Carlos se aferró con firmeza al volante. Aquello era precisamente lo primero que quería sonsacarle a la informante: debía descubrir todo lo que ella sabía acerca de Anguis. ¿Cómo era posible que lo hubiera reconocido cuando nadie en los últimos dieciséis años lo había hecho?
Jamás había visto a aquella mujer antes de ese día. Aminoró la marcha, aunque todavía acuciado por la urgencia de ponerla a salvo.
—¿Por qué has dicho eso?
Ella se burló, pero en su voz se deslizó una nota de terror.
—Esperaba que Durand enviara a alguien.
Carlos soltó el aire que había estado reteniendo, a la espera de oír qué era lo que ella sabía. Simplemente creía que él había sido enviado por Durand para secuestrarla.
—¿Piensas que formo parte del equipo de Durand simplemente porque soy hispano?
Ella se balanceó, mirándolo con los ojos entrecerrados mientras buscaba una respuesta.
—¿Y no es así?
—No. Y ahora, ¿quieres hacer el favor de esconderte antes de que una bala te vuele la cabeza? —Aceleró el motor y siguió adelante.
Gabrielle trató de comprender lo que estaba diciendo. ¿No era Anguis? Entonces ¿quién era ese tipo? Finalmente registró sus últimas palabras: el comentario sobre la posibilidad de que le volaran la cabeza.
Encogió su cuerpo tratando de hacerse una pelota lo mejor que pudo, pero nunca había sido menuda, así que la pelota era más bien un bulto deforme.
El hombre que conducía tenía todos los atributos que ella siempre había adjudicado mentalmente a un soldado de Anguis, desde la piel color aceituna hasta el espeso cabello negro a juego con las pobladas pestañas y un cuerpo poderoso.
Irradiaba oleadas de peligro.
La miró por un breve momento. Unos ojos profundos la evaluaron con una preocupación que a ella no le encajaba con la imagen que tenía de un soldado de Anguis.
Esperaba a alguien mezquino, con ojos malvados.
El aire fresco le había colocado un collar de pelo negro alrededor del cuello, y los suaves mechones hacían un marcado contraste con la dura mandíbula y la boca tensa. Era atractivo, aunque de una forma que tenía algo de letal. ¿Qué pretendería hacer con ella?
Un escalofrío le recorrió la espina dorsal.
Si no era Durand quien había enviado a su intruso, entonces ¿para quién trabajaba ese tipo? Para las fuerzas de la ley seguro que no, porque entonces no habría disparado al agente Morton.
Alzó la mirada cuando el todoterreno tomó la curva del álamo roto que había sido derribado durante una tormenta reciente. Eso significaba que estaban cerca de la calle… ¿donde alguien podría estar esperándolos?
¿Tal vez la persona que le había cortado el cuello al agente de la Brigada Antidroga?
—¿Y qué pasa si te disparan a ti? —preguntó Gabrielle a su captor. Si a aquel tipo le disparaban mientras conducía el todoterreno, ella podría acabar como una especie de empanadilla humana.
—Estaré bien. No hablemos más —le ordenó, aunque en un tono menos amenazante.
Hizo girar el todoterreno bruscamente hacia una carretera de la izquierda antes de llegar al buzón. Ella estiró el cuello para averiguar por qué.
El todoterreno se acercó lentamente a un vehículo deportivo de color oscuro que estaba aparcado en el bosque. Él se asomó hacia fuera, observando algo del interior del vehículo, y dejó escapar una maldición, luego se dirigió de nuevo hacia la carretera y maldijo otra vez. Aceleró con fuerza, dando una sacudida con el coche y girando bruscamente el volante cuando entró de golpe en la carretera.
Un fuerte sonido metálico hizo eco antes de que el parabrisas crujiera y quedara como una tela de araña.
Ella se levantó.
—¡Baja la cabeza, demonios! —Ralentizó la velocidad para luego pisar de nuevo con violencia el acelerador, haciendo girar la cola del todoterreno, hacia un lado y otro.
Otro disparo.
Gabrielle bajó la cabeza y se aferró al asiento. Apretó una mano contra la pared cercana al suelo para permanecer lo más encogida que podía. El aire rugía a través de las ventanillas abiertas.
—¿Adónde vamos? —preguntó, clavando los dedos en el asiento del coche.
Él la ignoró.
Después de dos giros más, pisó a fondo el freno, derrapando al detener el vehículo.
Un hedor a goma quemada llenó el coche. Rápidamente dio marcha atrás con el todoterreno y retrocedió con la misma velocidad que llevaba al ir hacia delante.
Los neumáticos de otro vehículo se acercaban chirriando contra el pavimento.
Circular a tanta velocidad en Peachtree City no era una buena idea, teniendo en cuenta que aquella pequeña comunidad disponía de un departamento de policía que patrullaba por las carreteras. Si tenía problemas con las fuerzas de la ley se convertiría en un blanco fácil para Durand, pero la idea de ser arrestada tenía cierto atractivo ahora que había gente disparándole.
