Gabrielle contemplaba fijamente el diseño de tinta que mostraba a una serpiente enrollada alrededor de un estilete sobre el corazón de Carlos, con una cicatriz.
—¿Alejandro? —La conmoción de Durand lo había dejado sin aliento. Luego soltó un gemido—. ¡Alejandro! —Su rostro se contrajo mientras avanzaba hacia Carlos, con el cuerpo temblando. Extendió hacia él las manos temblorosas, con los músculos de sus dedos rígidos mientras tocaban la cara de Carlos. Durand sacudía la cabeza de un lado a otro, y la incredulidad se traslucía en su violenta voz—. ¿Por qué te volviste contra tu familia?
A Gabrielle se le doblaron las rodillas. Carlos era Alejandro Anguis, ¿el hombre que mató a su madre?
¿Qué había ocurrido con todo el aire de la habitación?
María se cubría la boca, sollozando. Los hombres de Durand apretaban sus armas, con todos los músculos tensos y preparados.
Durand agarró el rostro de Carlos, hundiendo los dedos en la suave piel. Todo su cuerpo temblaba con furia. Su voz era cruda.
—Tú eras de mi misma sangre. Mi sangre.
En cualquier otra situación, Gabrielle se hubiera sentido conmovida por la forma en que a Durand parecía desgarrársele el corazón ante la visión de su hijo durante tanto tiempo perdido.
Pero no podía sentir ni una pizca de compasión por ese hombre.
Carlos no dijo nada, y se mantenía quieto como una estatua. Durand lo soltó de repente como si tocarlo le quemara las manos, y retrocedió. Había dejado marcas rojas en las mejillas de Carlos.
Los ojos negros que Durand fijó en su hijo mostraban una locura salvaje, y su voz cruda sonó más amenazante que nunca cuando susurró:
—Asesinaste a tu propia sangre. Mi hermano estaba en ese castillo.
—Entonces fuiste tú quien asesinaste a tu propia sangre, porque no fui yo quien lo envió a una trampa mortal —replicó Carlos con una voz tan letal y tan suave como la de Durand.
Entonces Durand y Carlos eran padre e hijo. Gabrielle se sintió enferma.
Durand había sido el monstruo de sus pesadillas durante años. En la habitación reinaba un silencio rotundo, que hacía pensar que el mundo se había detenido, congelándose en aquel mismo momento.
Después de una larga y tensa quietud, Durand pareció recobrar su compostura y preguntó con tono exigente:
—¿Quién es Espejismo?
—Te lo diré en cuanto María llame comunicando que han subido al avión —repitió Carlos sin mirar a nadie.
A Gabrielle le dolía el pecho como si le hubieran arrancado el corazón. ¿Cómo podría ser Carlos el hombre que ella amaba? Había matado a gente inocente con una bomba. A mujeres. A su madre.
Su cerebro gritaba por encontrar argumentos en su favor. Él no podía ser esa persona. Él nunca haría daño a una mujer ni mataría sin razón. Pero él mismo lo había admitido. Su tía lo había reconocido. ¿Realmente él confiaba en su tía?
¿Carlos se estaba ahora preocupando por su seguridad o solo le estaba dando a Gabrielle una ventaja antes de decirle a Durand que ella era Espejismo?
La cabeza le latía con fuerza ante el intento de asimilar lo inconcebible: que había intimado con el hombre que le había arrebatado la vida a su madre. Que se había enamorado de un verdadero espejismo. El corazón le sangraba como si tuviera mil cortes. Aquel era el hombre que había jurado que no permitiría que nadie la hiriera.
Suponía que Carlos no se había incluido a sí mismo en la lista de posibles amenazas.
—No estás en posición de negociar, Alejandro —le advirtió Durand en un tono letal.
—Por eso pedí que estuviera aquí María —dijo Carlos, estoico ante la idea de enfrentarse a una muerte segura. No miraría a Gabrielle. Su mirada aterrizó sobre su padre y allí se quedó.
