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Gabrielle se acurrucó en busca de calor, abrazando la almohada. La tela tenía un olor tan… ¿masculino?

Mantuvo los ojos cerrados, permitiendo que su mente se agudizara mientras reunía la energía necesaria para salir del profundo sueño al que tenía tentaciones de entregarse.

Cuando pudo realmente procesar la información, se dio cuenta de que la almohada no era suave en absoluto. Era una superficie dura y esculpida.

La pasada noche… iban en coche hacia alguna parte… y de repente ella volvió a caer en un sueño profundo.

Carlos le había estado hablando. ¿Cuándo salieron del coche? Movió el rostro arriba y abajo y la superficie esculpida comenzó a levantarse lentamente.

Sus sentidos despertaron de forma inmediata. No podía estar donde creía que estaba… ¿colocada encima de él?

Gabrielle abrió los ojos, miró hacia el lado izquierdo de su cuerpo y descubrió que por lo menos llevaba ropa interior. Estaba desvestida. No era aceptable, según sus reglas, pero no creyó que hubiera ocurrido nada. Levantó la cabeza lentamente para sopesar sus posibilidades de deslizarse fuera de la cama sin que se notara.

Cero.

Unos ojos marrones en estado de alerta la observaron desde una cara afeitada y tan seductoramente masculina que ella no pudo apartar la mirada. Estaba apoyada sobre el pecho de Carlos, abrazándolo como a un amante, y temerosa de moverse o de hablar.

¿Cuándo había sido la última vez que había estado en esa posición?

Tanto tiempo atrás que ni siquiera podía recordarlo, y nunca con un hombre cuyo cuerpo tuviera el poder de deshacer de aquella manera su materia gris. Él estaba apoyado contra varios almohadones, con el brazo derecho detrás de su cabeza, examinándola con una mirada muy tranquila, que no tenía nada que ver con el rostro letal del que ella había sido testigo el día anterior.

Un brazo fuerte la rodeó y sintió que una mano le frotaba la espalda, lenta y suavemente. Tenía que salir de esa cama, despejar su cabeza y descubrir en qué asunto estaba metida.

Pero los dedos de él acariciaban suavemente sus músculos tensos, derritiendo su cuerpo. Los músculos de sus miembros estaban flojos y habían perdido toda su fuerza. Salir de aquel sitio le iba a suponer un esfuerzo monumental.

¿Quién era aquel maldito tipo?

Él le guiñó el ojo. Todas sus ideas acerca de reprimirlo por su comportamiento inapropiado comenzaron a flaquear.

Ella suspiró. ¿No iría contra las reglas estar en la cama con una prisionera? Los dedos de él, con su magia, desestimaron la pregunta. Debería estar despotricando contra él, pero la honestidad la obligaba a reconocer que disfrutaba de su contacto y que no estaba particularmente afligida en aquel momento.

Considerando lo que había experimentado el día anterior, aquello tampoco era tan extraño.

Carlos paró de frotarle la espalda, pero dejó su brazo curvado sobre su hombro. Continuaron en silencio. La imponente mirada de sus ojos no era más suave que el duro pecho debajo de ella. Se le movió un músculo de la mejilla.

¿Se estaría riendo de ella?

Frunció el ceño, tratando de enviarle un mensaje intimidatorio, pero tuvo la impresión de que la expresión de él fue más eficaz. Probablemente tenía más práctica a la hora de parecer intimidante.

—Estás mucho más tranquila de lo que esperaba. —Su pecho continuaba moviéndose lentamente arriba y abajo. Su aliento olía a menta. Ella advirtió la cajita de pastillas mentoladas fuertes que guardaba en el coche la noche pasada. Las guardaba también por lo visto cerca de la cama.

—¿Por qué estoy aquí? —preguntó por fin.

—Dije que te llevaría a un lugar seguro.

—No seas estúpido. Me refiero en esta cama.

—Necesitas descansar. —Sus ojos se suavizaron, divertidos—. Confía en mí. No ha ocurrido nada.

¿Por qué había sonado tan categórico? Como si él no pudiera tener ni el más mínimo interés sexual en ella.

Eso debería ser un alivio, ¿verdad?