Era difícil saber cuál era la menos mala de las dos alternativas mortales, pero dudaba de que aquel tipo le diera la oportunidad de decidir.
Se oyó otro tiro entrando por el parabrisas. Ese hizo gruñir al conductor varios tacos en español. La sangre le chorreó por la mejilla.
¿Debería ayudarlo o no?
Ni siquiera sabía quién era o para quién trabajaba. Había disparado a un agente de la Brigada Antidroga, ¿qué sugería eso de él?
Que era un mal tipo, para decirlo simple y llanamente.
Sin embargo, realmente se estaba esforzando por mantenerla con vida y fuera de las manos de alguien. Tal vez de los soldados de Anguis.
Gabrielle buscó debajo del asiento un trapo que guardaba ahí para limpiar el parabrisas cuando era necesario y se lo dio a él.
—Toma.
Él la miró, tardó en reaccionar, pero finalmente cogió el trapo y se limpió la sangre que le había entrado en los ojos. Dejó de nuevo el trapo a un lado y giró con fuerza el volante hacia la izquierda.
Ella casi se cae. Le pareció que transcurría una eternidad, aunque probablemente fueron diez minutos, hasta que por fin él aminoró la marcha y dijo:
—Creo que los hemos perdido.
—¿Puedo levantarme?
—No.
Contrariar a aquel tipo no era una idea brillante, pero tendría que descubrir algún tipo de estrategia para tener la posibilidad de sorprenderlo fuera de guardia y poder escaparse. No podía dejarle saber lo aterrorizada que estaba.
Se lamió los labios y lo intentó otra vez.
—¿Dónde estás yendo?
—No donde planeaba ir originalmente.
¿No podía darle una respuesta directa? Gabrielle relajó las manos cerradas en un puño y respiró profundamente un par de veces. Era la hora de ser paciente, de no perturbarlo, pero se sentía agotada y hervía por la descarga de adrenalina que acababa de recibir.
Se mantuvo en silencio mientras él hacía dos giros bruscos y luego aparcaba. Dejó el motor en marcha y apagó los faros delanteros.
—Puedes levantarte un minuto.
Ya era hora. Arqueó la espalda y trató de hacer presión con las rodillas.
—Por aquí. —Él se inclinó hacia ella, cogiéndola por debajo de los brazos y ayudándola a salir del hueco. Eso le demostró lo fuerte que era, porque ella no pesaba poco.
En cuanto ella tuvo algo de equilibrio, él la soltó y abrió su teléfono, para enviarle un mensaje de texto a alguien.
Frunció el ceño.
—¿Qué pasa? —preguntó ella con el corazón martilleándole en el pecho.
—No hay señal.
Ella respiró profundamente, tratando de calmarse, y miró alrededor. La primera calle que logró reconocer le indicó que estaban situados al sur de la ciudad, justo sobre la avenida Peachtree.
—Esta es una de las dos zonas donde siempre pierdo las llamadas. Creo que estamos en una especie de bolsillo entre dos torres.
Se oyeron sirenas en la distancia.
A ella le hizo ruido el estómago.
El rostro de sorpresa que puso él habría sido divertido en otras circunstancias.
—¿Hambrienta?
—No. —Había hecho solamente una comida en dos días, pero la idea de comer algo le provocaba náuseas. Acercó un codo al marco de la puerta y apoyó la dolorida cabeza en una mano.
—¿Para quién trabajas? —Él agarraba el volante con una mano, repiqueteando con un dedo y con la mirada distante como si le diera vueltas a una idea.
—No sé de qué me estás hablando.
—No me tomes el pelo —le advirtió él.
Ser reprendida y maltratada acabó con la última gota de paciencia que le quedaba.
Al diablo con las consecuencias. Levantó la cabeza y se dirigió a él.
—Bueno, lo único que sé de ti es que mataste a un agente de la Brigada Antidroga, así que la idea que tengo en mente no es precisamente la de burlarme de nadie.
—Yo no lo maté —murmuró él. Luego hizo una pausa y la miró con incredulidad—. ¿Creías que el tipo al que disparé era de la Brigada Antidroga?
A ella se le revolvió el estómago al percibir la nota de incredulidad en su voz.
—Tenía una placa de identificación. Era… el agente especial Curt Morton.
—Mierda.
A ella realmente no le gustó cómo sonó eso.
—No lo entiendo.
—Curt Morton lleva dos semanas desaparecido, lo cual significa que si Baby Face tenía su placa lo más probable es que Curt esté muerto.
Ella se frotó la cabeza, tratando de encajar las piezas.
—¿Quién es Baby Face?
—El hombre con el que estabas era Baby Pace Jones.
—¿Y quién es ese hombre…? ¿A qué se dedica? —Tenía la desagradable sensación de que no iba a gustarle la respuesta.
—Es… un mercenario que hace encargos.
