10
A Claire le dolía la cabeza. Otra vez. Algo estaba ardiendo. Distinguió el olor a humo al mismo tiempo que notó que tenía un frío espantoso. Recordó de repente lo que había ocurrido: la nieve, el edificio, el aterrizaje forzoso. Alfred. Abrió los ojos y alzó la cabeza. Le fue bastante difícil, ya que seguía sujeta por el cinturón al asiento, y éste se encontraba inclinado hacia adelante en un ángulo de cuarenta y cinco grados…, y fue en ese momento cuando vio a Steve, inmóvil en su propio asiento.
—¡Steve! ¡Steve, despierta!
Steve dejó escapar un gruñido y murmuró algo. Claire respiró con más tranquilidad. Logró desabrochar el cinturón después de unos cuantos intentos y se deslizó hasta quedar agachada con los pies sobre lo que unos momentos antes era el panel de instrumentos. No podía ver mucho del exterior por el ángulo en que se encontraba inclinado el avión, pero le pareció que se encontraban en el interior de un edificio de gran tamaño. Había unos paneles grises de metal a unos quince o veinte metros delante de ellos, y por el costado agujereado del avión vio un trozo de pasarela con pasamanos a unos dos o tres metros por debajo.
¿Dónde está todo el mundo? ¿Hay alguien aquí? Era una instalación de Umbrella, así que, ¿por qué no había ya un montón de tipos de seguridad sacándolos a rastras del avión estrellado? Bueno, o al menos unos cuantos encargados cabreados.
Steve estaba recuperando el sentido, aunque Claire vio un chichón con mal aspecto en el borde de su cuero cabelludo. Alzó la mano y descubrió que ella también tenía un chichón justo por encima de la sien derecha, un poco más arriba del otro con el que se había despertado…, ¿el día anterior?, ¿el anterior a ése?
Vaya, cómo pasa el tiempo cuando no haces más que estar inconsciente.
—¿Qué se está quemando? —preguntó Steve abriendo los ojos.
—No lo sé. —Tan sólo había un leve olor a humo en la cabina de mando, así que supuso que procedía de algún otro punto del avión. De cualquier manera, no quería quedarse por allí cerca por si acaso algo estallaba—. Deberíamos salir de aquí. ¿Puedes andar?
—Desde luego —murmuró Steve, y Claire sonrió mientras lo ayudaba a quitarse el cinturón de seguridad.
Recuperaron lo que pudieron de las armas que tenían a sus pies. Se quedaron con el subfusil de Steve y la nueve milímetros de ella. Por desgracia, no les quedaba mucha munición, y, además, habían perdido un par de cargadores. A ella le quedaban veintisiete balas y a él quince. Se las repartieron, y puesto que no tenían nada más que hacer allí dentro, Steve se colgó del borde del avión y se dejó caer sobre la pasarela.
—¿Qué hay ahí afuera? —preguntó Claire mientras se sentaba en el borde del agujero y se metía la pistola en el cinturón. Hacía el frío suficiente como para que el aliento se condensara, pero pensó que podría soportarlo durante un rato.
—No hay mucho que ver —contestó Steve mientras miraba a su alrededor—. Estamos en un edificio circular y grande. Creo que está construido alrededor de la boca de un pozo de mina o algo así. Hay un agujero justo en el medio. Aquí no hay nadie. —Alzó la mirada y los brazos—. Venga, baja. Yo te agarro.
Claire lo dudaba. Steve estaba en buena forma, pero tenía la complexión de un corredor, y no era muy musculoso. Por otro lado, tampoco podía quedarse en el avión todo el tiempo y odiaba saltar más allá de un par de metros. Desde luego, le apetecía que alguien le echara una mano…
—Venga, voy a saltar.
Se agarró al borde del agujero y fue bajando el cuerpo todo lo que pudo…, hasta que tuvo que dejarse caer. A Steve se le escapó un bufido cuando la recogió en sus brazos, y un momento después estaban los dos en el suelo. Steve cayó de espaldas, rodeándola con los brazos, y Claire encima de él.
—Bien atrapada —dijo ella.
—Ah, no fue nada —contestó Steve con una sonrisa.
Su cuerpo era tibio, atractivo y dulce, y era obvio que estaba interesado por ella. Durante unos segundos, ninguno de ellos se movió. Claire se encontraba a gusto entre sus brazos, pero Steve quería más, y ella lo pudo ver con total claridad en su mirada y en la forma en que recorría su cara con los ojos.
