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Vestavia levantó un archivo de su escritorio para la primera fase del renacimiento.

Ningún país podía ser una superpotencia. No para siempre.

La única forma de que Estados Unidos se volviera manejable consistía en agrietar primero la infraestructura para determinar cuáles eran las áreas más fuertes dentro del país y luego socavar cada una de esas áreas.

¿Y qué mejor manera de tender una trampa que usando su insaciable sed de petróleo?

—¿Estás segura de que las cuatro están preparadas? —preguntó a Josie, que holgazaneaba en el enorme sofá que su decorador había colocado en el despacho de Miami para las noches largas.

Ella dejó de toquetear la pantalla de su iPhone y una mata de pelo castaño cayó sobre sus hombros cuando levantó la cabeza. Entre todas las exquisitas obras de arte internacionales que había en su oficina del sur de Florida, ella era sin duda la más hermosa adquisición.

—Los adolescentes están un poco nerviosos, pero solo necesitamos uno con seguridad —le respondió, dando unos golpecitos al iPhone con su dedo índice—. Como las otras dos están solo de refuerzo y en realidad no tendrán que hacer nada, creo que todo irá bien. Y Kathryn continúa pensando que trabaja de manera clandestina para proteger a Evelyn, así que no nos causará ningún problema.

—Continúa. —Vestavia salió del escritorio y se apoyó contra el borde con los brazos cruzados. Se embriagaba con cada centímetro de Josie, con su falda roja y blanca y su blusa de seda.

—Todos los adolescentes se creen la historia que les hemos contado. Y esto —levantó un teléfono móvil que hacía juego con su iPhone— está programado para enviar tres transmisiones diferentes al mismo tiempo.

Muy consciente de lo que hacía ese aparato electrónico tan especial, Vestavia sonrió.

—Has hecho un trabajo excelente, Josephine.

Ella se sintió orgullosa con ese cumplido. Esa mujer era capaz de blandir un arma y derribar puertas a patadas, pero se convertía en azúcar líquido en sus manos.

—Esta acción afianzará mi posición como alguien digno de ser escuchado entre los Fratelli norteamericanos —dijo—. Nadie debería votar en contra del siguiente plan que proponga después de este. Es irritante tener las manos atadas por esa ridícula costumbre de los Fratelli de tomar las decisiones en asamblea, pero podemos manejarlos.

—Todos somos muy afortunados de contar contigo —dijo con una voz llena de admiración.

—¿Qué lograste sonsacarle al piloto de Turga?

Una arruga de preocupación perturbó las lisas líneas de su belleza clásica.

—Todo lo posible antes de que tuviera el infarto. El piloto tendría veintipocos años y parecía estar en buena forma. Los exámenes médicos previos al interrogatorio no mencionaban ningún soplo en el corazón. El médico ha sido relevado de su cargo. —Su mirada se endureció—. De manera permanente. Pero cuando el piloto paró de lloriquear hablando de su esposa y de su bebé enfermo y todo eso nos dio el nombre del hombre que Turga había capturado. Tuve que recordarle que si su mujer y su bebé dejaban de vivir bajo un paso elevado estarían mejor que con él… a menos que yo perdiera la paciencia y los trajera conmigo. Eso lo hizo soltarse. Eso y un método de extirpación de la piel que me parece muy persuasivo. —Josie exhibió una sonrisa de orgullo—. Dijo que el hombre que Turga capturó se llamaba Carlos, pero no oyó ningún apellido ni tampoco el nombre de la mujer que lo acompañaba, su novia.

—¿Eso es todo?

—Sí. Eso y algunos buenos bocetos de Carlos y la mujer que he introducido en nuestro programa de imágenes. El boceto de la mujer no es extraordinario, pero pronto sabremos si hay algún rasgo relevante en sus rostros. —Se llevó una uña pintada de rojo escarlata a los labios—. Lo interrogué yo personalmente. No había duda de que el piloto de Turga lo había contado absolutamente todo.

—Miraré las noticias nacionales mañana por la mañana. —Cuando Josie se puso de pie, Vestavia abrió los brazos para recibirla. Ella brilló, ardiente de excitación, cuando se precipitó hacia él. La besó profundamente—. Es una lástima que tengas que coger un avión, porque si no cerraría las puertas de la oficina por un par de horas.

Los labios de ella se curvaron con pícaros pensamientos. Se estiró para alcanzar el control remoto que estaba sobre el escritorio, que cerraba las puertas de la oficina. Luego le desabrochó la cremallera.

—Usaré el helicóptero en lugar de un taxi, si tú lo apruebas.

—Susurró esas palabras mientras se dejaba caer de rodillas.

—Desde luego.

Esa mujer tenía todo el valor de un angeli.

Si no fuera tan competente en el trabajo de campo, la tendría dentro permanentemente. Tal vez en un par de años. El único momento en que ella se permitía mostrar sus sentimientos era cuando estaba con él, tal como ahora, cuando alzaba sus ojos llenos de amor hacia él.

Le pasó la mano por el suave cabello.

Ella bajó la cabeza, poniendo inmediatamente en uso esa sorprendente boca. Él se agarró al escritorio que tenía detrás.

Era un verdadero ángel de misericordia.

•• • ••

Carlos se despidió de Joe y cerró el móvil. Despejó de su frente el pelo empapado por la humedad y guio a Gabrielle por la calle llena de árboles de Caracas. En una hora oscurecería y tendrían que quitarse las gafas de sol. Ambos habían elegido camisetas de manga corta y tejanos para no llamar la atención, pero él hubiera preferido que Gabrielle no fuese a Venezuela.

Ella se había negado a contarle a nadie cómo localizar a los informantes, y eso era algo que él entendía. Joe no la había engañado cuando accedió a aceptar el trato tan fácilmente. Gabrielle utilizaba todas las tácticas de distracción que se le ocurrían para evitar a Joe y a la Interpol; además, ella tenía razón cuando afirmaba que nadie más sería capaz de convencer a Ferdinand de que hablase una vez lograran encontrarlo. La fecha límite del último envío de Linette había sido «el fin de esta semana», lo que Joe interpretaba como mañana, viernes, y por eso había aceptado que Gabrielle viajara a Venezuela.