Y probablemente lo habría sido si su voz profunda no conectara con una parte errónea de su cerebro. Esa parte consideraba perfectamente normal la idea de holgazanear en la cama con un extraño muy atractivo que la tenía secuestrada. Está bien, era cierto que de alguna manera ella confiaba en él después de que hubiera protegido su vida constantemente el día anterior, pero eso no excusaba su falta de sensatez.

El asunto era liberarse cuanto antes de aquel aprieto, no alimentar su ego permaneciendo en aquella posición comprometida.

Él inspiró hondo y la hizo incorporarse tan rápido que instintivamente se agarró a él con la mano izquierda para mantener el equilibrio.

No era el mensaje que quería trasmitirle, así que usó la misma mano para empujarlo y apartarse.

Fue entonces cuando advirtió que una tela le envolvía la muñeca derecha. Cuando la levantó para inspeccionarla, él frunció el ceño. La muñeca hizo un sonido metálico.

—Espera un momento. —Él le agarró la muñeca con la mano izquierda.

—Tú… —Gabrielle inclinó el codo hacia su pecho—. ¿Me has esposado? ¡Suéltame! —Se movió bruscamente hacia atrás, pero no podía tomar impulso para incorporarse desde su posición.

Él rodó sobre ella rápidamente, poniendo su cuerpo encima.

Todo sentido del humor y toda preocupación se habían desvanecido. Su mirada negra la asombraba ahora por su silencio. Volvía a ser el hombre que el día anterior había sido capaz de matar sin vacilación.

—No empieces la mañana luchando contra mí o las cosas no irán mucho mejor que ayer —le advirtió con una voz que sonó áspera por el sueño profundo.

Pensar. Decir algo para hacerlo retroceder. No podía procesar nada en su cerebro teniéndolo tan cerca. De repente sus ojos ardían con un calor diferente. Su mirada estaba tan cargada de excitación que ella sintió cómo sus hormonas se ponían en estado de alerta para darse un gusto de mañana tan temprano.

Ahora era ella quien no estaba pensando como una prisionera.

Carlos la estudió con un intenso interés que la hizo sentirse como si pudiera ver dentro de su mente, luego relajó la mirada. Le preguntó con voz suave:

—¿Cómo puedes tener miedo de mí después de lo de ayer?

Se esforzó por respirar a un ritmo constante: inspirar, espirar, inspirar, espirar. ¿Cuándo fue la última vez que había estado tan cerca de un hombre en una cama? ¿En cualquier parte? Ella dudaba de que alguien tan abiertamente sexual pudiera contenerse. Tragó saliva, preparándose para pedirle, amablemente, que la dejara levantarse.

Él debió de malinterpretar la acción pensando que ella todavía le tenía miedo, porque bajó la cabeza y puso esos labios cincelados tan cerca que ella casi podía probarlos.

—Confianza, ¿recuerdas?

La besó.

Ese hombre la estaba besando. Él podía dar lecciones. Estaría dispuesta a matricularse en un programa de varios cursos. La boca de él jugó suavemente con la suya, saboreándola, luego se detuvo y selló sus labios con los de él. Ella lo sintió conteniéndose, y luego un calor crudo y masculino fluyó a través del beso. Su lengua se deslizó dentro de su boca, con lentos movimientos eróticos que enviaron una oleada de lujuria en espiral a instalarse entre sus piernas.

Él hundió los dedos en su pelo, sosteniéndola.

Gabrielle se estremeció y se aferró a él con una feroz necesidad de más.

Años de esconderse y de soledad interferían con el mensaje que le enviaba su cerebro, advirtiéndole que parara.

Llevó la mano que tenía libre hasta los hombros de él para acercarlo más.

La otra mano reposaba sobre la cama, todavía esposada por la muñeca. Reparó en ella a través de la bruma erótica que nublaba su mente.

Dejó de besarlo, orgullosa de sí misma por esa proeza, ya que sus labios no querían abandonar una boca como esa.

—Deja… que… me levante —le pidió a través de los dientes apretados, tratando de recobrar el respeto por sí misma. Movió su cuerpo de atrás hacia delante para dejar claro qué quería decir «ahora».

Él murmuró una maldición frunciendo el ceño, y ella lo interpretó como una señal de que era un poco tarde. Mover las caderas estando sus cuerpos tan cerca había tenido el efecto opuesto del que ella pretendía.