—¿Como secuestros?
—Así que ¿no salías de la casa con él de forma totalmente voluntaria?
Ella negó con la cabeza.
—No. Yo pensaba que era un agente de la Brigada Antidroga, y me amenazó para que fuera con él. ¿Entonces es un secuestrador? —Sacre bleu, sacre bleu… había caído en una trampa.
—El secuestro es solo una parte de su trabajo. Su verdadera especialidad son los delitos electrónicos, y también tortura a agentes de los servicios de espionaje para conseguir información relevante cuando consigue atrapar a alguno.
Ella veía puntos flotando.
—¿Quién eres tú? —le preguntó con una fuerte tensión—. ¿Perteneces a la Brigada Antidroga?
—Soy Carlos. No estoy en la Brigada Antidroga. ¿Quién eres tú?
—Gabrielle… Parker.
—Bien. —Sonó tras su voz una suave risa escéptica—. Tenemos que movernos. Necesito una torre.
—¿Ese deportivo que había estacionado en el camino a mi casa era tuyo? —preguntó ella en voz alta. Todo el mundo parecía preferir llegar a pie hasta su casa de alquiler.
—No. —Miró a su alrededor mientras ponía el motor en marcha y encendía los faros—. Vamos a darnos prisa.
—¿Quién envió a Baby Face?
—No lo sé y no pienso preocuparme por eso hasta que no sepa dónde está mi compañero.
—¿Tú y tu compañero trabajáis para…?
—… para nadie que conozcas.
Aquello no era muy alentador.
—¿Y qué es lo que queréis de mí?
Él volvió a ignorarla.
Ir a la policía supondría todo tipo de problemas para ella, pero estaba comenzando a considerar si su mejor alternativa era morir o ser torturada.
¿Estaría aliado con las fuerzas de la ley?
—Podemos llamar a una puerta y pedir a los vecinos que avisen a la policía —sugirió ella. No era una mala idea, ya que le daría una oportunidad de escapar de aquel tipo.
—Nada de policía. —Carlos volvió el rostro sombrío hacia ella—. Si salimos de esta con vida y consigo encontrar una maldita torre, podré contactar con mi gente.
Nada de policía. Mi gente. Sin duda aquello no sonaba ni remotamente parecido a las palabras de alguien aliado con las fuerzas de la ley.
Ella volvió a encoger el cuerpo entre el hueco del asiento y el suelo, mojada, fría y asustada. Sobre todo terriblemente asustada.
Él mantuvo una velocidad moderada, conduciendo durante varios kilómetros como si fuera un ciudadano modélico. Ella tiró de su muñeca para comprobar la hora, apretando los dientes para detener la charla.
Aprovechó su silencio para planear dónde hallar un transporte público y en qué dirección encaminarse cuando lograra librarse de él. Acceder a sus fondos le llevaría algún tiempo, pero guardaba dinero escondido en varias localidades remotas.
Hacer planes de supervivencia la ayudaba a no pensar en lo cerca que había estado de ser secuestrada por Baby Face o preguntarse lo que Carlos tenía en mente para ella.
Carlos marcaba teclas en su teléfono cada vez que su mano estaba libre. La cobertura debía de haberse recuperado puesto que empezó a hablar.
—¿Hay noticias de Lee? —preguntó sin decir ni siquiera hola. Pausa. Taco—. Envía refuerzos a la localización. Tengo la fuente, pero estoy en un atasco de tráfico. Necesito…
—Apartó el teléfono de la cabeza, miró fijamente el diminuto aparato y luego lo levantó como para darle un golpe contra el volante.
Pero no lo hizo, sino que cerró el teléfono con un dedo.
¿Se había perdido la cobertura de nuevo?
Gabrielle ya no podía ver los semáforos desde su posición. Solo una extrema oscuridad.
—No estamos en un atasco. Estamos en el campo.
—Sí.
—Me levantaré si ya no nos sigue nadie.
Él se estiró y esta vez usó una sola mano para ayudarla a salir del hueco. La cogió con fuerza, pero la manejó con… suavidad. Ella estaba dispuesta a apartarlo bruscamente al dejarse caer en el asiento, pero la soltó de inmediato, dejando que sus grandes manos se concentraran en la tarea de conducir.
Manos suaves… capaces de matar.
Carlos no le había hecho ningún daño. ¿Sería más seguro estar con él que con Baby Face? Ella se estremeció, alegrándose de no tener que estar con aquel monstruo.
Había estado demasiado cerca.
Estiró la espalda y se frotó las manos frías. Su ropa se había quedado húmeda y helada.
—¿Y ahora qué? —Gabrielle movió la cabeza, forzando la vista para tratar de distinguir algún edificio famoso. Estaban en la autopista 54, justo al sur de la autopista 16. Amplias praderas abiertas y un campo ondulado, salpicado de algunas casas majestuosas.