¡Por Dios, que no estáis de vacaciones! ¡Levántate ya!
—Deberíamos…
—… averiguar dónde estamos —dijo Steve interrumpiéndola y acabando la frase por ella.
Aunque Claire vio un destello de decepción en sus ojos, él procuró esconder su disgusto suspirando de forma melodramática mientras bajaba los brazos con un gesto de rendición. Ella se puso en pie de mala gana y lo ayudó a levantarse a su vez.
Realmente parecía el pozo de una mina, de unos veinte metros de ancho más o menos, y la pasarela sobre la que se encontraban llegaba hasta la mitad, con un par de escaleras. Claire vio dos puertas desde donde se encontraba, ambas abajo y a la izquierda. Sólo había una puerta a su altura, a la derecha, pero Steve se acercó a echarle un vistazo y comprobó que estaba cerrada con llave.
—¿Dónde crees que está todo el mundo? —preguntó en voz baja. Era bastante probable que el eco fuese muy fuerte en un lugar tan vacío y amplio como aquél.
Claire negó con la cabeza.
—No sé. ¿Jugando con bolas de nieve?
—Ja, ja —dijo Steve—. ¿Alfred no debería estar ahora mismo echándose encima de nosotros con un lanzallamas o algo parecido en las manos?
—Sí, sería lo más lógico —contestó Claire. Ella había pensado lo mismo—. Quizá todavía no haya llegado, o no se esperaba que nos estrellásemos y está en uno de los otros edificios donde se suponía que teníamos que aterrizar…, lo que significa que deberíamos espabilarnos, por si podemos hacernos con uno de esos aviones antes de que él logre encontrarnos.
—Venga, vamos a hacerlo —dijo Steve—. ¿Quieres que nos separemos? Podríamos cubrir más terreno de ese modo y hacerlo con mayor rapidez.
—¿Con Alfred suelto por aquí? Yo voto que no —contestó Claire, y Steve asintió. Pareció aliviado—. Bueno…, vamos por allí mismo —indicó Claire, y se dirigió hacia la primera escalera con Steve pegado a su espalda.
Subieron por ellas y llegaron a la siguiente puerta. En realidad, se trataba de una puerta con hojas dobles un poco alejada de la pasarela. También estaba cerrada con llave. Steve se ofreció a abrirla de una patada, pero ella sugirió que sería mejor que antes probasen con todas las demás. Claire estaba cada vez más inquieta con el hecho de que el lugar estuviese tan silencioso y tranquilo, y no quería que el eco de una puerta al ser derribada anunciara su presencia.
Aunque deben de encontrarse en estado de coma si no han oído el aterrizaje forzoso…
Se dirigieron hacia la siguiente puerta, que era la última que quedaba antes de llegar a otro tramo de escaleras que iban hacia abajo. Claire probó con el pomo de la puerta, que giró sin presentar resistencia. Steve y ella prepararon las armas por si acaso, y en cuanto Steve asintió, Claire abrió la puerta de un empujón…, y notó que se quedaba con la boca abierta por la sorpresa, tan grande era.
¿Cuántas son las probabilidades de que algo como esto ocurra?
Era un dormitorio para empleados, a oscuras y hediondo, y al oír que la puerta se abría, tres, no, cuatro zombis se giraron y se dirigieron hacia ellos. Todos ellos habían quedado infectados hacía poco tiempo: la mayor parte de la piel seguía pegada a la carne. Uno de ellos comenzaba a entrar en estado de gangrena, y el fuerte y asqueroso olor dulzón de la carne putrefacta impregnaba el aire frío.
Steve se había puesto pálido, y mientras ella se apresuraba a cerrar la puerta tragó saliva, aunque con dificultad. Parecía que se había puesto enfermo, y su voz sonó como si realmente lo estuviera.
—Uno de esos tipos trabajaba en Rockfort. Era uno de los cocineros.
¡Por supuesto! Ella había creído por un momento que también en aquel sitio se había producido un escape del virus, pero era una coincidencia demasiado monstruosa. Al menos uno de los aviones que habían visto en el exterior procedía de la isla. Lo más probable era que se tratase de un puñado de empleados, pero no científicos, casi con toda seguridad, que habían huido presas del pánico sin darse cuenta de que llevaban la infección a bordo.