Las piernas de él estaban a cada lado de las suyas, impidiéndole moverse del sitio. La única barrera que los separaba en el punto de encuentro entre sus caderas era la ropa interior de encaje que llevaba ella y los calzoncillos que llevaba él.

Y algo de una dureza impresionante.

Ella no estaba de humor para dejarse impresionar. El corazón le latía con tanta fuerza que debía de estar produciendo eco en las paredes, pero no estaba dispuesta a alimentar su ego dejándolo saber lo afectada que estaba.

—Quítate de ahí.

Él dejó escapar un débil suspiro que vino con otra ráfaga de aliento mentolado. Se incorporó apoyándose en los codos y las rodillas, pero las piernas de ella seguían atrapadas entre las suyas.

—Cálmate. —Bajó los párpados con curiosidad—. No tengo interés en aprovecharme de ti. Anoche no tuve más remedio que encadenarte a algo. Seguías dormida boca abajo, por eso sujeté tu mano derecha a mi mano izquierda, pero me arañaste… dos veces… cuando te acurrucaste contra mi pecho.

Ella bajó la mirada hacia su hombro y vio dos marcas rojas que desaparecían por debajo de la camiseta gris que llevaba. Luego levantó la mirada hacia él. «No pienso disculparme».

—Así que finalmente te quité las esposas y esperé a que te acomodaras y te quedaras quieta en un sitio antes de volverte a esposar de nuevo a mí.

Como ella no dijo una palabra, él continuó.

—Tú escogiste el sitio, no fui yo.

No debería sentirse incómoda por haberse colocado encima de él, pero no podía convencerse a sí misma de tomárselo con calma. Él parecía quejarse por haberse despertado con ella encima cuando en realidad la culpa era en todo caso de los dos. Llevaba tanto tiempo durmiendo sola que estaba acostumbrada a tener la cama entera para ella, y normalmente acababa encima de una gran almohada.

Además, la irritaba que él no se mostrara interesado en su cuerpo. Podría simplemente haber dicho que no iba a tocarla. Ella sabía que su cuerpo no estaba mal.

—No me des patadas, no pegues, no muerdas ni nada por el estilo o te volveré a esposar otra vez, ¿entendido? —Expresó la oferta como si fuera una orden.

Ella asintió.

Carlos se limitó a sacudir la cabeza y se estiró para alcanzar la mesita de noche. Cogió de allí una llave y liberó primero su propia muñeca. Ella advirtió que tenía una marca roja porque no se había puesto nada para protegerse.

Su muñeca en cambio estaba bien, porque él la había envuelto con una tela suave, evitando que se dañara. ¿O tal vez lo había hecho porque su muñeca era muy fina y temía que pudiera soltarse las esposas durante la noche?

Eso tenía más sentido.

Era una prisionera, y no una cita pervertida.

En cuanto estuvo libre, Gabrielle se levantó y, con cierta dificultad, se puso en pie.

Él seguía agachado sobre la cama. Su mirada la recorrió de la cabeza a los pies. ¿En qué estaría pensando?

—El baño está allí. —Hizo un gesto con la cabeza, señalando a la izquierda—. Ve allí. Te llevaré tu ropa.

Se quedó rígida al oír el tono de asco en su voz. Como si no pudiera soportar verla.

—Vamos… ¡muévete!

Gabrielle se tambaleó al dirigirse a toda prisa al cuarto de baño, pero logró mantener el equilibrio. Al oír que él soltaba una maldición se encerró en el lavabo dando un portazo. Era infantil, pero le sirvió para desahogarse.

Su cuerpo distaba mucho de ser perfecto, pero no era necesario que él se mostrara tan asqueado, hasta el extremo de ordenarle salir de su vista. Lo cierto es que debería sentirse contenta por su falta de interés, en lugar de ofendida.

Probablemente lo que más la fastidiaba era que se había dado cuenta de que él se había excitado cuando estaba encima de ella. Se negaba a sentirse mal con su cuerpo. Otros hombres la habían encontrado atractiva.

Al menos uno. Un cabrón.

Gabrielle sacudió la cabeza al ver la dirección que tomaban sus pensamientos. Era una prisionera, con problemas más importantes que el orgullo herido. Se dio la vuelta y examinó el cuarto de baño, construido a base de piedra, madera de teca y vidrio. Baldosas de pizarra cubrían el suelo y las paredes de la ducha, que no tenía mampara.

