Capítulo X
El vado estaba situado en un punto donde el Támesis se estrechaba hasta alcanzar menos de la mitad de su anchura habitual. En medio del río había una pequeña isla en la que crecían un puñado de sauces a ambos lados del camino. Los extremos de sus largas ramas se hundían en la corriente y proporcionaban una trémula sombra verdosa. El centurión Macro miró con ansia la umbría al tiempo que se limpiaba el sudor de la frente con el dorso de su antebrazo peludo. En un fugaz momento de abstracción, Macro se imaginó descansando bajo el sauce tumbado de espaldas, con los pies colgando en las frescas aguas del Támesis tras haberse quitado las botas. Era tentador… demasiado tentador. Puso mala cara, cruzó la diminuta isla y se dirigió a grandes zancadas hacia la orilla norte del río. Allí había un tramo de guijarros barridos por la corriente poco profunda cuya agitada superficie brillaba bajo la luz del sol.
En cuanto la tercera centuria llegó al vado, Macro caminó por el agua hacia el otro lado para comprobar la profundidad. Cuando alcanzó la parte más profunda entre la pequeña isla y cada una de las orillas el agua le llegaba a la cintura. Aunque se podía afirmar el pie, la corriente era fuerte y fácilmente podría arrastrar a cualquiera que no tuviera cuidado al cruzar. Macro apostó una sección en la otra orilla para que hiciera guardia por si venía el enemigo e inmediatamente empezaron a preparar sus defensas. Tal vez hubiera unos cien pasos hasta el otro lado del río y la anchura de la vadera era de no más de unos diez pasos. A cada lado de la franja de guijarros la profundidad se incrementaba rápidamente y el lecho del río era blando y estaba cubierto de largos juncos que ondeaban suavemente como si fueran cabellos bajo la superficie del río.
Macro había ordenado a la mitad de su centuria que sembrara el vado de estaquillas afiladas y los soldados habían cortado trozos de madera de los árboles que crecían en las riberas del río y estaban atareados llevándolas hasta los guijarros, luchando contra la fuerza de la corriente mientras clavaban las estacas, inclinadas hacia la orilla enemiga. Si los britanos se veían obligados a utilizar aquel vado, las estacas no evitarían que lo cruzaran, pero al menos podrían herir a unos cuantos y retrasar al resto.
La siguiente línea de defensa de Macro era la pequeña isla, en la que veinte hombres trabajaban duro en la construcción de una tosca barricada en el borde del agua. Habían arrastrado hasta allí desde la orilla sur una densa maraña de ramas y aulagas que se habían apilado formando una línea perpendicular al sendero y que se extendía a ambos lados de los bajíos. Habían introducido en la tierra unos sólidos troncos para afirmar dicha maraña y se habían recortado y afilado otras ramas que se clavaron entre las aulagas para disuadir a cualquier atacante. No parecía gran cosa, decidió Macro, pero era lo mejor que pudo hacer dado el tiempo y los materiales disponibles.
En el saqueado fuerte auxiliar no había encontrado muchas herramientas de atrincheramiento. Los bótanos habían sido casi tan concienzudos en su destrucción del material como lo habían sido con la guarnición. Se habían encontrado una humeante pira de escudos, hondas, jabalinas y demás equipo en el interior del patio del cuartel general. Se pudieron salvar algunas de las herramientas que se encontraban en la periferia del fuego y una rápida búsqueda por los bloques de barracones de troncos había revelado algunos picos y palas más, pero Macro había salido con equipo apenas suficiente para la mitad de su centuria, no digamos ya para el resto de la cohorte. Macro tenía la esperanza de que la sed de venganza del comandante de la cohorte hubiera quedado satisfecha. La tercera centuria no sería capaz de defender el vado sola si el enemigo aparecía en masa.