El tiempo era la única parte de esa misión que no se podía negociar.

Y ese viaje se estaba convirtiendo en otro callejón sin salida, algo que podría resultar literal si alguien llegara a reconocerlos.

—¿Qué dijo Joe? —preguntó Gabrielle en voz baja, mientras movía los ojos con nerviosismo de un lado a otro.

La gente estaba demasiado cerca para que Carlos se sintiera tranquilo, y la oscuridad ya empezaba a cubrir el final de otro día de negocios en Caracas.

—Te lo diré en un minuto. —La llevó hasta una fuente cerca de la plaza Bolívar, donde el agua les permitiría hablar y el aire fresco de la neblina ofrecía un descanso del calor.

—Al parecer acertó con su opinión —contestó Carlos una vez que estuvieron de espaldas a la fuente para poder vigilar las calles, atestadas del tráfico de la hora punta—. El último mensaje de Retter confirmaba que la reunión secreta que se va a celebrar en Colombia el viernes por la tarde será en la finca de Fuentes. Joe se inclina a pensar que esta reunión ha sido organizada por alguien más, desconocido, que tiene planes de hacer algo como lanzar un ataque sobre la reunión. Si es así, significa que alguien está intentando involucrar en un conflicto a Estados Unidos y Sudamérica.

—¿Quién va a representar a Estados Unidos en la reunión?

Carlos mantuvo sus ojos atentos ante cualquier amenaza y contestó:

—Joe ha podido confirmar que tanto el presidente como el vicepresidente permanecerán en Estados Unidos. El gabinete sigue sin decidir a quién enviar, pero Joe sabrá la decisión de inmediato. Retter tiene un informe sobre Amelia, así que está buscándola por si no volviera a Estados Unidos. Además, aparte de la intensa seguridad, su equipo va a vigilar la casa de Fuentes durante la reunión en busca de cualquier cosa insólita.

—Todo esto es demasiado extraño —dijo Gabrielle con asombro—. ¿Qué pueden estar haciendo a los adolescentes? ¿Lavarles el cerebro para que cometan algún tipo de crimen?

—No lo sé, pero la experiencia me ha enseñado a estar siempre preparado para lo inesperado.

Gabrielle respiró hondamente y se masajeó la frente.

—Me preocupa la idea de no encontrar a Ferdinand ni a su hijo.

Ya tendrían que haberlos encontrado. Jake, que era un hombre de infinitos recursos, confiscó un jet aún más grande cuando estaba atrapado en tierra en Milán. El de ahora era un Lear híbrido que volaba a velocidades Mach y los había llevado a Venezuela en un tiempo récord, pero las tres horas que habían pasado buscando a los contactos de Gabrielle fueron en vano.

Ella tenía un aire pensativo.

—Pasé un año siguiéndolos y tendiéndoles trampas para estar segura de que eran de plena confianza y para poder localizarlos en cualquier momento si fuera necesario. Detesto pensar en lo que puede haberles pasado. No logro encontrar a Ferdinand, y Linette podría estar en cualquier lugar del mundo si está con ese grupo de los Fratelli… Estoy tan harta de perder a la gente…

Carlos tendió una mano y le levantó la barbilla con los dedos.

—No te voy a prometer que encontraremos a Linette, pero nuestra gente es la mejor. En cuanto a tus contactos, quizás haya una buena razón para explicar su ausencia. —Vaya mentira le estaba contando. Lo más probable era que Ferdinand y su hijo estuviesen muertos, pero Carlos quiso borrar durante un rato la tristeza que estaba carcomiendo a Gabrielle, al menos hasta tener noticias seguras.

—Alguien debe de saber dónde están —murmuró ella, pensando en voz alta—. ¿Por qué iba el hijo de Ferdinand a cerrar la casa de empeños durante varios días de la semana? —No le resultaba creíble—. Esta es una comunidad pequeña. La gente que trabaja en las tiendas de al lado estaban sorprendidos por su ausencia. Esto no me gusta nada.

A Carlos tampoco le gustaba, sobre todo porque estaban a tan solo una hora en coche del recinto de Durand. Algo iba mal.

Pero quería sacar a Gabrielle del país. De inmediato.

—Estoy de acuerdo. —Carlos cambió de tema y se puso a hablar de algo más productivo—. Joe dijo que Korbin y Rae encontraron la clínica en Zúrich, pero que todo el lugar está lleno de adolescentes.

—¿Por qué será?

—Fisioterapia. Todos son adolescentes discapacitados. Rae cree que reconoció una de las fotografías del archivo, la de Evelyn. Ella y Korbin están buscando la forma de entrar en la clínica para inspeccionar mejor.

—Entonces, ¿qué vamos a hacer nosotros? —preguntó Gabrielle con todo el entusiasmo de un condenado a muerte.

Se había quedado sin opciones y lo sabía.

—Le dije a Joe que terminaríamos aquí e iríamos enseguida a Zúrich para ayudarlos en la identificación de los adolescentes. —Eso había provocado una discusión acalorada, pero al final Joe lo aceptó, aunque recordándole a Carlos que en algún momento Gabrielle tendría que regresar a Estados Unidos.

Su respiración agitada confirmó que Gabrielle no esperaba una nueva oportunidad de evitar a Joe.

—Qué buena idea. —Luego frunció el ceño—. Pero no quiero irme sin encontrar a Ferdinand y asegurarme de que está bien.

—Cuanto más tiempo pasemos preguntando por él, más sospechas vamos a despertar. Retter y su equipo los buscarán sin llamar la atención. Es posible que Ferdinand se haya enterado de tus preguntas, y que se esté escondiendo.

—No había pensado en eso. —Al ver que no continuaba discutiendo, Carlos supo que estaba aceptando la decisión de partir.