La enorme bañera con jacuzzi era de mármol blanco con vetas rosas y grises, a juego con la encimera del lavabo. Las paredes que no quedaban ocultas por los armarios de teca estaban cubiertas de baldosas grises y marrones.

Y había también una gran pantalla de televisión.

Tenía que haber alguien con dinero detrás de todo aquello. ¿Quiénes serían y qué es lo que querrían? La invadió una oleada de temor. Su mirada fue a toparse con su mochila, apoyada cerca de los armarios.

¿Y qué pasaba con su ordenador?

Bueno, si él había tratado de consultarlo aquella noche se habría llevado una sorpresa desagradable.

Gabrielle valoró por un breve momento la posibilidad de escaparse desde el baño, pero aunque hubiese tenido a mano su ordenador, las ventanas eran estrechas, horizontales y con cristales fijos.

Se frotó las manos, mientras examinaba la encimera del lavabo. Un cepillo de dientes protegido con su capuchón, una pasta de dientes nueva, champú, un cepillo y todo lo que se podía esperar encontrar estaba perfectamente ordenado.

Apoyó las manos en el lavabo, luchando contra la desesperación. Podía hacerlo. Linette necesitaba que ella fuera fuerte. Gabrielle tenía que concentrarse y elaborar un plan. Las acciones cotidianas solían ayudarla a recobrar la confianza, pero aquel no era un día normal.

Lo primero sería ducharse y vestirse. Luego encontrar su ordenador.

Y después estar preparada para huir.

Carlos se puso un par de tejanos y se subió la cremallera con cuidado, para evitar hacerse más daño. Con un movimiento brusco se puso una camiseta sin mangas por encima de la cabeza y atrapó la camisa de algodón que había dejado sobre una silla la pasada noche, metiendo los brazos en las mangas cortas. Se abrochó la camisa mientras se dirigía a la habitación de la ropa sucia.

¿En qué estaría pensando la pasada noche?

¿Acaso creía que era un hombre hecho de hielo?

Más bien ahora parecía un hombre de hierro.

Debería haber atado a Gabrielle a la cama con los brazos y piernas en cruz y dormir en otra habitación.

Puede que ella no hubiera descansado, pero él sí.

No, ella no habría descansado. Cada vez que Gabrielle empezaba a gemir, sabía que la estaba atormentando una pesadilla. Todo lo que tenía que hacer era cogerla en brazos para calmarla. Estaba tan agotada que ni siquiera se despertaba cada vez que se deslizaba en la cama a su lado. Hacia la medianoche, no pudo soportar oírla llorar de miedo otra vez y necesitaba tan desesperadamente algunas horas de sueño que decidió acomodarla contra su pecho y encadenar su muñeca con la de él.

Ella durmió como un bebé todo el resto de la noche.

Mejor que él, que tenía encima las lujuriosas curvas de una cálida mujer.

La próxima vez que tuviera otra absurda idea tan brillante como aquella simplemente se pillaría una mano con un portazo. No podía haber nada más doloroso que verla saltar de la cama con aquella ropa interior de seda roja, sabiendo que no podía tocarla. Debería ser erradicado de la faz de la tierra por haber pensado la noche anterior que era simplemente dulce o mona.

Aquel cuerpo estaba hecho para el buen sexo, para muchas horas de buen sexo.

Y se sentía disgustado por su falta de control físico.

Ella debía de pensar que era un gilipollas grosero después de haberle gritado así, pero maldita sea… Se había pasado la mitad de la noche tratando de no pensar en lo increíblemente flexible que parecía entre sus brazos.

Y la otra mitad de la noche la había pasado haciendo esfuerzos para no tocarla.

Sería mejor que ella estuviera sonriente la próxima vez que la viera.

Pero era poco probable.

No debía haberle ordenado tan bruscamente que se fuera al cuarto de baño, pero es que todo hombre tenía sus límites.

Allí estaba ella, con ropa interior roja que invitaba al sexo en el suelo y que él no podía tocar, a pesar de desearlo tan desesperadamente que ya no sabía si su miembro sería capaz de superar la decepción.

Era necesario que Gabrielle se vistiera y cubriera completamente toda esa piel. En cuanto aquella operación hubiera acabado aprovecharía el descanso que había rechazado las tres últimas veces.

Una larga semana caliente de desahogo físico y recuperaría el nivel de disciplina por el que era conocido.

