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«A dónde me lleva ahora?». Gabrielle se enderezó en su asiento mientras Carlos se dirigía a la zona de aparcamiento de la biblioteca de Peachtree. Obviamente él conocía el lugar.

Ella se limpió una lágrima. Odiaba mostrar ante él esa debilidad, pero las imágenes de lo ocurrido aquella noche la bombardeaban. Imágenes como la de aquel pobre chico torturado en el almacén y finalmente muerto.

Y la forma en que Carlos había sostenido al joven, dando consuelo a su compañero mientras este expiraba su último aliento. Tenía la extraña sensación de que pocas personas conocían aquel lado de Carlos, que estaba en conflicto con la imagen del hombre duro que había luchado toda aquella noche para que los dos salvaran sus vidas.

¿Adónde pensaba llevarla ahora y qué es lo que su gente haría con ella? ¿Estaría Durand Anguis en el centro de aquel juego en el que ella era un simple peón? Carlos sabía de Durand. ¿Había alguna posibilidad de que lo que Carlos había contado a Turga fuera verdad? ¿Sería cierto que iba a entregarla a Durand?

Ella no lo creía. Baby Face se había mostrado realmente sorprendido al ver a Carlos junto a la casa.

Una cosa estaba clara. Carlos le había salvado la vida. La había tratado con decencia incluso aunque en cierto momento hubiera amenazado con registrarla. Visto en retrospectiva, solo quería conseguir las llaves del todoterreno para huir de la casa rápidamente.

—Espero que mi coche esté todavía aquí —murmuró Carlos.

—No digas tonterías —respondió ella con aire ausente, colgándose en el hombro el bolso con el ordenador.

—¿A qué te refieres?

Ella lo miró sorprendida al oír su tono hosco.

—Peachtree es una de las ciudades más seguras de Georgia. —Frunció el ceño—. Al menos lo era hasta que tú llegaste.

Los faros delanteros de la camioneta iluminaron las tres cuartas partes de un garaje lleno de coches cuando Carlos dobló la curva de la entrada a la zona del aparcamiento. Él la estudió durante un momento y luego le guiñó un ojo.

A ella le dio un vuelco el corazón.

Eso estaba muy mal. Él era el enemigo.

Gabrielle trató de encontrar algo para desviar la vista de él. Sentía en su interior una especie de loca voltereta cada vez que él la miraba. Debía de tratarse de algún tipo de síndrome de estrés postraumático.

Cerró los ojos. Aquello fue un error.

Le vinieron imágenes de Carlos cargando contra Izmir y de Turga disparando a su propio hombre en un claro intento de sacrificar a Izmir para matar a Carlos. Abrió los ojos y se topó con una escena normal: un grupo de adolescentes reunidos en la entrada de la biblioteca al otro lado de la fuente, ajenos a todo peligro.

Gabrielle había sido una ingenua inocente a aquella edad y esperaba que esos chicos nunca tuvieran que enfrentarse con lo que le había tocado vivir.

Estarían mucho más seguros cuando ella dejara aquella ciudad.

Carlos aparcó la camioneta y cogió la mochila de ella del asiento trasero.

—Vamos.

Gabrielle casi sonrió, empezaba a acostumbrarse a esas órdenes tan directas. Lo siguió hasta un BMW 750 de un azul metalizado. ¿Acaso no era lógico que un hombre capaz de aturdir a una mujer tan solo con mirarla condujese aquella especie de cohete terrestre?

—Quédate aquí. Ahora vuelvo. —Avanzó hacia la parte delantera del coche y desapareció de su vista. Aunque ella ya había visto bastante aquella noche como para saber que jamás se hallaba fuera de la vista de él.

Además, estaba demasiado agotada como para cualquier intento de huida y necesitaba esa mochila para sobrevivir. Dudaba de que él trabajara para Durand, pero eso no significaba que Carlos fuera de absoluta confianza.

Había dicho que iba a llevarla a un lugar seguro. Ella podía al menos confiar en eso, creer que no le había mentido acerca de esa noche.

La fatiga estaba agotando esa energía que no podía controlar. Ahora que cesaba el efecto de la adrenalina, se sentía hambrienta y mareada, con un dolor de cabeza que no se le iba. Lo que debía hacer ahora era estar alerta y controlar la ira que bullía en su interior. Permanecer a la espera de una oportunidad de escapar.

Carlos regresó con un juego de llaves y el control remoto de las puertas del coche en las manos. Sonó un clic y el maletero se abrió ante ella. Él se acercó y cogió una manta, luego metió la mochila dentro.

