Capítulo XIII

En el interior de la tienda del general la atmósfera era sofocante tras el fresco baño del aire iluminado por la luna. Vespasiano notó el pegajoso picor del sudor en la frente y se lo limpió con premura. No tenía ningún deseo de dejar que el general pensara que estaba nervioso, pues ello implicaría que tenía algún motivo para estarlo, como ser el culpable del fracaso del plan del general. Tal vez fuera culpa de sus subordinados que Carataco y un gran número de sus hombres hubieran logrado eludir la trampa, pero eso no le importaba mucho a Aulo Plautio. Vespasiano era el responsable de la actuación de los hombres que tenía a sus órdenes —así eran las cosas en el ejército— y debía sufrir las consecuencias. El castigo que les impusiera después a sus soldados era asunto suyo y de nadie más.

Al legado lo hicieron esperar en la entrada, de pie al otro lado de los faldones de la tienda, mientras el administrativo apartaba la cortina de lino y entraba en la sección reservada para Plautio y los miembros de su Estado Mayor. Unas cuantas lámparas brillaban a través de la fina tela, por cuya desigual superficie se movían fugazmente las figuras deformadas de unos hombres. La entrada se hallaba iluminada por una sola lámpara que colgaba de una cadena sujeta al palo de la tienda y la pálida llama amarilla parpadeaba con cada ráfaga de aire. Al otro lado de la entrada, entre el pelotón de guardaespaldas que bordeaban el acceso a la tienda, el terreno descendía hasta el río, que pasaba deslizándose serenamente bajo la luz de la luna. Abajo en el vado el río titilaba allí donde la corriente pasaba veloz por encima de los guijarros de los bajíos y rodeaba los oscuros bultos de los cuerpos que todavía atascaban el paso del agua. En la orilla más alejada, bajo la pálida luz argentada de la luna, podía ver claramente las murallas del campamento de marcha de la Segunda legión. Dentro de su oscura silueta unas diminutas fogatas emitían destellos brillantes, como estrellas fugaces.

Vespasiano había abandonado el campamento poco antes y había cruzado el vado a caballo en respuesta a la seca llamada que había recibido del general. Su caballo tuvo que abrirse camino paso a paso por entre los muertos desparramados por el suelo. Entre los cadáveres había algunos hombres que todavía estaban vivos y que gemían en voz baja para sí mismos, o que aún poseían fuerza suficiente para proferir un grito de agonía y hacer que el caballo diera un respingo, nervioso. El empalagoso hedor de la sangre inundaba la atmósfera y daba una sensación de más calor del que en realidad hacía. Los cuerpos parecían no terminarse nunca mientras el legado cruzaba el vado con un chapoteo y llegaba a la pequeña isla en el centro del Támesis. Más muertos yacían a lo largo del camino y amontonados frente a los restos de la tosca barricada del centurión Macro. Pero lo peor quedó reservado para el final, cuando el caballo de Vespasiano salió del vado y se abrió camino hacia la loma en la que el general había levantado su campamento.

Habían arrastrado los cuerpos para apartarlos del camino que bajaba hacia el vado y los cadáveres estaban amontonados a ambos lados, una maraña ensombrecida de torsos y extremidades que se iban poniendo rígidos a medida que avanzaba la bochornosa noche. Más allá de los cadáveres más cercanos el legado vio un gran despliegue de cuerpos que se extendían por el paisaje iluminado por la luna, miles de ellos. Se estremeció al pensar en todos los espíritus de los fallecidos que debían de estar entretejiendo el aire a su alrededor, entreteniéndose un poco antes de empezar el viaje a la tierra de las sombras infinitas donde los muertos prolongaban su aburrida existencia durante toda la eternidad. Sabía muy bien que esos bárbaros creían en otra vida de interminable ensueño etílico, pero la lúgubre austeridad de la muerte hacía que le fuera difícil aceptar semejante visión. Las atroces proporciones de la destrucción humana que lo rodeaba le provocaban la sensación más opresiva que Vespasiano hubiera sentido jamás. Seguramente, pensó, después de una batalla perdida, no había nada más espantoso que una batalla ganada.