Más caníbales enfermos y moribundos infectados por el virus… ¿Qué es lo siguiente?
Claire se estremeció cuando intentó imaginarse qué clase de combatiente estaba intentando crear Umbrella para que necesitase un entorno ártico…, y cuáles de los animales autóctonos podrían haberse visto infectados antes de que ellos llegaran.
—Tenemos que salir zumbando de aquí —dijo Steve.
Bueno, con un poco de suerte, lo mismo se han comido a Alfred, pensó Claire. Era una idea optimista, pero lo cierto es que ya se merecían algún golpe de suerte.
—Vámonos.
El último lugar que les quedaba por comprobar, unas escaleras que bajaban en espiral, se encontraban al final de la pasarela y descendían hacia una oscuridad completa. Claire recordó las cerillas que había encontrado en Rockfort, así que le entregó por un momento la pistola a Steve y las sacó de la riñonera. Le dio la mitad a él antes de volver a empuñar la pistola. Steve se colocó en cabeza y encendió dos de las cerillas a mitad de las escaleras para luego sostenerlas en alto. No ofrecían mucha luz, pero eran mejor que nada.
Llegaron al final de la escalera y comenzaron a recorrer un pasillo estrecho. Claire se puso en alerta en cuanto se adentraron en la oscuridad. Algo olía mal, como a maíz podrido, y aunque no podía oír que nada se moviese a su alrededor, no le parecía que estuviesen solos. Solía confiar mucho en sus instintos, pero todo estaba tan quieto y silencioso, sin ni siquiera un susurro de sonido o de movimiento…
Serán los nervios, pensó con esperanza.
Tan sólo podían ver a un metro por delante de ellos, pero avanzaban con toda la rapidez posible. La sensación de estar al descubierto y vulnerables por completo les impelía a marchar a toda prisa.
Dieron unos cuantos pasos más y vieron que el pasillo se dividía. Podían girar a la izquierda o a la derecha.
—¿Qué te parece? —susurró Claire…, y el pasillo se llenó de repente de una explosión de movimiento, de aleteos, y el olor a podrido los envolvió por completo. Steve soltó un taco cuando las cerillas se apagaron de improviso y los dejaron sumidos en la oscuridad más absoluta. Algo pasó rozando la cara de Claire, algo leve y plumoso que no hizo el menor ruido, y ella empezó a manotear de forma instintiva por el asco, con la piel de gallina, sin estar muy segura de adonde o a qué disparar.
—¡Vámonos! —gritó Steve, y la agarró del brazo para tirar de ella. Ella lo siguió tambaleante y sin aliento mientras algo aleteó sobre su cara, algo seco y polvoriento…
Steve la hizo pasar en ese preciso momento por el umbral de una puerta que cerró de golpe en cuanto entraron. Ambos se dejaron caer contra ella. Claire estaba temblando, terriblemente asqueada.
—Polillas —dijo Steve—. Dios, eran enormes. ¿Las has visto? Eran tan grandes como pájaros, como halcones…
Claire lo oyó escupir, como si estuviese intentando aclararse la garganta.
Ella no contestó y empezó a manotear en busca de una cerilla. La habitación estaba completamente a oscuras y quería asegurarse de que no hubiera más revoloteando por allí.
Polillas… ¡Qué asco!
Le pareció que en cierto modo eran peores que los zombis, que podían pasar rozándote, revolotearte en la cara… Se estremeció de nuevo y encendió la cerilla.
Steve se había metido en una oficina, una que por lo que se veía estaba libre de polillas gigantes y de otras sorpresas desagradables de Umbrella. Vio un par de velas en una mesa a su derecha y se apresuró a encenderlas también, y después le entregó una a Steve antes de echar un vistazo a su alrededor. La suave luz de las velas iluminó su refugio improvisado llenándolo de sombras. Una mesa de escritorio de madera, unas cuantas estanterías, un par de cuadros colgados de la pared… La estancia era sorprendentemente agradable si se tenía en cuenta el estilo funcional del resto del lugar. Tampoco hacía frío. Echaron rápidamente un vistazo por toda la habitación en busca de armas o munición, pero no encontraron nada.
—Eh, a lo mejor nos sirve de algo uno de éstos —comentó Steve acercándose a la mesa.