La tomó de la mano y caminaron en dirección hacia el coche, que estaba aparcado a dos manzanas de distancia. No habían comido nada desde que habían llegado. Él encontraría un restaurante, luego llamaría a Jake en el camino hacia el coche para darle un aviso de treinta minutos antes de partir.

—Hay algo importante que no vemos, y tengo la sensación de que está aquí mismo, ante nuestras narices —se quejó Gabrielle—. ¿Por qué está tardando tanto tu gente en resolver todo esto?

Carlos no hizo caso al tono agresivo. Se sentía tan frustrado como ella.

—Mi gente está haciendo todo lo humanamente posible en estos momentos. Vamos a comer algo antes de regresar.

Ella le dirigió una sonrisa irónica.

—¿Estás intentando aplacarme? Puedo pensar en maneras más interesantes de mejorar mi humor.

—¡Eres insaciable! —Carlos esbozó una sonrisa para ocultar el sentimiento de angustia que surgía de sus entrañas cada vez que recordaba lo que ella le había contado la noche anterior.

¿Cómo podría volver a hacerle el amor sabiendo lo que ahora sabía? Hacerlo sin revelar su verdadera identidad sería realmente como usarla. Jamás.

Ella se rio y suspiró exageradamente. Estaba contenta caminando tranquilamente a su lado.

Carlos había olvidado lo íntimo que podía llegar a ser el simple hecho de caminar con alguien cogidos de la mano. Era un gesto sencillo, pero no lo había vuelto a compartir con nadie después de perder a Helena.

Las estrellas no quisieron que sus destinos se cruzaran. Ahora que el suyo había irrumpido en el de Gabrielle, no podían continuar sin hacer daño a la gente que él quería.

Entre ellos, a Gabrielle.

Ella hacía aflorar sentimientos dispersos que él había mantenido ocultos durante años siguiendo su instinto de supervivencia.

Gabrielle era un rayo de sol que calentaba su gélida existencia. Quería sostenerla en sus brazos durante el resto de sus días y despertarse con su perfume cada mañana de su vida.

Pero lo más importante de todo, ella era la mujer que él tenía que conseguir proteger para siempre de Durand y los Fratelli, y que luego tendría que abandonar para que estuviera a salvo. Era difícil no captar la ironía de la situación. Gabrielle había trabajado para encontrar a Alejandro Anguis y llevarlo al juicio con el mismo esfuerzo con que Carlos había trabajado para sepultar secretos familiares como la identidad de Alejandro.

Perder a Gabrielle significaría romper su alma en pedazos y dejar atrás a un canalla sin corazón que ni el propio Joe sería capaz de salvar.

—¿Qué te parece este sitio? —Gabrielle se detuvo ante el escaparate de un bar deportivo.

—Me parece bien. —Carlos la condujo al interior del bar, donde una pequeña muchacha de pelo negro, con una falda de todos los colores del arco iris y una blusa de campesina, los condujo a través de un salón lleno de humo en el que había varios televisores colgados del techo. Carlos pidió una mesa en un rincón para poder vigilar el lugar. Un camarero les llevó dos botellas de cola y apuntó lo que querían.

Gabrielle fingió que todo estaba bien mientras se despachaba su quesadilla, antes de que Carlos terminara lo suyo. Le dirigió miradas inquietas una y otra vez. Se estaba portando de manera tan atenta como siempre, pero ella sentía que había una distancia entre los dos que por algún motivo no había dejado de crecer desde que salieron de Italia. ¿Qué le estaba ocultando? ¿Algo que tenía que ver con la misión?

Carlos se echó atrás en la silla, abarcando con su mirada todo el espacio.

Y sin mirarla a ella.

Los demás clientes hablaban, comían y miraban los televisores que en ese momento emitían un canal estadounidense de noticias durante las veinticuatro horas con subtítulos en español. Ella entendía el idioma a duras penas, pero logró captar la idea general.

Durante el tiempo que ella y Carlos habían estado corriendo por el mundo, muy poco había cambiado en Estados Unidos. La crisis del petróleo mantenía a los adversarios políticos en un estado de tensión febril. Los candidatos luchaban con ferocidad por los votos en la elección presidencial que tendría lugar la semana siguiente.

El tema del petróleo había dividido a los dos partidos políticos y se había convertido en la manzana de la discordia, lo suficientemente poderosa como para llevar incluso a los ciudadanos estadounidenses más apáticos a votar el martes siguiente.

Cuando las imágenes en la pantalla mostraron las entrevistas a los adolescentes, Gabrielle se inclinó hacia Carlos para decirle que mirara.

Se limpió la boca con una servilleta y levantó la mirada hacia el monitor. Ella siguió leyendo la traducción.

En términos generales se decía que adolescentes de diversos niveles de ingresos y de todas partes del mundo estaban viajando a distintos países para hablar como un grupo unitario y pedir a las naciones que ofrecieran ayuda a las personas discapacitadas. Su punto de partida era Estados Unidos, y estaban contando cómo la crisis del petróleo afectaba a sus vidas.

Los adolescentes entrevistados decían que pocos se daban cuenta de la carga experimentada por las personas discapacitadas, que solo podían conducir una gama reducida de vehículos, entre ellos camionetas lo suficientemente grandes para llevar sillas de ruedas. Pedían que todas las naciones ayudaran con créditos para la gasolina y ofrecían una lista de otras sugerencias.

—Dios mío. —Los ojos de Gabrielle se le salían de las órbitas cuando la cámara mostró la imagen de tres adolescentes muy familiares y una adulta: Amelia, con sus rizos negros, caminaba con paso torcido sobre su pierna protésica; la rubia Kathryn Collupy, que empujaba a Evelyn en su silla de ruedas; y el pelirrojo Joshua, que movía su brazo ortopédico como si quisiera protegerlo… o evitar tener que usarlo.