Por otro lado, pensó Macro con enojo, ese condenado de Maximio no tenía por qué haber perseguido al pequeño grupo de asalto, para empezar. No estaba incluido en sus órdenes y su prioridad debía de haber sido la protección del vado. La cohorte tenía que estar en posición poco antes del mediodía y sin embargo, tres horas más tarde tan sólo Macro y su centuria se estaban preparando para defender el vado. El enemigo podía aparecer en cualquier momento y, si lo hacía, el vado caería en sus manos.
Macro echó un vistazo por encima del hombro y recorrió con la mirada la orilla sur en busca de alguna señal de Maximio y el resto de la cohorte.
—Vamos… vamos, cabrón. —Macro se dio una palmada en el muslo—. ¿Dónde coño estás?
Un débil grito procedente de la orilla norte desvió su atención y Macro se dio la vuelta. Uno de los hombres que llevaba un haz de estacas recién cortadas agitaba la mano para que se fijara en él.
—¿Qué pasa?
—Allí, señor. ¡Allí arriba! —El hombre señaló a su espalda. Al otro lado del río el sendero ascendía desde el borde del vado y desaparecía por encima de una pequeña colina. De pie en la cima había una pequeña figura que agitaba la jabalina de un lado a otro, la señal de que se había avistado al enemigo.
Macro atravesó inmediatamente el hueco libre entre la maleza de la barricada y se metió en el vado con un chapoteo. Se mantuvo en el lado derecho, donde todavía no había estacas para permitir que los defensores accedieran a la vadera. El agua se cerró en torno a él y tiraba de sus piernas mientras que Macro se abría camino a la fuerza hacia la otra orilla, levantando centelleantes cascadas de gotas de agua cuando salió afuera. Unos cuantos de sus hombres dejaron de trabajar, distraídos por la alarma.
—¡Volved al trabajo! —gritó Macro—. ¡Seguid trabajando hasta que os diga lo contrario!
Él no se detuvo sino que siguió adelante corriendo, resoplando cuesta arriba hacia el lugar en el que su vigía observaba el paisaje en dirección norte. Cuando llegó junto a aquel hombre, el centurión estaba exhausto y respiró con dificultad al tiempo que seguía la dirección de la jabalina del vigía.
—Allí, señor.
Macro entornó los ojos. A poco más de unos tres kilómetros de distancia el camino conducía hacia la densa vegetación de un bosque. Una cortina de exploradores a caballo y unos cuantos carros de guerra sobresalían de entre los árboles. Se estaban desplegando en abanico por delante de la línea de marcha y galopaban para alcanzar el terreno elevado y escudriñar el camino que tenían por delante. Al cabo de un momento una densa columna de infantería empezó a afluir al camino procedente del bosque.
—¿Entonces ése es Carataco, señor?
Macro miró al legionario y recordó que el joven era uno de los reclutas novatos que acababan de ser destinados a la legión. Parecía tenso y nervioso. Quizá demasiado nervioso, pensó Macro.
—Es demasiado pronto para decirlo con seguridad, muchacho.
—¿Deberíamos regresar con los demás, señor?
—Tú eres Léntulo, ¿verdad?
—Sí, señor. —El legionario parecía sorprendido de que su centurión supiera su nombre y se sintió un poco halagado de que alguien tan augusto como un centurión se dirigiera a él personalmente.
—No pierdas la cabeza, Léntulo. Se supone que tienes que observar y seguir el hilo de los acontecimientos, no preocuparte por ellos. Un vigía tiene que ser una persona de nervios templados. Es por eso por lo que te elegí para este servicio. —Era una mentira descarada. Macro podía haber elegido a cualquiera para la tarea, pero el recluta, que estaba lo bastante verde como para creérselo, pareció controlar mejor sus nervios y se irguió.
—Sí, señor. Gracias, señor.
—Tú limítate a hacer tu trabajo, muchacho.
Léntulo movió la cabeza en señal de afirmación y se dio la vuelta para volver a vigilar al enemigo. Permanecieron allí de pie en silencio durante un rato y Macro levantó una mano para protegerse los ojos de la luz del sol. Más y más hombres iban saliendo del bosque y al final se convenció de que aquélla tenía que ser la columna principal del enemigo.
