Durand se arrodilló sobre una manta de lana para no mancharse sus pantalones de vestir negros. Levantó el rifle de francotirador L96A1, colocándolo contra su hombro, y enfocó el punto de la mira telescópica en la cabeza del blanco de un metro ochenta y cinco de altura que tenía a unos doscientos metros. El viento se deslizaba a través de los árboles a cada uno de sus lados, creando una parcela de alivio en aquella calurosa tarde que ya habían anunciado los hombres del tiempo, con una temperatura superior a los treinta grados en las cercanías de Caracas.
Como si el otoño en Venezuela no hubiera sido siempre caluroso.
La hierba, que le llegaba hasta los tobillos, se extendía entre él y el blanco, que parecía minúsculo contra el horizonte de imponentes montañas que tenía detrás. Tan vulnerable. Cuando su respiración se hizo más lenta hasta volverse superficial, Durand apretó suavemente el gatillo.
La explosión atravesó el campo vacío e hizo eco contra la pared de estuco de tres metros de altura que había detrás de Durand. Un fuerte olor a azufre invadió el aire. La cabeza de su blanco estalló y piezas de arcilla volaron en todas direcciones. Detrás de él se hizo un brindis.
Durand sonrió, y luego se volvió para hacer una teatral reverencia a su público, cuatro soldados de elite de Anguis, que él había escogido para entrenar con los nuevos rifles. Llevaban una variedad de trajes de camuflaje para la jungla, pantalones militares negros, camisetas oscuras y camisas de camuflaje sin mangas. Sus edades iban desde los veintipocos hasta los treinta bien entrados, y a ninguno de ellos le sobraba ni un gramo de grasa.
—Simplemente he comprado lo mejor para vosotros —dijo Durand suavemente ensanchando su sonrisa—. Y a cambio espero recibir también lo mejor. ¿Entendéis?
Ellos respondieron con un sonoro «sí», todos confirmando que lo habían entendido. Más que eso, sus ojos brillaban con respeto hacia él. Durand constantemente demostraba a sus hombres que él era un líder astuto y con visión. Un hombre que ponía la familia por encima de todo lo demás y que trataba a sus soldados como si fuesen su familia.
Un hombre que merecía una lealtad absoluta y que no se conformaría con menos.
—Vosotros sois los mejores, mis tiradores más excelentes —les dijo, observando cómo cada hombre recibía su elogio en silencio. Les hizo un gesto señalando una fila de mesas donde había expuestos rifles, escopetas, silenciadores, munición y más. Todo lo que un tirador necesitaba—. Escoged vuestras armas y empezad a entrenar.
Con frecuencia hablaba inglés en su barracón para guiar con el ejemplo. Cuanto más entendiera un hombre fuera de su campo, tanto más formidable sería como oponente.
Durand dejó que sus hombres bromearan y rieran mientras escogían las armas y accesorios, como chiquillos a los que se les da rienda suelta en una tienda de juguetes. Se dirigió a grandes pasos hacia la parte trasera de su recinto privado, cercado por una pared de un amarillo mantequilla construida a juego con la hacienda que protegía. Sobre la reja de hierro forjado de color negro había una cascada de flores de buganvilla que perfumaba el aire cálido. Un arquitecto de paisajes había diseñado los jardines de rocas con plantas tropicales que cubrían la base exterior y ocultaban los alambres usados para detener a los intrusos.
Pero el exterior no era nada comparado con la maestría del paisaje en el interior de la fortaleza.
Ante la puerta de roble en forma de arco que permitía el acceso a la parte trasera, había dos guardias con camisas y pantalones color caqui que llevaban rifles de asalto ya preparados. El mayor de los dos hombres bajó el arma para abrir la ornamentada puerta, con volutas talladas, que escondía un sólido corazón de acero.
—Hola, Ferdinand. ¿Qué tal está la rodilla de tu hijo? —Durand se detuvo antes de cruzar el umbral de la puerta. El soldado de pelo gris había acudido a él muchos años atrás en busca de ayuda. La esposa de Ferdinand necesitaba cuidados médicos que Durand le proporcionó durante seis meses, pero su cáncer resultó estar muy avanzado, y murió.
—Todavía usa el… —Ferdinand arrugó la frente con actitud muy concentrada— bastón.
—¿Muletas?
—Sí. —Ferdinand suspiró y se limpió el sudor de la frente con un pañuelo de algodón. Sus cincuenta y ocho años de vida habían esculpido líneas profundas en su frente y alrededor de su boca que se levantaban con una sonrisa cada vez que hablaba de su hijo.