El subtítulo al pie de pantalla señalaba que eran tres de los diez estudiantes que ofrecerían una presentación esa tarde a los miembros del Congreso sobre la carga adicional que suponía la crisis del petróleo a los discapacitados.

—Ya sé lo que me preocupaba de Joshua —dijo Gabrielle en voz baja.

—¿Qué?

—El último informe que Gotthard envió incluía información sobre las lesiones. Joshua perdió el brazo hace seis años en un accidente de coche. Su brazo quedó aplastado. —Al darse cuenta de lo que decía, Gabrielle sintió los latidos de su corazón—. Los niños se adaptan enseguida. Después de tanto tiempo, debería manejar su prótesis sin problemas… o al menos con comodidad, pero se le ve torpe, como si fuese reciente. Amelia tuvo cáncer y perdió su pierna hace ocho años, pero camina como si ahora mismo estuviese acostumbrándose.

La comprensión se registró de inmediato en el rostro de Carlos. Se levantó de un salto, lanzó una cantidad excesiva de dinero sobre la mesa y la tomó del brazo.

—Vámonos.

—¿Tú qué crees que está pasando? —preguntó ella, sin aliento.

—Acabas de ver lo que todos los demás hemos sido incapaces de ver. Nos hemos equivocado por completo —respondió él en voz baja mientras la guiaba con paso tranquilo hacia la calle, y luego con paso apresurado hacia el aparcamiento donde habían dejado el coche de alquiler.

—Llamaré a Joe desde el coche.

Apenas paró antes de cruzar la calle, dejó que varios coches pasaran y luego siguió el camino. El aparcamiento tenía el suelo cubierto de gravilla y estaba lleno de coches y unas cuantas motos. El automóvil de alquiler estaba en un rincón al fondo, al lado de un edificio.

Había una camioneta aparcada al lado de la puerta del conductor y un deportivo junto a la puerta del pasajero.

Carlos se detuvo y se dio la vuelta rápidamente, arrastrando a Gabrielle.

Tres hombres hispanos de aspecto violento, con vaqueros y botas, avanzaban hacia ellos. Carlos era más alto y más musculoso que dos de ellos, pero el tercero era una bestia. Todos llevaban camisas sin mangas, sin abotonar y sueltas por fuera de los pantalones. Salieron de la sombra del suelo de tres plantas adyacente a uno de los lados del aparcamiento. El viento levantó la camisa de uno de los tres hombres y dejó ver un arma de fuego insertada entre la dura panza y la cinturilla de sus vaqueros.

Carlos podría haberse enfrentado a los tres, pero no conocía ninguna forma de defensa contra la pistola.

Gabrielle sentía tanto miedo que apenas lograba respirar.

Carlos miró sobre su hombro y soltó una maldición. El viento levantó el pelo de Gabrielle en un abanico cuando ella también se volvió a mirar. Dos hombres más se acercaban desde atrás, haciendo crecer su sensación de pánico.

Cuando volvió a mirar al frente, los tres primeros se habían detenido delante de ella y de Carlos. La bestia con el arma dijo:

—Estamos aquí para escoltarlos hasta la finca de Anguis.

•• • ••

—Hemos perdido el contacto con Carlos —dijo Tee a Gotthard y a Hunter por la línea de videoconferencia que había establecido en la suite del hotel que ella y Joe usaban como cuartel para la misión en Washington. Gotthard y Hunter estaban en el despacho de Joe, que tenía vistas sobre el centro de Nashville desde el edificio AT&T, conocido por los locales como la Torre de los Murciélagos debido a las dos puntas que sobresalían del último piso como las orejas en una máscara de Batman.

—Y el contacto con Retter también. —Al otro lado del monitor, Gotthard se restregó los ojos inyectados en sangre. Parecía que llevaba la noche entera sin dormir.

—¿Retter? Se supone que su equipo está en posición en torno a la casa de Puentes. —Tee golpeó el inocuo escritorio marrón del hotel con una larga uña de color púrpura.

¿Qué diablos estaba pasando en Sudamérica?

Hunter apareció junto a Gotthard en la imagen, apoyándose contra una pared con su gesto indiferente de siempre.

—Retter recibió noticias de alguien dispuesto a vender información sobre la operación de Salvatore. Dijo a su equipo que siguieran con la reunión en la finca de Fuentes mientras él lo corroboraba en persona.

Tee apoyó su mano sobre la mesa y empezó dar golpes con cada dedo, sucesivamente, arriba y abajo. Retter era su mejor agente, el que ella y Joe enviaban a cualquier misión sin cuestionarse las probabilidades de éxito. ¿En qué se había metido Retter?

—¿Qué tenemos sobre esos adolescentes?

Hunter respondió:

—Mandy ha salido del coma y su pronóstico es positivo, pero no tiene ni idea de por qué la secuestraron. La única información interesante que nuestra gente ha conseguido de ella es que, según dice, no abandonó a Amelia, sino que fue esta quien la abandonó a ella para reunirse con alguien en Alemania. Por eso se separaron en el aeropuerto.

Tee interrumpió:

—Amelia está aquí en Washington con el viaje de estudios multinacional de unos sesenta estudiantes, entre ellos Evelyn y Joshua, los dos que confirmamos como presentes ayer en su colegio de Francia. Todo forma parte del circo mediático que va a haber hoy en el Congreso. —En unas pocas horas más.

—¿Qué tipo de amenaza podrían constituir los adolescentes? —preguntó Hunter.

—Ninguno de ellos es particularmente atlético, ninguno ha sido difícil o peligroso en el pasado. —Tee movió la cabeza y se echó la melena sobre el hombro—. Maldita sea, son estudiantes modélicos.

—Es difícil ignorar una advertencia —dijo Gotthard, señalando las tarjetas postales de Linette.

—Aunque no deberíamos olvidar —interrumpió Hunter— que estamos trabajando con información suministrada por una mujer desconocida, vinculada con los Fratelli, pero a quien, aparte de Gabrielle, nadie ha conocido.