Sobre ella había unos cuantos montones de papeles, incluida lo que parecía una serie de mapas esparcidos por la superficie, pero a Claire de repente le interesó mucho más el bulto blanquecino que él tenía en la parte posterior de su hombro derecho.
—No te muevas —dijo mientras se colocaba a su espalda.
Tenía una especie de excrecencia espesa parecida a una telaraña que contenía el bulto, que medía unos quince centímetros y era algo deforme, como un huevo de gallina al que han estirado demasiado.
—¿Qué es? Quítamelo —dijo Steve con voz muy tensa.
Claire acercó la vela y se dio cuenta de que aquel bulto blanco no era opaco del todo. Podía ver un poco en su interior…, hasta el punto de distinguir un pequeño gusano que se movía envuelto por la gelatina translúcida. Era un envoltorio de huevo; la polilla le había puesto un huevo encima.
A Claire le dieron ganas de vomitar, pero se mantuvo firme y comenzó a buscar algo con lo que agarrar y quitarle aquello. Había una bola de papel arrugado en una papelera al lado de la mesa y la recogió.
—Quieto un momento —dijo, sorprendida mientras tiraba del capullo por lo tranquila que había sonado su voz. El bulto no cedió, ya que la red de tiras pegajosas que lo rodeaba se mantuvo firme, pero al final se soltó y cayó al suelo con un chasquido húmedo.
Steve se agachó y se inclinó sobre el papel, acercando la vela…, y se puso de pie de repente, con un aspecto tan asqueado como el de ella. Lo aplastó con un fuerte pisotón y por debajo de la suela salieron varios chorros de gelatina de color claro.
—Joder —dijo con una mueca de disgusto—. Recuérdame que eche la papa después, cuando hayamos comido. Y la próxima vez que pasemos por ahí, nada de llevar cerillas encendidas.
Steve le echó un vistazo a la espalda de Claire, limpia, gracias a Dios, y luego se repartieron los papeles que había sobre la mesa. Steve se encargó de estudiar los mapas y ella revisó el resto.
Inventarios, factura, factura, lista de inventario… Claire tuvo la esperanza de que a Steve le estuviese yendo mejor a que a ella. Por lo que pudo ver, estaban en lo que Umbrella denominaba una «terminal de transporte», fuese lo que fuese aquello, y estaba construida alrededor del pozo de una mina. No tenía ni idea de lo que habían estado buscando con la excavación, pero había bastantes recibos por equipo caro y nuevo, además de un montón de materiales de construcción, casi los suficientes como para construir una pequeña ciudad.
Encontró una serie de memorándums de comunicaciones escritos por dos ejecutivos extremadamente aburridos. Era más aburrido todavía porque todo parecía perfectamente legal. La oficina en la que se encontraban pertenecía a uno de ellos, un tal Tomoko Oda, y lo que por fin le llamó la atención lo escribió precisamente Oda. Se trataba de una posdata al final de uno de sus extensos informes de contabilidad, y que databa de tan sólo una semana antes:
PD: Por cierto, ¿recuerdas lo que me contaste cuando llegué aquí sobre lo del «monstruo» prisionero? No te rías, pero por fin lo he oído en persona hace dos noches en esta misma oficina. Es tan terrorífico como cuentan los rumores. Es una especie de grito gemebundo furioso que resonó procedente de los niveles inferiores. Mi capataz dice que los trabajadores llevan oyéndolo desde hace unos quince años, y casi siempre tarde, avanzada la noche. El rumor más popular dice que aúlla así porque se han olvidado de alimentarlo. También he oído contar que es un fantasma, que es un engaño, o un experimento científico que salió mal, incluso algunos dicen que es un demonio. Todavía no tengo una opinión formada al respecto, y como no se nos permite a nadie bajar a esos niveles, supongo que continuará siendo un misterio. Lo cierto, y debo admitirlo, es que después de oír ese aullido horrible y enloquecido, no tengo ningún interés en bajar de la planta B2.
Hazme saber cuando llega ese envío de remaches. Un saludo, Tom.
Por lo que parecía, los trabajadores de las plantas superiores no sabían mucho sobre lo que ocurría en los niveles inferiores. Claire pensó que probablemente había sido lo mejor para ellos…, aunque vista la situación, quizá no.