Durand no estaba satisfecho con la posición en la que se hallaba, pero ya no podía echarse atrás respecto al trato. Gabrielle había aprendido de Ferdinand que el poder de Durand residía en la fuerza de su palabra.
—María, prepara a tu hijo para el viaje —ordenó Durand con tanta calma como si le estuviera pidiendo que fuese a preparar una taza de té. Sus ojos reflejaban una decepción con su hermana que Gabrielle no podía entender—. Julio, que mis hombres lleven a esa mujer con María y Eduardo para volar en mi jet cuando mi hermana esté preparada.
—¿Qué vas a hacer con él, Durand? —preguntó María, señalando a Carlos.
—No te metas en mis asuntos —fue la respuesta de su hermano.
Gabrielle miró a María, que estaba junto a ella. La mujer volvió hacia Carlos unos ojos suplicantes. ¿Qué es lo que quería su tía?
Cuando Carlos evitó su mirada, María suspiró y salió de la habitación. Durand ordenó a Julio que vigilara a los prisioneros, y luego hizo una seña a los otros hombres para que lo acompañaran.
Julio escogió un lugar de la habitación, cerca del escritorio. Una posición estratégica desde la cual podía observarlos a los dos.
Gabrielle se quedó totalmente quieta, tratando de respirar a pesar de la tensión que sentía en el pecho. Carlos, o Alejandro, estaba sentado igual de inmóvil al otro lado de la habitación, evitando mirarla.
Durand lo mataría. Ella luchó por respirar. Sentía sobre el pecho el peso de un elefante. La idea de Carlos agonizante desató sus emociones. Debería estar encantada de que Alejandro Anguis se enfrentara a la muerte, pero su corazón traidor clamaba por salvar a Carlos.
Al menos hasta que pudiera hablar con él, averiguar por qué le había mentido. ¿Y entonces qué? ¿Lo llevaría ante las autoridades para que lo juzgaran sus iguales?
En su caso, esas personas serían también asesinos.
Carlos quería que ella le entregara un mensaje a Joe.
Ahora ella tenía que cuestionarse a quién representaban Joe y su grupo de agentes letales.
Carlos finalmente alzó la cabeza para enfrentarse a ella por primera vez desde que habían entrado en el despacho de Durand. El sufrimiento que ella vio en sus ojos le retorció el corazón.
La había hecho jurar que no lo odiaría.
Él estaba esperando un signo de esa promesa.
Pero ella no podía darle ese signo a un hombre que libremente admitía ser un asesino que ella llevaba una década tratando de ajusticiar.
Él apartó la vista, pero no antes de que su rostro serio se tiñera de desesperación.
Gabrielle no podía hacerlo. No podía limitarse a dejarlo allí para que muriera. Como si él hubiera leído sus pensamientos, sus ojos volvieron a buscar los de ella. Hizo un pequeño gesto con la cabeza y ella supo que le estaba pidiendo que no traicionara el trato que habían hecho. Desvió la mirada hacia Julio, que la observaba fijamente. Desde su ángulo él no podía ver el rostro de Carlos tan bien como ella.
Cuando ella volvió a mirar a Carlos, él movió los labios diciendo sin voz las palabras «Por favor, sálvalos».
Él quería saber que ella trasmitiría a Joe su mensaje, la idea de que algo les ocurriría a los adolescentes en el Congreso, dentro de unas pocas horas.
No suplicaba por él, sino solo por los demás.
¿Quién era ese hombre?
Durand entró de nuevo en la habitación.
—Llévala al coche, Julio.
—No, yo… —Gabrielle avanzó unos pasos hacia Carlos.
—Vete de aquí —ladró Carlos a Gabrielle—. No me estoy disculpando por haberte metido en esto porque te necesitaba como tapadera, pero no voy a cargar todavía con más de tus quejas. Vete a casa. Mantén la boca cerrada y él te dejará seguir viva. ¿Qué parte es la que no entiendes?