—Tan pronto como encuentre otra torre, nos iremos de aquí —le dijo Carlos. Sonaba irritado y cansado.
A ella no debería importarle. Tal vez estaba cansado porque ya había secuestrado a un par de mujeres más aquella noche. Pero él se había interpuesto entre ella y la muerte, así que ayudaría tanto como pudiera hasta que él probara ser realmente una amenaza.
Confiar le había resultado fácil mientras se escondía de Anguis detrás de un ordenador. El teclado había sido su espada y el anonimato su escudo. Pero sobrevivir ahora dependía de que pudiera mostrarse fuerte a pesar de estar temblando por dentro.
Escapar de aquel tipo requería más habilidades de las que poseía.
La familiaridad haría crecer la confianza. No importaba cuántas respuestas irritantes pudiera darle, debería procurar que él siguiera hablando hasta que por fin comenzara a comunicarse.
—¿Todavía no hay señal?
Él negó con la cabeza sin mirarla.
—La cobertura es todavía peor al sur de la ciudad. —Lamentó haber compartido esa información al ver que él movía la mandíbula con frustración.
—Puedo probar con mi teléfono —le ofreció, buscando el aparato colgado en la cinturilla de sus pantalones.
—¿Es resistente al agua?
—No, pero… —Apretó el botón de encendido puesto que estaba todo negro. No ocurrió nada—. Está muerto. ¿Y el tuyo sí es resistente al agua?
Carlos le dirigió una mirada que cuestionaba su nivel de inteligencia.
—No. —Ella se puso el teléfono en la espalda y suspiró.
Gracias a Dios su portátil no se había empapado. Había sido su compañía durante diez años. Sin ayuda, sin amigos reales, puesto que se mudaba cada dos años para que fuera más difícil encontrarla. Con la excepción de raras visitas para ver a su familia, había pasado más tiempo con ese tipo aquella noche que con nadie más en todos esos años.
Si Carlos no hubiera aparecido, ella se habría marchado y nadie lo hubiera sabido. Luchó contra la idea de confiar en aquel extraño, pero debía reconocer que por ahora no tenía mucha elección. Hasta el momento, se había ganado algo de ella, aunque no podía llamarlo exactamente confianza.
Eso no significaba que fuera a quedarse con él si encontraba alguna oportunidad de huir, pero no tenía nada de malo jugar en el mismo equipo mientras tanto. El estómago le hizo suficiente ruido como para que se oyera por encima del embate del viento.
Se frotó la cabeza dolorida, y luego buscó su mochila entre los asientos, que ahora estaba en el suelo en la parte de atrás.
Él la detuvo con las manos.
—¿Qué estás haciendo?
—Buscando algo para el dolor de cabeza —le espetó sin poder controlar su tono. No era una idea brillante irritar a un hombre armado con una pistola. Gabrielle suspiró—. Que me disparen me da dolor de cabeza.
Los ojos de él se entrecerraron como interrogantes, luego su expresión se endureció, pero la soltó y volvió a tocar los botones de su teléfono. Vigilaba cada movimiento que hacía.
Cuando ella se volvió con un pequeño frasco de aspirinas, él se acomodó de nuevo en su asiento, flexionando las muñecas para controlar con firmeza el volante.
Levantó el frasco para quitarle la tapa.
De repente Carlos asomó la cabeza por la ventanilla, mirando por encima del hombro, y luego volvió a acomodarse.
Ella se detuvo.
Unos golpes fuertes llegaron a sus oídos.
Movió la cabeza a un lado. El viento le aplastó el pelo en la cara. Logró apartarse un mechón de los ojos a tiempo para ver las luces de un helicóptero que venía hacia ellos.
—¡Métete dentro! —Carlos se guardó el teléfono en el bolsillo de los tejanos y aminoró la marcha—. ¡Abróchate el cinturón!
Ella dejó caer las aspirinas, se cruzó el cinturón a través del pecho y tuvo que intentarlo dos veces antes de poder abrocharlo. Justo en el momento en que lo hizo, se oyó que algo golpeaba la parte trasera del todoterreno.
Disparos.
Él la agarró de los hombros mientras el vehículo hacía un giro brusco hacia la pradera de la izquierda. Cuando la atrajo hacia él, le protegió instintivamente el rostro con la mano justo antes de que el todoterreno chocara contra una valla de madera en el camino. Trozos de madera rota golpearon el parabrisas y los escombros le magullaron los brazos, pero no recibió ningún corte. Tan pronto como atravesaron la valla, la soltó y luchó con el volante para adentrarse en el prado lleno de surcos.
El helicóptero surgió de ninguna parte para cernerse sobre ellos tan solo a quince metros del suelo, impidiéndoles adentrarse en el denso bosque. El viento que levantaba en su movimiento hizo agitarse el vehículo.
Comenzaron a disparar. Las balas chocaban contra el capó.