Durand era solo seis años más joven y de la misma altura que Ferdinand, que medía un metro ochenta y estaba todavía fuerte para un hombre de su edad. Pero las similitudes acababan ahí, porque el tiempo había causado estragos en el rostro de Ferdinand. Durand era todavía un hombre viril y atractivo. Mantenía su cuerpo en forma y llevaba su melena plateada atada en una coleta con una cinta de cuero. Las mujeres admiraban su fuerza tanto como sus socios de negocios respetaban su poder.
Ferdinand se encogió de hombros.
—Ya sabes que un joven es demasiado orgulloso como para pedirle ayuda a su padre, pero yo se la doy de todas formas. Le digo que trabajar en la casa de empeños cuando salgo de aquí es mejor que estar en casa sin hacer nada. Estará mucho mejor dentro de unos días.
Durand frunció el ceño ante aquel hombre que tenía que trabajar todo el día para él y todas las noches y fines de semana para su hijo.
—Puedes disponer de esta semana para ayudarlo, ya volverás el lunes que viene.
Ferdinand negó con la cabeza.
—No, don Anguis. Hago mi trabajo.
Durand le dio unas palmadas en el hombro.
—Vete, viejo amigo. Eso es lo que quiero. Cuando tu hijo esté mejor, dile que venga a verme. Puede hacer más aquí que en la casa de empeños, ¿verdad?
—Sí. —Ferdinand tragó saliva, y luego asintió—. Gracias. Se echó hacia atrás y sostuvo la puerta abierta.
Una vez dentro, Durand avanzó a lo largo del camino de piedra pavimentado que serpenteaba a través de los jardines en gradas. Casi una hectárea de paraíso. Nada que ver con el roñoso rancho donde había crecido. Tres de sus cinco jardineros recortaban setos, daban forma a las buganvillas y plantaban flores frescas. A Celine, su última novia, le gustaba que siempre hubiera algo floreciendo.
Era un pequeño precio que pagar para lo que podía hacer con esa boca.
Había guardias en cada esquina de su hacienda de más de novecientos metros cuadrados, un magnífico telón de fondo estucado de dos pisos que daba a la piscina que se extendía a lo largo de su hogar de diseño mediterráneo. En el centro del piso inferior había dobles puertas de cristal abiertas. Fuera, su hermana empujaba la silla de ruedas de su hijo Eduardo, para llevarlo bajo un toldo cercano a un estanque con forma de riñón con raras especies de peces que Durand había seleccionado personalmente.
Comenzaba cada día bebiendo café sentado ante el estanque, contemplando los peces. Le resultaba relajante.
María insistía en que su hijo necesitaba una dosis diaria de sol.
Durand siguió su camino, pero sus ojos se detuvieron en el cuerpo hinchado de un pez muerto medio escondido bajo las hojas de un nenúfar. Era su favorito, escarlata y blanco, y lo había criado desde que era del tamaño de un renacuajo.
Se detuvo cerca del estanque y cerró la mano en un puño.
—¿Qué te pasa, Durand? —le preguntó María.
—Nada —respondió él—. No pasa nada. —Relajó los dedos y decidió que le diría a Julio que se ocupara de eso. Sus botas hicieron ruido contra las baldosas de cerámica pintadas a mano que cubrían el perímetro de cemento de la piscina mientras se acerca a la pareja. Su sobrino levantó la cabeza y tras ver a Durand apartó la mirada.
Aquel chico era un desastre. Durand lamentaba que Eduardo llevara el tatuaje de soldado de Anguis con la cicatriz de un pariente de sangre. Su vida estaba llena de cosas que lamentaba, tales como Alejandro, que se había alejado de la familia en vez de aceptar el lugar que le correspondía.
Preguntó a su hermana:
—¿Confirmaste tus planes? —El calor le pasaba a través de la camisa de seda por el sol que le daba en la espalda. ¿Por qué su hermana protegía a Eduardo bajo el toldo si necesitaba sol?
—Sí, nosotros… —comenzó a responder su hermana.
Durand la interrumpió sacudiendo la cabeza.
—Por favor, María, en inglés.