Gabrielle se quedó allí de pie, aturdida por el arrebato de rabia, hasta que Julio cruzó la habitación y le tocó el brazo.
Ella se sobresaltó. Por dentro se retorcía de indecisión. No podía aceptar aquello.
Carlos la miró a los ojos, y su agonía le hizo una petición clara. Ella retuvo las lágrimas. No tenía que haber sido así. Él esperaba su aceptación.
Ella asintió, incapaz de negarse o de hablar.
El alivio que se reflejó en el rostro de él le mostró que confiaba en que ella no iba a fallarle. Que entregaría el mensaje a Joe y salvaría a los adolescentes.
Pero ¿quién salvaría a Carlos? Oh, Dios, no podía hacer eso.
Julio la agarró del brazo. El rostro de Carlos se enfureció. Ella no podía permitirse ponerlo en una situación de mayor peligro.
¿Qué mayor peligro podía haber?
—Me voy. —Gabrielle se dio la vuelta y se dirigió hacia la puerta, luchando por controlarse a cada paso. Trataba de respirar, de decirse a sí misma que no debía volver a entrar corriendo a esa habitación para suplicarle a Durand que soltase a Carlos. Durand sin duda la usaría contra su hijo.
Pero si ella se marchaba, Carlos no podría entregar a Espejismo, a menos que la traicionara. ¿Eso haría?
Él había dicho que Joe y Retter podrían sacarlo de allí, pero ¿su tía permitiría que ella contactara con alguien cuando bajaran del jet? ¿Cuánto tiempo tardaría en encontrar a Joe?
Fuera, Gabrielle dirigió una mirada a la impresionante casa de color amarillo pálido, con una pared estucada de seis metros de alto coronada con una verja de hierro acabada en pinchos que rodeaba todo el recinto.
¿Cómo podría entrar allí Retter lo bastante rápido para ayudar a Carlos?
Cuando llegaron ante una furgoneta equipada con una plataforma hidráulica de elevación en la parte trasera, Julio se sacó el arma del hombro y la apuntó con ella. Gabrielle subió dentro y ocupó un asiento que había frente a una silla de ruedas. Un hombre con el cabello negro a la altura del hombro, de la edad de Carlos, la miraba fijamente y en silencio.
Gabrielle se volvió hacia el conductor, que ya estaba sentado ante el volante.
—¿Dónde está María?
Él la ignoró.
Lo mismo hizo el hombre de la silla de ruedas.
Ella se lanzó hacia la puerta, pero se activaron los cerrojos.
•• • ••
Carlos no podía apartar los ojos de la puerta cerrada del despacho de Durand. Nunca volvería a ver a Gabrielle. Sentía apartarse en torno a su pecho tiras de acero con cada segundo que pasaba.
¿Realmente había creído que Gabrielle no lo odiaría?
No, pero rogaba para que no lo hiciera.
Era injusto esperar de ella comprensión sin explicarle todo lo que había sucedido el día de la muerte de su madre. El hecho de que Gabrielle hubiera vacilado al salir de la habitación, le demostraba que todavía sentía algo por él en algún rincón de su corazón. En algún lugar profundamente enterrado debajo de todo el dolor y la decepción que ella había tenido que soportar, todavía sentía algo por él.
Él necesitaba creer eso para poder enfrentarse a lo que Durand querría hacer con él en cuanto María llamara para decir que estaban en el avión.
Durand jamás se limitaba simplemente a matar. Él creía que había que dar castigos ejemplares cuando alguien infringía de cualquier forma la lealtad. Haría primero todo lo que pudiera para sonsacarle información a Carlos. Él dejaría que lo intentara.
Carlos echó un vistazo al único guardia que quedaba, cuyos ojos estaban desenfocados como los de un maniquí, y lo hacían sentirse tan invisible como se había sentido de niño en aquella casa. Pero solo hacía falta un guardia dado que el otro había atado fuertemente a Carlos a la silla, usando cables, antes de abandonar la habitación.