Steve se rió de repente con una breve carcajada de triunfo y se puso en pie con una sonrisa de oreja a oreja. Colocó un mapa político del Antártico sobre la mesa con una palmada.
—Estamos aquí —dijo señalando un punto rojo que alguien había pintado—, a mitad de camino entre esta base japonesa, la Monte Fuji, y el propio Polo Sur, en territorio australiano. Y justo aquí está la base de investigación australiana…, a unos veinte o veinticinco kilómetros como mucho.
—¡Genial! Vaya, si casi podemos llegar andando en cuanto tengamos el equipo adecuado…
Y si logramos salir de este lugar, pensó también, y parte de su entusiasmo desapareció.
Steve desplegó un segundo mapa.
—Espera, que eso no es lo mejor. Échale un vistazo a esto.
Era la fotocopia de unos planos. Claire estudió los diagramas dibujados a mano, los planos laterales y de alzado de un edificio alto y sus tres plantas, con todos los niveles y las estancias indicados con precisión. Claire se puso en pie, demasiado emocionada para quedarse quieta. Era un mapa completo del lugar donde se encontraban, que no se extendía hacia lo alto, sino hacia abajo.
—Estamos aquí —dijo Steve, señalando un pequeño recuadro con una indicación donde ponía «oficina del gerente», en el nivel B2. Llevó el dedo hacia abajo, hacia la izquierda y hacia abajo de nuevo hasta detenerse en un recuadro de forma desigual situado al final del diagrama. Parecía un signo de interrogación tumbado. Las pequeñas letras negras indicaban que se trataba de la «sala de minado», donde había un túnel esbozado con lápiz que salía de él, al lado del que ponía «a la superficie/inacabado», también en lápiz.
—Y ahí es adonde tenemos que ir —comentó Claire moviendo la cabeza con incredulidad. Lo más probable era que el mapa que Steve había encontrado les ahorrara horas de vagabundeo por todo el lugar, y con tan poca munición como tenían, también era posible que les hubiese salvado la vida.
—Sí, y si nos encontramos con puertas cerradas con llave, las derribamos o les pegamos un tiro en la cerradura, lo que sea —dijo Steve con tono alegre—. Y está a poco más de un minuto, por lo que parece. Estaremos cruzando el cielo en un momento.
—Aquí dice que el túnel está inacabado… —comenzó a decir Claire, pero Steve la cortó.
—¿Y qué? Si todavía están trabajando en ello, seguro que hay alguna clase de equipo pesado para hacerlo —dijo Steve con un tono de voz despreocupado—. Bueno, aquí dice «sala de minado», ¿verdad?
No podía discutir con su lógica, pero es que tampoco quería. Casi era demasiado bueno para ser verdad, y estaba más que deseosa de oír buenas noticias para ellos…, y aunque significara tener que correr otra vez por el pasillo atestado de polillas, esta vez estarían preparados.
—Tú ganas —dijo entusiasmándose a su vez.
Steve alzó las cejas con gesto inocente.
—¿Ah, sí? ¿Cuál es el premio?
Estaba a punto de contestarle que estaba dispuesta a oír sus sugerencias cuando un sonido alarmante e inesperado la detuvo. Llegó a la oficina desde todos los lugares y de ninguno a la vez. Pensó durante una fracción de segundo que se trataba de alguna clase de sirena de alarma por lo fuerte y penetrante que era, pero ninguna sirena comenzaba a sonar con un tono tan bajo y profundo, o seguía subiendo de tono de aquel modo, o provocaba semejante sensación de miedo. Había furia en aquel sonido, una rabia ciega tan intensa que era incomprensible.
Ambos se quedaron inmóviles, escuchando, mientras aquel grito increíble y espantoso se alargaba y finalmente se apagaba. Claire se preguntó cuánto tiempo había pasado desde que le habían dado la última comida. No le cabía ninguna duda de que se trataba de una de las creaciones de Umbrella. Ningún fantasma podía producir un sonido tan visceral, y ninguna alma humana podía contener tanta rabia.
—Vámonos ya —dijo Claire en voz baja, y Steve se limitó a asentir, con los ojos abiertos de par en par con un gesto ansioso mientras doblaba y se guardaba los mapas.
Comprobaron y empuñaron sus armas, acordaron un plan de forma breve, y después de contar hasta tres, Steve abrió la puerta de un empujón.