—El general lo recibirá ahora, señor.

Vespasiano se volvió hacia el administrativo, obligándose a alejar de sí esos pensamientos sobre la muerte que se cernía como un manto negro por el mundo que había fuera de la tienda. Se dio la vuelta y se agachó a través del hueco de la cortina de hilo que el administrativo sostenía abierta para él. Dentro había unos cuantos administrativos que todavía trabajaban en sus escritorios aunque ya era media noche. No levantaron la vista cuando Vespasiano fue conducido hacia otra portezuela situada en la parte trasera de la tienda y se preguntó si acaso ellos ya sabían algo sobre lo que le esperaba. Se enojó consigo mismo por albergar semejantes pensamientos. Aquellos hombres sencillamente estaban ocupados, nada más. Todavía no podía haberse decidido nada. Era demasiado pronto. El administrativo retiró la cortina y Vespasiano accedió a otra sección de la tienda, ésta más pequeña. En el rincón más alejado, apenas iluminado, había un catre de campaña y unos cuantos arcones. En el centro sobresalía una mesa grande en la que descansaba un ornamentado pie de lámpara con varias luces que emitían unas titilantes llamas amarillentas, y un enorme esclavo nubio agitaba un gran abanico de plumas para refrescar a los hombres que estaban allí sentados.

—¡Vespasiano! —Narciso sonrió afectuosamente—. Me alegro de volver a verte, mi querido legado.

Había cierto desdén en el tono con el que Narciso pronunció la última palabra, y Vespasiano reconoció el familiar intento de ponerlo en su lugar. Tal vez fuera legado, y de una familia senatorial, además. Pero Narciso, un mero liberto —de posición social más baja que el más humilde ciudadano romano—, era la mano derecha del emperador Claudio en persona. Su poder era muy real, y frente a él todo el prestigio y altanería de la clase senatorial nada significaban.

—Narciso. —Vespasiano inclinó la cabeza con educación, como si saludara a un igual. Se volvió hacia el general Plautio y lo saludó formalmente—. Me ha mandado llamar, señor.

—Así es, en efecto. Toma asiento. He pedido que traigan un poco de vino.

—Gracias, señor.

Vespasiano se acomodó en un asiento frente a los demás y encontró cierto alivio en la suave corriente de aire que emanaba del abanico del esclavo.

Se produjo un breve silencio antes de que Narciso hablara de nuevo.

—Por lo que un mero burócrata puede comprender de la situación militar, el problema es que la campaña no ha terminado del todo. —Narciso se volvió hacia el general—. Creo que eso lo he comprendido bien. Ahora que Carataco se nos ha vuelto a escapar… una vez más.

El general Plautio movió la cabeza en señal de asentimiento.

—Es cierto, por lo que sabemos. Unos cuantos miles de hombres sí han conseguido cruzar el río antes de que le presentáramos batalla a Carataco.

Vespasiano arqueó las cejas, sorprendido. Aquello no había sido una batalla, sino una lamentable masacre. Entonces se dio cuenta de que la descripción del general había sido en beneficio del secretario imperial, quien, sin duda alguna, escribiría un informe a su emperador en cuanto llegara a sus aposentos. Una batalla ganaría más aplausos que una masacre.

—Carataco —continuó diciendo Plauto— bien podría contarse entre los que han escapado a través del vado. No tiene demasiada importancia. No hará mucho con un puñado de hombres.

Narciso puso mala cara.

—Odio buscarle tres pies al gato, general, pero para mí, un puñado de hombres significa una cantidad menor a varios miles.

—Tal vez —reconoció Plautio encogiéndose de hombros—, pero en nuestra escala de operaciones no nos causará ninguna preocupación.