La puerta del despacho de Durand se abrió silenciosamente y luego volvió a cerrarse. Carlos no se sorprendió al ver a María. Contaba con eso.
María le dijo al guardia:
—Déjame con Alejandro.
Cuando el guardia vaciló, ella añadió:
—Durand ha enviado la orden. Está en el vestíbulo si quieres ir a preguntárselo.
Eso evitó cualquier discusión por parte del guardia, que salió inmediatamente.
En cuanto la puerta se cerró, María cruzó la habitación hasta Carlos y se inclinó para abrazarlo. Su cuerpo se sacudía con sollozos silenciosos.
Ella le trajo el olor del pasado.
Los ojos de él se llenaron de lágrimas. Esa era su verdadera madre, la mujer que lo había acunado por las noches y le había dado un refugio seguro frente a la casa de Durand. Su tía lo había amado como a un hijo propio, mientras que su madre biológica ni siquiera podía tolerar estar en la misma habitación con él.
Ojalá pudiera rodear a su tía con los brazos una vez más antes de morir.
—Alejandro, por favor, déjame decírselo a Durand —le rogó.
Carlos volvió su rostro hacia la mejilla de la mujer y besó la suave piel. Luego susurró:
—No. Todo irá bien, solo mantén tu palabra y no se lo digas a Durand. Nunca.
—Él ya no es el chico con el que crecí. —Años de angustia y decepción se colaban a través de su voz. Abrazó a Carlos una vez más, y luego se sentó en una silla junto a él, inclinándose para entrelazar los dedos con los suyos—. Ya no puedo mirarlo a los ojos porque vería mi odio.
A él se le encogió el corazón ante el entrañable contacto de sus dedos.
—Mi hermano no le haría daño a Eduardo —razonó ella.
Dio un profundo suspiro que contenía años de sufrimiento—. Puedo hacerle entender a Durand que mi hijo era un chico tonto que intentó matar a Salvatore para impresionarlo y que tú cargaste con la culpa sobre tus hombros para protegernos. El ve que Eduardo paga diariamente su propio error con su columna rota. Has llevado esta carga tú solo durante demasiado tiempo. Salvatore no regresará a vengarse. No haría daño a un chico en una silla de ruedas y a su madre. Eduardo suplica que te haga saber que siente muchísimo lo que hizo y que quiere decirle a mi hermano la verdad.
Carlos no podía permitir que lo hiciera. Salvatore perseguiría la venganza por la muerte de su ahijada hasta el fin de los tiempos.
—No puedes confiar en que Durand o Salvatore no tomarían algún tipo de represalia.
—¿Y qué pasa contigo? ¿Confías en que no te matará?
Durand le haría algo mucho peor que eso.
—Estaré bien cuando los tres estéis a salvo y mi gente aparezca —dijo Carlos tranquilamente.
Ella alzó las cejas sorprendida.
—¿Qué quieres decir? —Mantuvo su voz igual de suave.
—Os hubiera sacado de aquí hace mucho tiempo de haber podido hacerlo sin que Durand se volviera contra vosotros, pero ahora tenéis una oportunidad de escapar de él. —Porque Carlos confiaba en que Joe y Tee moverían todos los hilos que fuese necesario para poner a María y a Eduardo en el programa de protección. BAD se encargaba de cuidar de los suyos, y eso es lo que ocurriría si Gabrielle mantenía su palabra y les avisaba. Carlos esperaba que Gabrielle usara la información que debía compartir sobre los adolescentes para negociar sus propios términos, y no la culpaba por eso.
—¿Cómo podemos escapar y quién es esa mujer? —preguntó María.
—Se llama Gabrielle. Va a contactar con personas poderosas que pueden protegeros a ti y a Eduardo. Una agencia que contactó conmigo años atrás y me dio la oportunidad de hacer algo bueno con mi vida. —Carlos luchaba contra el miedo de que algo pudiera salir mal. Había confiado su vida a BAD cientos de veces. Tenía que confiar en ellos ahora.