Carlos sacó su camiseta y sus pantalones de chándal de la secadora, donde los había metido la noche anterior. Había puesto a lavar la ropa mientras se curaba la herida del brazo y del costado. Justo antes de pasar treinta minutos con el maldito correo electrónico que había sido incapaz de cargar y de enviar. Lo comprobó en la oficina y, en efecto, el correo no había llegado.

Odiaba la tecnología en sus mejores días. Dejó la ropa sobre el escritorio, cerró el programa, volvió a abrirlo y cargó de nuevo el correo, esta vez sin ningún problema. Maldita cosa caprichosa.

La cafetera que había preparado por la noche borboteó con las últimas gotas de agua. Se puso la ropa sobre el brazo y regresó a la cocina. Al detenerse delante del fregadero para servirse una taza de café, Carlos miró a través de la ventana, que ofrecía una tranquila vista de la parte trasera de la casa. La niebla se cernía sobre los árboles como una manta sobre la cadena de montañas. Aquel momento de paz lo ayudó a reorientar su mente y examinar sus prioridades.

Después de beber un par de tragos de café, dejó la taza sobre la encimera de granito. Su agotamiento era tan culpable del estallido de su libido como el hecho de no haber estado con una mujer desde hacía mucho tiempo, pero estaba ya más descansado y era capaz de controlar la situación.

Así que no debía volver a cometer el error de ser un inconsciente, y tampoco fantasearía con la idea de besarla para disculparse por la rudeza de sus palabras. Al fin y al cabo, ella era la razón de que su voz hubiera cobrado ese matiz, entonces ¿por qué sentía esa punzada de culpa?

Porque le había ladrado como un tirano por no apartar el cuerpo de su vista cuando el verdadero problema era que la deseaba y no podía tenerla.

Se pasó una mano por la mandíbula y la cara. Ella no era una invitada. Tal vez llegados a este punto deberían establecer sus posiciones. La preocupación que había sentido por ella la pasada noche era comprensible, la misma que hubiera sentido por cualquier mujer sometida a una dura experiencia como aquella. Y las cosas habrían empeorado para ella si Joe hubiera enviado un equipo de hombres armados para llevársela en mitad de la noche.

De alguna forma, era la propia Gabrielle quien se había puesto en medio de todo aquello. No había sido él. Eso debería sumar algunos puntos a su favor para ser perdonado.

Además, de ahora en adelante sería un hombre de hielo.

Gabrielle era una prisionera hasta que Joe determinara su posición.

Carlos hizo una pausa reflexiva. Joe y Tee no permitían que ningún prisionero regresara a la sociedad como una persona libre. Eso era una norma en relación a cualquiera que conociera la identidad de agentes de BAD y, antes de que todo acabara, Gabrielle vería a otros agentes aparte de a él.

Sintió una punzada de remordimiento por lo que pudiera ocurrirle. Pero tenía un deber que cumplir. La seguridad de Estados Unidos dependía de su competencia a la hora de hacer su trabajo.

Y Gabrielle tenía información sobre Anguis que podía poner en peligro la vida de aquellos seres queridos a quienes él se dedicaba a proteger.

Carlos se dirigió al dormitorio, dispuesto a verla como correspondía: como una detenida en espera de ser interrogada.

Una alarma chillona estalló cuando entró en la habitación. Un sonido molesto, pero había puesto el despertador al volumen máximo por si se quedaba profundamente dormido.

Mientras se acercaba a apagarlo, la puerta del baño se abrió y apareció Gabrielle, sujetando una toalla delante de ella con la que se apresuró a envolverse. Los mechones de pelo mojados le caían sobre los hombros. Parecía recuperada. Inocente.

Como una ninfa de la lluvia.

—¿Y mi ropa? —soltó con un tono aterrado.

«¡Mierda!».

Él paró la alarma, puso la ropa de ella sobre la cama y salió de la habitación.

«Hombre de hielo, joder».

Carlos regresó a la cocina con el ceño fruncido, y allí se dedicó a preparar el desayuno para los dos. Se comió su comida mientras cocinaba la de ella. La línea de seguridad del cuartel sonó en la zona de oficina, al otro lado de la gran habitación. Levantó la extensión que había cerca del fregadero y sujetó el auricular inclinando la barbilla. El reloj del microondas señalaba las 8.00 horas de la mañana.