—Tiene razón —reconoció Tee, aunque ella nunca había dejado de creer que esa Linette era tan real como Gabrielle aseguraba—. Tenemos un contingente completo de agentes de BAD que van a estar conmigo y con Joe asistiendo al evento para poder vigilar a los dos partidos políticos y a los niños. Con nosotros y el servicio secreto todo el mundo en ese edificio va a contar con la seguridad necesaria.

Tee no se perdió la mueca de Gotthard ante el intento de Hunter de desacreditar la información de Linette. Tan excepcional en su faceta de informático como peligroso en su trabajo de agente, Gotthard no había dejado de buscar en la red a esa mujer misteriosa desde que Gabrielle explicara el código que ella y Linette empleaban.

Hasta entonces Linette les había ofrecido la única pista que tenían sobre los Fratelli, pero debían proceder con cautela siempre que se tratara de información no confirmada.

Tee continuó.

—Yo estoy de acuerdo con Retter. Creo que los adolescentes son una forma de distraer nuestra atención de la reunión de mañana en el recinto de Puentes, pero no podemos simplemente ignorar la amenaza contra ellos. Una vez que se haya terminado todo este espectáculo esta noche, enviaremos a toda la gente disponible para buscar a Carlos, Gabrielle y Retter.

Gotthard se rascaba la mandíbula, un gesto que —como Tee había descubierto hacía mucho tiempo— significaba que el corpulento agente estaba rumiando algo.

—¿Qué te pasa, Gotthard?

—Estoy jugando al abogado del diablo. ¿Y si Gabrielle es mejor de lo que todos nos hemos imaginado y ha tendido una trampa a Carlos? ¿Y quizás a Retter también?

Tee no dudó un segundo.

—Si cualquiera de mi gente recibe daños por culpa suya, me importa un comino que sea princesa, cavadora de zanjas o cualquier otra cosa que la Interpol quiera. No volverá nunca a ver la luz del día.

•• • ••

A través de la puerta entreabierta Carlos veía el escritorio del despacho de Durand. Esa habitación no había cambiado desde los tiempos en que Carlos vivía allí. Era el mismo pesado escritorio, tallado a mano y enviado en barco desde Sudáfrica, que él y otros tres muchachos habían llevado al despacho cuando llegó. La parte interior de la hacienda había cambiado bastante con nuevos y más exóticos adornos. Recordaba perfectamente la distribución de la casa, y sería capaz de moverse por todo el recinto con los ojos vendados.

La desventaja era que no tendría la oportunidad de poner en práctica esos conocimientos.

Este no iba a ser un feliz reencuentro familiar. Su padre jamás perdonaba un desprecio, sobre todo por parte de alguien de la misma sangre.

Carlos tiró los nudos de cable que lo sujetaban a la silla, pero los hombres de Durand habían puesto cuatro gruesas correas de plástico negro sobre cada brazo para atarlo a una silla que estaba clavada contra la pared. Estaba en la sala de espera para las entrevistas con Durand. Con su mullido asiento de cuero y el respaldo de metal pulido en forma de escalera, a primera vista no parecía tan complicado levantarse de esa silla.

Habría tenido alguna posibilidad si sus piernas no estuvieran ancladas con igual precisión.

Gabrielle estaba sentada a su lado en una silla idéntica, y estaba atada de la misma manera. No dejaba de mover la cabeza para mirarlo, como si esperara a que él se levantase para salvarla.

Prometió que la protegería.

Y ahora era una prisionera de la persona que más temía.

La puerta que llevaba del despacho de Durand al vestíbulo se abrió y se cerró de golpe.

—¿Qué pasa? —preguntó la voz de Durand desde la habitación de al lado. Cruzó por delante de la brecha donde la puerta estaba parcialmente abierta con un móvil en la mano, sin prestar atención a Carlos y Gabrielle, que seguían esperando en la sala mal iluminada.

Hasta entonces nadie había reconocido a Carlos, y Durand no sabía —aún no sabía— que había capturado a Espejismo, pero eso iba a cambiar muy pronto.

Por lo que había entendido Carlos en el coche que los llevó a la finca, su padre debía de haber apresado a Ferdinand y a su hijo, y luego había instalado a alguien para vigilar la casa de empeños, con la orden de detener a cualquier persona que pareciera excesivamente curiosa. Nadie habría imaginado que Espejismo, un informante electrónico, iba a emerger de las sombras para establecer contacto físico con una fuente.

Si no fuese por BAD, ella no estaría allí.

Carlos dio a Gabrielle un máximo de tres horas para buscar sus contactos, pensando que podrían entrar y salir sin llamar la atención.

Pero Durand lo había sorprendido, incluso a él.

—Perdí a gente tomando a esos críos para ti —dijo Durand en voz baja al teléfono, con ese tono que ponía los pelos de punta—. Es indudablemente un asunto mío cuando estás poniendo en peligro a mi familia. ¿Qué hacen esos chicos en Estados Unidos? ¿Qué hacen saliendo en la televisión?

Durand siguió con la misma tranquilidad, e incluso más.

—Si no puedes contestar eso, entonces explica la reunión en la finca de Fuentes. Yo creía que el sentido de los ataques era mantener los países distanciados.

Hubo un largo silencio, luego Durand respondió con un susurro propio del demonio que era.

—Sé de la reunión con Fuentes porque me he encargado de que todo lo que sucede en estas tierras sea asunto mío. —Pausa—. ¿Por qué no me lo puedes explicar ahora? ¿Qué va a pasar mañana a mediodía? —Hubo una larga pausa a continuación—. Te doy de plazo hasta entonces, pero me debes una, Vestavia. Aún no me has entregado a Espejismo.

¿Vestavia? ¿Esa podría ser la conexión de Durand con los Fratelli?

Carlos percibió que Durand había cerrado su móvil. Oyó el sonido de un encendedor, luego vio el humo de un puro flotando por la abertura de la puerta. El olor acre de un tabaco de clase superior entró en la sala donde Carlos por fin había logrado entender las cosas a partir de la conversación de Durand.