Continuó:
—Tan pronto como lleguéis al aeropuerto, Gabrielle debe hacer una llamada al Estado. Pueden morir niños si no consigue hacerle llegar un mensaje a tiempo a mi jefe. En cuanto puedas hablar con ella sin que nadie os escuche, dile a Gabrielle que quiero que Joe os acoja a ti y a Eduardo bajo custodia protegida. Él se asegurará de que estés a salvo y de que Eduardo reciba las atenciones médicas que necesita. Dale a Joe toda la información que puedas sobre las operaciones de Durand. Cuando llames a Durand para decirle que estáis en el avión, dile que te permita hablar conmigo y dime las palabras «todo está arreglado» para que yo sepa que Gabrielle ha podido contactar con Joe antes de subir al avión.
María y Eduardo por fin se liberarían de Durand. Hacía mucho tiempo que Carlos había nombrado a Joe administrador de su testamento, que asignaba sus ahorros y el dinero de un seguro de vida a María tras su muerte. Joe y Tee ocultarían a María y a Eduardo con el programa de protección y tendrían suficientes fondos para vivir holgadamente toda la vida.
En cuanto Retter supiera lo que le había ocurrido a Carlos —lo cual ocurriría rápido, porque Durand se jactaría de su hazaña para demostrar su poder—, Joe podría soltar a Gabrielle, si es que estaba dispuesto a hacerlo. Carlos había dejado una nota con Jake por si le ocurría algo, donde le pedía a Joe que al menos considerara la idea de mantener a Gabrielle en BAD, puesto que ella era una baza tan valiosa.
En cuanto Carlos enterrara a Espejismo para siempre, Gabrielle estaría a salvo de alguien como Durand, y también de su exmarido.
—¿Y qué ocurrirá contigo? —preguntó María.
—En cuanto ella contacte con mi amigo Joe, él enviará un equipo en mi busca. —En realidad Carlos esperaba que Joe aceptara la señal de código negro y no se arriesgara a enviar agentes. Respiró tratando de reunir fuerzas. Tal vez debería terminar ya con sus mentiras—. Cuanto antes salgas de aquí mejor será para mí.
María se santiguó.
—Gracias a Dios que tienes a alguien que puede ayudarte. Yo no te sirvo para nada. —Le apretó los dedos.
—Tú eres lo mejor de mí —susurró él, casi incapaz de hablar, y luego se aclaró la garganta—. Por favor, no te enfades con Gabrielle si te dice que… me odia. Le he hecho daño, a pesar de que no quería hacerlo. —Tragó saliva por el nudo de emoción que se agolpaba en su garganta—. Y dile a Eduardo que lo perdoné hace mucho tiempo. Tenemos la misma sangre. La familia cuida de la familia. Te quiero. Y ahora vete antes de que Durand se enfade más contigo.
—Te quiero como a un hijo. —Lo abrazó otra vez, lo besó en la mejilla y salió.
Julio entró en la habitación con tres hombres más.
—Veo que has ascendido en el pozo de las serpientes —le dijo Carlos a Julio—. Has pasado de soldado a asesino de masas. Muy bonito.
—Simplemente me puse a ayudar a Durand cuando su propio hijo se volvió en contra de su familia.
—Yo puedo dormir por las noches. ¿Y tú?
Julio ignoró la pregunta.
—Tienes tiempo hasta que suban al avión, Alejandro, luego vendrás conmigo al granero. Recuerdas el granero, ¿verdad?
•• • ••
En el aeropuerto internacional de Caracas, Gabrielle bajó de un coche deportivo aparcado cerca del hangar donde estaba el jet privado. Estaba aturdida por todo lo que había ocurrido, y el viento le despeinaba el pelo suelto mientras esperaba instrucciones.
Las nubes negras reunían fuerzas y se acercaban desde el oeste, advirtiéndoles que si no volaban pronto tendrían que quedarse en tierra.