—¿Qué pasa? —respondió Carlos, que no esperaba noticias de Joe al menos hasta dentro de una hora—. Te acabo de enviar el maldito correo con los archivos hace unos minutos.

—Los estoy descargando ahora —le confirmó Joe—. Te he enviado un equipo. Llegarán dentro de una media hora. Yo estaré bien atento.

—¿Por qué? —La cabaña era segura, pero a Carlos no le gustaba la idea de causar un retraso al equipo.

—Anoche hubo novedades y quiero compartirlas cuando estéis todos juntos tan pronto como hablemos con el informante. Rae, Korbin y Gotthard han descansado más que tú, así que los puse en la carretera temprano esta mañana. Todavía no han visto tus informes, por supuesto.

Los habrían visto si Carlos hubiera podido apuntar al ordenador con una pistola para obligarlo a enviar ese maldito correo que se resistía.

Joe añadió:

—¿Qué has sacado del informante?

Ni descanso. Ni sexo. Ni información.

—No mucho, estaba bastante hecha polvo anoche —le dijo Carlos.

—¿Ella?

—Sí, y no es como me esperaba. Parece demasiado desentrenada como para pertenecer a alguna red de espionaje.

—¿Ha reconocido ser Espejismo?

—No con esas palabras, pero tampoco lo ha negado. —Carlos puso la tapa de una cacerola sobre el plato de Gabrielle para mantener su desayuno caliente.

—Espera un momento. —Unas voces amortiguadas llenaron la pausa y luego Joe regresó al teléfono—. Tengo que irme. Cualquier cosa nueva será enviada a Gotthard junto con tus informes.

Mientras Carlos colgaba el teléfono se oyeron unas suaves pisadas acercándose a la cocina.

Se volvió para ver a Gabrielle de pie al otro lado de la isla, gracias a Dios vestida. Su pelo estaba sujeto con una pinza de plástico. Aquel peinado desenfadado acentuaba sus pómulos y los extraordinarios ojos de su rostro pensativo. Se movía con una elegancia que él no había advertido el día anterior cuando corría por salvar la vida.

—¿Tienes hambre? —Puso su plato vacío en el lavaplatos.

—No especialmente, pero comeré.

Él ignoró el comentario contradictorio y puso su plato sobre la encimera de la isla cerca de un asiento que había frente a él. Levantó la tapa y aparecieron huevos revueltos, bacón y tostadas.

Ella levantó el tenedor y toqueteó la comida durante el siguiente minuto, usando una servilleta de papel que él le había dado para limpiarse la boca de la misma forma que uno usaría una servilleta de lino en un restaurante de cinco estrellas.

—Deberías comer —señaló él—. Este puede ser otro día largo.

Ella alzó hacia él una mirada dolorida.

¿Se sentía herida? Demonios. Herir los sentimientos de un prisionero nunca había sido un tema de preocupación para él en todos aquellos años al servicio de BAD.

Ella bajó de nuevo la mirada hacia el plato sin decir una palabra y picoteó un poco más de comida.

Carlos apretó los dedos con frustración al observarla. Simplemente le había gritado que se metiera en el baño. Ella había demostrado más entereza el día anterior al enfrentarse a la muerte.

¿Dónde estaba la mujer que ayer le hablaba con tono cortante?

No lo sabía, pero tenía que llevar adelante el interrogatorio. Si solo pudiera recuperar algo de la rabia que había sentido cuarenta y ocho horas antes en Francia…

La urgencia de intimidar a su informante le hacía hervir la sangre.

Se sentiría como el peor de los animales si tenía que emplear las tácticas de interrogatorio habituales con aquella criatura delicada. Pero tenía un trabajo que hacer. Dejando las apariencias de lado, si Gabrielle era realmente la persona que tenía conexión con Anguis y con los Fratelli era una amenaza para la seguridad de Estados Unidos.

—¿Dónde está mi ordenador? —preguntó ella en un susurro.

—En el piso de abajo.

Cuando ella hizo un gesto para levantarse él la detuvo, diciéndole:

—Está guardado. No he tocado tu ordenador. Sé suficiente sobre la gente de tu clase como para tener claro que el sistema probablemente se desintegraría si lo toco.

Ella hizo una mueca al oír eso de «la gente de tu clase», pero se inclinó de nuevo hacia delante y alejó el plato de comida.