—Por lo visto tienes razón —dijo Macro en voz baja—. Parece que Carataco intentará tomar nuestro vado.
—Oh, mierda…
—Sí, y pronto vamos a estar metidos en ella hasta el cuello. —Macro bajó la mano y le dio un suave puñetazo al recluta en el hombro—. ¡Apuesto a que no pensabas que sería tan emocionante!
—Bueno, no, señor.
—Quiero que te quedes aquí tanto tiempo como sea seguro. Imagino que el enemigo vendrá directo por el sendero hacia nosotros. Pero si no lo hace, si se da la vuelta y se aleja, quiero saberlo enseguida. Y mantente ojo avizor por si hay señales de que el general Plautio los vaya siguiendo. ¿Entendido?
—Sí, señor.
—Bien. Entonces sigue vigilándolos. Y quédate agachado, no hay motivo para llamar la atención. —Macro lo señaló con el dedo—. Y nada de heroicidades. Tómate tiempo de sobras para volver a la centuria.
Léntulo movió la cabeza en señal de asentimiento, se agachó y clavó la mirada en el enemigo que se acercaba. El centurión se dio la vuelta, caminó unos pasos cuesta abajo para regresar al vado y se detuvo para escudriñar la orilla sur del Támesis. No había señales de vida junto al camino en la otra orilla y no vio nada cuando dirigió la mirada hacia la izquierda siguiendo la ribera del río. Entonces se fijó en un distante destello y Macro aguzó la vista en esa dirección.
Distinguió un débil y reluciente brillo contra el verde y el marrón del paisaje y una ligera bruma que se cernía en la atmósfera en torno a él. Tenía que ser la tercera cohorte, que todavía se hallaba a unos cinco kilómetros del vado.
Carataco llegaría primero al paso del río.
Léntulo todavía estaba lo bastante cerca como para poder oírlo y Macro apretó los dientes para evitar cualquier explosiva invectiva de improperios mientras invocaba en silencio todas las maldiciones de su repertorio y las dirigía contra la lejana —demasiado lejana— columna de la cohorte que avanzaba lentamente por el cálido y reluciente paisaje en dirección al vado. Dirigió una última y ansiosa mirada y luego bajó la cuesta al trote hacia el Támesis.
A medida que se acercaba al vado Macro aflojó el paso para recuperar el aliento. No tenía sentido preocupar más a los muchachos, decidió. Era mejor intentar mantener una apariencia tranquila y confiada.
—¡Ya es suficiente! —les gritó a los hombres que seguían incrustando estacas en los guijarros—. ¡Volved a la isla y equipaos! Vamos a tener compañía.
Los legionarios abandonaron las estacas que quedaban, dejaron que la corriente se las llevara río abajo y se dirigieron chapoteando por el camino seguro hacia el hueco de la barricada.
—¡No corráis! —bramó Macro con enojo—. Si alguien queda atrapado en una de las estacas lo dejaré ahí para los britanos.
Con gran fuerza de voluntad, reforzada por el temor a la ira de su centurión, los legionarios aflojaron el ritmo.
Macro los siguió a un paso más mesurado, fijándose atentamente y con cautela en las puntas de las estacas que habían plantado. Echó un vistazo al frente y vio a un inmenso grupo de soldados que formaba detrás de la barricada, comprobó cómo se ataban rápidamente las correas de los cascos y recogían los escudos y jabalinas del lugar donde los habían dejado junto al trillado sendero lleno de rodadas que atravesaba la pequeña isla. Cuando Macro salió del río chorreando, miró a los hombres que había a su alrededor y fijó la mirada en un legionario alto, enjuto y nervudo.
—¡Fabio!
—¡Señor! —El hombre se puso firmes mientras Macro se dirigía hacia él a grandes zancadas.
—Quítate la armadura. Necesito un mensajero.
—Sí, señor. —Fabio desató a toda prisa los nudos de su armadura laminada en tanto que Macro se lo explicaba.