—Tápate con esto. —Le pasó la manta y esperó pacientemente.

Ella le habría contestado mal por haberle dado otra orden de no haber sido por la preocupación que vio en sus ojos. Pero estaba cansada de ser arrastrada contra su voluntad. ¿A qué organización pertenecía ese hombre? Ahora que no estaban esquivando balas, ella comenzaría a hacerle preguntas, por ejemplo, por qué se mostraba tan considerado. ¿Qué era lo que quería de ella?

Vivir peligrosamente durante tanto tiempo la había hecho cambiar, pero no tanto como el hecho de haberse casado con un mentiroso.

¿Con aquel comportamiento de buen chico Carlos estaría intentando simplemente bajar sus defensas, provocarle una falsa sensación de seguridad? Lamentablemente, estaba funcionando. Puede que ella lograra mantener su mente más concentrada si él dejara de guiñar los ojos, de sonreír y de reconfortarla.

Eran adversarios, y debía recordarlo.

Él seguiría cincelando su capacidad de defensa a menos que ella lo obligara a retroceder. Se trataba de poner una distancia emocional entre ellos. Nunca había querido ser una arpía, pero esa era una manera rápida de congelar cualquier intento de seducción.

Gabrielle levantó las manos y usó palabras cortantes.

—¿Qué? ¿A estas alturas te preocupa que coja una neumonía después de todo lo que me has hecho pasar?

Sus ojos oscuros de mirada cálida y paciente de pronto reflejaron una marcada irritación.

Ella retrocedió ante un movimiento de él. Parecía cansado y serio hasta extremos preocupantes. No era una buena combinación en un hombre peligroso. Y Carlos era letal.

—No. —Sonó disgustado—. Simplemente no quiero ropa mojada en mis asientos de piel.

Su encanto se transformó en una helada indiferencia en una fracción de segundo.

Continuó sujetando la manta y levantó una ceja con actitud desafiante.

Viendo que era preferible no contrariarlo, se acercó de soslayo y dejó la bolsa del ordenador en el suelo para poder quitarse las mangas de la camiseta. La ropa húmeda comenzaban a irritarle la piel.

Él se movió detrás de ella y se apresuró a envolverle los hombros con la manta.

La gruesa tela la calentó con tanta rapidez como un día de verano. Sus músculos flojos iban a derretirse formando un charco si no se metía en el coche enseguida. Se reconoció derrotada sin decir una palabra.

Carlos la cogió de los hombros y le habló al oído.

—He tenido un día muy largo. Las últimas horas no lo han mejorado para nada, así que vamos a darnos una tregua.

Su voz profunda era suave, y calmaba sus nervios de punta. Ahí estaba, otra vez reconfortándola, masajeándole los hombros suavemente con los dedos. No podía permitirse un comentario altanero cuando la misma persona que la había salvado de la muerte ahora le ofrecía una tregua y sonaba tan agotada como ella.

Mañana habría mucho tiempo para luchar contra él.

—Acepto el trato. —Ella esperaba que él la soltara. Mejor pronto que tarde, o caería en la tentación de recostarse contra su ancho pecho.

Carlos dejó caer las manos y ella trató de ignorar la decepción que sintió. Levantó la bolsa del ordenador y lo siguió hasta el lado del copiloto. Allí se hundió en un asiento celestial y dejó caer la cabeza hacia atrás.

Él se dirigió al otro lado del coche con los pasos grandes de un hombre seguro. Se deslizó detrás del volante, llenando el interior del vehículo con la calidad de su presencia.

El motor rugió cobrando vida.

Gabrielle se esforzó por mantenerse despierta mientras él maniobraba para salir del aparcamiento y luego se dirigía a la carretera. En la 74 giró hacia el norte, como si buscara la interestatal 85. El calor arrullaba sus piernas y una música suave salía de la cabina.

«No dormir. Fijarme bien en la ruta». Su mente sabía lo que tenía que hacer, pero el cuerpo no le respondía. Luchó por estar alerta, observando la ruta hasta que llegaron a la interestatal 85 y él se adentró en el tráfico que fluía dirección norte. A menos que cambiara el recorrido, Atlanta estaba a más de treinta kilómetros por delante.

El viaje la fue tranquilizando.