El guardia armado que había viajado en la parte trasera de la furgoneta junto a Eduardo dio uno pasos y levantó el cañón de su pistola automática para señalar un lugar a pocos metros de distancia. Gabrielle siguió sus instrucciones silenciosas y se plantó en la posición designada. Satisfecho con su obediencia, el guardia regresó a la furgoneta y comenzó a bajar al hijo de María.
María avanzó para colocarse junto a Gabrielle. La mujer ni siquiera le había dirigido la palabra durante todo el camino. Tan pesadamente armado como el otro guardia, el conductor atravesó la pista de asfalto para ir junto a ellas. Se dirigió a María en español, pero Gabrielle captó lo suficiente para entender que le estaba preguntando si necesitaba un arma para impedir que Gabrielle huyera.
La tía de Carlos no respondió enseguida, sino que mantuvo un silencio glacial hasta que el guardia se movió incómodo. Entonces ella le dijo que era una Anguis, y que por lo tanto se creía capaz de mantener en su lugar a aquella débil mujer. Cuando él inclinó la cabeza en señal de respeto, ella le recordó que su preocupación inmediata debía ser encargarse de Eduardo y su silla de ruedas. Arqueó una ceja y alzó la mirada más allá del conductor para señalar al guardia, que luchaba con la silla de ruedas y una maleta que arrastraba hacia el avión.
El conductor se apresuró a ayudarlo.
Gabrielle se sorprendió cuando la mujer le puso un teléfono en la mano y le susurró en un inglés claro:
—Haz tu llamada ahora, antes de que regresen los guardias.
—¿Tú sabes lo que…? —Gabrielle quería preguntarle qué era lo que Durand haría con Carlos.
—Llama ahora y sigue sus instrucciones —insistió María, volviendo la mirada hacia su hijo. Probablemente atenta a cualquier fallo que pudiera producirse al cargarlo en el elegante jet privado de color blanco.
Dando la espalda al avión como si ella y María estuvieran conversando, Gabrielle marcó los números y subió el teléfono hasta su oído, ocultándolo con el pelo.
—Gracias —le susurró a María mientras esperaba que atendieran la llamada.
—No pienses que hago esto para ayudarte a ti. Si no fuera por ti, Alejandro todavía estaría a salvo de Durand.
Gabrielle no sabía qué era lo que le resultaba más duro de soportar… el hecho de que fuera culpa suya que Carlos estuviera en peligro o la constatación de que tan solo había una posibilidad muy mínima de poder ayudarlo. Puede que pronto ella no estuviera en una posición mejor. Subirse al avión privado de Durand con sus guardias armados y una hermana enfadada que claramente le echaba a ella la culpa de que Carlos hubiera sido capturado no le producía la menor tranquilidad.
¿Debería tratar de salir corriendo en cuanto acabara la llamada? ¿Serían capaces de disparar en un aeropuerto público?
María se inclinó hacia ella.
—Regresan los guardias.
Oyó al oído una serie de pitidos y luego se estableció por fin la conexión.
—¿Hola? —dijo ella rápidamente.
—¿Gabrielle? ¿Dónde estáis Carlos y tú?
En alguna parte cercana al infierno.
•• • ••
Durand entró en su despacho.
—Vamos a dar un paseo, Alejandro.
Julio dio varias órdenes. Un soldado deshizo los nudos de los cables. Los otros guardias permanecieron en su sitio apuntando con sus armas la cabeza de Carlos mientras el que lo había desatado le colocaba unas esposas en las muñecas.
—¿Sabe María para qué se usa el granero? —preguntó Carlos, sin sorprenderse de que Durand no esperara a recibir la llamada.
El hombre que lo había engendrado le sonrió con arrogancia.
—Ella cree que en el edificio se esconde la droga. Está tan volcada hacia ese chico que no se da cuenta de nada.
Carlos se puso de pie y lo siguió hasta la puerta, pero se detuvo un momento junto a él.
—Al menos María tiene alma y se preocupa de su familia.