Alfred sonrió a través de los gruesos barrotes de metal a la monstruosidad que había lanzado el rugido mientras éste se apagaba en la lejanía. Se quedó admirando el resultado de la brillantez intelectual de su hermana, encerrado en aquella celda húmeda y vacía. Él la había ayudado, por supuesto, pero ella era el genio que había creado el virus T Verónica, y tan sólo con diez años…, y aunque ella había considerado un fracaso su primer experimento, Alfred no pensaba lo mismo. El resultado era muy gratificante en el plano personal.
Todo estaba mucho más claro desde el mismo momento que se había marchado de Rockfort. Habían vuelto todos sus recuerdos, ideas que había perdido o mantenido enterradas, sentimientos que incluso había olvidado que tenía. Después de permanecer quince años en una zona gris, de estar confundido y envuelto en una fantasía inestable, Alfred sintió que su mundo se aproximaba por fin al orden establecido, y también comprendió la razón por la que habían atacado su hogar en Rockfort.
—Verás, ellos también sabían que había llegado la hora —dijo Alfred—. Si no hubiese sido por ese ataque, puede que yo hubiera seguido creyendo que ella estaba conmigo.
Observó con cierta diversión cómo la monstruosidad inclinaba su cabeza asquerosa hacia la puerta, escuchándolo. Estaba encadenada a su silla, con los ojos tapados, y las manos atadas a la espalda, y aunque aquello había sido incapaz de llevar una vida normal a lo largo de un decenio y medio, todavía respondía al sonido de las palabras. Quizá incluso reconocía su voz a un nivel animal e instintivo.
Debería alimentarlo, pensó Alfred. No quería que muriera antes de que Alexia se despertara…, pero eso ocurriría dentro de poco tiempo, muy poco tiempo. Quizá incluso el proceso ya habría comenzado. La idea lo llenaba de admiración: iba a presenciar su milagroso renacer.
—La he echado tanto de menos —dijo Alfred con un suspiro. Tanto que había creado una imagen reflejada de ella para que compartiera con él todos aquellos años en soledad—. Pero pronto reaparecerá como la reina madre, conmigo como su soldado más fiel, y nunca jamás nos separaremos otra vez.
Eso le recordó su última tarea, un último objetivo que le quedaba por cumplir antes de que pudiera sentarse cómodamente a esperar. La alegría que había sentido al descubrir que el avión se había estrellado no duró mucho cuando descubrió que el aparato estaba vacío, pero después de recordar la disposición de las instalaciones se dio cuenta de que sólo podían estar en uno o dos lugares. Había tomado un rifle de francotirador de la armería de uno de los otros edificios, un Remington de cerrojo del calibre 30.06 con teleobjetivo, un juguete maravilloso, y estaba decidido a probarlo. No podía permitir que Claire y su amiguito aparecieran en el momento menos oportuno y estropeasen la celebración…
De repente, Alfred comenzó a reírse cuando se le ocurrió una idea. La monstruosidad tenía que comer… ¿Por qué no le servía a aquellos dos plebeyos en bandeja? Claire Redfield había llevado la destrucción a Rockfort, había intentado manchar el nombre de los Ashford, lo mismo que había hecho aquella monstruosidad, en cierto modo.
Devorará a los agentes enemigos, un homenaje al regreso de Alexia…, y después tendremos una pequeña reunión familiar, sólo los tres.
Al oír su risa, la monstruosidad se puso nerviosa y tiró de las cadenas que la sujetaban con tanta fuerza que Alfred dejó de reírse. Soltó otro aullido tremendo y prolongado mientras se esforzaba por liberarse, pero Alfred calculó que las cadenas aguantarían un poco más.
—Pronto regresaré —prometió Alfred antes de empuñar el rifle y alejarse. Se preguntó qué era lo que pensaría Claire al reunirse con el padre de los gemelos en unas circunstancias tan poco habituales, es decir, cuando la matara de forma salvaje. La monstruosidad se sentía atraída por el calor del cuerpo y por el olor a miedo, o eso le gustaba creer a Alfred, y deseaba muchísimo ver cómo acechaba a la indefensa Claire en plena oscuridad.
Cuando Alfred comenzó a subir las escaleras que llevaban a la segunda planta del sótano, Alexander Ashford aulló de nuevo, al igual que había hecho quince años atrás cuando sus propios hijos pequeños lo habían drogado y le habían arrebatado la vida.