—Entonces, ¿puedo informar al emperador que la campaña ha terminado?

Plautio no respondió y le dirigió una rápida mirada al legado, una mirada de advertencia. Antes de que la conversación pudiera continuar, llegó un esclavo con el vino que colocó la bandeja en la mesa con cuidado y en silencio. Sirvió un líquido de color miel de una elegante licorera en las tres copas de plata y, tras dejar la licorera, se dio la vuelta y volvió a salir por la entrada. Vespasiano aguardó a que los demás tomaran sus copas antes de coger la última. La plata era fría al tacto y cuando la sostuvo bajo la nariz un intenso aroma le inundó el olfato.

—Se ha puesto a enfriar —explicó Plautio—. En el río. Pensé que tras el calor de la batalla de hoy un refresco relajante era bien merecido. Brindemos pues. —Alzó su copa—. ¡Por la victoria!

—Por la victoria —dijo Vespasiano.

—Por la victoria… cuando llegue.

El general y el legado se quedaron mirando al secretario imperial mientras éste se bebía lentamente el contenido de su copa y la volvía a depositar con suavidad sobre la mesa.

—¡Un excelente refrigerio, ya lo creo! Tendré que conseguir la receta antes de regresar a Roma.

—¿Cuándo te irás? —le preguntó Plautio sin rodeos.

—Cuando termine la campaña. En cuanto pueda informar al emperador de que hemos terminado con la resistencia organizada contra Roma en el corazón de esta isla.

Cuando eso se consiga el emperador podrá enfrentarse a sus enemigos en el Senado sabiendo que ellos saben que se ha logrado esa victoria. No podemos permitirnos el lujo de que haya lenguas murmurando que la guerra sigue sin resolverse aquí en Britania. Tengo espías en tus legiones, y los enemigos del emperador también los tienen. De ti depende que ninguno de ellos transmita información que pueda utilizarse contra Claudio. Asegúrate de que así sea.

Narciso miró directamente al general, que asintió lentamente con la cabeza.

—Entiendo.

—Bien. Entonces ya es hora de que seamos honestos el uno con el otro. Dime, ¿cómo están las cosas tras la… batalla de hoy? Suponiendo que Carataco siga aún con vida.

—Si ha huido tendrá que retirarse y lamerse las heridas. Me imagino que se dirigirá a alguna fortificación que todavía no hayamos descubierto. Dejará que sus hombres se recuperen, recogerá a cualquier rezagado y rearmará sus fuerzas. También intentará reclutar a más hombres y mandará enviados a las otras tribus para ganar más aliados.

—Ya veo. —Debido a la condensación, algunas gotas habían bajado hasta la parte inferior de la copa de Narciso, quien hizo un dibujo en ella con la yema del dedo—. ¿Es probable que consiga más aliados?

—Lo dudo. Ese tipo es un político bastante astuto, pero los hechos obran en su contra. Le hemos derrotado una y otra vez. Estos guerreros nativos no pueden competir con nosotros.

—¿Y qué hará ahora?

—Carataco tendrá que adaptar su estrategia. Ahora sólo podrá permitirse pequeños combates y se limitará a eliminar guarniciones poco numerosas, ir en busca de columnas, patrullas y cosas así.

—Todo lo cual, sin duda, supondrá una constante sangría en nuestros efectivos y prolongará la campaña indefinidamente, imagino, ¿no?

—Existe dicha posibilidad.

—Entonces no es muy satisfactorio, mi querido general.

—No. —Plautio alargó la mano para coger la licorera y volvió a llenarle la copa a Narciso.

—Así pues, la cuestión es, ¿cómo lo habéis dejado escapar? Me habías dado a entender que esta batalla sería la última, que Carataco estaría muerto o sería nuestro prisionero al final de esta jornada. En lugar de eso, parece que continuará acosándonos durante meses. No ha cambiado nada. El emperador no estará muy contento, por no decir algo peor. ¿No tenéis vosotros dos familia en Roma?