—No deberías hablar. —La sonrisa de Durand desapareció tras una máscara de disgusto—. Ya es bastante malo que fallases en el atentado contra Salvatore, pero además huiste en medio de la noche y traicionaste a tu familia. Yo he estado protegiendo a esa familia desde entonces. —Durand hizo a los guardias un gesto con la cabeza y todos salieron del despacho y atravesaron el vestíbulo hasta la puerta trasera, donde los jardines separaban la casa del ominoso edificio anexo.
Carlos advirtió una cosa… Durand tenía pocos soldados.
¿Dónde estaban sus hombres?
—Puede que tengamos la misma sangre —dijo Carlos, arrastrando los pies detrás de Durand, pero tú y yo no somos familia. En cuanto a Salvatore, enviaste a un chiquillo a colocar una bomba. Eduardo no sabía lo que estaba haciendo. Yo intervine para que no se manchara las manos de sangre. Esa era la mentira que había sostenido durante todos aquellos años y que ahora moriría con él, pero al menos María y Eduardo estarían a salvo.
Durand se detuvo y se volvió hacia Carlos.
—No. Tú rompiste a tu primo en pedazos y yo me he gastado una fortuna tratando de repararlo. Y conseguiste que Salvatore supiera que yo había enviado la bomba. Si tú no hubieras fallado, Salvatore habría culpado a Valencia de la muerte de su ahijada. En lugar de eso, esos dos perros se unieron en mi contra. Yo lo había planeado muy bien, sabía que ese día estarías en Cagua y ayudarías a Eduardo. No tenía previsto que me fallaras.
—¿Cómo podías saber que yo iba a estar en Cagua ese día? —La mente de Carlos retrocedió a través de los años, tratando de recordar los detalles—. Le dije a todo el mundo que iba a Maracay.
—Mis hombres siguieron la pista a Salvatore y se enteraron de que Helena acompañaría a su padrino a recoger un paquete a Cagua. —La mirada inexpresiva de Durand era de una estudiada paciencia.
Los detalles de la semana en que había muerto Helena acudieron a la mente de Carlos. Miró hacia atrás, observando en la distancia mientras reunía los acontecimientos de aquel día.
Su padre comenzó a asentir con la cabeza.
—Sí, yo sabía que te veías con Helena a mis espaldas. Era una distracción para ti y una enemiga de esta familia. ¿En qué estabas pensando cuando comenzaste a relacionarte con la ahijada de Salvatore? —Durand se movió y reanudó el paso hacia el granero.
Un guardia dio un codazo a Carlos para que se pusiera en marcha, mientras trataba de organizar la nueva información acerca de la bomba.
Carlos y Helena habían creído que podrían encontrar una forma de arreglar la ruptura entre las familias que se había producido tras la muerte de su madre. Era un sueño imposible, porque Carlos era demasiado joven para darse cuenta de la locura de su padre.
Durand había pretendido que la culpa de la muerte recayera sobre la familia de Valencia, para que Salvatore emprendiera la guerra contra ellos.
—Tú no… —murmuró Carlos en un tono letal al reunir todas las piezas. Clavó la mirada en Durand, incapaz de creer la idea que se abría paso en su mente.
—¿Qué? —Durand lo miró con odio por encima del hombro—. ¿Si yo maté a Helena? Sí. Era necesario. Asesinar a la ahijada preferida de Salvatore era la clave para conseguir su apoyo.
Carlos contuvo la náusea que ascendió por su garganta.
Durante todo aquel tiempo había creído que de haber llegado antes podría haberla salvado. Pero aunque hubiera sobrevivido aquel día, Durand habría encontrado otra manera de matarla y usar su muerte en beneficio propio.
Solo porque ella tenía una relación con Carlos.
—Tú cargaste con la culpa de la muerte de Helena y el problema cayó sobre nuestra familia desde entonces —añadió Durand—. He construido un ejército fuerte para proteger a nuestra familia, pero habríamos sido aún más fuertes si tú no nos hubieses fallado.