Carlos hizo girar el todoterreno hacia la derecha, levantándolo sobre dos ruedas y luego retrocediendo. Pisó el acelerador, pero el helicóptero tronaba por encima de sus cabezas y bajó otra vez para aterrizar entre ellos y el camino hacia el bosque.
La luz de la luna iluminó a tres hombres que bajaron de ambos lados del helicóptero, incluido el piloto. Se agacharon para pasar por debajo de las aspas, cada vez más lentas; cada uno de ellos tenía armas imponentes. ¿Ametralladoras?
Estalló el ruido de balas. Una de ellas pasó justo al lado de Gabrielle, pero no le dio.
Hubiera gritado si pudiera respirar. Iban a morir.
—¡Agáchate! —Carlos hizo girar el vehículo en un ocho, disparando su pistola al mismo tiempo.
Ella lo obedeció inmediatamente, deseando desaparecer. Girando la cabeza a un lado sobre su regazo, pudo ver algo a través de la ventana de la puerta.
Uno de los hombres que disparaban cayó.
El todoterreno dio un giro brusco a la izquierda y luego se dirigió hacia el bosque a toda velocidad, como si Carlos hubiera encontrado el camino.
Ella se incorporó. No había camino.
Los pinos y robles de mayor tamaño y troncos más gruesos al menos estaban lo bastante separados como para que el todoterreno pudiera pasar. A ella se le aceleró el corazón ante la idea de poder salir de allí. Luego, si Dios lo permitía, escaparía de Carlos. Puede que él le estuviera diciendo la verdad cuando afirmaba que el agente de la Brigada Antidroga era ese tal Baby Pace o puede que estuviera mintiendo.
Todos podían estar mintiéndole.
Miró a su alrededor, buscando a sus perseguidores.
—¡Joder! —Carlos hizo patinar el todoterreno hasta detenerlo y le dio un golpe al volante.
Ella no necesitaba una traducción para saber que las cosas se habían puesto fatal. Echó una mirada al barranco que tenían ante ellos, iluminado por los faros del coche y estuvo de acuerdo con su apreciación.
Él embistió marcha atrás y aceleró de manera salvaje. Podría haberse dicho que conducía como un loco si es que pudiera decirse que conducía, pero simplemente parecía que el coche iba fuera de todo control por el bosque marcha atrás, a cien kilómetros por hora, como si estuviera circulando a ciento veinte hacia delante en una autopista.
Dio un frenazo para detenerse y giró el volante con fuerza hacia la derecha, conduciendo al lado del barranco, quebrando los árboles más jóvenes con violentos golpes.
Se oyó retumbar una explosión justo antes de que una pantalla de humo creciera ante ellos sin darles posibilidad de escapar. El todoterreno pasó por encima de una protuberancia del terreno que hizo levantarse el vehículo en dos ruedas del lado del copiloto.
El cuerpo de ella se inclinó hacia la puerta del conductor.
Apretó los dientes tratando de impedir el grito que se agolpaba en su pecho y buscó algo donde aferrarse.
Carlos soltó el volante y lanzó su peso contra ella, sujetando su cuerpo contra el de él. Luces incandescentes iluminaron su rostro.
—Ya te tengo.
En aquel instante fugaz, ella dio las gracias al ángel que le había enviado a aquel hombre. No sabía quién era ni para quién trabajaba, pero aquel hombre estaba tratando de protegerla con su propia vida.
La sostuvo con fuerza, sirviéndole de escudo mientras el todoterreno se precipitaba a toda velocidad fuera de control.
El coche chocó contra un árbol a la izquierda, haciendo que ella se golpeara los dientes, y luego a la derecha, lanzando su cuerpo atrás y adelante, pero él nunca la soltó. El vehículo chocó contra otro árbol y cayó hacia un lado, esparciendo cristales rotos por todas partes.
Él la cubría con sus brazos y con su cuerpo, evitando que resultase herida.
Cuando dejaron de moverse, se agarraba a él a la vez que trataba de respirar.
El pecho de él se ensanchó con un par de respiraciones profundas y luego adoptó un ritmo controlado que ella envidió. La soltó y trató de encender el motor, estando en posición invertida. Estaban encallados encima de algo y no tenían suficiente fuerza de tracción para liberarse. Él apagó el motor y se volvió hacia ella, revisándola rápidamente con la mirada.
—¿Estás bien? —El tono de preocupación de su voz debía de ser producto de su imaginación, pero ella en ese momento lo necesitaba.
—Eso creo. —Ella continuaba agarrada a él.
Carlos movió una mano para quitarse un pedazo de cristal triangular que se le había clavado en el antebrazo y gruñó. El brazo comenzó a sangrarle desde el momento en que se quitó el vidrio. Lo dejó a un lado y, con calma, le desabrochó el cinturón a ella. Luego logró que lo soltara para poder desabrocharse el suyo.
Gabrielle dio un par de respiraciones profundas tratando de calmarse, teniendo en cuenta todo lo que había tenido que pasar no lo estaba llevando tan mal. Se mantenía entera, preparada para enfrentarse a lo que hubiera de venir.