Ella frunció los labios, pero luego se dominó y se apresuró a asentir con la cabeza, adoptando una máscara en el rostro. Nunca había sido una belleza, pero no carecía de atractivo aunque ya tenía cuarenta y ocho años. Le llegaba a Durand a la altura de los hombros y tenía una figura que a cualquier hombre le gustaría si ella les permitiera tener una cita. Él había dado permiso a unos cuantos hombres, pero ella rechazaba cualquier invitación.
«Dios mío». Durand odiaba que sus hombros se curvaran en actitud de sumisión. Era su hermana pequeña. La quería. No toleraba ninguna insolencia por parte de sus hombres, pero jamás levantaría una mano contra ella.
—Lo siento. —Ella apoyó una mano en el hombro de su hijo—. Sí, todo está confirmado. Nos marchamos el jueves.
—¿Cómo estás hoy, Eduardo? —preguntó Durand por deferencia hacia María. El chico podía con sus nervios.
—Bien. —Eduardo era paralítico desde que había sufrido un accidente en su adolescencia y solo podía usar la parte superior de su cuerpo. Podía levantar la cabeza y mirar a su tío a los ojos, pero no lo hizo.
Durand suspiró. Había construido la piscina pensando en que el chico pudiera estar en la silla de ruedas en un extremo, pero Eduardo se negaba a meterse en el agua.
—¿Necesitas que haga algo por ti? —María nunca fallaba a la hora de apartar su atención de Eduardo, siempre haciendo de mamá protectora.
Como si creyera que su propio hermano fuera una amenaza.
—No. —Se rascó la barbilla con aire preocupado—. Tengo que hablar con Julio.
—Lo vi en su oficina cuando no estabas.
El sudor le corría por el cuello abierto de su camisa de seda. Durand se despidió hasta la hora de la cena.
En el interior de la hacienda se encontró con Julio en el vestíbulo del segundo piso.
—¿Me estaba buscando, patrón?
—Sí. Tengo un encargo para ti. —Durand le explicó lo del pez muerto, y terminó con la frase «encuentra a Tito, el cuidador del estanque, y mátalo».
Julio asintió, pero antes de irse, comentó:
—Ha llamado el italiano para decir que estaba de camino y que llegaría en unos quince minutos.
Durand despidió a Julio y se dirigió a su oficina. Aquella reunión determinaría si él y Vestavia continuarían siendo socios. Se acomodó en su sillón de cuero detrás de su escritorio de madera barnizada. Acababa de terminar una llamada cuando oyó unos pesados pasos acercándose.
—Mis socios no están contentos. —El italiano bajo y fornido entró en su oficina con un arrebato de ira. Unos pocos centímetros más alto que Durand, Vestavia no era un hombre enorme, pero sí fuerte como un toro.
—Espero mejores modales en mi hogar —le advirtió Durand. De hecho, a pocas personas se les permitía poner el pie en sus tierras del centro de Venezuela. Y todavía eran menos las invitadas a entrar en su recinto.
—¿Quieres mejores modales? Dame mejores resultados. —Vestavia le dirigió una mirada inflexible desde el otro lado del escritorio. Las gafas de borde negro que llevaba parecían propias de un contable, y no de alguien con una mole de cuerpo y un traje sastre diseñado para los salones de reuniones de Nueva York. El cabello de corte encrespado y color castaño hacía pensar en los vaqueros americanos.
—Por favor. —Durand señaló el humidor de madera de su escritorio y silenciosamente animó a su invitado a escoger uno de los diez puros más exquisitos del mundo.
En lugar de responder, Vestavia sacó un puro OpusX y lo olisqueó con la intimidad con la que olería a una amante. Usó un cortapuros grabado del escritorio, encendió el puro y tomó asiento en una de las sillas de cuero.
Mientras su invitado se acomodaba, Durand hacía girar un estilete entre los dedos. Vestavia debería respetar a sus mayores; debía de rondar los cuarenta años. El respeto era una cuestión de deber.
—Los dos hemos sufrido pérdidas. —Durand apretó los labios en una sonrisa tirante. Aquel hombre, Vestavia, había compartido poco acerca del misterioso grupo al que representaba. Pero el dinero y las conexiones con los bajos fondos que había puesto sobre la mesa eran demasiado sustanciosos para ser despreciados—. ¿Crees que me complace haber perdido a mis mejores hombres?
—Tú me aseguraste que podía llevar a cabo este proyecto —le rebatió Vestavia.
—Y tú me aseguraste que podrías localizar a Espejismo.
Vestavia guardó silencio, sus labios no se movieron hasta que sacó por la boca una bocanada de humo.