—¿Qué es lo que quieres de mí?

—Para empezar, tu nombre real. Y te lo advierto, mentir no puede ir a tu favor. —Realmente dudaba de que Gabrielle Parker fuera su verdadero nombre—. Sabemos que tu nombre en clave es Espejismo.

Ella no dijo nada. Ningún tipo de reacción.

Carlos dio un sorbo a su café, mientras consideraba su siguiente pregunta. El monitor estaba activado. Una voz metálica dijo «llegan invitados», indicando que alguien había enviado a través de un teléfono móvil el código de acceso requerido.

«Invitado» era el código cuando entraba un agente de BAD. Carlos apretó un control remoto para abrir la verja y que no tuvieran que esperar. El sistema de seguridad se reactivaría en cuanto la verja se cerrara de nuevo.

Un elegante Lexus SC 430 de color crema pasó a través de la verja abierta mientras Carlos apretaba el control remoto para desactivar los sensores que había a lo largo del camino.

Era el coche de Rae.

El de Korbin, un Road Runner dorado del 78, fue el siguiente, con un rugido gutural que advertía desafiante del pedazo de motor que había bajo el capó. Gotthard iba a la cola, con su Navigator deportivo de un intenso verde bosque.

—¿Quiénes son? —preguntó Gabrielle mirando el monitor.

—Invitados. Quédate donde estás. Ahora vuelvo. —Carlos se dirigió hacia la puerta principal y la abrió para el trío que se acercaba con los coches.

—Buenos días, cariño —dijo Rae, subiendo las escaleras vestida con una tenue blusa amarilla y unos tejanos que se adherían a sus largas piernas. Llevaba un vaso de Starbucks en una mano y tenía la mirada alerta, como alguien que ha dormido una noche en los últimos tres días.

Igual que el resto del equipo.

—Rae. —Carlos le sostuvo la puerta. Ella subió las escaleras y pasó delante de él.

Las botas de un blanco apagado de piel de avestruz de Korbin pisaron cada peldaño con decisión. Se detuvo ante la puerta, fijándose en los evidentes arañazos que Carlos tenía en la clavícula y en la herida de su antebrazo.

—Espero que al menos hayas sacado algo en claro del informante.

—No lo bastante —le dijo Carlos sonriendo.

Gotthard entró detrás de Carlos limitándose a gruñir y saludar con la cabeza. Las mañanas no eran el punto fuerte de aquel tipo grande, y probablemente lo habría irritado tener que madrugar tanto. El ordenador que llevaba en la mano era prácticamente un apéndice de su persona, pues era muy raro verlo sin él.

—¿Quién es ella? —preguntó Rae levantando una ceja acusadora.

Carlos frunció el ceño. Gabrielle no llevaba unas esposas que delataran su condición de prisionera, pero ¿realmente creía Rae que él sería capaz de llevar a una cita allí?

—Esta es Gabrielle —dijo Carlos—. También conocida como Espejismo.

Gabrielle estaba sentada tan quieta como un ratón que está siendo contemplado por un grupo de gatos.

—¿En serio? —Rae soltó una risita—. Esto no debería llevarnos mucho tiempo.

Gabrielle levantó la barbilla con actitud desafiante, provocando una sonrisa feroz en los labios de Rae. Carlos apretó los dientes para no reñir a Rae por haber asustado a Gabrielle, cuyo rostro se puso lívido.

Rae únicamente estaba haciendo su trabajo: intimidar a la testigo.

Él tenía que hacer su parte y acabar con aquello. Lamentablemente para Gabrielle, eso significaba que ahora estaba sola.

Carlos se volvió hacia el trío.

—Vamos, todo el mundo abajo. —Esperó a que la habitación quedara vacía para hablar con Gabrielle.

Ella fue la primera.

—¿Qué hay abajo? —El pánico en su voz lo conmovió.

Nunca había odiado su trabajo, pero usar ese miedo en contra de ella formaba parte de sus obligaciones. No le gustaba, pero tenía que hacerlo.

—Solo una habitación. Vamos a hacerte unas preguntas. Nada siniestro.

«A menos que no nos digas lo que queremos saben». Reprimió la repentina urgencia de alentarla diciéndole que todo iría bien. Mentía al describir la situación, pero no quería aterrorizarla innecesariamente.

No todavía.