Al menos hasta el momento en que Carlos le apartó un mechón de cabello de los ojos con una ternura que amenazaba con desatar la histeria agazapada en su pecho.
Él se inclinó y la besó en la frente.
—No tengas miedo. ¿Estás bien?
Ese beso la reconfortó tanto como ver aparecer un ejército al rescate.
—Oui. —Fue todo lo que su tensa mente pudo articular.
Tenía que recomponerse. ¡Ahora!
—Vamos.
—Continúas diciendo eso como si no hubiera ningún problema, y las cosas no hacen más que empeorar. —Husmeó con la nariz el olor acre que salía de la pantalla de humo que habían atravesado.
—No hagas ningún movimiento brusco. —Él levantó su teléfono móvil, escuchó, suspiró, y se lo guardó en el bolsillo de los pantalones. Ella no tenía ni idea de dónde había salido su arma, pero el caso es que llevaba una pistola con una pinta letal en la mano cuando salieron del vehículo.
Nunca había estado rodeada de armas, así que no estaba acostumbrada a verlas.
Él observaba el entorno alrededor del todoterreno mientras con una mano la empujaba para que se colocara a su lado. Apagó los faros del coche.
—¿Todavía tenemos una oportunidad? —preguntó ella en un susurro.
—No en este momento —respondió Carlos en voz igual de baja.
Aparecieron dos hombres iluminados por la luna a unos cien metros. Uno cargaba un rifle con el que los apuntaba a los dos. El otro tipo llevaba en el hombro lo que ella supuso que era un lanzagranadas, por lo que había visto en las películas. Ahora que lo pensaba, era probable que ese aparato hubiera lanzado la bomba de humo.
—Sígueme la corriente hasta que tengamos una oportunidad de escapar —susurró Carlos—. Eres una chica con la que he quedado, ¿de acuerdo?
Justo cuando Gabrielle estaba a punto de darse por vencida, la confianza en esas palabras alentó otra nueva ráfaga de fe en ese hombre. Asintió, dispuesta a luchar tanto como él.
Los dos hombres avanzaron hasta que uno de ellos, el que sostenía el arma automática, se detuvo a unos pocos metros de distancia.
—Hola, Carlos.
—Hola, Turga.
—Tira tu arma y tu teléfono móvil.
Carlos obedeció.
—¿Has tenido una pelea con Baby Face?
A Gabrielle no le sorprendió que Carlos y aquel hombre hablaran como viejos amigos.
—La verdad es que no. —Turga habría resultado invisible de no haber sido por el blanco de sus ojos. Era totalmente negro, la cara y las manos, la ropa, el gorro que llevaba en la cabeza, las botas y el arma. Un fuerte olor a cigarrillos cargaba el aire fresco que no estaba teñido por el humo de la bomba.
Su inglés tenía un marcado acento turco—. Baby Face ha sido una víctima inevitable. Ha sido algo bueno que él la haya encontrado primero.
—¿Qué quieres de ella? —Carlos hizo que eso sonara como si el único valor de Gabrielle hubiera consistido en proporcionarle un vehículo.
—Muy gracioso. Tú vas detrás de lo mismo.
—¿Detrás de qué? —bufó Carlos—. Baby Face tenía asuntos conmigo, no con ella.
—¿En serio? Entonces ¿tú sabes algo de su gran trato?
—Turga lo miró con desconfianza, pero Carlos mostraba una genuina curiosidad.
Carlos se encogió de hombros.
—No tuve oportunidad de oír con todo detalle cuál era el gran trato y la verdad es que no me importó una mierda cuando lo encontré tratando de quitarme a mi mujer.
Turga resopló muy poco convencido.
—Déjala ir, Turga. El único error que ha cometido ha sido involucrarse conmigo.
En ese momento Gabrielle le dio a Carlos un sólido voto de confianza. Ella no sabía quiénes eran Turga ni Baby Face, pero Carlos era hasta el momento el único que no había intentado matarla.
—¿Te crees que soy estúpido? —preguntó Turga en un tono que tensó toda la piel de Gabrielle—. Demuéstrame que ella es tu mujer.
¿Cómo podía probar eso? No es que Gabrielle no estuviera dispuesta a apoyar a Carlos en todo lo que dijera, pero la duda hizo mella en su mente agotada.
Carlos suspiró.
—Bien.
Él se volvió hacia ella. Ella lo miró a la cara, decidida a hacer todo lo que pudiera para convencer a Turga de que estaban juntos.
Pero no estaba preparada para lo que ocurrió cuando Carlos la cogió en sus brazos y acercó su rostro al de ella. Llevó su boca hasta la suya, besándola con más pasión de la que ningún otro hombre había demostrado al besarla. La sostuvo haciéndola sentirse a salvo, protegida.
No la habían abrazado en años.
Todas sus defensas se vinieron abajo sin ninguna resistencia.