—El centurión Maximio se está aproximando por la orilla sur. Se encuentra a casi cinco kilómetros de distancia. Corre hacia él todo lo rápido que puedas y le dices que Carataco se dirige a este vado. Dile que mande un jinete al legado y que le haga saber lo que está ocurriendo. No, espera… —Macro imaginó cómo sería recibida dicha parte del mensaje por el susceptible comandante de la cohorte—. Dile que sugiero respetuosamente que envíe un jinete al legado. Por último, explícale que Carataco está más cerca del vado que él y que debe traer a la cohorte aquí lo más rápido posible. ¡Más rápido aún!
—Sí, señor. —Fabio sonrió nervioso mientras se quitaba como podía la armadura y la dejaba en el camino.
—Bien, ¿a qué estás esperando? —gruñó Macro—. ¡Muévete!
Fabio se dio la vuelta, echó a correr hacia el río y se metió en el vado. Macro se lo quedó mirando un momento antes de volverse de nuevo hacia sus hombres. La mayoría habían terminado de armarse y estaban listos para recibir órdenes. Esperó hasta que el último soldado se hubiera atado el barboquejo, lo cual no era tarea fácil bajo la impaciente mirada de todos sus compañeros y el oficial al mando. Al final el legionario levantó la vista con una expresión de culpabilidad y se colocó en una rígida postura que indicaba que estaba preparado. Macro se aclaró la garganta.
—¡Firmes!
Los legionarios dejaron sus escudos y lanzas en el suelo y se agruparon en una línea compacta que cruzaba el camino y pasaba bajo los sauces.
—En menos de una hora Carataco y su ejército bajarán en avalancha por el camino hacia el vado. Justo por detrás de ellos debería de estar el general Plautio, con su espada apuntándoles el trasero.
Unos cuantos soldados se rieron ante aquella ordinaria imagen y Macro les dio un momento antes de continuar.
—El resto de la cohorte está de camino. Los vi desde lo alto de esa colina. He mandado a Fabio para que les diga que se apresuren y deberían estar aquí antes de que el enemigo nos cause problemas. ¡No es que vayamos a necesitarles, por supuesto! La tercera centuria nada tiene que envidiar a sus mejores miembros. Hace tan sólo unos días que servimos juntos, pero he vivido con las Águilas lo suficiente como para saber reconocer la calidad en cuanto la veo. Vais a hacerlo bien. ¡Es por los pobres cabrones del otro lado por quienes siento lástima! Únicamente pueden atacarnos por un estrecho frente, y eso sólo después de haberse empalado en nuestras estacas y en la barricada. Si son verdaderamente afortunados, y si yo me siento generoso, puede que les evite más derramamiento de sangre y acepte la rendición de Carataco.
Macro sonrió y, para su alivio, sus hombres le devolvieron la sonrisa.
—No obstante, los britanos están locos y puede que no entren en razón. Si de verdad quieren cruzar el río, lo harán. Lo único que podemos hacer nosotros es ganar tiempo. No me dedico al negocio del martirio, de modo que si hacemos lo que nos corresponde y da la impresión de que puedan atravesar nuestras filas, daré la orden de replegarnos. Si lo hago no quiero ninguna heroicidad. Cruzáis hacia nuestro lado del vado lo más rápido que podáis y luego os dirigís río abajo hacia la cohorte. ¿Entendido?
Algunos de los soldados movieron la cabeza afirmativamente.
—¡No os oigo, joder! —gritó Macro.
—¡Sí, señor!
—Eso está mejor. ¡Y ahora a formar de cara al río!
Sus hombres dieron media vuelta y avanzaron arrastrando los pies hasta que se alinearon junto a las improvisadas defensas frente a la orilla norte del Támesis. Macro paseó la mirada por el pequeño grupo de hombres que comandaba, ataviados con sus bruñidas armaduras y sus túnicas rojas manchadas y polvorientas. Los soldados estaban formados en tres líneas que se extendían a lo largo de la pequeña isla. Ochenta hombres contra veinte mil o tal vez treinta mil bárbaros. Macro, al igual que la mayoría de soldados, era jugador, pero nunca había visto unas probabilidades tan desfavorables. A pesar de su intento por reafirmar la confianza de sus hombres, sabía que estaban prácticamente muertos. Si Maximio hubiera llegado al vado a tiempo para defenderlo como era debido, las cosas habrían sido distintas.