La ansiedad abandonó su cuerpo de un solo plumazo. Su mente vagó a la deriva. Su cabeza se llenaba de imágenes inconexas. Entradas de ordenador donde se arremolinaban mensajes codificados. La firma de Linette, Juana de Arco, aparecía en el tablón de anuncios, después de que Gabrielle pasara años esperando saber de ella. Se dispuso a contestar el mensaje, pero al darle a las teclas un cuerpo sangriento colgado en una pared aparecía en la pantalla.

El hombre levantó la cabeza. Ella se quedó helada al reconocer la cara magullada.

Carlos.

Golpeó el ordenador, gritando:

—¡No! —Su grito hizo eco en la oscura habitación.

Alguien le cogió las manos. Alguien le habló despacio y con urgencia.

—Gabrielle, estás a salvo. Despierta.

Ella abrió los ojos, con el corazón acelerado.

Carlos la sostenía contra su pecho, hablándole suavemente.

—Todo está bien. Estás a salvo.

Ella dio una respiración temblorosa y se dio cuenta de que él había aparcado el coche en un recodo de la carretera y se había puesto a su lado. El corazón le latía desbocado.

Le pasó una mano por la espalda, acariciándola.

Qué sensación tan extraña… la de ser consolada. Había olvidado lo que se sentía al ser abrazada. Un verdadero abrazo, no simplemente la forma educada de saludarse. Pero él era el enemigo. Tenía que recordar eso, o jamás saldría de aquello.

Gabrielle respiró profundamente. Buscó la fuerza que la había mantenido viva durante los últimos diez años y que la había hecho escapar de la garra mortal de Durand Anguis.

—Estoy bien. —Se echó hacia atrás, confusa por el profundo sueño y también hambrienta—. ¿Dónde estamos? —No pudo evitar el tono hosco y no le importó especialmente si sonaba desagradecida. La pesadilla era culpa de él, y además estaba enferma del estómago y a la vez necesitaba comer.

Él la soltó y volvió al asiento del conductor. Antes de poner el motor en marcha, se estiró por delante de ella para ponerle el cinturón de seguridad. Cuando se detuvo, su mejilla quedó muy cerca de la de ella, tan cerca que aquello fue como un gesto íntimo.

En lugar de estar asustada, como debería haber sido, en aquel momento se sintió segura y protegida. Era evidente que estaba perdiendo la cabeza.

Él abrió los ojos asombrado, como si intuitivamente comprendiera algo, y luego los entrecerró mientras retrocedía hacia su asiento, abrochando el cinturón con el mismo movimiento. Para ser un hombre tan intimidante por su tamaño y la solidez de sus músculos, todos sus movimientos eran suaves y fluidos.

Se aclaró la garganta.

—¿Quieres beber algo? —Puso el motor en marcha y volvió suavemente a adentrarse en el tráfico.

—Tal vez agua. —Gabrielle buscó algún monumento o edificio famoso que le sirviera de referencia mientras el coche rápidamente tomó velocidad. Estaban en la interestatal 75 y acababan de pasar bajo el paso elevado que hay al norte de la 120, lo cual significaba que estaban en el área de Marietta, al noroeste de la ciudad de Atlanta. Había dormido por lo menos cuarenta y cinco minutos, pero no se sentía muy despejada. Como uno de esos raros días en que echaba una siesta por la tarde después de haber pasado la mitad de la noche ante el ordenador.

Carlos tomó la escisión de la interestatal 575 y giró hacia la salida de Barrett Parkway. Los bares de comida rápida y las tiendas de rebajas se apiñaban a lo largo de un kilómetro formando algo muy parecido a un centro popular de Atlanta.

—¿Hambrienta? —preguntó él.

Oui. —Ella se enderezó en el asiento, estudiando las diversas posibilidades a cada lado de la carretera—. Pero tendrás que aparcar para que pueda ir al lavabo.

Él se dirigió hacia un McDonald’s y aparcó, luego se bajó y la ayudó a salir del coche. Ella se dirigió apresuradamente hacia el lavabo de mujeres. Cuando salió, él se hallaba ante la puerta con una bolsa de comida. A ella se le hizo la boca agua con el olor. Le encantaban las patatas fritas. Comieron en silencio mientras ella observaba a Carlos; la mirada de él permanecía atenta a todo lo que se movía.

De vuelta en la carretera, puso de nuevo el coche a velocidad de crucero.

—Ahora que ya te has echado una siesta y has comido, hablemos.

—¿De qué? Creí que querías esperar a que conociera a tu gente.

Él se encogió de hombros.

—Podrías llenar algunos huecos esta noche.