El corazón le latía frenéticamente y un deseo salvaje crecía en espiral desde no se sabe dónde. Ella le puso las manos alrededor del cuello, agarrándolo. Él la apretó más fuerte. El beso abrumó sus sentidos, invadiéndola de placer.
Ella gimió.
—De acuerdo, ya es suficiente —ordenó Turga, y luego frunció el ceño al ver que Carlos continuaba—. Dame un respiro.
Lentamente, Carlos apartó los labios de los de ella, se detuvo y volvió a rozar sus labios muy brevemente, luego se apartó.
Cuando la hizo moverse a su lado, le pasó el brazo alrededor de los hombros en actitud protectora.
Ella hizo esfuerzos para que no se le doblaran las rodillas.
Carlos apretó sus hombros con más fuerza, lo que ella interpretó como un mensaje silencioso para que se recompusiera.
Gabrielle buscó con el brazo su cintura y lo apretó para demostrarle su complicidad.
Él curvó la comisura de los labios, haciéndole ver que entendía el mensaje.
—Deja que se vaya —repitió Carlos—. No dirá ni una palabra.
Turga se acercó a Carlos y sonrió. Sus dientes blancos brillaron contra su rostro oscuro.
—No pidas eso. Has acabado con uno de mis hombres. Ojo por ojo, ya sabes.
—No me digas que de verdad te importa perder a alguien.
Turga se puso más serio.
—Muy gracioso. No, pero disparaba mejor que nadie. —Hizo un gesto con la cabeza al tipo que sostenía el lanzagranadas.
—Una víctima inevitable. —Carlos sonrió con sarcasmo.
Turga ladeó su rifle en un movimiento veloz y usó la culata para golpear a Carlos en el estómago.
Él se apartó de Gabrielle y se dobló con un doloroso quejido. Luego aspiró aire y se enderezó.
Ella fue hacia él y Turga la agarró.
Carlos gruñó y se movió tan rápido que Gabrielle no tenía ni idea de cómo logró apartarla de Turga y empujarla detrás de él.
Turga levantó el rifle con un movimiento rápido y acabó poniendo la punta del cañón a escasos dos centímetros de la nariz de Carlos.
—Debería matarte ahora mismo, pero solo un hombre descuidado gastaría una fuente sin hacerla sangrar primero hasta secarla. Un movimiento en falso y le haré daño a ella. Comienza a caminar. —Turga hizo un gesto con el rifle hacia el helicóptero.
Gabrielle dejó que Carlos llevara su mochila, pero no estaba dispuesta a dar a nadie su portátil a menos que no tuviera otra elección. Carlos caminó junto a ella por delante de Turga y mantuvo su mano firmemente agarrada. Cuando llegaron al límite del bosque, una explosión hizo vibrar el suelo.
Ella se volvió para ver estallar las llamas justo donde había estado el todoterreno, y el segundo tipo se acercó corriendo hacia ellos.
Probablemente habría lanzado una granada.
Se oyó el gemido de sirenas en la autopista, cada vez más fuerte.
Gabrielle tropezó en el terreno con surcos, cerca del helicóptero, y Carlos la cogió por la cintura. La levantó para que entrara en la nave, y luego subió tras ella y se sentó a su lado en el asiento posterior.
Turga puso el cuerpo muerto a sus pies.
Ella se echó hacia atrás con repugnancia.
Carlos se acercó a ella.
—Mira a través de la ventanilla y respira por la boca.
Turga apartó su rifle y sacó un revólver que parecía igual al que Carlos había llevado. El compañero de Turga subió al asiento del piloto y encendió el motor.
Dos coches de policía y un camión de bomberos aparecieron por la autopista. El coche que iba delante derrapó mientras las aspas del helicóptero giraban golpeando con fuerza el aire.
Uno de los coches atravesó la verja, que ahora estaba abierta, avanzando velozmente hacia ellos.
El helicóptero se elevó con una sacudida, volando prácticamente justo por encima del coche. Luego alcanzó más altura y dibujando un ancho arco llegó hasta el bosque donde se alzaba el humo del pobre todoterreno de Gabrielle.
Ella sintió un brazo que le rodeaba los hombros.
Se volvió para preguntarle a Carlos dónde creía que se dirigían, pero los dientes le castañeteaban con tanta fuerza que tuvo miedo de morderse la lengua si intentaba hablar. La conmoción que sufría junto con las ropas mojadas no la ayudaban mucho. Le temblaba todo el cuerpo.
Carlos, sin embargo, resultaba cálido. ¿Por qué no estaba frío?
¿Y qué importaba eso? Se empapó del calor y el consuelo que ofrecía su imponente cuerpo.
Gabrielle no podía creer que pudiera haber sido tan ingenua como para pensar que Durand Anguis era su mayor amenaza.
Sintió un aliento cálido acariciando la piel de su cuello cuando Carlos inclinó la cara cerca de su oído y le habló.
