleada de amargo desprecio hacia Vespasiano, un hombre al que había servido con lealtad y al que había llegado a admirar. Así le recompensaban sus buenos oficios. Al parecer, Vespasiano no era tan diferente del resto de aristócratas interesados que dirigían las legiones. Tras una muestra de oposición a Plautio la pasada noche, había cedido al mero indicio de amenaza contra su persona y había secundado dócilmente la diezma de sus hombres.

La visión de aquel hombre le asqueó, y Cato escupió en el suelo. Clavó una intensa mirada en la espalda del legado mientras éste cabalgaba camino abajo hacia el vado rumbo al campamento del general, situado al otro lado del Támesis.

* * *

—Bueno, legado, ¿qué puedo hacer por ti? —Aulo Plautio levantó la vista de su escritorio y lo saludó con una sonrisa. Como ya no tenía a Narciso siguiéndole de cerca, el general se sentía como si le hubieran quitado un peso de encima. Era libre para continuar con la campaña y, en unos cuantos meses más, aquellas tierras y sus indisciplinados miembros tribales estarían bajo su control. El ejército podría entonces tomarse su tiempo para consolidar el territorio arrebatado a Carataco y a su banda de aliados, cada vez más reducida. Las legiones podrían descansar y volverse a equipar durante el invierno y estar listas para una expansión mucho más sencilla de la provincia en la siguiente temporada de campaña. Por primera vez en semanas, el futuro pintaba bien e iba a hacer un día soleado con una leve y fresca brisa. ¿Qué más se podía pedir? En consecuencia, el general se sentía bien dispuesto hacia el mundo y la sonrisa permaneció en su rostro mientras Vespasiano lo saludaba y se acomodaba en el asiento que se le brindaba al otro lado del escritorio del general.

—¿Podemos hablar en privado, señor?

La sonrisa se desvaneció rápidamente de los labios de Plautio.

—¿Es importante?

—Creo que sí.

—De acuerdo. —Plautio chasqueó los dedos y los administrativos que trabajaban en las pequeñas mesas situadas a un lado de la tienda volvieron la mirada. El general les indicó la entrada con un movimiento de la cabeza—. Dejadnos. Mandaré a buscaros cuando haya terminado con el legado.

En cuanto el último de los administrativos abandonó la tienda, Plautio se recostó en su silla y apoyó la barbilla en los nudillos de una mano.

—¿Y bien? ¿Qué quieres?

Vespasiano no había conseguido conciliar el sueño la noche anterior y tenía miedo de que su mente estuviera demasiado nublada para lo que tenía que decir. Se frotó el mentón al tiempo que procuraba ordenar sus ideas rápidamente.

—Señor, no podemos ejecutar a esos hombres.

—¿Por qué no?

—No está bien. Lo sabe tan bien como yo. No son los únicos que no actuaron todo lo bien que podían haberlo hecho durante la batalla.

—¿Qué estás insinuando exactamente?

—No resultó como había planeado. Carataco se le escapó, y a mí también. Tuvimos mucha suerte al alcanzarlo antes de que pudiera llevar al resto de su ejército al otro lado del río. Hay quien diría que tendríamos que estar agradecidos a mis hombres por haberlos entretenido lo suficiente para que eso fuera posible.

—¿De verdad? —le contestó Plautio en tono gélido—. Pues hay quien dice que los dejaba escapar con un castigo demasiado leve después de no haber podido mantener el terreno. Hay quien dice que un frente tan estrecho como el que tenían que defender hubiera podido ocuparse con un puñado de hombres, siempre y cuando tuvieran agallas para hacerlo.

—Mis hombres no son unos cobardes —replicó Vespasiano con calma.

—Eso no es lo que dice Maximio.

Vespasiano hizo una pausa. Ahora debía tener cuidado. Maximio era un centurión superior, un hombre con una extensa hoja de servicios y que había pasado la mayor parte de ese tiempo en la Guardia Pretoriana. Los hombres como aquél seguro que contaban con amigos y patronos poderosos en Roma que guardarían rencor en su nombre. Pero, fuera cual fuese el riesgo para su carrera futura, Vespasiano se sentía obligado a actuar de acuerdo con sus principios.

—Puede que Maximio haya exagerado su falta de valor.

—¿Y por qué tendría que hacer eso?

—Por la misma razón por la que nosotros queremos secundar su versión de los hechos.

—¿Y esa razón es?

—La supervivencia. —Vespasiano se preparó mentalmente para una réplica cortante, pero el general permaneció quieto y silencioso, esperando a que Vespasiano prosiguiera—. Maximio fue el responsable de que su cohorte no pudiera llegar al vado a tiempo para defenderlo como era debido. Ambos lo sabemos, señor.

—Sí. Y es por ello que comparte su castigo. Podría haber salido seleccionado para la diezma igual que cualquiera de sus hombres.

—Cierto —admitió Vespasiano—. ¿Pero por qué tienen que compartir ellos la culpa de su error? Si hay que castigar a alguien, que sea a él solo. No podemos dejar que sus hombres sean castigados por los fallos que él cometió. ¿Qué clase de ejemplo es ése?

—La clase de ejemplo que recuerda al resto de la chusma que no se tolerará el fracaso en las legiones bajo mi mando. —Plautio hablaba con calmada intensidad—. Siempre que me tropiece con él actuaré de forma rápida y despiadada. Ya conoces el dicho: «Que me odien, con tal de que me teman». En cierto sentido, el hecho de que unos hombres inocentes vayan a morir hace que la lección disciplinaria sea aún más efectiva, ¿no crees?