—¿Como qué? —Mejor menos que más.

—Tú eres el informador electrónico Espejismo. —Él no lo preguntó, simplemente lo expuso, y añadió—: ¿De dónde sacaste la información?

—¿Quién eres tú y para quién trabajas? —preguntó ella antes de admitir nada, aunque tal vez podría haber formulado sus preguntas más educadamente si quería propiciar un intercambio de información.

—Si estás preocupada por Durand Anguis, no estoy en su equipo.

Eso no era una respuesta. Ella golpeó con los dedos el tirador de la puerta.

—Eso había conseguido imaginármelo en las últimas horas. Y eso no me dice para quién estás trabajando… o qué quieres de mí.

—Yo no soy el que tiene que responder a esas preguntas.

Ella lo entendía, pero seguía necesitando saber en qué equipo jugaba él.

—¿Eres de la CIA o del FBI?

—No.

—¿Quieres decir que de ninguna de las dos organizaciones?

—No, pero trabajo para una agencia que vela por la seguridad de Estados Unidos.

Ella suspiró y dejó caer la cabeza hacia atrás.

—Supongo que eso es algo. Pero me mostraría más dispuesta a hablar si supiera cuál es la agencia a la que perteneces.

—Digamos que no es ninguna que conozcas. —Sus ojos la miraban con regocijo, aunque el resto de sus facciones permanecían tan estoicas como siempre.

—¿La CIA y el FBI saben de ti?

—No.

Entonces ¿pertenecía a algún tipo de organización de las fuerzas del orden?

Cuando terminó la interestatal 575, Carlos tomó la autopista 5 hacia el norte.

Ella sintió el aire cálido en los hombros, que la distrajo. Entre la comida y el calor, sentía otra vez los párpados pesados, pero debía permanecer vigilante. Cualquier esperanza de escaparse de Carlos dependía de saber dónde estaba y hacia dónde iba.

Se frotó los ojos, cerrándolos solo por un momento, justo lo suficiente para dejarlos descansar un poco.

—¿Por qué estás en Peachtree?

Su pregunta la despertó de golpe. Se enderezó y abrió los ojos, tratando de estar alerta. Era una mala señal que se hubiese quedado dormida tan rápido otra vez.

—¿Qué?

—Peachtree City. ¿Por qué vives ahí?

—Me gusta la zona —murmuró. Luego se aclaró la voz—. Tiene bonitos parques y una comida estupenda. Kilómetros y kilómetros de caminos pavimentados que permiten recorrer toda la ciudad con un cochecito de golf o una bicicleta. Buena comida, también. Echaré de menos ir a comer al bistro de Pascal. Ese sitio era mi favorito…

—No me refería a eso —la interrumpió él en un tono irónico que casi acaba con su paciencia.

Gabrielle se cruzó de brazos.

—Simplemente era un lugar para vivir donde me sentía a salvo. No existe ninguna razón especial que tenga que ver con el espionaje, si es eso lo que estás insinuando. No conozco a nadie más que a mi casero, a quien casi nunca veo. —Se sentó más erguida—. Dios mío. Harry iba a pasar por allí este fin de semana. ¿Qué pasa con el cuerpo de Baby Face?

—A estas alturas ya no quedarán ni cuerpos ni coches en su propiedad. ¿Qué le contaste a Baby Face?

—Nada.

—¿Y qué te dijo él exactamente?

—Que la Brigada Antidroga quería hablar conmigo sobre… —Se esforzó por recordar lo que le había dicho, tratando de compartir solamente lo que Carlos ya sabía—. Sobre Durand Anguis, pero no sé por qué.

—Entonces Baby Face te siguió el rastro electrónico…

—Un golpe de suerte. —Ella se burló y luego frunció el ceño. Había reconocido demasiado.

—La verdad es que no cometiste ningún descuido —le aseguró él.

No quiso responder, puesto que él captaba hasta el mínimo detalle de lo que decía y de sus reacciones.

—De verdad —continuó él—. Nosotros sabemos que tú eres Espejismo. Baby Face tiene un cerebro electrónico con fuentes alrededor de todo el mundo. Él siguió tu rastro, y lo mismo hizo mi gente. No sabemos quién más habrá estado cerca de localizarte. —Carlos guardó silencio un momento, y luego añadió—: Tienes suerte de que te encontrara cuando lo hice.

Gabrielle no podía discutirle ese punto. ¿Cómo la habrían encontrado esos dos grupos?