En realidad no era una pregunta, sino una afirmación, una amenaza, y tanto el general como el legado se lo quedaron mirando fijamente con un odio y un temor manifiestos.

—¿Qué estás insinuando? —preguntó Vespasiano en voz baja.

Narciso se reclinó en la silla y entrecruzó sus largos y elegantes dedos.

—Hoy habéis fracasado. El fracaso tiene un precio y debe pagarse. El emperador espera que le informe de que habéis dado los pasos adecuados. Si no conseguís hacerlo aquí, entonces el precio tendrá que pagarse en Roma. La verdad es que no hay muchas alternativas. De modo que, caballeros, ¿quién la ha cagado hoy? ¿Quién tiene la culpa de que Carataco haya escapado? —El secretario imperial fue pasando la mirada del uno al otro. Su rostro permaneció impasible mientras esperaba pacientemente una respuesta.

Al final el general se encogió de hombros.

—Está claro. Escapó por un vado que tendría que haber estado mejor defendido. Mi plan dependía de ello. —Plautio miró por encima de la mesa a su subordinado—. La culpa es de la Segunda legión.

Vespasiano apretó los labios hasta que no fueron más que una delgada línea y le devolvió la mirada con desprecio. Al mismo tiempo las ideas se agolpaban en su cabeza mientras buscaba una respuesta. Se dio cuenta enseguida de que su reputación, su carrera, tal vez incluso su vida y la de su familia estaban en peligro. Lo mismo podía aplicarse al general, por supuesto. Pero Vespasiano no era tonto y sabía que en tales circunstancias los hombres poderosos que dirigían Roma siempre se mantendrían unidos y solidarios y le echarían la culpa a una figura subalterna: alguien cuyo rango fuera lo bastante elevado para que ello sirviera de saludable recordatorio del precio del fracaso, pero al mismo tiempo lo bastante bajo para que resultara prescindible. Alguien como el propio Vespasiano.

Por un momento consideró asumir la culpa y demostrar que tenía más orgullo y dignidad que su general con su historiado y noble linaje. Obtendría satisfacción con ello. Una satisfacción muy egoísta, reflexionó. En cualquier caso, lo único que en realidad se conseguiría con su sacrificio sería salvar la reputación de Plautio. Cuando la cuestión se redujo a eso, Vespasiano sintió que, a la larga, tenía más que ofrecer a Roma que aquel anciano y agotado general. Entonces, en un momento de lucidez se dio cuenta de que, se disfrazara como se disfrazara, de lo que se trataba era de la supervivencia de uno mismo. Siempre se trataba de eso. De ninguna manera iba a dejar que un puñado de aristócratas petulantes lo arrojaran a los perros para proteger a uno de los suyos. Se aclaró la garganta y procuró que su tono careciera de cualquier emoción que pudiera delatar su resentimiento, o su miedo.

—Se suponía que el enemigo no tenía que haber llegado a ese vado. El plan… el plan del general, tal y como yo lo entendí, era que las otras tres legiones y las cohortes auxiliares iban a acercarse al enemigo lo bastante rápido como para obligar a Carataco a dirigirse hacia los pasos principales, donde yo aguardaría con el grueso de mi legión. El tercer vado fue una idea de última hora. Se suponía que sólo tenía que defenderse contra los enemigos que escaparan de la batalla que tendría lugar frente a los dos primeros vados. No se esperaba que fueran a tener que soportar todo el peso de Carataco y su ejército.

—Siempre fue una posibilidad marginal —intervino Plautio—. Las órdenes eran bastante claras. A tus hombres se les dijo que retuvieran los vados bajo cualquier circunstancia.

—¿Eso constaba en mis órdenes? —Vespasiano enarcó las cejas.

—Estoy seguro de que constará —dijo Narciso entre dientes—. Legado, entiendo que insinúas que el general no se movió con la suficiente velocidad para cerrar la trampa, ¿no?