Vespasiano lo miró y sintió cómo lo iba invadiendo el desprecio. La actitud del general le disgustaba. ¿Qué le había ocurrido a Plautio? Hacía un año, la apelación de Vespasiano aduciendo razones morales hubiera tenido su efecto. Plautio siempre había sido duro, pero había jugado limpio con sus oficiales y soldados. Pero, ¿y ahora? …

—Esto es insoportable, y usted lo sabe —dijo Vespasiano con firmeza—. A esos hombres los están utilizando como chivo expiatorio.

—Sí, entre otras cosas.

—¿Y está dispuesto a sacrificarlos de esa manera? ¿A dejar que mueran para salvar su reputación? —De pronto a Vespasiano se le ocurrió otra línea argumental—. Uno de los condenados es el centurión Cato. ¿Se da cuenta de ello?

—Lo sé. —El general asintió con la cabeza—. Lo sé perfectamente. Pero eso no cambia nada.

—¿No cambia nada? —Vespasiano no pudo ocultar su asombro, ni su furia—. Conoce bien su hoja de servicios. No podemos permitirnos el lujo de deshacernos de hombres de su talla.

—¿Y qué quieres que haga? —Plautio levantó la vista—. ¿Qué pasa si ahora le salvo la vida? ¿Qué pasaría si le permito seguir viviendo mientras sus hombres son ejecutados? Imagínate qué le parecería eso al resto. Unas normas para ellos y otras distintas para los centuriones. Ya hemos sufrido un motín en este ejército. ¿Cuántos oficiales perdieron la vida en él? ¿Crees de verdad que sobreviviríamos a otro? Si los soldados rasos mueren, entonces Cato debe morir con ellos.

—¡Entonces perdónelos a todos!

—¿Y quedar como un pelele remilgado? —Plautio meneó la cabeza en señal de negación—. Creo que no, Vespasiano. Debes entenderlo. Si condeno a unos hombres un día y los perdono al siguiente será el primer paso de un camino que conducirá a perder completamente la autoridad sobre nuestros soldados. Y no sólo sobre ellos, también sobre la plebe. El miedo es lo que los mantiene en jaque, ¿y qué mejor manera de concentrar sus mentes en la obediencia ciega que el miedo al castigo, aun cuando sean inocentes? Así es como funciona, Vespasiano. Así es como ha funcionado siempre. Por eso los de nuestra clase son los que gobiernan Roma… Pero lo olvidaba. —Plautio sonrió—. Tú eres uno de los nuevos. Tú y tu hermano. Con el tiempo, cuando os hayáis acostumbrado a llevar la banda ancha, acabarás por comprender lo que quiero decir.

—Ahora mismo ya lo comprendo perfectamente —repuso Vespasiano—, y me da asco.

—Va con el rango. Acostúmbrate a ello.

—¿Rango? —Vespasiano se rió con amargura—. ¡Ah, claro!, es cosa del rango.

Sintió una fatiga que iba más allá de los músculos cansados, una fatiga que le minó hasta el alma. Había sido educado por un padre para el cual Roma y todo aquello con lo que ésta se identificaba representaban lo mejor de todos los mundos. Fue el legado de su padre inspirar la misma devoción hacia el deber y el servicio a Roma en sus dos hijos. Desde que Vespasiano se había embarcado en una carrera política, poco a poco aquella fe se había ido partiendo, como cuando un escultor rompe los fragmentos de piedra a golpes. Pero lo que quedaba no era ningún monumento respetable, sino sólo un santuario al egoísmo, empapado por la sangre de los que fueron sacrificados no en aras de un bien mayor, sino por el cerrado interés de un selecto círculo de cínicos aristócratas de sangre fría.

—¡Ya basta! —Plautio dio una palmada en el escritorio, cosa que hizo que las tablillas saltaran con un traqueteo—. ¡Estás perdiendo el control, legado! Y ahora escucha.

Por un instante los dos hombres se quedaron mirando el uno al otro por encima de la mesa con una implacable sensación de distanciamiento, y Vespasiano supo que había perdido. No tan sólo había perdido en su intento por salvar las vidas de sus hombres, sino también toda posibilidad de admisión en las altas esferas de la sociedad romana. Carecía de la crueldad necesaria. El general arrugó la frente con ira mientras se dirigía a su subordinado.

—Escúchame. No habrá perdón. Los hombres morirán y sus muertes servirán de ejemplo a sus compañeros. Se acabó. No toleraré ninguna otra discusión sobre este asunto. No vuelvas a mencionármelo jamás. ¿Queda claro?

—Sí, señor.

—Entonces la ejecución tendrá lugar mañana al amanecer. Delante de las primeras cohortes de las cuatro legiones. Entérate de quiénes son los amigos y compañeros más íntimos de los condenados entre tus hombres. Ellos serán los ejecutores. Si alguno de ellos pone objeciones o protesta de alguna manera, será crucificado en cuanto la ejecución haya concluido. —Plautio se echó hacia atrás y respiró profundamente por la nariz—. Y ahora ya tienes tus órdenes, legado. Puedes retirarte.

Vespasiano se puso en pie con rigidez y saludó. Antes de alejarse del general estuvo tentado de intentarlo por última vez… un último llamado a la justicia y a la razón, a pesar de todo lo que se había dicho. Entonces vio un brillo de férrea resolución, frío como la muerte, en los ojos de Plautio y supo que pronunciar una palabra más sería peor que una pérdida de tiempo, sería verdaderamente peligroso.

De modo que se dio la vuelta y salió de la tienda, al aire fresco, con toda la rapidez que le permitía el decoro de su mal soportado rango.