Al responder a aquel último mensaje sobre Mandy proporcionó información a alguien que estaba esperando un segundo mensaje. Gabrielle se lo procuró. Fue entonces cuando Baby Face y el grupo al que pertenecía Carlos debieron de descubrir que el mensaje había rebotado desde Peachtree City a Rumanía y a Rusia antes de llegar a varias direcciones de Reino Unido y Estados Unidos.

Ella apostaba a que el mensaje de emergencia que había recibido sobre Mandy había sido enviado por Baby Face o por el grupo de Carlos.

Un error estúpido, pero volvería a poner su vida en peligro de nuevo por salvar a una niña.

Carlos había aparecido a tiempo para protegerla de las manos de Turga, pero su gratitud iba a desintegrarse si descubría que su gente había colgado aquel mensaje sobre Mandy la otra noche.

Si descubría que su grupo la había hecho caer en una trampa, dejándola expuesta a personas como Durand.

Hasta que ella supiera qué era lo que quería Carlos y para quién trabajaba, no podía permitir que su actitud o su naturaleza protectora continuaran nublando su capacidad de juicio.

—Entonces ¿de dónde obtienes tu información? —volvió a preguntar él.

Ella se encogió de hombros.

—De Internet, ¿de dónde si no?

El bufido que él soltó se transformó en una carcajada.

—No me lo creo. No me creo nada. Has pasado información a la CIA, el M15 o el MI6, la Interpol, el FBI y un montón de otros grupos que no puedes haber encontrado por azar en Internet. Escoge otra respuesta.

Ella no pensaba hablarle acerca de los socios de Sudamérica que la habían mantenido informada durante los últimos cuatro años. Contactar con Ferdinand y su hijo para ayudar con el secuestro de Mandy había sido un riesgo después de todos los problemas que tuvo que pasar para asegurar la protección de los hombres que la habían informado.

Una calle electrónica de dirección única. Tomar la iniciativa para contactar con ellos primero abrió un canal que alguien podía rastrear.

Por favor, esperaba no haber puesto a Ferdinand y a su hijo en peligro por romper el protocolo, pero sin esa información no habrían encontrado a Mandy.

¿Habrían localizado a la joven? ¿A alguien le importaba, incluyendo a Carlos y su grupo, lo que le ocurriera a Mandy?

¿Estaba realmente la joven a salvo después de todo aquello? Hasta donde Gabrielle podía ver, todo el mundo estaba mucho más interesado en los contactos de Espejismo que en ninguna otra cosa.

Pero preguntarle ahora a Carlos acerca de Mandy no haría más que confirmar lo que él estaba tratando de pescar.

No revelaría sus contactos en Sudamérica, por mucho que los socios de él la amenazaran. Por favor, que Dios le diera fuerzas para conservar esa convicción aun bajo tortura.

En su mente vagaron pensamientos inconexos.

El sueño la arrullaba como un amante. Dejó caer los párpados.

Carlos apretó los dientes por el latido que sentía en las sienes. No tenía ningún interés especial que discutir con ella precisamente ahora, sabiendo que Gabrielle respondería a todas las preguntas de BAD en su cuartel mañana. Necesitaba que continuara hablando hasta que llegaran cerca de su refugio seguro en Hiawassee, luego podría abandonarse al sueño mientras él conducía hasta la cabaña.

De otro modo, tendría que dar un rodeo alrededor de la zona hasta que ella se durmiera de nuevo. O vendarle los ojos y atarle las manos, que era algo que realmente no quería hacer.

La miró de reojo. El cansancio se reflejaba en sus asombrosos ojos, que eran de un peculiar tono a veces azul y a veces violeta.

Incluso a un observador avezado le costaría determinar su edad exacta. No llevaba maquillaje y podía tener perfectamente veintipocos años o andar cerca de los treinta. Algunos cabellos sueltos se le escapaban de la melena morena que había sujetado sobre su cabeza con una pinza y ahora le caía en mechones despeinados a lo largo del cuello. Su rostro ovalado no haría que todas las cabezas de una habitación se volvieran a mirarla, pero sin duda algunas miradas masculinas se mostrarían persistentes y sopesarían sus posibilidades.

¿Ella era el informante que había accedido a los sistemas de comunicación de agencias de espionaje internacional?

Ahora tenía demasiada presión en la cabeza, así que sería mejor interrogarla al día siguiente.

Gabrielle frunció levemente el labio inferior, de un rosado intenso, como si estuviera pensando. Apoyó un codo contra la ventanilla y asomó la cabeza, luchando por mantenerse despierta, probablemente tratando de imaginar adónde iban, mientras Carlos pensaba en cómo mantener su refugio en secreto.