En medio de tanta prensa negativa relacionada con la crisis del petróleo y con la elección presidencial a unos pocos días, todo el mundo iba a asistir al espectáculo que se había organizado en el Capitolio esa tarde. Una impresionante muestra del poder político estaría presente.

¿Qué mejor lugar para atacar en esos días, cuando casi todo el mundo estaba pendiente de Sudamérica?

Los Fratelli podrían estar planeando dos ataques.

Carlos no había resuelto el plan entero, pero Joe y Tee necesitaban esa información.

Cuando Durand contestó una llamada en el teléfono de su escritorio, que aparentemente tenía que ver con una cuenta de uno de sus negocios legales, Carlos susurró a Gabrielle:

—Escucha…

Ella fijó la mirada en él y esperó.

—Creo que hay un ataque programado en Washington hoy.

Gabrielle asintió.

—Sí, pero todavía no entiendo bien de qué se trata.

—Yo tampoco lo entiendo todo, pero creo que la reunión en Colombia sirve para distraer la atención del mundo y la preocupación de la seguridad nacional del espectáculo mediático en Estados Unidos. Piénsalo. Todos los políticos estarán presentes en el Capitolio esta tarde, entre ellos ambos candidatos a la presidencia, además del presidente y su gabinete. Y luego habrá niños que pertenecen a familias de mucho poder, aliados de Estados Unidos.

Gabrielle abrió los ojos de par en par, al comprender lo que decía.

—Yo te puedo sacar de aquí. —Llevaba todo el tiempo, desde que los detuvieran, formulando un plan.

—No. Quiero quedarme contigo.

Sabía que se estaba refiriendo al momento presente, pero el tono de desesperación en sus palabras superó la férrea defensa, la barrera que había construido para evitar desear una vida que jamás iba a poder tener. Él también quería quedarse con ella. Despertar cada día y ver a esa mujer junto a él, oír su risa, estrecharla entre sus brazos.

Nunca iba a ocurrir. En ese momento especialmente parecía más lejos que nunca, cuando tenía una sola oportunidad para sacarla de allí. Darse cuenta de que la iba a perder lo hundía, acuchillaba sus entrañas con el dolor salvaje de un animal herido.

Había pasado la vida entera mintiendo, pero la mentira de ahora tendría que ser excepcional para poder convencerla de que debía partir sin él.

—Para mí será más fácil escapar si tú no estás. Necesito que te comuniques con Joe y Retter, que les digas que esos niños y el presidente corren peligro.

Los ojos de Gabrielle se llenaron con lágrimas de preocupación.

—¿Y tú?

—Retter entrará aquí para ayudarme a escapar.

Para eso a Retter le haría falta llevar consigo un ejército, pero se dejó engañar con esa fantasía, la de que Retter entraba allí con un ejército para aplastar a Durand.

—¿Cómo vas a sacarme de aquí?

—La hermana de Durand vive en el recinto. —Carlos rezó para que aceptara ayudarlo—. Puedo confiar en ella para sacarte de aquí.

Siempre que estuviese allí.

—¿Cómo sabes que puedes confiar en ella?

—Porque sí. No tiene nada que ver con él.

Gabrielle abrió la boca como si estuviese a punto de decir algo, pero luego la cerró y movió la cabeza. Aceptó su comentario sobre la hermana de Durand sin hacer preguntas. Él sabía por qué. Ella confiaba en él, y lo quería.

Eso no iba a durar mucho.

Sintió cómo el ácido le carcomía el estómago al pensar en lo que muy pronto iba a tener que hacer.

—No sé cuánto tiempo tenemos antes de que Durand venga a por nosotros, así que aquí tienes lo que quiero que hagas. —Carlos le dio el número directo de Joe, que estaba disponible las veinticuatro horas del día. Le contó exactamente lo que tenía que decir a Joe, y a través de él a Retter, Korbin y Rae, para que hubiese una esperanza de evitar el ataque contra los adolescentes, el presidente y los miembros del Congreso.

—¿Y tú? —preguntó—. No me has dicho lo que tengo que decirles sobre ti.

—Dile a Joe que estoy en el recinto de Durand, y que se trata de un código negro.

—Entendido.

No, ella no lo entendía, pero era mejor así. Acababa de pedirle que comunicará a Joe que estaba muerto para todo el mundo, porque ya lo estaría cuando ella lograra salir del recinto.

Durand terminó su llamada, luego apretó un botón y dijo:

—Julio, ven aquí.

—Una cosa más —dijo Carlos a Gabrielle.

—¿Qué? —Ella lo miró fijamente, atenta a cualquiera instrucción que le diera.

—Pase lo que pase… prométeme que no me odiarás.

Cada línea en el rostro de Gabrielle se suavizó.

—Jamás podría odiarte. Te quiero. —Lo contempló con ojos llenos de amor verdadero.

Carlos no podía creer que hubiera encontrado a una mujer tan milagrosa como Gabrielle solo para perderla tan pronto. Oír su declaración de amor era casi imposible de aguantar. Había tenido la intención de no volver a decir esas palabras a una mujer, pero esta sería su única oportunidad.

—Yo también te quiero a ti, Gabrielle. Tienes que creerlo. Por favor, prométeme lo que te he pedido.

«Para que pueda morir en paz».

—Haré algo mejor. Te prometo que te querré para siempre. Sé que hay cosas que no me has contado, pero confío en ti.

Dios. Sería mejor que se lo contara todo ahora antes de que supiera la verdad delante de otros. Carlos abrió la boca para hablar, pero lo detuvo el sonido de pasos pesados entrando en la oscura habitación desde el despacho de Durand.

Apareció Julio con cuatro hombres armados.

—Vamos a desataros —dijo a Carlos—. Un solo movimiento en falso y este tipo os vuela la cabeza —añadió señalando a un hombre alto de gesto y bigote graves—. ¿Entendido?