—Sí.

Plautio se inclinó hacia delante, enojado.

—¡Marchamos todo lo deprisa que pudimos, maldita sea! No se puede esperar que nuestra infantería pesada deje atrás a las tropas nativas. La cuestión no es la velocidad de nuestras tropas. Los teníamos en una trampa y si la Segunda legión hubiera hecho bien su trabajo la trampa habría funcionado perfectamente. Vespasiano tendría que haberse cerciorado de que el vado estaba protegido de manera adecuada. Una cohorte no era suficiente. Cualquier idiota podría darse cuenta de eso.

—Una cohorte era más que suficiente para el trabajo que en realidad se le asignó —replicó Vespasiano con brusquedad.

Por un momento los dos oficiales superiores se fulminaron el uno al otro con la mirada y sus ojos destellaron con el ondulante reflejo de las llamas de las lámparas. Entonces el general volvió a acomodarse en su asiento y se volvió hacia Narciso.

—Quiero a este hombre fuera de mi ejército. No es competente para comandar una legión en campaña y no se puede tolerar su insubordinación. —Volvió a mirar al legado—. Vespasiano, quiero tu dimisión. Quiero que te vayas de aquí en el primer barco que zarpe hacia la Galia.

—Ya me lo figuro —repuso Vespasiano en tono gélido—. Si no estoy presente para defenderme de sus acusaciones, no hace falta ser un genio para deducir las consecuencias. Me niego a dimitir de mi mando, y voy a ponerlo por escrito.

Antes de que Plautio pudiera responder, Narciso tosió.

—¡Caballeros! Ya es suficiente. Estoy seguro de que la culpa no es enteramente de ninguno de los dos. —Los oficiales se volvieron con enojo hacia él para protestar pero el secretario imperial levantó una mano rápidamente y continuó hablando antes de que pudieran interrumpirle—. Puesto que ambos os mantenéis firmes en cuanto a que la culpa es del otro, me temo que vuestro testimonio frente al Senado sólo serviría para destruiros a los dos. Por lo tanto, me parece que la mejor solución es llevar a cabo una rápida investigación y encontrar a algún culpable de menor rango en la cadena de mando. Si podéis tomar una pronta decisión y dictar el apropiado castigo draconiano, estoy seguro de que podremos satisfacer a los que desde Roma exigen acción en respuesta a vuestro fracaso.

A Plautio se le crispó visiblemente el rostro al oír la última palabra, pero aceptó de inmediato la única tabla de salvación que les habían tendido a él y al legado.

—Muy bien —asintió Plautio—. Un tribunal de investigación entonces. El legado y yo haremos de magistrados presidentes. Al menos estarás de acuerdo con esto, ¿no, Vespasiano?

—Sí, señor.

—Entonces daré las órdenes apenas amanezca. Se les tomará declaración enseguida a todos los oficiales relevantes. Si actuamos con rapidez el asunto puede resolverse en unos cuantos días. ¿Satisfará eso al emperador?

—Sí —Narciso sonrió—. Confiad en mí. Bueno, creo que hemos solucionado el tema de la manera más adecuada. Este asunto no tiene que haceros perder el sueño a ninguno de los dos. La culpa recaerá en otros hombros, en lugar de sus cabezas. —Se rió de aquella ocurrencia—. Llevad a cabo vuestra investigación. Encontrad a algunos hombres a los que se pueda culpar de forma verosímil y en cuanto se dicte sentencia puedo volver a Roma y presentar mi informe. ¿Estamos de acuerdo, caballeros?

Plautio asintió y al cabo de un momento, Vespasiano, que sintió cómo el estómago se le retorcía de frío y amargo desprecio hacia los otros hombres pero principalmente hacia sí mismo, bajó la cabeza y, clavando la mirada en la licorera de plata que había en la bandeja, la movió lentamente en señal de afirmación.