Iba avanzando la tarde y Macro permitió que sus hombres se sentaran en el suelo. Ahora que había cesado toda actividad en el vado la escena parecía casi idílica. Macro sonrió. A Cato le hubiese encantado aquello, hubiera conmovido la sensibilidad poética del muchacho. A la izquierda de Macro el sol ya había pasado su cénit y bañaba la escena con un resplandor inclinado que intensificaba los colores del paisaje y se reflejaba con brillantes destellos sobre la superficie del río. Pero a pesar de la serenidad de la naturaleza, la tensión se iba expandiendo por la atmósfera como las cuerdas tensoras de una catapulta y Macro se dio cuenta de que sus sentidos se aguzaban para ver u oír al enemigo.
Habría pasado quizá una media hora cuando una pequeña figura apareció corriendo por el camino en dirección al vado. Antes de que Léntulo hubiera llegado al extremo del río, un grupo de jinetes apareció de repente por la cima de la colina que había detrás y bajaron en estampida por la cuesta más próxima. Léntulo miró por encima del hombro mientras se dirigía a todo correr hacia el bajío.
—¡Sigue por tu izquierda! —le gritó Macro—. ¡Sigue por la izquierda!
Si Léntulo lo había oído, no dio muestras de ello, y se metió en el río. Se abalanzó precipitadamente, levantando cortinas de agua, y de pronto se fue de bruces con un grito agudo. Los soldados que estaban en la isla dejaron escapar una oleada de gemidos y Léntulo se puso en pie como pudo con el muslo sangrando. El legionario se miró la herida horrorizado pero el chapoteo de los jinetes enemigos hizo que volviera la vista atrás al tiempo que avanzaba tambaleándose hacia sus compañeros. Los britanos se abrieron camino hacia el legionario a través el agua que llegaba a la cintura. Macro se dio cuenta de que la herida de Léntulo debía de haberle cortado alguna vena principal, pues daba la impresión de que se iba a desmayar de un momento a otro. Poco a poco cayó de rodillas, con la cabeza inclinada hacia delante, de modo que sólo su torso estaba por encima del agua. Los jinetes se detuvieron y observaron al romano un momento. Luego se dieron la vuelta con cuidado y regresaron a la otra orilla.
Por unos instantes los dos bandos se quedaron observando en silencio a Léntulo, cuya cabeza se bamboleaba de un lado a otro. Un fino flujo rojo salía de su cuerpo y fluía río abajo. Al final se desplomó de lado y desapareció, pues el peso de la armadura hundió su cuerpo.
—Pobre tipo —murmuró alguien entre dientes.
—¡Silencio en las filas! —gritó Macro—. ¡Silencio!
La horrible tensión se convirtió en una masa eterna de inquietud y nerviosismo para los legionarios mientras aguardaban la llegada del cuerpo principal del enemigo, aunque no tuvieron que esperar mucho tiempo. Al principio se oyó un débil ruido sordo, que paulatinamente se fue haciendo más fuerte y más nítido. Luego se formó una densa neblina en lo alto del cerro, allí donde el camino se perdía de vista. Al final se hicieron visibles las siluetas de estandartes y lanzas, luego aparecieron los cascos y los cuerpos de los hombres, a lo largo de la cima de la colina.
Macro recorrió con la mirada la vanguardia del ejército de Carataco, asimilando la visión de miles de hombres bajando por la pendiente en dirección al vado. Luego se volvió hacia la orilla opuesta y buscó alguna señal de Maximio y del resto de la cohorte. Pero al otro lado de la plácida superficie del Támesis todo estaba completamente tranquilo.