—Localizamos al informante. Descubrimos…
—Puede que hayáis localizado al informante, pero no lo tenéis. Disculpa que te interrumpa, pero creo que yo sé más que tú acerca del resultado. —Durand colocó el estilete sobre el escritorio y él mismo seleccionó un puro del humidor.
Eso produjo un breve destello de preocupación en la mirada de Vestavia, que se disipó muy rápidamente. Soltó aliento, observando a Durand con los ojos de un ave de presa en espera del momento perfecto para atacar.
—Continúa.
—Según tengo entendido, Baby Face encontró una conexión, y yo asumí que era debido a alguna ayuda que debéis haberle dado, ya que toda mi gente asegura que Espejismo no podría encontrarse sin acceso a ordenadores muy especiales. —Durand hizo una pausa hasta que Vestavia asintió débilmente con la cabeza—. Yo también tengo hombres que están buscando a ese informante. Todo el mundo que tenga un ordenador y un arma y se halle a cualquiera de los dos lados de la ley está buscando a Espejismo. Baby Face era brillante, pero su ego se convirtió en un lastre. En la red se puso a alardear sobre lo que él llamaba «darle duro al filón de oro» o algo así. Eso permitió que Turga oliera el trato y le costó la vida a Baby Face.
—¿Quién es Turga?
—Un viejo socio que lamentablemente no celebrará su próximo cumpleaños. Es lo que probablemente tú considerarías un cazador furtivo, alguien que aparece en el último momento para llevarse el premio y subastarlo al mejor postor. Tenía entendido que era muy difícil matarlo, pero resulta que está muerto. El piloto de su helicóptero fue el último en verlo con vida. Le contó a mi gente que Turga capturó a un hombre y a una mujer que habían escapado de Baby Face. Ese piloto viene de camino para encontrarse conmigo. Mañana tendré un retrato robot del hombre y de la mujer a través de su descripción.
El rostro de Vestavia no se alteró en ningún momento, sus ojos permanecieron tan inexpresivos y tan fríos como la primera vez que Durand lo había conocido. Pero la visión de futuro de aquel hombre —o más bien la visión de su organización—, era excepcional, un mundo donde la familia Anguis prosperaba y gobernaba en Venezuela, y luego en toda Sudamérica.
Si es que él y Vestavia llegaban a forjar una confianza mutua.
—Entonces los dos estamos decepcionados, ¿verdad? —continuó Durand.
—En cuanto a Mandy, mis hombres hicieron su trabajo. Fue entregada a la casa a tiempo, pero un equipo de operaciones militares, vestidos de negro, hicieron una emboscada a mis hombres. Descubriré quién estaba detrás del ataque.
—Te será muy difícil hacer eso con todos tus hombres muertos.
—La verdad es que no. Nunca envío a mis hombres a una nueva operación sin vigilancia.
—¿Qué quieres decir?
—Envié a Julio, mi soldado de mayor confianza, a la cabeza del equipo. Nadie sabía que estaba dentro de la casa. Entró antes de que llegaran los demás y usó pequeñas cámaras conectadas a un terminal en el sótano, donde él estuvo todo el tiempo.
Vestavia se inclinó hacia delante, tenso.
—¿Por qué enviaste a un espía?
—Soy un hombre precavido.
—No. —Vestavia movió la cabeza lentamente de un lado a otro—. Creo que no confías en mí, lo cual me parece ofensivo.
Durand sonrió.
—Lo que está en juego entre nosotros es la confianza, ¿verdad? No te conozco desde hace mucho tiempo. ¿Qué tipo de líder sería si no me aseguro de que exista una manera de que paguen quienes han hecho una emboscada a mis hombres? —Durand dio una calada a su puro y exhaló el humo formando círculos en el aire—. Usar a Julio fortalece a mis hombres. Les digo cosas acerca de sus misiones que ellos creen que yo no puedo saber. Eso les infunde respeto. Verás, el respeto es como la confianza, se tiene que ganar.
Vestavia era uno de esos hombres que irradiaba poder en silencio.
Pero Durand no se dejaría intimidar, ni siquiera por un hombre cuyo dinero, contactos y poderosa organización podría ayudarle a poner a la familia de Salvatore a sus pies. Pronto él tendría la garganta de ese cerdo chivato llamado Espejismo en un puño y los cojones de Dominic Salvatore en el otro.
Pero mientras tanto, Durand no quería que Vestavia se convirtiera en su enemigo.