—Entendido. —Carlos tenía una mano para jugar. En cuanto estuvo de pie y libre de las ataduras, se apresuró a ayudar a Gabrielle.

Se oyó el sonido de martillos y de armas.

Carlos retiró las manos, levantándolas en el aire. Gabrielle se puso en pie y se frotó los brazos. Su miedo podía palparse.

Julio los guio hasta la oficina y los hizo colocarse frente a Durand, que estaba sentado ante su escritorio.

—¿Quién sois vosotros? —preguntó Durand a Carlos.

—¿Turistas?

Carlos obtuvo por respuesta un golpe en los riñones con el arma. Murmuró y ahogó un grito de dolor. Estaría orinando sangre durante un día o dos, si sobrevivía.

—Sería una lástima que esta joven tuviera que pagar las consecuencias de las tonterías que dices. —Durand exhaló el humo de su puro, mirando fijamente a Carlos—. Julio dice que tú eras el líder de los agentes de negro que asaltaron el castillo de Saint Gervais. Él estaba escondido en el sótano cuando asesinasteis a mis hombres.

Justo como Carlos le había dicho a Joe años atrás, Durand Anguis operaba de manera distinta a cualquier otro criminal. Carlos se jugaba la cabeza a que ni siquiera los hombres de Durand sabían que Julio se hallaba dentro del castillo mientras estaban agonizando. Nunca hubiera levantado un dedo para ayudar a sus hombres.

Durand circuló alrededor del escritorio, fumando su puro y estudiando a Carlos.

—Te conozco, ¿verdad?

En lugar de responder a eso, Carlos dijo:

—Tengo un trato para ofrecerte.

Durand sonrió con desprecio.

—¿Debo recordarte que no estás en posición de negociar?

—Querrás escuchar esta oferta.

—¿En serio? —Durand se echó a reír. Regresó a su sillón, se echó hacia atrás y colocó los pies sobre el escritorio—. Estoy intrigado. Así que dime cuál es esa oferta.

—No sin que esté presente tu hermana María.

Durand pateó el suelo con los pies al mismo tiempo que se levantaba sobrecogido por una emoción inclasificable.

—¿Qué sabes de ella?

—Que María es una buena mujer —dijo Carlos lentamente—. Fue amable conmigo en una ocasión. Confío en ella y estoy dispuesto a hacer un trato contigo que te proporcionará algo que tienes mucho afán por conseguir.

Gabrielle ahogó un grito.

Carlos no era capaz de dirigir una mirada a Gabrielle. No estaba preparado para ver el dolor en sus ojos ante lo que suponía que él iba a hacer: entregarla como Espejismo. Debería haberlo insultado, pero ella lo miró con una expresión que iba más allá del dolor.

—No estoy dispuesto a hacer ningún trato. —Durand miraba a Carlos como una serpiente decidiendo cuándo atacar—. Puedo lograr que me digas todo lo que quiero sin darte nada a cambio.

Julio y sus hombres se rieron por lo bajo.

Carlos siguió adelante.

—Puedes intentarlo, pero estás suponiendo que podrás forzar a alguien entrenado como yo, y además siempre existe el pequeño problema de que puedo mentirte.

—Hablarás si es ella la que sufre.

Gabrielle estaba de pie tan inmóvil que Carlos creyó que se quebraría si la tocase.

—Yo creía que Anguis no hacía daño a mujeres inocentes. —Carlos observó a los ojos a los hombres de Durand, que miraron a su líder pidiendo confirmación. Cuando el silencio continuó, Carlos lanzó el cebo que sin duda Durand tendría que tragarse—. ¿Qué te cuesta oír mi oferta? Sé lo de los otros adolescentes secuestrados además de Mandy, y que está siendo manipulado por un grupo muy poderoso.

Los oscuros ojos de Durand mostraron preocupación.

—¿A qué estás jugando? Háblame de ese grupo.

—Solo voy a demostrarte que estoy dispuesto a cooperar si aceptas un simple trato en presencia de tu hermana, porque es la única manera de saber que cumplirás con tu palabra.

—¿Estás poniendo en duda mi palabra? —Cuando Durand bajaba la voz era más peligroso que cualquier otro hombre dando rienda suelta a la expresión de su rabia.

—No, pero sé que respetas la sangre por encima de cualquier otra cosa. —Carlos estaba dispuesto a utilizar todo lo que sabía acerca de ese hombre para salirse con la suya.

Los ojos de Durand brillaban con interés.

—¿Has dicho que mi hermana fue buena contigo una vez? Entonces te conocerá. —Se volvió hacia Julio—. Trae a María.

Cuando Julio se marchó, Durand hizo que sus hombres movieran a Carlos y Gabrielle para sentarse en sillas como si fueran invitados. Carlos mantenía un rostro inexpresivo y la mirada lejos de Gabrielle. Tenía que creer que ella mantendría su palabra y contactaría con Joe, pasara lo que pasase. Se inclinó hacia delante, apoyando los codos en las rodillas y sosteniendo la barbilla entre ambas manos.

Sabía que María no le fallaría. Su tía había sido la única persona fiel de su vida, la única persona a la que realmente le importaba su existencia.

Pero la última vez que se habían visto él era un adolescente… y había sido antes de su cirugía facial. ¿Qué ocurriría si no lo reconocía?

Carlos había pasado muchas noches en la casa de sus tíos, donde su tío desempeñaba el rol masculino de un hombre íntegro que amaba a su familia. Pero su tío murió demasiado joven. Cuando Carlos conoció a Helena se imaginaba un matrimonio como el que su tía y su tío habían compartido. Siempre había considerado a su tía como su única madre. Ella le vendaba las heridas, lo alimentaba como si fuera su propio hijo y fue quien lo abrazó la única vez en su vida que había llorado… después de perder a Helena. Aquel mismo día Carlos había hecho un pacto con María para ocultar la verdad sobre la bomba, y luego se alejó para que su tía y Eduardo estuvieran a salvo.