—Tú haz lo que digan. Encontraré una manera de que salgamos de esta. —Le frotó el brazo con una mano, arriba y abajo, y luego le apartó con un dedo un mechón de pelo de la cara.
Su cerebro se agitó ante aquel gesto entrañable. ¿Cómo se suponía que debía interpretar sus movimientos?
—Entonces ¿quién es ella, Carlos? —Turga elevó la voz por encima del rugido del motor.
—Ya te lo he dicho. —Carlos le cogió la cara y la besó suavemente otra vez. ¿Sería para calmarla o para convencer a sus secuestradores? Alzando la mirada hacia Turga, Carlos la atrajo hacia sí, con actitud posesiva—. Simplemente estamos saliendo.
Las emociones de ella se dispararon, y era incapaz de controlar la oleada de reacciones que su contacto y su beso habían provocado.
Carlos trataba de que sus secuestradores no se interesaran por ella, así que lo menos que podía hacer era seguirle el juego. Deslizó una mano alrededor de su cintura y se acurrucó contra su pecho, levantando la mirada para observar la reacción de su secuestrador.
Turga no hizo ningún sonido o acción que revelara sus pensamientos.
Carlos movió la mano que tenía libre hacia el brazo que ella tenía en su pecho y la acarició lentamente, arriba y abajo. Luego le dio un beso en el pelo.
Ella estaba perdiendo la cabeza en aquel juego letal, pero jugar así con un hombre como Carlos no suponía ningún sacrificio. Ella había jurado pasar completamente de tener relaciones con hombres, lo cual no era difícil puesto que su estilo de vida hacía que las citas fueran imposibles. Fingiendo con Carlos se sentía segura. Pero haberse casado con un icono masculino diez años atrás, que además desde hacía un año salía en la lista como uno de los cincuenta hombres más deseables del mundo, había sido un suicidio emocional.
Morir por caras hermosas y cuerpos impresionantes había dejado de ser un atractivo para ella desde que se había divorciado de Roberto.
Pero sentía una extraña atracción hacia Carlos que solo podía atribuir a la situación en la que se encontraba. Su mera presencia le transmitía fuerza y confianza.
Y él era atractivo y tentador.
Además creía que él podía sacarlos de aquello.
La mirada de Turga se llenó de indecisión.
—Tú no conservas las mujeres por más de una noche.
—Ponte cómoda. —Carlos se inclinó y la besó en la mejilla con tanta ternura que ella se ablandó por dentro. La envolvió más fuerte con sus brazos y a ella se le aceleró el corazón. Nunca se había sentido protegida o querida. No de la forma en que ahora se sentía.
Aun sabiendo que Carlos estaba fingiendo, lo hacía mucho mejor que su miserable exmarido en la noche de bodas.
Pero Carlos no pertenecía a las fuerzas de la ley.
Como si eso importara realmente ahora, teniendo en cuenta la siniestra situación.
—Veremos. —Turga no dijo ni una palabra más hasta que aterrizaron, quince minutos más tarde, en el área de aparcamiento de la parte trasera de un edificio con carteles que decían «en alquiler» colgados en varias puertas. El piloto aminoró las aspas del rotor y se bajó.
Turga saltó de su asiento, con el rifle sobre el hombro y apuntándola a ella con una pistola. La escena en su totalidad era demasiado bizarra para poder entenderla. Pistolas, lanzagranadas, helicópteros, muertos.
Ella no podía pensar sobre todo aquello con claridad.
Gabrielle esperó a que Carlos bajara primero, luego él se dio la vuelta para ayudarla. Cuando la tuvo en el suelo frente a él le dio un abrazo rápido y le susurró:
—No dejaré que nadie te haga daño.
Con miedo a que se le escaparan las emociones, asintió. No conocía a ese hombre, no sabía por qué había ido a buscarla ni para quién trabajaba, pero la estaba protegiendo de todo peligro.
—Ya basta. Camina —ordenó Turga.
Mientras ellos se alejaban del helicóptero, el piloto despegó un vinilo negro de la sección de la cola que cubría el número de matrícula del aparato. Carlos mantuvo el brazo alrededor de su cintura y la condujo hacia la puerta más cercana.
Gabrielle quería asegurarle que estaba dispuesta a luchar junto a él. Le habló en voz baja.
—Estoy bien. Puedo hacerlo.
—Abre la puerta —ordenó Turga.
Carlos le apretó la cintura a modo de respuesta y le dirigió una mirada de admiración que la reconfortó. La soltó para alargar el brazo y girar el pomo de la puerta. Luego la abrió y la sostuvo para que entrara. Ella se deslizó y cruzó el umbral con actitud atrevida.
Lo primero que la asaltó fue un olor metálico totalmente abrumador que le produjo náuseas.
Lo segundo fue la imagen de un cuerpo ensangrentado colgado de la pared a varios metros del suelo.
Se le doblaron las rodillas.