—Te proporcione proyectos para que obtuvieras un mejor perfil de Espejismo —le recordó Vestavia en un tono conciliador que Durand prefirió considerar sincero—. El secuestro de Mandy fue organizado solo para que tú tuvieras la oportunidad de ver a Espejismo más expuesto, dado que el informante parece tener un interés particular cuando hay involucrada una mujer y el grupo de Anguis.
—Es cierto, pero nuestro trato no es unilateral —recordó Durand con prudencia—. Mis hombres han cometido dos atentados exitosos contra la vida de nuestro ministro del Petróleo haciendo ver que era la familia Salvatore quien estaba detrás de los ataques. Matar al ministro del Petróleo habría sido mucho más simple que fingir hacerlo. No quiero al gobierno de Venezuela llamando a mi puerta. Admito que me hace feliz tener cogido por los huevos a Salvatore, pero esos ataques fueron muy arriesgados. ¿Cuál es el propósito?
—Yo no le doy explicaciones a nadie —avisó Vestavia.
Durand reprimió las ganas de estrangular a ese hombre. Mostrar ira era un signo de debilidad.
—Solo sugiero que si entendiera tu razonamiento podría dar mayor apoyo a tu causa, ya que estoy al corriente de todo lo que pasa en Venezuela.
Vestavia se lo pensó un momento antes de hablar.
—Mi organización está bastante satisfecha con los resultados hasta el momento, pero es un imperativo que la presión suba. Estados Unidos está bajo escrutinio por su intento de asociarse secretamente con la producción de petróleo respaldada por el gobierno de Venezuela.
—Los dos candidatos a la próxima presidencia de Estados Unidos se oponen a financiar un trato con Venezuela para producir más petróleo. Ambos apoyan la plataforma que defiende que Estados Unidos debe convertirse en un país más verde porque eso anima a los votantes. La prensa ha hecho correr rumores de que uno de los dos partidos políticos está financiando a Salvatore para que asesine a nuestro ministro del Petróleo. Nadie puede saber si los demócratas están detrás de los ataques para demostrar que los republicanos tratan de asociarse con un país inestable para conseguir petróleo en lugar de seguir una política ecológica, o si son los republicanos quienes están detrás de todo este plan para producir pruebas de que los demócratas urdieron los ataques con el objetivo de sembrar el terreno para un cambio radical hacia una política verde.
—¿De qué manera encaja Salvatore en tus planes? —Durand se echó hacia atrás, con los brazos tendidos sobre su silla. Una postura que transmitía seguridad.
—Según parece, el cártel de Salvatore está cruzado de brazos hasta que las elecciones hayan acabado, para ver si un golpe de estado derroca efectivamente al gobierno. Si es así, será entonces cuando descubramos si la nueva administración de Estados Unidos efectivamente llega a un acuerdo sobre el petróleo con Venezuela. Salvatore puede ser un impedimento en los planes del ministro del Petróleo o tal vez los dos lleguen a aliarse para llegar a un acuerdo que asegure que la producción industrial de petróleo quede protegida de los ataques de los rebeldes a cambio de que los barcos cargados de droga de Salvatore circulen a salvo.
—Sí, sí, estoy informado a través de mis contactos. —Durand apoyó su puro en el borde de un cenicero de cristal. Salvatore había sido un obstáculo para sus planes durante muchos años—. Me tiene sin cuidado lo que Estados Unidos pague por un barril de petróleo o las elecciones presidenciales de la próxima semana. Estoy preocupado por el futuro de Anguis y creo que podemos ayudarnos el uno al otro. —Dejó que eso hiciera mella.
Vestavia había acudido a Durand. Y no al revés.
Cuando su invitado no hizo ningún comentario, Durand repitió:
—Los dos hemos sufrido una pérdida en Francia. La cuestión es cómo nos recuperamos de nuestras pérdidas. Alguien pagará por la mía. Si trabajamos juntos, podemos resarcirnos y dar un ejemplo a los demás para que no interfieran otra vez.
—Nadie que me joda vive para jactarse de ello. —La frialdad brutal que había en la voz de Vestavia habría congelado una brasa ardiente.
—Entonces trabaja conmigo para descubrir a esos hombres que han matado a los míos y se han llevado a Mandy, porque juntos los descubriremos.
—¿Estás seguro de la lealtad de Julio?
¡Dios! Aquel hombre haría mejor en saber el agravio que acababa de hacerle. Durand sonrió.