Cuando María entró en el despacho de Durand, Carlos sintió dolor físico ante la imposibilidad de abrazarla. Los años no la habían cambiado, pero la cálida mirada castaña mostró confusión al reparar en Carlos y Gabrielle.

—Hola, querida María —dijo Carlos poniéndose en pie. Usando la expresión con la que siempre la saludaba de adolescente pretendía revelar a su tía de inmediato su identidad sin descubrirse ante Durand.

María se llevó a la frente unos dedos temblorosos. Debía de estar tratando de reconciliar aquella voz y ese saludo familiar con un rostro desconocido.

Durand le preguntó:

—¿Conoces a este hombre?

Antes de que pudiera responder, Carlos hizo que todos regresaran al motivo de la reunión.

—Ahora que tu hermana está aquí, discutamos mi oferta.

Durand lo ignoró, esperando la respuesta de su hermana.

La lucha por saber qué decir se reflejaba en la mirada de María. Carlos contuvo la respiración, rogando que su respuesta no socavara el trato que estaba tratando de conseguir.

Ella asintió.

—Sí. Él me es familiar, pero quisiera oír la oferta que desea hacerte.

Durand miró a María con dureza. Carlos contaba con que el vínculo que existía entre ellos evitara que Durand la obligara a decir nada más.

—¡Habla de una vez! —exigió Durand.

—Te entregaré a Espejismo… —Carlos se estremeció cuando oyó cómo Gabrielle ahogaba un grito— y también a Alejandro Anguis.

Durand se limitó a observarlo completamente enmudecido.

Se hizo un silencio total hasta que Carlos comenzó a oír los sollozos de María. Ahora ella lo sabía seguro. Su mirada llorosa suplicó a Carlos que la dejara hablar, pero habían hecho un trato, y ella había dado su palabra.

—¿Puedes hacerlo? ¿Puedes entregarme a Alejandro y a Espejismo? —preguntó exigente Durand, con una mezcla de asombro y excitación.

—Sí, pero quiero algo a cambio. —Carlos esperaba que las siguientes palabras le sirvieran como pequeña redención—. Deja libre a esta mujer —pidió señalando a Gabrielle—. Su único error ha sido salir conmigo. No sabe nada de todo esto y una vez libre jamás se arriesgaría a decir una palabra a nadie.

—¿Dejarla libre? —Durand lo miró con absoluta incredulidad—. No.

—Durand —dijo María suavemente—. Él te ha ofrecido algo que no puede procurarte nadie más, y pide mucho menos que lo que otro exigiría en su lugar.

—¿Conoces a este hombre, María? —preguntó Durand.

—Eso creo.

—¿Y quién es?

—No te lo diré a menos que aceptes su oferta.

—¡Dios! Tú eres mi familia. ¿Cómo puedes estar de su lado? —Durand luchaba por mantener su calma de hielo.

Aplastó el puro en un cenicero de cristal.

—Te lo explicaré más tarde, pero primero dile que aceptarás ese trato. No es pedir demasiado. —Su hermana se cruzó de brazos y alzó la testaruda barbilla de los Anguis.

—Esta mujer puede causarme problemas —dijo Durand señalando a Gabrielle.

Carlos dejó escapar una risa triste.

—Échale un vistazo. ¿Crees que ella quiere tener algo que ver con esto o que alguien la creería si lo contara? No tiene pruebas de nada de lo que ha ocurrido aquí, y en este momento siente tantas ganas de cortarme el cuello como tú.

Durand miró a Carlos con curiosidad.

—Entonces ¿por qué te preocupas por su seguridad en lugar de la tuya?

—Porque yo la usé como tapadera para buscar a un informante y ahora debo hacer que regrese sana y salva a casa.

Nadie habló ni se movió en el minuto siguiente, mientras Durand estudiaba su dilema.

—¿Quién es tu informante? —Durand se cruzó de brazos. Era claro que no estaba preparado para hacer un trato.

—¿Cómo es que no has conseguido todavía esa información en tu granero? —Carlos no quería revelar el nombre de Ferdinand, pero apostaba a que el padre y el hijo se hallaban en algún lugar del recinto. Lo más probable es que estuvieran vigilados en el granero. O si no ya enterrados.

—¿Cómo es que sabes tanto de mis operaciones? La mirada de Durand se dirigió a Julio, que alzó las cejas con curiosidad, pero no dijo nada.

—Haz el trato y te lo explicaré. —Carlos se echó hacia atrás en la silla con los brazos cruzados.

Durand finalmente señaló a Carlos con su cigarro.

—Aceptaré tu trato, pero si no me entregas a Alejandro y a Espejismo encontraré a tu mujer y pagará por todas tus mentiras.

—Eso ya lo sé. —Carlos se volvió hacia Gabrielle, cuyo horror era visible a los ojos de cualquiera. Ella sabía, como todos los demás en aquella habitación, que Durand le daría caza en cuanto Carlos estuviera muerto y su hermana regresara a casa. Carlos rogaba que para entonces Joe y Tee ya tuvieran a Gabrielle a salvo—. Vete con María.

Gabrielle se limitó a quedarse sentada allí, y Carlos añadió con firmeza:

—Ahora.

Ella se puso de pie y avanzó insegura hacia María, mirando a todas las personas de la habitación mientras lo hacía.

Carlos le dijo a su tía:

—Ve con ella al aeropuerto y asegúrate de que coge un vuelo a Estados Unidos. En cuanto me llames y me digas que está a salvo, se lo contaré todo a Durand.

—Lo haré —le aseguró su tía—. Tengo que salir muy pronto con Eduardo, que va a ver a un médico en Estados Unidos.

Carlos sonrió.

—Nadie irá a ninguna parte hasta que me des como mínimo una prueba de algo —ordenó Durand.

Carlos suspiró.

—¿Puedo levantar las manos sin que me dispares?

Durand asintió.

Carlos se abrió la camisa, dejando expuesto el tatuaje de Anguis con la cicatriz.

—Yo soy Alejandro Anguis.