La manta se le deslizó de los hombros y cayó alrededor de su cintura. Sus holgados pantalones grises y su camiseta extremadamente grande desde luego no ocultaban todas las curvas de su cuerpo.

Especialmente por la camiseta húmeda, que se pegaba a sus pechos.

Carlos sintió un movimiento dentro de sus pantalones y frunció el ceño ante aquella reacción tan puramente masculina. No era el momento de que su cuerpo le recordara que llevaba demasiado tiempo sin un desahogo.

Puso la calefacción un poco más alta a pesar de que el calor le daba también a él ganas de dormir, pero podría mantenerse despierto durante otra media hora.

Ella parpadeó varias veces hasta que se quedó dormida.

Cuando su respiración adquirió un ritmo constante, Carlos salió de la carretera principal.

La suave respiración de Gabrielle llenaba el silencio del coche. Él se inclinó hacia ella para subirle la manta hasta los hombros. La necesidad urgente de que estuviera a salvo zumbaba con tanta fuerza como las balas lanzadas por el aire momentos atrás.

Una urgencia que entraba en conflicto directo con el trabajo que tendría que hacer en el cuartel.

Pero al menos durante aquella noche estaría a salvo de todos.

Al acercarse al camino de entrada de la cabaña, accionó un botón del reposacabezas que abría la verja eléctrica. Entró lentamente, asegurándose de que la verja se cerrara tras ellos.

Ya en la casa, condujo relajadamente por el camino circular mientras levantaba un control remoto de la consola que había entre los asientos y apretaba una serie de tres botones. Si hubiera recibido cualquier tipo de señal de alarma habría continuado por el camino circular para marcharse inmediatamente.

Todo despejado.

En cuanto el coche estuvo metido en el garaje, Carlos cerró la puerta y dejó allí a Gabrielle mientras él abría la casa. Revisó cada habitación, luego volvió junto a ella y abrió la puerta del coche lentamente para cogerla. Le desabrochó el cinturón y la levantó en brazos, gruñendo al sentir una punzada de dolor en el antebrazo y en un costado. El rasguño de la bala y el corte con el vidrio necesitarían unos puntos aquella noche.

La llevó hasta el dormitorio principal, donde ya había preparado las mantas al entrar la primera vez. Ella no se despertó cuando él le quitó las zapatillas de deporte y los pantalones de chándal, que ya estaban secos. Al levantarle la parte de arriba vio que llevaba una prenda interior de seda, así que le quitó también la camiseta.

Se acurrucó formando una bola de piel suave, un seductor conjunto de ropa interior de color rojo de encaje y una camisola de seda a juego.

¿Cómo era posible que una mujer con aspecto de bibliotecaria llevara una ropa interior tan provocativa? Ahora venía el momento de considerar cómo vigilarla durante la noche.

Podía dormir sin estar atada mientras él estuviera despierto, pero necesitaba dormir, y después de tantas horas en pie, caería como un tronco en cuanto su cabeza tocara la almohada.

Lo más seguro sería sujetarle las manos y los brazos a cada esquina de la cama, especialmente si en el transcurso de la noche irrumpían guardias para llevársela en custodia.

La visión de ella atada con los brazos y piernas en cruz y aquella ropa interior de encaje rojo pasó como una ráfaga por su mente despertando consecuencias en sus entrañas.

Y aquel beso todavía permanecía en sus labios y en su mente.

Realmente tenía que aclarar sus pensamientos sobre ella, comenzando por no pensar en su boca… ni en su sujetador.

Carlos la cubrió con las mantas para evitar toda tentación. Si bien la información que ella había compartido por vía electrónica los había conducido hasta Mandy, también era cierto que nunca había conocido a un informante que simplemente hiciera de buen samaritano, sin esconder motivos ocultos. Los informantes siempre querían algo y no podía confiarse en que su lealtad no se entregara al mejor postor.

Así que había que pensar en ella como enemiga.

Volvió a mirar su dulce perfil y lamentó tener que sujetarla a la cama, pero si la dejaba libre huiría en cuanto viera la primera oportunidad.

No tenía elección. Aunque a ella no le gustaría.

Demonios, a él tampoco le gustaba.

La cabeza le dolía demasiado para tomar una decisión más, así que Carlos sacó una moneda de veinticinco céntimos de su bolsillo y la lanzó al aire.