—Julio era la única persona que tenía de antemano la información sobre la casa y yo apostaría la vida por la lealtad de mi primo. La sangre lo significa todo en mi familia.
—¿Consiguió buenas fotos de esos hombres vestidos de negro?
—Julio las está revelando ahora.
—Envíame lo que tengas y pondré a mi gente a identificarlos. —Vestavia había dicho más de una vez que tenía recursos ilimitados.
Durand asintió educadamente, pero no compartiría fotos ni ninguna otra cosa significativa hasta que pudiera tachar el nombre de Vestavia de la lista de sospechosos de la emboscada.
—Alguien le pasó muy rápidamente a Espejismo la información sobre el secuestro —señaló Vestavia—. Parecería que hay un infiltrado dentro de tu grupo.
—Tengo gente trabajando en eso, pero tú también tienes un problema —señaló Durand con voz tranquila. Reprimió una sonrisa al ver el ceño fruncido de su invitado—. Mis hombres no supieron adónde iban a llevar a la chica hasta que no estuvieron en la ruta, y puesto que todos ellos fueron asesinados, ¿no es lógico presuponer su inocencia?
Durand hizo una breve pausa para dar una calada a su puro, saboreando en la boca el intenso tabaco. Exhaló el aire y dijo:
—Antes de acusarme de fracaso, deberías explicarme cómo es posible que alguien supiera la localización de la casa. Habían transcurrido menos de once horas desde que llegaran mis hombres cuando apareció el equipo de elite que los mató. ¿Cómo es posible que el informante obtuviera esa información tan rápido?
Vestavia tardó más de un minuto en responder, alzando sus delgadas cejas marrones.
—Si hay alguien infiltrado en mi organización lo encontraré y me encargaré de él. Pero si descubro que alguien de tu bando nos ha traicionado, mis socios esperarán esa cabeza o la tuya. Y estoy hablando literalmente.
Durand sonrió con actitud conspiradora.
—Si algún conocido mío mató a mis hombres, uno de los cuales era mi hermano menor, tendrás su cabeza y otros pedazos… una vez haya acabado con él. Sin embargo, no podrás tener la mía. Y si se tratara de uno de los tuyos, ofrezco a cambio la misma cortesía.
—Me parece bastante justo. Mientras tanto, continuaremos como planeamos. Entrevistaré a Espejismo personalmente en cuanto lo hayamos capturado.
Durand movió un dedo de un lado a otro.
—Nada de eso. Espejismo es mío. Quiero que me lo entreguen con vida.
Vestavia gruñó, sin expresar acuerdo o desacuerdo, y cogió su maletín. Sacó un sobre grueso de papel manila.
—Tu próximo contrato.
Durand no se movió para coger el paquete.
—No hablo en broma sobre ese informante.
—Está bien. Con vida. No prometo nada sobre las condiciones del cuerpo.
Durand tomó el paquete y lo abrió. Sacó una fotografía.
—Otra chica. No hay problema.
—Tal vez, pero me parece que esta no resultará fácil de manejar.
Durand examinó a la chica y se preguntó de nuevo cuál sería el propósito de Vestavia con los adolescentes, pero su alianza con aquel italiano tendría mejores resultados con menos preguntas.
—¿Cuánto tiempo tenemos? —Durand levantó la foto a la altura de la vista. Guapa, pero nada excepcional.
—Dos días. Mandy fue un proyecto lateral, pero a esta chica la necesitamos ahora. No puede haber fallos.
Vestavia levantó su maletín y se dio la vuelta para marcharse.
—Te conviene mucho encontrar al chivato antes de que me haga con esta chica —le advirtió Durand tranquilamente.
Vestavia se detuvo, respirando despacio durante el largo silencio.
—Amenazarme no es una buena idea.
—Solo te ofrezco un incentivo para que te muevas tan rápido como esperas que lo haga mi gente. Si no localizas antes a Espejismo, estarás en deuda conmigo, ¿entiendes?
Vestavia salió sin decir ni una palabra más.
Durand dejó su puro. Aquella nunca sería una alianza fácil, pero las alianzas verdaderamente fuertes siempre requieren esfuerzo y diplomacia. Apretó el botón de radio de su teléfono móvil y llamó a Julio, que respondió inmediatamente.
Durand le preguntó:
—¿Cómo van las fotos del castillo?
—La mayoría regular, pero hay una que no está mal. Creo que es del hombre que estaba al mando del equipo.
—Tráeme todas las fotos ahora.
—Sí. Ya voy.