Carlos aceptó que su alma no tenía redención posible cuando comenzó a tener visiones de las dolorosas formas en que querría matar a su propio padre.
Un guardia se adelantó para abrir las dobles puertas del granero, que no había cambiado mucho con el paso de los años. La apariencia inocente del exterior del edificio de dos plantas escondía paredes a prueba de sonido y los secretos más oscuros de Durand.
Cuando Carlos entró siguió las miradas asombradas de los silenciosos guardias. Dos cuerpos espantosamente hinchados estaban colgados en el interior de una caja de vidrio completamente llena de escarcha. Carlos había oído historias del infame granero tras abandonar la casa. Los cuerpos colgados emanaban el residual olor a muerte que nada podría limpiar.
Los guardias hicieron avanzar a Carlos hasta un grueso gancho de metal que colgaba de una cadena sujeta al techo.
—Levantadle las manos —ordenó Julio. Cuando los guardias cumplieron, Julio metió el gancho entre las esposas e hizo un gesto con la cabeza para que otro guardia encendiera un motor, el cual levantó la cadena hasta que los pies de Carlos apenas tocaron el suelo.
Sonó el teléfono de Durand. Respondió y dijo «bien». Apretó un botón para accionar el altavoz.
—Aquí tienes tu llamada, Alejandro.
—Estamos a bordo y… todo está arreglado —dijo María, empleando el código para hacerle saber que Gabrielle había hecho la llamada—. Que Dios te proteja.
«Que Dios te proteja a ti».
Carlos dudaba de que Dios quisiera unirse con él allí.
—Y a ti.
—Hecho —dijo Durand, colgando el teléfono—. Ahora dime quién es Espejismo.
—Soy yo. —Carlos se esforzó por reunir en su mente todo lo que había aprendido sobre los Anguis en el pasado, y se concentró en salvar a Gabrielle—. ¿Quién más podría saber tanto sobre los Anguis?
Durand se dirigió a Julio:
—¿Tú qué crees?
—Es posible. —La mirada de Julio señaló la caja con los dos cuerpos—. Puede que él supiera cómo contactar con Ferdinand.
Carlos se puso de puntillas para aliviar un poco la tensión de soportar todo el peso de su cuerpo y el dolor que le provocaban las heridas causadas por las esposas en las muñecas.
Eso confirmaba que los dos hombres muertos eran Ferdinand y su hijo, pero obviamente no habían delatado a Gabrielle.
—Conoceremos la verdad muy pronto. —Durand atravesó la habitación para coger un cuenco con fuego como el que Carlos había visto en el patio de fuera. Aquel desprendía calor, lo cual le hizo pensar que contenía brasas encendidas.
Durand levantó un palo de metal y cruzó de nuevo la habitación. El final de la barra era un círculo metálico con una línea en el medio. Un hierro de marcar.
El símbolo que tenía grabado estaba ardiendo.
—No necesitas eso —dijo Carlos—. He aceptado contártelo todo.
—Esto no es para hacerte hablar, Alejandro. Ya no puedes seguir llevando el símbolo de Anguis en tu cuerpo. Esto te marcará como el traidor que eres para que todos lo vean cuando cuelgue tu cadáver junto a Ferdinand y su hijo.
Carlos apretó los dientes con fuerza, preparado para sentir una quemadura desde la piel hasta los huesos.
La radio de Durand sonó y una voz dijo:
—Don Anguis, hay una llamada de emergencia para usted en la línea del despacho.
Le entregó la marca de hierro a Julio y levantó la radio, apretando un botón para hablar.
—¿Quién llama?
—Vestavia. Dice que necesita contarte quién es Espejismo.
—Pasa esa llamada a mi móvil. —Durand se volvió hacia Carlos—. Ambos sabremos muy pronto si has dicho la verdad o si tu chica ha de morir.
¿Alguien habría descubierto que Gabrielle era Espejismo?